Después de la tormenta. Norton.
Un viaje a la ciudad
—¡Ostras…! —exclamó Billy.
Parado junto a la valla que separa nuestra finca de la de Norton, miraba hacia la calzada por la que se puede acceder en coche a nuestra casa. Tras un trecho de cuatrocientos metros, desemboca ésta en una pista que, a su vez va a dar, al cabo de un kilómetro, a una carretera de dos carriles llamada Kansas Road. Por Kansas Road puede llegar uno a donde quiera, siempre que su punto de destino sea Bridgton.
Al ver lo que Billy estaba mirando se me heló el corazón.
—No te acerques, hijo. Ahí estás ya demasiado cerca.
Billy no discutió.
La atmósfera tenía aquella mañana la transparencia del cristal. El cielo, de un color sucio y brumoso durante la ola de calor, había adquirido un azul, nítido, que era casi otoñal. Una suave brisa salpicaba de alegres, danzantes manchas de sol la calzada. No lejos de donde Billy se encontraba, se oía un siseo sostenido y se veía lo que, en una primera mirada, se hubiera tomado por una maraña de serpientes. El tendido eléctrico que alimentaba nuestra casa se había desprendido a unos seis metros de distancia y yacía en confuso montón en un círculo de césped quemado, donde chisporroteaba retorciéndose perezosamente. De no ser por la humedad que saturaba árboles y hierba después de las torrenciales lluvias, la casa podía haberse incendiado. Dadas las circunstancias, la cosa se había reducido al negro pedazo de prado que los cables habían tocado directamente.
—¿Podría eso leptocrutar a una persona, papá?
—Sí. Así es.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Nada. Esperar a que vengan los de la Eléctrica.
—¿Cuándo vendrán?
—No lo sé —los niños de cinco años se especializan en hacer preguntas difíciles—. Supongo que esta mañana estarán muy ocupados. ¿Vienes a pasear conmigo hasta la carretera?
Echó a andar hacia mí, y luego, deteniéndose, miró con aprensión los cables. Uno de ellos se había enderezado y se volvía lentamente, como si nos hiciera señas.
—¿La lectrecidad puede correr por el suelo, papá?
Buena pregunta.
—Sí, pero no te preocupes. A la electricidad le interesa el suelo, no tú. Si no te acercas a los cables, no tienes nada que temer.
—Le interesa el suelo —repitió por lo bajo antes de venir a mi encuentro. Nos pusimos en camino con las manos enlazadas.
Los daños eran peores de lo que yo había supuesto. Había árboles atravesados en el camino en cuatro puntos, uno pequeño, dos de talla mediana y un veterano cuyo tronco debía tener un metro y medio de espesor. El musgo lo ceñía como un ajustado corsé.
Todo el contorno era un revoltijo de ramas abatidas, algunas deshojadas. Según avanzábamos hacia la carretera, Billy y yo íbamos arrojando las más pequeñas a uno u otro lado del camino, hacia la espesura. Aquello me recordó un día de un verano de hacía unos veinticinco años; yo no podía ser entonces mucho mayor que Billy. Estaban presentes todos mis tíos, y habían pasado la jornada entera en el bosque, con hachas, azuelas y podaderas, desbrozando. Luego, por la tarde, todos se reunieron alrededor de una mesa de caballetes que mis padres usaban para las comidas campestres, y hubo una cena descomunal, a base de salchichas, hamburguesas y ensaladilla de patatas. La cerveza corrió como agua, y mi tío Reuben se zambulló en el lago con toda la ropa, incluidos los zapatos de lona, puesta. En aquella época aún había ciervos en nuestros bosques.
—Papá ¿puedo bajar al lago?
Estaba cansado de apartar ramas, y lo conveniente, cuando un niño se cansa, es dejarle hacer algo distinto.
—Desde luego.
Volvimos juntos y cuando llegamos a la casa, Billy la rodeó por la derecha, cauteloso con los cables caídos, y yo seguí hacia la izquierda, camino del garaje, en busca de mi sierra mecánica. Tal como había imaginado, se oía ya por toda la ribera el desagradable chirrido de aquellas máquinas.
Llené el depósito de la sierra, me quité la camisa, y ya me dirigía hacia la calzada de acceso, cuando Steff salió de la casa. Miró con inquietud los árboles atravesados en el camino.
—¿Es grave? —quiso saber.
—Nada que no pueda arreglar con la sierra. ¿Y en la casa?
—Bueno, ya he retirado los vidrios rotos, pero tendrás que ver qué haces con el árbol, David. No podemos estar con un árbol en el salón.
—No, supongo que no —respondí.
Nos miramos bajo el sol de la mañana y reímos por lo bajo. Deposité la sierra en el pavimento de hormigón y, apretándole las nalgas con ambas manos, le di un beso a Steff.
—Para —susurró—. Billy va…
En ese preciso momento el niño volvió la esquina de la casa.
—¡Papá! ¡Papá! Tienes que ver…
Reparando en los cables del tendido eléctrico, Steffy lanzó un grito para advertirle. Billy, que estaba a buena distancia de ellos, se detuvo bruscamente y miró a su madre como si se hubiera vuelto loca.
—No pasa nada, mamá —dijo, en el cauteloso tono de voz que empleamos para apaciguar a los muy viejos y a los decrépitos. Avanzó hacia nosotros, a fin de que viéramos que nada pasaba, y Steff se echó a temblar en mis brazos.
—No hay nada que temer —le dije—. Conoce el peligro.
—Sí, pero hay accidentes mortales —replicó—. En la televisión no dejan de pasar anuncios sobre el peligro de los cables eléctricos, pero eso no impide que… ¡Billy, entra en casa inmediatamente!
—¡Oh, escucha, mamá! ¡Quiero enseñarle a papá el cobertizo!
Los ojos se le salían casi de las órbitas, tanto por la emoción como por el desencanto. Estaba descubriendo los apocalípticos efectos de la tormenta y quería compartir sus impresiones.
—¡Que entres inmediatamente! Esos cables son peligrosos y…
—Papá dice que es el suelo lo que les interesa, no yo.
—Billy, ¡no discutas conmigo!
—Ahora voy, campeón. Adelántate tú —dije, sintiendo la tensión que se adueñaba de Steff—. Pero ve por el otro lado, hijo.
—¡De acuerdo! ¡Descuida!
Pasó zumbando junto a nosotros y enfiló de dos en dos los escalones de piedra del extremo oeste de la casa. Los faldones de la camisa le flotaban detrás cuando desapareció con una última exclamación —«¡Anda!»— al descubrir otra catástrofe.
—Sabe todo lo necesario sobre los cables, Steffy —dije, asiéndola suavemente por los hombros—. Y le asustan, lo cual es bueno, porque de ese modo no se arriesga.
Le resbaló una lágrima por la mejilla.
—Tengo miedo, David.
—¡Pero mujer! Si ya se acabó.
—¿Seguro? El invierno pasado… y esta primavera tardía… en la ciudad la llaman la primavera negra… dicen que la última que se dio por aquí fue en 1888…
El «dicen» se refería sin duda alguna a la señora Carmody, la dueña de Antigüedades Bridgton, un baratillo donde a Steff le gustaba revolver de vez en cuando. A Billy le encantaba acompañarla. En uno de los oscuros, polvorientos cuartos de atrás, búhos disecados, con ojos orlados de oro, mantenían perpetuamente desplegadas sus alas, las garras aferradas por siempre a barnizados troncos; un trío de mapaches de taxidermista formaba junto a un «arroyo» representado por un trozo de mugriento espejo; y un apolillado lobo, de hocico manchado, no de saliva sino de serrín, desnudaba los dientes en un espeluznante gruñido mudo y eterno. La señora Carmody declaraba que lo había abatido su padre una tarde de septiembre de 1901, cuando el animal se acercó a beber en el Stevens Brook.
Las expediciones a la tienda de antigüedades de la señora Carmody les sentaban bien a mi esposa y a mi hijo. A ella le interesaba el vidrio de colores, y a él le interesaba la muerte, llamada, para el caso, vivisección. Yo estimaba, sin embargo, que aquella vieja ejercía un desagradable influjo sobre el pensamiento de Steff, por lo demás racional y práctico. La Carmody había descubierto el punto débil de mi esposa, su talón de Aquiles mental. Y conste que Steff no era la única que en la ciudad se sentía fascinada por las siniestras declaraciones y los remedios tradicionales de la señora Carmody (administrados siempre en nombre de Dios).
El agua estancada junto al tocón de algunos árboles curaba las magulladuras cuando el marido de una es de los que se van un poco de las manos después de la tercera copa. Podía saberse cómo iba a ser el próximo invierno contando en junio el número de anillos de las orugas o midiendo en agosto el espesor de los panales. Y ahora, Dios nos proteja y nos valga (aquí pueden insertar ustedes todos los signos de admiración que crean oportunos), LA PRIMAVERA NEGRA DE 1888. También yo había oído aquella historia, que a la gente de por aquí le gusta propalar: si la primavera es lo bastante fría, el hielo de los lagos termina por volverse negro, como una muela podrida. Se trata de un fenómeno bastante raro, que se presenta apenas una vez por siglo. Y si a la gente de por aquí le gusta dar pábulo a eso, dudo que nadie lo haga con tanta convicción como la señora Carmody.
—El invierno fue crudo y la primavera, tardía —dije—. Ahora se nos presenta un verano caluroso. Y hemos sufrido una tormenta, pero ya ha pasado. Esa actitud no me parece propia de ti, Stephanie.
—Esta tormenta no ha sido corriente —repuso, con la misma voz ronca de antes.
—No. En eso convengo contigo.
A mí, la historia de la Primavera Negra me la había contado Bill Giosti, dueño y operario —esto último es una forma de decir— del surtidor de gasolina de Casco Village. Bill atendía el surtidor secundado por sus tres hijo borrachines (y a veces con ayuda de los borrachines de sus cuatro nietos, cuando los nietos no tenían ninguna reparación que hacer en sus trineos mecánicos y en sus motos de cross). Bill tenía setenta años, aparentaba ochenta y, cuando le daba por ahí, era capaz de beber como a sus veintitrés. Billy y yo habíamos pasado por el surtidor, para llenar el depósito de mi Saab todoterreno, el día siguiente al de la inesperada tormenta que en mitad de mayo dejó caer sobre la región una capa de húmeda, pesada nieve, bajo cuyos casi dos palmos de espesor desaparecieron flores y hierba nueva. Giosti, que esa vez estaba más que regularmente achispado, nos endilgó con el mayor gusto la historia de la Primavera Negra, añadiéndole un toque personal. Sin embargo, aquí nieva en mayo a veces. Cae la nevada, y dos días más tarde ha desaparecido: no es nada del otro mundo.
Steff volvía a mirar con recelo los cables caídos.
—¿Cuándo vendrán los de la compañía? —preguntó.
—En cuanto puedan. No tardarán mucho. Pero no quiero que te preocupes por Billy. Tiene la cabeza sobre los hombros. Que olvide plegar la ropa, no significa que vaya a poner los pies sobre una madeja de cables cargados de corriente. Siente un considerable y sano interés por sí mismo —la forcé, apoyándole el pulgar en una esquina de la boca, a iniciar una sonrisa—. ¿Te sientes mejor?
—Tú siempre consigues que las cosas me parezcan mejores —dijo, y eso me hizo sentir muy bien.
Billy nos llamó a gritos desde la orilla del lago, para que bajáramos a ver.
—Vamos —dije—. Examinemos los daños.
—Para examinar daños —se lamentó Steff con un bufido—, me basta con quedarme en el salón.
—Hazlo, entonces, por contentar a un chiquillo.
Bajamos los escalones de piedra con las manos enlazadas. Acabábamos de alcanzar el primer recodo de la escalera, cuando Billy apareció a escape en dirección opuesta. A punto estuvo de derribarnos.
—¡Huy, cuando lo veáis! —jadeó—. ¡El cobertizo está todo abollado! Hay un embarcadero encima de las rocas… y árboles en la cala… ¡la madre de Dios!
—¡Billy…! —tronó Steff.
—Perdona, mamá… es que tenéis que verlo… ¡es de miedo! —y desapareció nuevamente.
—Habiendo hablado, el oráculo se retira —comenté, y eso hizo que Steff volviera a reír por lo bajo—. Mira, cuando haya terminado de trocear los árboles del caminillo, me acercaré a Portland Road, a las oficinas de la Eléctrica, y les contaré lo que nos ocurre. ¿Está bien así?
—Está bien —dijo aliviada—. ¿Cuánto crees que tardarás?
De no haber sido por el árbol grande, el del corsé de musgo, el trabajo me habría llevado cosa de una hora. Pero con aquel gigantón de por medio, no terminaría antes de las once.
—En tal caso, almuerzas aquí. Pero tendrás que traerme unas cuantas cosas del supermercado… estamos por terminar la leche y la mantequilla. Y tampoco… en fin, te preparé una lista.
Poned a un mujer ante una catástrofe y se convertirá en una ardilla. La abracé y asentí. Rodeamos la casa. Una ojeada nos bastó para comprender la excitación de Billy.
—Santo cielo… —exclamó Steff con desaliento. Estábamos a una altura desde la cual se dominaba casi medio kilómetro de ribera: desde la finca de Bibber, a nuestra izquierda, hasta la de Brent Norton, a la derecha, con la nuestra en medio.
El enorme y viejo pino que sombreaba nuestra cala había sido tronchado por la mitad. Lo que de él quedaba tenía el aspecto de un lápiz afilado con brutalidad, y su interior, comparado con la corteza, ennegrecida por la edad y la intemperie, parecía reluciente e indefenso. Treinta metros de árbol —la parte superior del viejo pino— yacían parcialmente sumergidos en el agua de nuestro amarradero. Se me ocurrió que habíamos tenido mucha suerte en que nuestro Star-Cruiser no hubiese sido alcanzado. La semana anterior había presentado una avería mecánica, y todavía estaba en el puerto de Naples, esperando turno pacientemente.
Al otro lado de nuestra pequeña ensenada, el cobertizo que mi padre había construido —el mismo que albergase, en tiempos más prósperos para la familia Drayton, un Chris-Craft de sesenta pies— yacía bajo otro gran árbol. Uno —me di cuenta— que se elevaba junto al linde de Norton. Y eso me encolerizó por primera vez: aquel árbol llevaba muerto cinco años y Norton habría tenido que ocuparse tiempo atrás de hacerlo derribar. Caído ahora, nuestro cobertizo le impedía llegar al suelo. La techumbre, de medio lado, parecía borracha. Todo el contorno, sembrado de tablillas que el viento había arrancado del boquete abierto por el árbol. Billy no faltaba a la verdad al decir que el cobertizo estaba «todo abollado».
—¡Ese árbol es de Norton! —exclamó Steff, y era tanto el resentimiento y la indignación de su tono, que, pese a todo el dolor que yo sentía, tuve que sonreír.
El asta de la bandera había ido a parar al agua, y la enseña nacional flotaba empapada junto a ella en una maraña de cuerdas. Imaginé lo que me contestaría Norton: «Demándame».
Billy estaba en el rompeolas, examinando el embarcadero que el agua había lanzado sobre sus rocas, pintado a vistosas franjas amarillo y azul. Volviendo la cabeza hacia nosotros, gritó con júbilo:
—Es el de los Martins, ¿no?
—Sí que lo es —repuse—. Hazme un favor, Gran Bill, ¿quieres? Métete en el agua y péscame la bandera.
—¡Allá voy!
A la derecha del rompeolas había una playita de arena. En 1941, antes de que Pearl Harbour redimiese con sangre la gran crisis de los años treinta, mi padre contrató a un transportista para que acarrease aquella fina arena —seis camionadas— y la extendiera agua adentro hasta una profundidad que debe de ser (en ese punto yo me hundo hasta el pecho) de un metro y medio. El hombre le cobró ochenta dólares por el trabajo, y la arena nunca se movió de allí. Buena cosa, por cierto: actualmente no puede crear uno una playa de arena en su propiedad. Ahora que los colectores de la próspera industria de las urbanizaciones han matado a la mitad de los peces y han hecho que el resto no se puedan comer sin peligro, el Instituto para la Protección del Medio Ambiente ha prohibido instalar playas de arena. Es que, como se comprenderá, podrían trastornar la ecología del lago, de modo que hoy, quien lo haga sin dedicarse a las urbanizaciones, contraviene gravemente la ley.
Billy avanzó en busca de la bandera, pero pronto se detuvo. Simultáneamente, noté que Steff, pegada a mí, se ponía rígida, y entonces también yo reparé en ello: la parte del lago correspondiente a Harrison había desaparecido. Estaba sepultada bajo una franja de niebla de un blanco resplandeciente, como una nube que hubiera caído a tierra.
Asaltado nuevamente por el sueño de la víspera, cuando Steff me preguntó qué era aquello, la primera palabra que acudió a mis labios fue «Dios».
—¿Me has oído, David?
Aunque ni siquiera cabía adivinar la costa por aquel lado, los muchos años de contemplar el Long Lake me llevaron a pensar que la porción que permanecía oculta no era muy extensa: apenas unos pocos metros. El borde de la niebla parecía trazado a cordel.
—¿Qué es eso, papá? —quiso saber a su vez Billy, que, metido en el agua hasta las rodillas, trataba de alcanzar la empapada bandera.
—Un banco de niebla —dije.
—¿En el lago? —replicó Steff, incrédula.
Y leí en sus ojos el influjo de la señora Carmody. Condenada vieja… Mi propio malestar se iba disipando. Los sueños, de todos modos, son cosas incorpóreas, como la niebla misma.
—Pues claro. ¡Como si fuera la primera vez que la ves!
—¿Como ésa? Nunca. Parece una nube.
—Es el brillo del sol —dije—. Las nubes tienen ese mismo aspecto cuando las sobrevolamos en un avión.
—¿Y a qué se debe? Aquí sólo hay niebla en épocas de mucha humedad.
—No, también ahora —corregí—. Al menos, en Harrison. Es una simple secuela de la tormenta. El encuentro de dos frentes, o algo por el estilo.
—¿Seguro, David?
Le rodeé el cuello con un brazo y me eché a reír.
—No, la verdad es que estoy diciendo tonterías. Si estuviera seguro, haría de hombre del tiempo en el informativo de las seis. Ve a prepararme la lista de la compra.
Me dedicó otra mirada de recelo, protegió sus ojos del resplandor con la mano para echar una última ojeada al banco de niebla, y sacudió la cabeza.
—Muy extraño —dijo, y se puso en camino.
Para Billy, la niebla ya no era novedad. Acababa de sacar del agua la bandera y un enredo de cuerdas. Pusimos todo a secar en el césped.
—A mí me han dicho, papá —manifestó en tono de hombre ocupado, sin tiempo que perder—, que nunca se debe permitir que la bandera toque el suelo.
—¿De veras?
—De veras. Victor McAllister dice que han leptrocutado a gente por eso.
—Bien, pues dile a Victor McAllister que eso es c. de la v.
—¿Caca de la vaca, quieres decir?
Aunque vivo, Billy es un chico curiosamente falto de sentido del humor. El campeón lo toma todo al pie de la letra. Espero que viva lo suficiente para descubrir que ésta es, en este mundo, una actitud muy peligrosa.
—Eso mismo, pero que no se entere tu madre de que lo he dicho. Cuando la bandera esté seca, la guardaremos. Es más: la plegaremos en forma de sombrero de tres picos, para no cometer errores.
—Papá, ¿arreglaremos el techo del cobertizo y pondremos un asta nueva?
Por primera vez se le notaba preocupado. Quizá hubiese visto ya bastante destrucción. Le di una palmada en el hombro.
—Apuesta lo que quieras a que sí.
—¿Puedo ir a casa de los Bibber, a ver qué ha pasado por allí?
—Pero sólo un momento. También ellos estarán haciendo limpieza, y a veces, en esos casos, la gente está de mal humor.
Que era como estaba yo respecto de Norton.
—De acuerdo. Adiós —y echó a correr.
—No les estorbes, campeón. Y… otra cosa.
Se volvió.
—Ten presente lo de los cables. Si ves otros, cuidado con acercarte.
—Descuida, papá.
Me quedé un instante donde estaba, primero inspeccionando los daños, y luego, una vez más, la niebla. Aunque era difícil asegurarlo, parecía más cercana. Y si se aproximaba, lo hacía en contra de todas las leyes de la naturaleza, pues el viento —una suavísima brisa— soplaba en la dirección opuesta. De modo que era manifiestamente imposible que se estuviera acercando. Se veía blanca, blanquísima. Sólo acierto a compararla con la nieve que, recién caída, contrasta deslumbrante con el azul intenso de los cielos de invierno. Pero el sol pone en la nieve el brillo de centenares y centenares de diamantes, y aquel curioso banco de nieblas, pese a su limpieza y a su blancura, no relucía. En contra de lo que Steff había dicho, no era infrecuente ver niebla en días claros; salvo que, cuando eran tan abundante como aquélla, la humedad en suspensión casi siempre creaba un efecto de arco iris. Y no había nada semejante a la vista.
Volví a sentir malestar, pero antes de que se agudizara, oí un sordo ruido mecánico —puf-puf-puf—, seguido por una casi ineludible exclamación: «¡Mierda!». Se repitió el ronquido mecánico, pero esa vez sin el reniego. La tercera vez el ronroneo se vio acompañado de un: «¡La madre que te parió!», dicho en el tono de quien, creyéndose a solas, da suelta a su ira.
Puf, puf, puf, puf…
… Silencio. Y, en seguida:
—¡Cabrona!
Inicié una sonrisa. El sonido se propaga bien en estos parajes, y las sierras mecánicas del vecindario zumbaban bastante lejos. Lo bastante, en cualquier caso, para permitirme reconocer la voz no exactamente melosa de mi vecino inmediato, el famoso jurisconsulto y hacendado de aquella ribera, Brenton Norton.
Me acerqué un poco más a la orilla, como si me propusiera examinar el embarcadero que había ido a parar al rompeolas. Así, alcancé a ver a Norton. Estaba en el claro que hay junto a su porche encristalado, sobre una alfombra de viejas agujas de pino, vestido con unos tejanos manchados de pintura y una camiseta blanca de tirantes. Tenía todo revuelto el pelo, por cuyo corte paga cuarenta dólares, y la cara empapada de sudor. Con una rodilla hincada en tierra bregaba, con su sierra mecánica, mucho mayor y más vistosa que la mía, de sólo 79,95 dólares. Por lo visto, tenía de todo, salvo botón de arranque. Norton manipulaba un cordón, sin conseguir nada más que el desmayado puf-puf-puf. El corazón se me alegró al ver que un abedul amarillo había caído sobre su mesa de exterior y la había partido en dos.
Mi vecino dio un tirón a la cuerda del arranque.
Puf-puf-puf-puf-puf… PAF-PAF-PAF… ¡PAF!… puf.
Casi lo consigues, chico.
Nuevo, hercúleo esfuerzo.
Puf-puf-puf.
—¡Marica! —injurió Norton por lo bajo a su lujosa sierra, desnudando los dientes.
Sintiéndome verdaderamente bien por primera vez en lo que iba de mañana, regresé a la casa. Mi sierra arrancó a la primera, y me puse al trabajo.
A eso de las diez, sentí que me tocaban en el hombro. Era Billy, con una lata de cerveza en una mano y la lista de Steff en la otra. Me guardé la nota en el bolsillo trasero de los tejanos y tomé la cerveza, que, si no exactamente helada, por lo menos estaba fresca. Despachada casi la mitad de un solo trago, saludé a Billy con la lata.
—Gracias, campeón.
—¿Me das un sorbo?
Le permití uno, tras el cual, componiendo una mueca, me devolvió el recipiente. Lo apuré, y, a punto ya de estrujarlo por la mitad, me detuve. Aunque ya lleva tres años en vigor la ley que prima la entrega de latas y botellas, los viejos hábitos son duros de erradicar.
—Ha escrito algo al final de la lista —dijo Billy—, pero no le entiendo la letra.
Saqué de nuevo el papel.
«No consigo sintonizar la WOXO —decía el mensaje—. ¿Crees que será por la tormenta?».
La WOXO es una emisora local, semiautomática, que ofrece programas de rock en frecuencia modulada. Situada en Norway, unos treinta kilómetros al norte, es cuanto alcanza a captar nuestro viejo y poco potente receptor de FM.
—Dile que seguramente es eso —le encargué a Billy, después de haberle leído la nota—. Y que trate de sintonizar Portland por la AM.
—Está bien. Papá, cuando vayas a Bridgton, ¿puedo acompañarte?
—Desde luego. Y mamá también, si quiere.
—De acuerdo —y echó a correr hacia la casa con la lata vacía.
Ya me había abierto camino hasta el árbol grande. Ataqué con un primer corte, hasta la mitad, y paré la sierra para que se enfriara. El árbol era demasiado recio para ella, desde luego, pero estimé que, si no forzaba las cosas, conseguiría mi propósito. ¿Estaría despejada la pista de acceso a Kansas Road? En el momento de hacerme esa pregunta, vi pasar, seguramente camino del otro extremo de nuestra pequeña carretera, un furgón anaranjado de la Eléctrica de Maine. Así pues, todo en orden: la pista estaba transitable y los de la compañía vendrían a reparar los cables antes del mediodía.
Corté un buen trozo de árbol, lo arrastré hasta la orilla del camino y lo hice rodar pendiente abajo, hacia la maleza de un hondón que mi padre y sus hermanos —todos ellos pintores: los Drayton siempre hemos sido una familia de artistas— desbrozaron un lejano día.
Me enjugué con el brazo el sudor de la cara y sentí ganas de tomar otra cerveza; la primera sólo sirve para hacer boca. Mientras recogía la sierra, pensé en el silencio de la emisora. La WOXO estaba en la dirección de aquel extraño banco de niebla. Y en la de Shaymore, que era donde tenía su base el proyecto Punta de Flecha.
En el proyecto Punta de Flecha fundaba el bueno de Bill Giosti su teoría de la llamada Primavera Negra. En la parte occidental de Shaymore, no lejos del límite de esa población con Stoneham, había una pequeña finca, propiedad del Estado, protegida con alambradas. Contaba con centinelas, televisión de circuito cerrado y sabe Dios cuántas cosas más. Eso, al menos, tenía entendido, pues personalmente no lo había visto, a pesar de que la Carretera Antigua de Shaymore bordea el terreno estatal a lo largo de casi dos kilómetros.
Nadie sabía a ciencia cierta de dónde procedía el nombre del proyecto Punta de Flecha, ni nadie hubiera podido asegurar categóricamente que el proyecto —suponiendo que existiera— se llamaba así en verdad. Bill Giosti afirmaba que sí existía, pero cuando le preguntaba uno de dónde y cómo había obtenido su información, respondía con vaguedades. Su sobrina, a decir de él, trabajaba en la telefónica continental, y había oído cosas. Así de vago.
—Cosas que tienen que ver con los átomos —precisó aquel día, acodado en la ventanilla del Saab, echándome en la cara una vaharada de alcohol…— A eso se dedican allí. A lanzar al aire átomos y todas esas cosas.
—Pero el aire está lleno de átomos, señor Giosti —intervino Billy—. Lo dice la señora Neary. La señora Neary dice que todo está lleno de átomos.
Los enrojecidos ojos de Giosti se clavaron en Billy en una larga mirada que terminó por reducirlo al silencio.
—Ésos son átomos de otra clase, hijo.
—Ah, ya —murmuró Billy, y se dio por vencido. Por su parte, Dick Muehler, nuestro agente de seguros, declaraba que el proyecto Punta de Flecha tenía que ver con unos experimentos agrícolas que estaba realizando el Estado; ni más ni menos. «Tomates más grandes, y un mayor número de cosechas por año», especificó Dick antes de pasar a explicarme el gran servicio que podía prestar a los míos muriendo a edad temprana. Jane Lawless, nuestra funcionaria de correos, dijo que se trataba de prospecciones geológicas relacionadas con el aceite de esquisto. Lo sabía de cierto porque su cuñado trabajaba para un sujeto que… En cuanto a la señora Carmody… seguramente se inclinaría por el punto de vista de Bill Giosti: no sólo átomos, sino átomos de otra clase.
Mientras yo cortaba otros dos buenos trozos del corpulento árbol y los hacía rodar por el declive, Billy regresó con una segunda cerveza en una mano y una nota de Steff en la otra.
—Gracias —dije, y tomé ambas cosas.
—¿Me das un trago?
—Pero uno nada más, que la vez anterior fueron dos. No puedo permitir que corras borracho por ahí a las diez de la mañana.
—Y cuarto —rectificó, dirigiéndome una tímida sonrisa tras el borde de la lata.
Correspondí a ella. No es que el chiste fuera extraordinario, pero como Billy los hace tan rara vez…
Leí la nota. «He pescado la JBQ —escribía Steffy—. No te me emborraches antes de ir a la ciudad. Esta es la última hasta la hora del almuerzo. ¿Estará despejada la calzada?».
—Dile que la calzada está bien: acaba de pasar una furgoneta de la Eléctrica. Se encargarán pronto de nuestra avería.
—De acuerdo.
—Una cosa, campeón.
—¿Qué, papá?
—Dile que todo está en orden.
—Muy bien —sonrió, quizá por habérselo dicho primero a sí mismo.
Y echó a correr hacia la casa, las piernas en rápido movimiento, visibles las suelas de las zapatillas. Le seguí con la mirada. Le quiero. Hay algo en su cara, y también en la forma en que vuelve hacia mí los ojos, que me crea la impresión de que todo va la mar de bien. Se trata, claro está, de una mentira: no todo va realmente bien, ni nunca ha sido así, pero mi pequeño me hace creer ese embuste.
Bebí un poco de cerveza, posé cuidadosamente la lata en una piedra y de nuevo puse en marcha la sierra. Cosa de veinte minutos más tarde, sentí que me tocaban otra vez en el hombro. Contando con que sería Billy, como antes, me di la vuelta. Pero fue a Brent Norton a quien vi. Detuve la sierra.
Norton no tenía su aspecto habitual. Se le veía acalorado, cansado, descontento y un poco perplejo.
—Hola, Brent —le saludé.
No habiendo sido amables las últimas palabras que cruzamos, no sabía cómo proceder. Me asaltó la curiosa sensación de que había estado mirándome un buen rato, carraspeando, como se suele hacen en tales casos, para anunciar su presencia a pesar del dominante ruido de la máquina. No había llegado a verle de cerca en lo que llevábamos de verano. Parecía más delgado, sin que eso le favoreciese, en contra de lo que cupiera esperar, pues le sobraban ocho kilos. Pero lo que digo: que el haberlos perdido no le sentaba. Su mujer había muerto el mes de noviembre anterior. De cáncer. Steffy se enteró por Aggie Bibber, la forense local. Aquí todas las localidades tienen su forense. A juzgar por la despreocupación con que la reñía y la humillaba (exhibía en eso la desdeñosa desenvoltura de un curtido matador a la hora de clavar las banderillas en los pesados flancos de un toro viejo), pensé que le alegraría la desaparición de su esposa. Y si me apuran, le habría creído capaz de presentarse ese verano con una chica veinte años menor que él colgada del brazo y en la cara una sonrisa idiota, de qué quieren, si me he quedado sólito. Pero lo que había en su rostro no era esa sonrisa idiota, sino un montón de arrugas de vejez, sumadas a todas las bolsas, los colgajos y las sotabarbas producto de la desfavorecedora pérdida de peso y que decían lo suyo. Por un breve instante me dominó el deseo de llevar a Norton a un rincón soleado, sentarle junto a uno de los árboles caídos, ponerle la cerveza en la mano y sacarle un apunte al carboncillo.
—Hola, Dave —respondió tras un silencio largo y violento, que, al detenerse la sierra mecánica, se hizo más patente.
—Ese árbol. Ese condenado árbol. Lo siento. Tenías razón —farfulló al cabo.
Me encogí de hombros.
—A mí me ha caído otro —dijo—. Sobre el coche.
—Cuánto lo lamen… —a mitad de la frase, tuve una horrenda sospecha—. No me digas que ha sido el Thunderbird.
—El Thunderbird.
Norton tenía un deportivo de ese modelo, de la serie de 1960, flamante y con apenas cincuenta mil kilómetros de uso. Carrocería e interior eran de un azul muy oscuro, un tono que llamaban azul noche. Enamorado de aquel vehículo como algunos hombres lo están de sus trenes eléctricos, sus barcos en miniatura o sus pistolas de tiro al blanco, no usaba el Thunderbird más que en verano y, aún así, sólo de vez en cuando.
—Qué mala pata —dije con toda sinceridad.
Sacudió la cabeza reflexivamente.
—A punto estuve de no traerlo. De venir con la rubia, ya sabes. Y luego pensé que no tenía sentido. Y lo traje y un viejo pino podrido le cayó encima. Todo el techo hundido. Decidí cortarlo… el pino, quiero decir…, pero no consigo arrancar la sierra… Doscientos dólares me costó, la desgraciada, y… y…
Su garganta empezó a emitir pequeños chasquidos. Movía la boca como si estuviera desdentado y mascando dátiles. Durante un embarazoso segundo pensé que iba a echarse a berrear como un chiquillo a quien le han roto su castillo de arena. Luego, dominándose de una peculiar manera —sólo a medias—, sacudió los hombros y se volvió para examinar los trozos de madera que yo había cortado.
—Bien —dije—, podemos echarle un vistazo a esa sierra. ¿Tienes asegurado el coche?
—Sí —repuso—: como tú el cobertizo del embarcadero.
Cayendo en lo que quería decir, volví a pensar en lo que Steff había observado sobre los seguros.
—Dime, Dave, ¿me dejarías tu Saab para acercarme a la ciudad? Quisiera comprar pan, unos fiambres y cerveza. Mucha cerveza.
—Billy y yo también vamos a ir. Ven con nosotros, si quieres. Sólo que antes tendrías que echarme una mano para sacar del camino lo que queda del árbol.
—Con mucho gusto.
Lo agarró por un extremo, pero no conseguía levantarlo del todo. Yo tuve que cargar la mayor parte del peso. Cuando por fin logramos echarlo barranco abajo, Norton, resoplando y jadeante, tenía casi moradas las mejillas. Por eso y por todos los esfuerzos que había hecho tratando de poner en marcha la sierra, pensé en su corazón.
—¿Estás bien? —indagué. Asintió, todavía con la respiración anhelosa—. Entonces, vayamos a casa. Tengo lo que te hace falta: una cerveza.
—Gracias. ¿Qué tal Stephanie?
Iba recuperando parte de aquella pomposidad suya que tanto me disgustaba.
—Muy bien, gracias.
—¿Y tu hijo?
—Perfectamente, también él.
—Me alegra saberlo.
Una momentánea sorpresa cruzó el rostro de Steff cuando, al salir, vio quién me acompañaba. Norton sonrió y sus ojos se pegaron a la ajustada camiseta de ella. Al fin y al cabo, mi vecino no había cambiado mucho.
—Hola, Brent —le saludó cautelosa. Billy sacó la cabeza de tras el brazo de su madre.
—Hola, Stephanie. ¿Qué hay, Billy?
—El Thunderbird de Brent se llevó un buen leñazo con la tormenta. En todo el techo, dice.
—¡Oh, no! —exclamó mi mujer.
Norton volvió a contar la historia mientras se bebía una de nuestras cervezas. Yo iba por la tercera, pero no me sentía nada mareado. Por lo visto, las sudaba tan rápidamente como las bebía.
—Se viene con Billy y conmigo a la ciudad.
—Bien, pues tendré que esperar largo rato. A lo mejor habréis de ir al super de Norway.
—¿Y eso?
—En Bridgton se han quedado sin luz y…
—Mamá dice que todas las cajas registradores y demás funcionan por electricidad —apuntó Billy.
Era un reflexión sensata.
—¿No has perdido la lista?
Me di una palmada en el bolsillo trasero.
Volvió los ojos hacia Norton.
—Sentí mucho lo de Carla, Brent. Todos lo sentimos.
—Gracias. Muchas gracias.
Siguió otro instante de incómodo silencio. Billy lo rompió.
—¿Podernos ir ya, papá?
Se había puesto unos tejanos y zapatos de lona.
—Yo creo que sí. ¿Listo, Brent?
—Desde luego, si me dais otra cerveza, para el camino.
Steffy arrugó la frente. Siempre había censurado la filosofía del «una para el camino» y a los hombres que iban al volante con una lata de cerveza sujeta entre los muslos. Pero, como asentí discretamente, se encogió de hombros. Yo no quería volver a discutir con Norton en aquel momento. Steffy, visiblemente irritada, fue a buscar la cerveza.
—Gracias —le dijo él, sin agradecérselo de verdad: sólo de dientes para afuera, como se le dan las gracias a una camarera en un restaurante. Se volvió hacia mí y dijo en tono hamleriano—: Adelante, Macduff.
—En seguida estoy contigo —dije, y entré en el salón.
Norton se me vino detrás y lanzó una exclamación al ver el abedul; pero a mí no me interesaba eso en aquel instante, ni tampoco lo que costaría reparar el ventanal. Estaba mirando por las puertas correderas hacia el lago. La brisa tenía algo más de fuerza y la temperatura había subido unos cinco grados mientras yo trabajaba en la calzada. Se me ocurrió que la extraña niebla que antes habíamos visto se habría disipado, pero no era así. Por el contrario, avanzaba. En aquel momento había llegado a la mitad del lago.
—Ya había reparado en eso. Una inversión térmica, diría yo —pontificó Norton.
No me gustaba aquello. Tenía la viva conciencia de no haber visto nunca una niebla de aquellas características. En parte, por la desconcertante precisión de su frente. Nada en la naturaleza es tan regular; las líneas rectas son invento del hombre. En parte, por su completa, deslumbrante blancura, que no ofrecía variación alguna, ni las irisaciones de los elementos húmedos. En ese instante, a cosa de ochocientos metros de distancia, su contraste con el azul del lago y del cielo era más asombroso que nunca.
—¡Vamos, papá! —Billy me estaba tirando de los pantalones.
Regresamos los tres a la cocina. Brent Norton dirigió una última ojeada al abedul que con tal violencia se nos había metido en el salón.
—Lástima que no hubiera sido un manzano, ¿verdad? —comentó con viveza Billy—. Es lo que dijo mi mamá. Divertido, ¿no?
—Tu madre tiene mucha gracia, Billy —respondió Norton, que le revolvió el pelo con desmaña mientras los ojos se le iban de nuevo hacia la pechera de la camiseta de Steff.
No: aquel hombre nunca iba a caerme bien.
—Oye, Steff, ¿por qué no te vienes con nosotros? —dije.
Sin saber por qué, de pronto sentía la necesidad de que nos acompañara.
—No, creo que prefiero quedarme y desherbar un poco el jardín —repuso. Desvió los ojos hacia Norton y volvió a mirarme—. Por lo visto, esta mañana yo soy lo único que no necesita electricidad para funcionar.
Norton rió con demasiado entusiasmo.
Aunque capté el mensaje de Steff, insistí una vez más.
—¿De verdad no quieres venir?
—De verdad —respondió con firmeza—. Unas cuantas flexiones me sentarán bien.
—Como quieras, pero no tomes demasiado sol.
—Me pondré el sombrero de paja. Cuando volváis comeremos unos bocadillos.
—Estupendo.
Nos presentó la mejilla para que la besáramos.
—Ten cuidado. Podría haber árboles caídos también en Kansas Road.
—Tendré cuidado.
—Tenlo tú también —le dijo a Billy, y le dio un beso.
—Descuida, mamá —salió con tanto ímpetu, que la puerta de rejilla se cerró con estrépito a su espalda.
Norton y yo seguimos sus pasos.
—¿Por qué no nos acercamos a tu casa y cortamos el árbol? Así el coche te queda libre —propuse. De pronto, se me ocurrían montones de razones para demorar nuestra excursión a la ciudad.
—Hasta que no almuerce y me tome unas cuantas más de éstas —alzó la lata de cerveza—, no estoy dispuesto ni siquiera a mirarlo. El daño ya está hecho, compañero.
Tampoco me gustaba que me llamase compañero.
Nos acomodamos los tres en el asiento delantero del Saab (guardado en el fondo del garaje, mi pequeño y arañado quitanieves, espectro de unas navidades todavía por llegar, atraía la mirada con el vivo amarillo de su pintura), y salí en marcha atrás, haciendo crujir la alfombra de pequeñas ramas arrastradas hasta allí por la tormenta. Vi a Steff en el senderillo que, revestido de cemento, conduce al extremo oeste de la propiedad, donde está el huerto. En una mano enguantada tenía las podaderas, y en la otra el escardillo. El viejo y deformado chambergo de paja le sombreaba la cara. A mis dos suaves bocinazos, saludó con la mano en que tenía las podaderas. Nos pusimos en camino. Fue la última vez que vi a mi esposa.
Tuvimos que hacer un alto antes de llegar a Kansas Road: un pino de buen tamaño, caído después de que pasara la furgoneta de la Eléctrica, interceptaba el camino. Norton y yo nos apeamos y lo desplazamos lo suficiente para dejar paso al coche, con lo cual las manos nos quedaron todas pringosas de resina. Billy quería ayudarnos, pero le indiqué por señas que volviera al auto. Temía que una rama pudiera darle en un ojo. Los árboles viejos me han recordado siempre a los hobbits de la maravillosa novela de Tolkien, sólo que perversos. Los árboles viejos buscan lastimarte. Tope uno con ellos durante una marcha sobre raquetas, o mientras esquía campo a través, o en el curso de un simple paseo por el bosque, eso es lo que pretenden. Yo creo que si pudieran, te matarían.
Aunque la calzada en sí estaba despejada en Kansas Road, volvimos a ver cables caídos. Cosa de medio kilómetro después del camping Vicki-Lin, un poste del tendido eléctrico yacía en la cuneta en un lío de gruesos cables que, prendidos a su extremo, parecían una melena revuelta.
—Formidable tormenta —comentó Norton en el tono melifluo que emplea en los estrados; no me pareció, sin embargo, que esa vez quisiera pontificar: se limitaba a ser pomposo.
—Sí, desde luego.
—¡Mira, papá!
Billy indicaba las ruinas del granero de los Elitch. Llevaba doce años bamboleándose cansadamente en el fondo de la finca, hundido hasta media altura en girasoles, varas de oro y lirios silvestres. Pensaba yo todos los otoños que el viejo granero no soportaría un nuevo invierno; pero, llegada la primavera, seguía en su sitio. Ya no era así: no quedaba de él más que unos restos astillados bajo una techumbre que había perdido casi todas sus tablillas. Le había llegado la hora. Y, sin saber por qué, esa reflexión despertó en mi interior resonancias agoreras. La tormenta lo había arrasado a su paso.
Norton apuró la cerveza, estrujó la lata y la arrojó despreocupadamente al suelo del coche. Billy, que se disponía a decir algo, abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Chico listo. Norton era de Nueva Jersey, donde no se prima la entrega de latas y botellas. No podía censurársele el que me chafase cinco centavos cuando yo a duras penas consigo no hacer otro tanto.
Como Billy se puso a manipular la radio, le pedí que comprobase si la WOXO volvía a emitir. Llevó la aguja hasta el 92 de la FM, donde sólo encontró un zumbido continuado. Volviéndose hacia mí, se encogió de hombros. Traté de recordar qué otras emisoras se encontraban detrás de aquel curioso banco de niebla.
—Prueba la WBLM —pedí.
Hizo retroceder la aguja, dejando atrás la WJBQ-FM y la WIGY-FM, que funcionaban normalmente. En cambio, la WBLM, primera emisora de Maine de rock progresista, no daba señales de vida.
—Qué raro —dije.
—¿El qué? —preguntó Norton.
—Nada. Pensaba en voz alta.
Billy había vuelto a sintonizar la WJBQ, que estaba ofreciendo su programa de música patrocinado por una conocida marca de cereales. No tardamos en llegar a Bridgton.
Si bien, ante la falta de fluido, la lavandería del centro comercial había cerrado sus puertas, tanto la farmacia como el supermercado permanecían abiertos. La zona de estacionamiento estaba muy llena y, como suele ocurrir en los meses de verano, buena parte de los coches exhibían matrículas de otros estados. Pequeños grupos, unos de mujeres, otro de hombres, sin duda todos comentando la tormenta, salpicaban la soleada zona.
Vi a la señora Carmody, la de los animales disecados y el agua estancada, que entró majestuosamente en el supermercado, ataviada con un increíble traje de chaqueta y pantalón amarillo canario, y con un bolso, del tamaño de una maleta pequeña, colgado del brazo. Un idiota montado en una Yamaha pasó entonces rozándome casi el parachoques delantero. Llevaba una chaquetilla tejana y unas gafas de espejo e iba sin casco.
—Fíjate en ese fantoche imbécil —gruñó Norton.
Di una vuelta a la zona de estacionamiento, en busca de una plaza conveniente. Ya me resignaba a la larga caminata desde el otro extremo, cuando me sonrió la suerte: un Cadillac verde lima, de las dimensiones de un pequeño yate de recreo, estaba saliendo de uno de los espacios más próximos a la puerta del supermercado. Ocupé la plaza en cuanto la hubo dejado.
Le entregué la lista de Steff a Billy. Tenía cinco años, pero sabía leer la letra de imprenta.
—Toma un carrito y ve empezando. El señor Norton te echará una mano. Yo quiero telefonear a tu madre. Volveré en seguida.
Nos apeamos. Billy tomó a Norton de la mano inmediatamente: cuando era aún más pequeño le enseñaron a no cruzar la zona de estacionamiento como no fuese de la mano de un adulto, y conservaba esa costumbre. Sorprendido primero durante un instante, Norton esbozó luego una pequeña sonrisa. Casi le perdoné el que hubiera palpado a Steff con los ojos. Entraron juntos en el super.
Me dirigí al teléfono público instalado entre la farmacia y la lavandería. Una mujer sudorosa con un conjunto de playa morado movía violentamente la horquilla del auricular. Me situé detrás de ella, con las manos en los bolsillos, y me pregunté por qué me sentía tan inquieto por Steff, y por qué razón mi malestar estaría relacionado con aquella franja de niebla blanquísima pero que no destellaba, con las emisoras mudas y… con el proyecto Punta de Flecha.
La mujer de morado tenía quemaduras de sol en sus gruesos hombros cubiertos de pecas. Parecía un bebé color naranja, empapado en sudor. Colgó con furia y se volvió hacia la farmacia.
—Ahórrese sus diez centavos —dijo al verme—. No deja de hacer ta-ta-ta —y se alejó malhumorada.
Estuve por pegarme en la frente. Como era natural, las líneas telefónicas se habrían venido abajo en algún punto. Algunas eran subterráneas, pero no todas, ni mucho menos. Ello no obstante intenté la llamada. Los teléfonos públicos de nuestro distrito son de los que Steff llama aparatos paranoicos. En lugar de insertar la moneda, como en los teléfonos normales, con ellos has de marcar primero, y cuando el abonado contesta, previa una señal automática, meter los diez centavos antes de que cuelguen. Un sistema exasperante, pero que aquel día me ahorró dinero: no se oía el tono de marcar. Como había dicho mi predecesora, no dejaba de hacer ta-ta-ta.
Colgué y anduve lentamente hacia el super, justo a tiempo para presenciar un pequeño y divertido incidente. Una pareja mayor se encaminaba, charlando, hacia la entrada. Y así, charlando, fueron a chocar los dos con la puerta. El encontronazo interrumpió su coloquio, y la mujer profirió un chillido de sorpresa. Se miraron cómicamente y rompieron a reír, y entonces el vejete empujó la puerta, no sin esfuerzo —esos batientes de visor eléctrico son pesados—, le cedió el paso a su mujer y ambos entraron en el local. La electricidad, cuando falla, le crea a uno centenares de problemas.
Lo primero que noté, al entrar a mi vez, fue la falta de aire acondicionado. En verano suelen regularlo de tal forma en ese supermercado, que como permanezca uno allí más de una hora sale congelado.
Como la mayoría de los supermercados modernos, el Federal estaba construido a la manera de las cajas de Skinner, donde el ratón, para obtener su recompensa, tiene que empujar la puerta indicada: los artículos básicos —pan, leche, carne, cerveza, congelados— se encontraban todos al otro extremo del almacén, de modo que para acceder a ellos, uno tenían que pasar frente a los que las modernas técnicas de mercado llaman «de impulso»: toda clase de cosas, desde encendedores baratos hasta huesos de caucho para perros.
El pasillo de las frutas y las verduras comienza frente a la puerta de entrada. Escudriñé en aquella dirección, pero no vi ni rastro de Norton ni de mi hijo. La señora que había chocado con la puerta estaba examinando los pomelos. El marido llevaba una malla donde cargar las compras.
Me interné en el pasillo y torcí a la izquierda. Los encontré dos pasillos más allá, Billy mirando con aire reflexivo los paquetes de jalea y de pudings instantáneos y Norton, situado a su espalda, atisbando hacia la lista de Steff. Su expresión, un tanto perpleja, me hizo sonreír.
Me abrí paso hacia ellos por entre los desbordantes carritos (por lo visto Steff no era la única en quien la tormenta había despertado el espíritu de acopio) y los compradores curiosos. Norton tomó del estante superior dos latas de relleno para empanadas y las puso en el carro.
—¿Qué tal va eso? —pregunté.
Norton se volvió hacia mí con inconfundible alivio.
—Muy bien, ¿verdad, Billy?
—Ya lo creo —respondió mi hijo. Sin embargo, no pudo menos de añadir, en tono de cierta suficiencia—: Pero hay cosas que ni el señor Norton entiende.
—Déjame ver —le tomé la lista.
Norton había punteado con pulcritud abogadil las partidas —unas seis, entre ellas leche y un cartón de cocacolas— que él y Billy habían retirado. Faltaban, no obstante, alrededor de otros diez encargos.
—Tendríamos que volver a frutas y verduras —comenté—. La nota dice tomates y pepinos.
Billy hizo girar el carrito y Norton dijo:
—Acércate a las cajas, Dave, y echa un vistazo.
Fui en aquella dirección y miré. Era la clase de espectáculo que a veces ilustran los periódicos, en días escasos de noticias, con un comentario humorístico al pie de la foto. Sólo dos cajas estaban abiertas, y la doble fila de los que esperaban turno para pagar rebasaba las estanterías del pan, casi vacías, doblaba a la derecha y, flanqueando los mostradores de los congeladores, se perdía de vista. El resto de las cajas registradoras aparecían enfundadas. En cada uno de los dos puntos practicables la agobiada cajera marcaba las compras en una calculadora de bolsillo. Uno de los gerentes del Federal, Bud Brown, y su ayudante Ollie Weeks, estaban cada uno junto a una chica. Ollie Weeks me caía bien; en cambio Bud Brown, que parecía considerarse el Charles de Gaulle de los supermercados, no me resultaba demasiado simpático.
A medida que las chicas terminaban de sumar las compras, Bud y Ollie prendían una nota al cheque o a los billetes del cliente y arrojaban el conjunto en un cajón que habían dispuesto al efecto. Los cuatro parecían sentir calor y fatiga.
—Espero que te hayas traído un buen libro —dijo Norton al reunirse conmigo—. Tenemos cola para rato.
De nuevo pensé en Steff, sola en casa, y volví a sentir un ramalazo de malestar.
—Ve por tus compras —dije—. Billy y yo terminaremos con esto.
—¿Añado unas cuantas cervezas para ti?
Sopesé la idea y me di cuenta de que con todo lo que había por hacer en la casa, no deseaba, a pesar del acercamiento, pasar la tarde emborrachándome con Brent Norton.
—No, gracias, Brent —repuse—. En otra ocasión.
Me pareció que se le alargaba un poco la cara.
—Como quieras —dijo lacónico, y se alejó. Le seguí con la mirada hasta que Billy me tiró de la camisa.
—¿Has hablado con mamá?
—No. No funcionaba el teléfono. También por la caída de cables, supongo.
—¿Estás preocupado por ella?
—No —mentí. Lo estaba, y no poco, aunque sin saber por qué—. Claro que no. ¿Tú sí?
—Que vaaaa… —pero lo estaba. Se le veía en la cara.
Debimos volver entonces, sin esperar a más. Aunque es posible que aún así hubiera sido demasiado tarde.