CIUDADES

Isaac Asimov

Durante un ochenta por ciento de la historia del Homo Sapiens, los seres humanos han sido cazadores y recolectores. Por necesidad, también fueron nómadas, puesto que permanecer en un mismo lugar significaba recoger todos los alimentos vegetales silvestres que pudieran y capturar todo el posible alimento animal de la zona, por lo que la perspectiva de no desplazarse, era morir de inanición cuando se acababan.

Los únicos habitáculos que esos vagabundos o nómadas podían ocupar formaban parte de los alrededores, como las cuevas, o eran artefactos ligeros y móviles, como las tiendas.

La agricultura, no obstante, floreció hace ya unos diez mil años, y esto introdujo un enorme cambio.

Las granjas, al contrario que los seres humanos y los animales, no son móviles. La necesidad de cuidar las granjas y la agricultura obligó a los granjeros a aferrarse a la tierra. Y, cuanto más dependían de las cosechas para mantener al número cada vez más creciente de granjeros (demasiada gente para poder sobrevivir, caso de volver a la caza y la recolección), tanto más inmovilizados quedaban. No podían apartarse, salvo en breves intervalos, de los animales domésticos, ni podían huir de todos los asaltantes nómadas que deseaban apoderarse de los apetecibles y repletos depósitos de comida que ellos no habían producido.

De aquí se siguió que los granjeros tuvieron que combatir a sus enemigos, pues no les quedaba otra elección. Tuvieron que agruparse y construir sus casas muy juntas, puesto que la unión hace la fuerza. Por previsión o por experiencia, construían sus moradas agrupadas en una elevación, en la que hubiese un suministro natural de agua. También tenían que establecer depósitos de provisiones, y cercarlo todo con una valla… o muralla. Así se construyeron las primeras ciudades.

Una vez los granjeros hubieron aprendido a protegerse a sí mismos y a sus granjas, vivieron relativamente en seguridad y vieron que podían producir más alimentos de los que precisaban para sus necesidades. Algunos habitantes de las ciudades, por tanto, podían trabajar en otros oficios y cambiar sus productos por los alimentos que les sobraban a los agricultores. Y las ciudades llegaron a ser los hogares de artesanos, mercaderes, administradores, sacerdotes y otros muchos. La existencia humana había trascendido la búsqueda única de alimentos, ropas y albergues. En resumen, fue ya posible la civilización, y hay que recordar que esta palabra deriva del término latino referente a «habitante de ciudad».

Cada ciudad se convirtió en una unidad política, con un personaje que era el que gobernaba y tomaba las decisiones, ya que esto era necesario si la defensa de los hogares y las granjas debía ser eficiente. La necesidad de estar preparados para combatir a los nómadas condujo a la presencia de soldados y armas que, en los períodos de paz, podían emplearse en las funciones de policía y control de la población. De este modo, se desarrollaron las ciudades-estado.

A medida que la población seguía en aumento, cada ciudad-estado trataba de extender la zona cultivable bajo su control. De manera inevitable, las ciudades-estado contiguas chocaron y entablaron disputas que se transformaron en guerras armadas.

La tendencia era que una ciudad-estado creciera a expensas de las otras, con el resultado de que se formaba al fin un imperio. Estas grandes uniones solían ser más eficaces que las pequeñas, por motivos fáciles de explicar.

Hay que considerar que la agricultura requiere agua en abundancia y que el suministro más seguro de la misma reside en un río bastante caudaloso. Por esta razón, las primeras comunidades agrícolas se formaron a orillas de ríos, como el Nilo, el Éufrates, el Indo o el Hoan-ho. (Los ríos también servían como vías accesibles para el comercio, el transporte y la comunicación).

Los ríos, no obstante, dan otros problemas. Y, naturalmente, fue preciso construir diques para canalizar las corrientes de agua e impedir las inundaciones. Hubo que construir zanjas de irrigación para llevar el agua, debidamente controlada, hasta las granjas. Canalizar un río y mantener un sistema de riego requiere colaboración, no sólo de los individuos que viven en una ciudad-estado, sino entre tales ciudades-estado. Si una ciudad-estado se deterioraba, la inundación que de ello podía derivarse era desastrosa para toda las demás ciudades-estado dependientes de aquel río. Un imperio que controlase muchas ciudades-estado podía, con más eficiencia, obligar a la colaboración necesaria y mantener una prosperidad general.

Un imperio, sin embargo, significa usualmente el dominio de mucha gente por un grupo conquistador, lo cual genera resentimientos y batallas en busca de la «libertad». Eventualmente, con gobernantes débiles, un imperio puede resquebrajarse fácilmente.

En conjunto, pese a todo, ha habido tendencia no sólo a las unidades grandes, sino a las cada vez mayores, a medida que la tecnología facilitaba progresivamente los transportes y los medios de comunicación, y a medida que el crecimiento de población enaltecía el valor de la seguridad y la prosperidad por encima de la libertad y las disputas.

La historia parece mostrar una oscilación entre los imperios (a menudo prósperos, pero despóticos), y las unidades políticamente descentralizadas (que generalmente producen una elevada cultura, siendo militarmente débiles).

Mientras la población crecía, las ciudades iban aumentando su población y se engrandecían, como Memphis, Tebas, Nínive, Babilonia, y eventualmente Roma, la cual, en su máximo auge, en el segundo siglo después de Cristo, puede haber sido la primera ciudad con más de un millón de habitantes.

Las ciudades de más de un millón de habitantes fueron ya un signo del mundo moderno, después de que la Revolución Industrial introdujese enormes progresos en transporte y comunicación. El siglo XIX vio la aparición de ciudades de cuatro millones de habitantes, y los primeros años del siglo XX vieron ciudades de seis y siete millones.

Es decir, en los últimos diez mil años, el mundo se ha ido urbanizando cada vez más, y, después de la Segunda Guerra Mundial, este proceso se ha convertido en un verdadero cáncer. En los últimos cuarenta años, la población mundial se ha duplicado, y la población de los países subdesarrollados, donde es más elevado el índice de natalidad, ha hecho mucho más que duplicarse. Ahora tenemos ciudades como México D.F., Sao Paulo, Calcuta cuyas poblaciones rebasan los veinte millones y amenazan con superar esta cifra. Tales ciudades se están convirtiendo en verdaderas colmenas tremendamente contaminadas, sin las medidas de sanidad adecuadas, y con los factores tecnológicos que alientan un crecimiento que puede ser el comienzo de su degradación.

¿Hacia dónde vamos? ¿Podemos ya impedir la putrefacción, el derrumbamiento, la disolución?

Ataqué el problema de la ciudad del futuro en mi novela Las cavernas de acero, que primero apareció como una serie en tres partes en Galaxy Science Fiction, en 1953. Estaba influenciado por el hecho de ser un agorafóbico[1]. Me siento más cómodo y tranquilo en los ambientes concurridos y cerrados.

Por eso me encanta vivir en el centro de Manhattan. Me muevo por sus repletos cañones con facilidad y sosiego, sin la menor sensación de incomodidad. Me gusta trabajar en una habitación con las persianas corridas y con un escritorio que esté frente a una pared blanca, lo que aumenta la impresión de lugar cerrado.

Naturalmente, describí mi Nueva York futura como una versión mucho más extremada que la Nueva York actual. Y algunas personas se maravillaron ante mi gran imaginación.

—¿Cómo pudo imaginar una existencia tan de pesadilla como la de Las cavernas de acero?

—¿Qué existencia de pesadilla? —respondía yo, ingenuamente sorprendido.

Sí, desde luego, añadí una novedad. Toda la ciudad del futuro era subterránea.

Tal vez era esto lo que hacía parecer que la existencia allí fuese una pesadilla, pero en la vida bajo el suelo hay varias ventajas, considerándolo bien.

Primero, el tiempo reinante carecería de importancia, ya que es principalmente un fenómeno de la atmósfera. La lluvia, la nieve y la niebla no pueden trastornar el mundo subterráneo. Incluso las variaciones de temperatura se limitan a la superficie, no existen bajo tierra. Tanto durante el día como durante la noche, tanto en invierno como en verano, las temperaturas de una ciudad subterránea serían casi constantes. En lugar de gastar energía en calefacción o refrigeración, habría que gastarla en ventilación, claro, pero yo pienso que esto conduciría a un buen ahorro. Se necesitaría un transporte electrificado para evitar la contaminación del motor de combustión interna, pero caminar (considerando la certidumbre del buen tiempo) sería mucho más atractivo, lo cual también ayudaría a ahorrar energía, promoviendo mucha mejor salud.

Las únicas condiciones adversas que afectarían al mundo subterráneo serían los volcanes, los terremotos y los impactos de los meteoritos. Sin embargo, sabemos dónde hay volcanes y dónde son más frecuentes los terremotos, por lo que sería fácil eludir estas zonas. Y tal vez crearíamos una patrulla espacial que destruyese los objetos meteóricos que se acercasen demasiado.

Segundo, la hora local carecería de importancia. En la superficie, no es posible evitar la tiranía del día y la noche, y, cuando es mañana en una zona, es de noche en la otra; si en una es por la tarde, en otra es de madrugada. El ritmo de la existencia humana está, por tanto, fuera de fase. En el mundo subterráneo, donde la luz artificial determinaría el día, podríamos, de quererlo, forjar una hora uniforme para todo el planeta. Esto significaría ciertamente una colaboración global y eliminaría los trastornos horarios. (Si un día mundial y una noche mundial presentan graves deficiencias, pueden establecerse otros sistemas. Lo interesante es que sería nuestro sistema, y que nadie lo habría impuesto por el accidente de la rotación de la Tierra).

Tercero, podría estabilizarse la estructura ecológica. Ahora, con la humanidad en la superficie del planeta, abarrotamos la Tierra. Nuestra tremenda cantidad de seres humanos ocupa mucho espacio, lo mismo que todas las estructuras que edificamos para albergarnos, y nuestras máquinas, destinadas a posibilitar nuestro transporte, nuestras comunicaciones, y ofrecernos descanso y recreo. Todas estas cosas distorsionan a las numerosas especies de plantas y animales en su hábitat natural y, a veces, involuntariamente, favorecen a algunas, como las ratas y las cucarachas.

Si la humanidad y sus estructuras fuesen trasladadas bajo tierra, muy por debajo del nivel del mundo natural de los animales subterráneos, el Hombre seguiría ocupando la superficie con sus granjas, sus bosques, sus torres de observación, sus terminales aéreas y demás, pero la extensión de tal ocupación habría decrecido enormemente. Asimismo, si uno se imagina el mundo subterráneo cada vez más elaborado, también es posible visualizar, por deducción, que gran parte de las provisiones alimenticias serían obtenidas de cosechas en zonas artificialmente iluminadas bajo tierra. La superficie de la Tierra podría convertirse gradualmente en parques y selvas, que mantendrían una estabilidad ecológica.

Tampoco nos privaríamos de la naturaleza. En realidad, nos acercaríamos más a ella. Tal vez parezca que, al retirarnos al mundo subterráneo, nos apartaríamos del mundo natural, pero ¿sería así? ¿No es este retiro mucho más completo en la actualidad, cuando tantas personas suelen trabajar en edificios urbanos a menudo sin ventanales, acondicionados de manera artificial? Incluso, donde hay ventanas, ¿cuál es la perspectiva que se divisa (si uno se molesta en mirarla), más que sol, cielo y casas en el horizonte… más algún verdor asaz limitado?

¿Y para alejarse ahora de la ciudad? ¿Cómo llegar a la campiña? Es preciso viajar horizontalmente durante kilómetros y kilómetros, primero por las calles pavimentadas de la ciudad, y luego por terrenos suburbanos irregulares y peligrosos. Y la campiña que podríamos ver se irá retirando de manera gradual, y está siendo dañada constantemente.

En el mundo subterráneo también podríamos tener zonas de verdor, incluso parques, con productos tropicales en invernaderos. Y no dependeríamos de esos intentos insatisfactorios, por muy confortadores que sean para algunos. Sólo necesitaríamos subir un par de centenares de metros sobre el nivel de la Calle Mayor Subterránea, y habríamos llegado.

La superficie que veríamos sería natural… tal vez incluso demasiado, pero relativamente natural. Habría que proteger la superficie contra las visitas demasiado frecuentes, demasiado intensas o demasiado descuidadas. Pero, por mucho que se restringiesen los viajes hacia arriba, los habitantes del mundo subterráneo verían más mundo natural que hoy día, y en unas condiciones más realmente ecológicas.

Es interesante ver que la idea de la vida subterránea ha empezado a sonar de manera más realista que cuando escribí Las cavernas de acero. Por ejemplo, muchas ciudades de las latitudes boreales (donde el tiempo frío, la nieve y el hielo impiden salir de compras), están construyendo tiendas subterráneas cada vez más elaboradas, cada vez más autosuficientes, cada vez más semejantes a mi mundo imaginado.

Sin embargo, mi imaginación no es la única que posee el mundo. Aquí tenemos Refugio, de Rob Chilson, en donde mi ciudad subterránea del futuro es explotada por otro escritor de ciencia ficción, que ha tomado mis ciudades subterráneas como punto de partida de la suya.

Isaac Asimov