Peste amnemónica
Con gran angustia por parte de Derec, Ariel no reapareció en toda la tarde y a la mañana siguiente se levantó tarde y con muy mal aspecto. R. David se alarmó.
—Señorita Avery, no te encuentras bien. ¿Cuales son tus síntomas?
—Los mismos de siempre, R. David. No te preocupes. Traje la enfermedad conmigo; no hay nada de qué preocuparse.
Se la veía cansada y abatida, aunque trataba de no angustiar a aquel cerebro dominado por las Tres Leyes. Pero un robot debe preocuparse cuando resulta apropiado, tanto si se le ordena como si no. «No son tan diferentes de los humanos en este aspecto», pensó Derec, también asustado por Ariel.
—Espero que no estés gravemente enferma, señorita Ariel, pero, por favor, descríbeme tus síntomas para que yo pueda formarme un juicio. Como sabes, la Primera Ley me obliga a ayudarte.
—De acuerdo —concedió ella, haciendo una mueca—. A menudo tengo fiebre… ¡Oh!, ¿hay agua aquí?
—No —replicó Derec—. Yo te la traeré. ¿Hay algo para traer agua?
—No —respondió R. David.
Mentalmente, Derec maldijo a los terrícolas, individual y colectivamente, y también a la Relación Teramin.
—Bien, a menudo tengo fiebre, me siento cansada y letárgica y muy poco atenta. Y… y… —miró a Derec—, sufro trastornos mentales. Confusión… olvido dónde estoy y pierdo el hilo de lo que sucede. Muchas veces me siento y no hablo porque no puedo seguir la conversación. He revivido mucho el pasado. ¡Nada parece real! —gritó de pronto, apasionadamente—. Vivo como entre alucinaciones.
Era más grave de lo que Derec había pensado.
—¿Te sientes con ánimos para ir al sector de los comedores? —preguntó, con cierta vacilación.
—No, no quiero hacer nada, aparte de beber un litro de agua y volver a la cama.
—Has de ir al sector de hospitales inmediatamente —dijo R. David con determinación y dando un paso al frente.
Derec hubiese podido maldecir.
—¿Qué ayuda médica se puede conseguir en un hospital terrestre? —exclamó—. Tenemos que volver a los mundos espaciales…
—Allí no hay cura para mí —murmuró Ariel.
Maldición, era verdad. Derec titubeó muy abatido.
—Bueno, entonces volvamos a Robot City. Tal vez el Equipo Médico para Humanos tenga ya el antídoto.
—Mis conocimientos médicos están limitados a los efectos de las enfermedades terrestres en los espaciales. Pero estos conocimientos me obligan a dudar de que la señorita Avery… viva lo suficiente para poder realizar un viaje espacial —intervino R. David, con cierta congoja en su voz—. Está claro que se halla, o se aproxima a una crisis de su enfermedad.
Derec volvió a vacilar. Esto era obviamente cierto.
—Temo que R. David tenga razón —sonrió Ariel, tristemente—. Derec, voy perdiendo la memoria, y la mente… Cada vez me siento peor. La otra noche no recordaba cómo tenía que regresar aquí…
Bruscamente, se echó a llorar. «Diantre», se dijo Derec, interiormente. R. David volvió a intervenir deseaba acompañarles; en realidad, llevarla al hospital.
—¡No! —tronó Derec—. Puedo ignorar muchas cosas acerca de la Tierra, pero sé muy bien lo que los terrícolas les hacen a los robots que atrapan en las cintas. Y, si intentáramos impedirlo, nuestras primeras palabras nos delatarían como espaciales. Nos arrollarían. Una vez ya me persiguieron los granjeros. No, no deseo tener a todos los terrícolas detrás nuestro.
Fueron necesarias las órdenes más severas, unidas a las que le dio el doctor Avery, para mantener a R. David en el apartamento.
Sólo cuando Ariel se animó como solía hacer ante la perspectiva de un cambio, el robot se olvidó un poco de la Primera Ley. Ariel se mostró casi alegre al salir, llegando a entonar una especie de marcha militar «¡Un, dos, tres! ¡Ahí vamos! ¡Belén, Belén, oh, oh, oh! ¡Drringding, ding, brrumbum bum, brrrrrehe-deeebeee-dum-bum-bum!». Pero, cuando la puerta se cerró, ella cambió y pareció agotada.
—Agua… —pidió, sonriendo con tristeza ante la expresión inquieta de Derec.
Cuando hubo bebido casi un litro, estuvo tratando de recobrar la respiración durante un minuto, pero al final pudo seguir adelante. El camino al sector de los hospitales era más largo que el de los comedores, y la joven fue decayendo visiblemente. Para empeorar las cosas, como era por la mañana, las cintas iban atestadas y tuvieron que ir de pie. A los de la categoría tercera ya no se les permitía sentarse en las horas punta.
Era como si la pesadilla de las cintas rodantes, del silbido del viento y de los terrícolas, despreocupados y sólo pensando en sí mismos, no fuese a terminar nunca. Derec tenía que vigilar a Ariel, pues temía que se desmayase, y vigilar los letreros de arriba, temiendo asimismo que pudiese olvidar o confundir las instrucciones que había impreso cuidadosamente en su memoria.
Pero incluso el viaje más largo llega a su fin, y la salida «Sector Hospitales» estaba claramente indicada, con la misma cruz roja sobre blanco que usaban los espaciales.
El vestíbulo olía a antiséptico y estaba lleno de hombres, mujeres y niños. «Niños», pensó Derec, vagamente, «nunca había visto tantos niños como en la Tierra». Aunque todavía no recordaba nada de su vida anterior, estaba seguro, por su extraña reacción, de no haberlos visto. Naturalmente, eran necesarios para ir reemplazando a tantos habitantes.
Luego, insertó la tarjeta de identidad recién falsificada de Ariel en el ordenador, cuya pantalla se iluminó con «¿Chequeo, enfermedad, emergencia?».
Ariel se apoyaba en él, jadeando y pálida después del viaje, y hasta los usualmente despreocupados terrícolas la miraban alarmados. «Emergencia», decidió Derec, y, lleno de pánico, pulsó el botón correspondiente.
Al momento apareció una estrella roja en la pantalla, parpadeando. Por lo visto, sonó un timbre de alarma en alguna parte, porque apareció una mujer de aspecto sólido, y empezó a reñir al joven por confundir una enfermedad con una emergencia.
—¡Esos jóvenes esposos…!
Pero Ariel le dedicó una débil sonrisa de disculpa, y la mujer calló al instante.
—Por aquí.
Casi llevó en volandas a Ariel a través de tres salas aún más llenas de terrícolas que aguardaban la consulta, hasta otra sala en la que había una mesa de ruedas, plegada.
—¡Tiéndete, muñeca!
Desplegó la mesa, sujetó a Ariel a la misma, y entonces apareció otra mujer.
—Doctora Li…
—¡Hummm!, ya veo.
La recién llegada empezó a examinar a la joven sin instrumentos, pues para tomarle la temperatura se limitó a aplicarle la mano sobre la frente.
Entró un hombre aparentemente preocupado. Llevaba un extraño adorno en forma de marco, que sostenía unos cristalitos delante de los ojos. Derec ya había observado algunos instrumentos semejantes en algunos terrícolas. Daba a los rostros un aspecto raro, futurista.
—¿Qué sucede, doctora Li?
—Todavía no lo sé, doctor Powell. Temperatura elevada, latidos de fiebre, enrojecimiento febril, agotamiento. Primero, he de reconocerla a fondo, claro.
La doctora metió la mano debajo de la mesa y, para gran alivio de Derec, empezó a sacar instrumentos. Ariel tenía los ojos cerrados y parecía dormida.
Los médicos se inclinaron sobre ella, meneando la cabeza y examinando escrupulosamente a la joven. Pese a su tensión, Derec buscó un asiento, contento de dejar a Ariel en manos de los expertos.
—¿Cuánto hace que comió por última vez? —indagó bruscamente la enfermera.
Los médicos repitieron la pregunta hasta que Derec respondió:
—¡Hum!, ayer por la tarde. No mucho después de mediodía.
La doctora Li soltó un gruñido, y el doctor Powell exclamó:
—¡Inanición!
—Esta chica es joven, doctor, esto no tendría que haber provocado este desmayo. Palpe este brazo. Prácticamente, se muere de hambre.
Los tres terrícolas se miraron claramente desconcertados.
—¿Por qué ella no ha comido, jovencito? —preguntó la doctora Li.
—No tenía apetito, señora —replicó Derec, y los tres fruncieron el ceño ante su acento.
—Colonos en perspectiva, ¿eh? —gruñó Powell, quitándose el marco y limpiando los cristales con un cuadradito de tela. Luego, añadió—. No necesitaréis la jerga espacial en los planetas de la frontera. Será mejor que aprendáis algún dialecto medieval maleza, riachuelo, cabaña de troncos… Para no mencionar «sudor». ¿Qué le ocurre a esa chica?
—No lo sé, doctor. Ella misma dijo —Derec tragó saliva— que podía ser mortal, si la enfermedad atravesaba la barrera sangre-cerebro. Le… le está afectando la mente. Sufre esa fiebre… de baja temperatura, y el estado letárgico, con ocasionales dolores musculares, desde hace bastante tiempo.
—¿Vómitos? ¿Sudores nocturnos? —preguntó, tensamente, la doctora Li.
—No lo sé. Ella no quería inquietarme.
Los tres se miraron como ultrajados. El joven debía saberlo.
—Podrían ser varias cosas —estableció la doctora Li, con inseguridad—. Sí, tengo algunas ideas, pero…
—¡También yo! —proclamó Powell, huraño—. Mira, jovencito, no dudo de que ese acento te ha causado muchos quebraderos de cabeza, pero será mejor que aquí lo olvides. Pone nervioso a mucha gente.
—No puede —refutó la doctora Li—. Es un espacial auténtico.
El doctor Powell y la enfermera se atragantaron.
—¡Imposible! ¿Un espacial en la Tierra? Caería muerto de…
Los dos médicos examinaron atentamente a Ariel otra vez. Frunciendo el ceño, la enfermera se apartó.
—¡Puede ser cualquiera entre un centenar de dolencias comunes e inofensivas! —exclamó Powell.
—Sí, inofensivas para la gente de la Tierra.
—¿Y tú, jovencito? ¿Te encuentras bien?
—Nunca mejor —asintió Derec.
—¿Por qué, entonces? —explotó el doctor Powell—. ¡Hubieras debido enfermar una docena de veces!
—Me dieron un régimen profiláctico… Io mismo que a Ariel —explicó Derec, deseando que no le hicieran muchas preguntas—. No sé mucho sobre esto.
—Por lo visto, no se ha contagiado —musitó la doctora Li—. Tan pronto como te sientas mal, avísanos.
—No pueden ser espaciales —intervino la enfermera, sosteniendo la tarjeta de identidad de Ariel en la mano—. ¿Cómo pueden serlo y viajar por la Tierra, sin tarjetas de racionamiento, sin documentos de identidad y todo lo demás? Éste es un documento de identidad perfectamente terrestre, de la ciudad de St. Louis.
Todos miraron a Derec, frunciendo aún más el ceño, y el joven enrojeció y empezó a sudar.
—Todo se puede explicar, señor. Forma parte de un contrato comercial. Estamos realizando una investigación sociológica…
—¿Tan jóvenes?
—¿Quién se fija en un chico? —replicó Derec rápidamente, sintiendo que el cabello se le pegaba a la frente—. Los ojos juveniles ven con más agudeza.
—¡Hummm! Ningún hijo mío correría tal riesgo…
—Tal vez será mejor que informemos a los Terrestres —observó la doctora Li.
Todos parecían preocupados. Derec les interrogó con los ojos, pero, finalmente, se vio obligado a preguntar:
—¿A quiénes?
—A los Terrestres… Al Departamento de Investigación Terrestre, el DIT —explicó el doctor Powell, puliendo los cristales apesadumbrado.
—Nos causarán más problemas que… —murmuró la enfermera.
—Sin embargo, es mejor no correr riesgos. Si la chica está tan grave, podría ocasionarnos conflictos con los espaciales. Ya ha corrido bastante sangre entre nosotros.
Derec reflexionó rápidamente, amedrentado. Los «Terrestres» no encontrarían ningún expediente sobre ellos, investigarían qué representación espacial había en la Tierra, y tampoco hallarían ningún expediente, y el ordenador daría la alarma. Pero no se le ocurría nada que decir.
—Oigan…
Ariel gimió y se volvió parcialmente de lado. Sólo las ataduras impidieron que cayese. De haber estado escuchando, no hubiese podido intervenir más a tiempo. Los tres terrícolas saltaron hacia ella, y Derec se metió en el bolsillo la tarjeta que acababa de soltar la enfermera.
Reflexionó velozmente. Los médicos estaban preocupados, concentrados completamente en Ariel. Derec miró a su alrededor. Según recordaba del trabajo de R. David, la tarjeta de identidad sólo declaraba la profesión, pero no la dirección. La asistencia médica se realizaba sobre la base de una necesidad, no estaba racionada, por lo que a nadie le importaba el lugar de residencia y, en efecto, no se lo habían preguntado. ¿O era porque la tarjeta de Ariel la clasificaba como Transeúnte? Necesitaba saber mucho más sobre la Tierra.
«De todos modos», pensó, «lo único que saben acerca de Ariel era lo que el ordenador había grabado, de acuerdo con la tarjeta de identidad».
Dejándolos con la muchacha, Derec salió y empezó a dar vueltas, sin hablar con nadie, tratando de pasar por un padre en ciernes, preocupado, que quiere fingir indiferencia. Un par de personas le miraron con simpatía, pero la mayoría no se fijó en él, de lo cual se sintió agradecido.
Allí estaba. Un despacho. Entró y observó la terminal. Con toda seguridad, estaba dedicada a una sola función, pero podía probar. Había visto a R. David codificando una docena de clases de tarjetas de identidad, y tenía una buena noción de lo que ello implicaba. Y, francamente, esos ordenadores eran muy simples para quien había programado cerebros positrónicos y había reestructurado la programación del ordenador central de Robot City. Tardó sólo media hora en repasar todo el programa, recuperar lo grabado acerca de Ariel y borrarlo.
«Ahora, esperemos que no haya una copia del informe en alguna parte», se dijo Derec.
Le encontraron en la sala de espera interior, dando vueltas sin rumbo fijo, como a punto de pasar a la sala de espera exterior, donde hubiese debido de estar.
—¡Ah, aquí lo tenemos! —exclamó la enfermera.
Por primera vez, Derec observó que en la bata llevaba una plaquita con el nombre Korolenko, J.
—¿Por qué no aguarda en el Salón de los Amigos?
Derec no se molestó en replicar que ni siquiera se lo habían mencionado.
—Tuve que ir al Personal —explicó, no sabiendo si a los terrícolas se les podía nombrar tal lugar abiertamente.
La enfermera reflexionó, luego aplicó algo caliente que sacó del bolsillo a la frente del joven. Por lo visto, su temperatura era correcta.
—Muy bien. Venga, los doctores quieren hablar con usted.
Diez minutos más tarde, la doctora Li entró en la sala, se sentó y respiró ruidosamente.
—Esa muchacha nos tenía preocupados, pero lo que tiene es principalmente un agotamiento de los recursos corporales. Inanición, para decirlo con más claridad. Debe de haber estado muy nerviosa y haber tomado casi sólo cafeína durante varias semanas.
—Sí, comía muy poco —confesó Derec. Había estado ciego al no darse cuenta de ello—. ¿Qué es lo que tiene?
—Lo sabremos con seguridad dentro de veinticuatro horas. Hemos efectuado un cultivo. Pero nuestros análisis indican la peste amnemónica.
—¡Hum! ¿Numónica?
—Es un término que se deriva del medieval mnemónico, que significa memoria. Amnemónico significa «pérdida de la memoria». Es una mutación de un antiguo virus de la gripe que se originó en los mundos espaciales, y que a veces se llama fiebre de Burundi, por el nombre de su descubridor.
La doctora miró agudamente a Derec, aunque estaba claro que este nombre no significaba para él más que el primero.
—¿Se… se pondrá mejor?
—Cuando la fiebre de Burundi —suspiró la doctora Li— cruza la barrera sangre-cerebro, no indica nada bueno. La estamos manteniendo, alimentándola y demás, y los antibióticos la curarán al final. Nuestros antivirus son muy eficaces, excepto si los virus han cruzado ya la barrera sangre-cerebro. Los anticuerpos ayudarán un poco, y se los estamos administrando. Podremos detener la infección de todo el cuerpo, menos la del cerebro, en un par de días.
Derec sufrió la ilusión de que su pecho se había convertido en un bloque de madera. El corazón palpitó una sola vez, con fuerza, contra aquella coraza resistente, y luego cedió. Era como si dejara de latir.
—¿La de su cerebro?
La doctora Li suspiró y pareció tener más de cuatrocientos años.
—Hay esperanzas. No todo ha terminado. Ojalá hubiese venido antes a nosotros. Bueno, no se sienta culpable, jovencito, y lamento si mis palabras le mortifican. Usted no podía saberlo. Todos los muchachos son irresponsables, creen que han de vivir eternamente.
Él se cogió la cabeza con las manos un instante.
—Entonces… ¿cree que vivirá?
—Digamos que tiene alguna probabilidad. Saúl… el doctor Morovan, es un especialista en virus, y ha tratado ya tres veces la peste amnemónica. Dos veces con éxito, y la tercera no, porque el paciente se hallaba en una fase mucho más avanzada que la de su esposa.
Derec supuso que los síntomas de los otros dos debieron ser mucho menos avanzados que los de Ariel, pero no dijo nada. Reconocía que ya era algo que conociesen la enfermedad, de que tuviesen un tratamiento para la misma, y que hubiese esperanzas para Ariel.
«Naturalmente», pensó, «fuimos unos tontos, unos tontos chauvinistas, al suponer que los mundos espaciales son los únicos que saben algo de medicina».
¿Dónde, sino en la Tierra, la incubadora de virtualmente todas las enfermedades conocidas por la humanidad, podían saber más de medicina? En los mundos espaciales, supuso, la peste amnemónica era invariablemente mortal, cuando cruzaba la barrera sangre-cerebro.
Derec sintió que se le doblaban las rodillas, y se alegró de no estar de pie.
—¿Qué?
No había oído las últimas palabras de la doctora.
—Necesitamos una muestra —repitió ella—. No podemos administrarle a usted la vacuna si ya tiene la enfermedad, al menos en las últimas fases.
La Llave de Perihelion afectaba así al estómago una caída súbita al pasar de la gravedad a la caída libre en un instante. Derec casi se levantó.
—Sí… sí, señora —tartamudeó, extendiendo el brazo.
«¡Enfermo!».
La posibilidad siempre había estado presente, relacionada con Ariel. Pero era obvio que lo que ella padecía no era contagioso. Ella sólo había mencionado una vez, más o menos directamente, cómo había contraído su enfermedad, como una advertencia para él. Pero eso fue en la única vez que tuvieron un contacto físico más o menos casual. Pensando ahora en ello, vio que la joven había guardado las distancias, incluso cuando necesitaba y deseaba que él la abrazase. El horror de los espaciales hacia las enfermedades no había sido tan poco significativo en Derec como pensaba. El tratamiento profiláctico de R. David le había tranquilizado. La actitud de Ariel y su propia preocupación por ella le habían sosegado, y la irresponsabilidad juvenil.
Sus ojos debieron reflejar parte de su horror, ya que la doctora Li le miró con agudeza.
—No tema —le dijo—. Obviamente, usted se halla en una fase inicial, si es que tiene la enfermedad. Y vamos a examinarle minuciosamente, para estar seguros de que no le ocurra tal cosa.
Lo examinaron durante la media hora siguiente. «El Equipo Médico para Humanos lo hubiera hecho más deprisa, pero no tan minuciosamente», pensó Derec.
—Bueno, está totalmente libre de enfermedades, por lo que vemos —le tranquilizó el doctor Powell—. Por suerte, sus microorganismos intestinales no son muy diferentes de las variedades terrestres, por lo que no hay de qué preocuparse. Doctora Li, la vacuna…
—Incidentalmente —informó la doctora Li—, hemos detectado antitoxinas a la fiebre de Burundi en su organismo. Es posible que sufriese un caso de fiebre benigna en otros tiempos, y hasta podría estar latente en su sistema. Sin embargo, la vacuna le inmunizará por completo.
—¡Hum! —gruñó Derec, cuando la idea se apoderó de él—. ¿He sido un portador del virus todo ese tiempo?
Con gran inquietud, se veía a él y a Ariel propagando la enfermedad por la Estación Rockliffe, donde habían hecho un mal aterrizaje después de huir del pirata Aránimas. Cualquier humano que hubiese penetrado más tarde en la estación podía haber contraído la enfermedad.
—Tal vez, pero no se angustie por ello. La peste amnemónica no se comporta como una verdadera peste. No es infecciosa, y sólo es mínimamente contagiosa. Ha de haber un intercambio de fluidos corporales, cosa que suele ocurrir en el intercambio sexual, o en los suministros corporales contaminados. Y, ocasionalmente, con las agujas hipodérmicas mal esterilizadas, cosa que suele suceder en los mundos espaciales donde tienen que lavar las jeringuillas.
Esto era un alivio. Pero dejaba un enigma ¿cómo había estado Derec expuesto a la enfermedad, a no ser respirando el mismo aire que Ariel? ¿La había tenido antes de conocerla a ella en la nave de Aránimas?
Debió ser así. ¿De qué otro modo podía haber perdido la memoria? ¿Y, entonces, cómo había sobrevivido? Si la peste amnemónica sólo afectaba la memoria después de cruzar la barrera sangre-cerebro, y entre los espaciales en tal caso era invariablemente mortal… Otra vez faltaba un eslabón.
—Bueno, su esposa vivirá con toda seguridad. ¡Eh, sostenedlo!
Derec no supo quién lo hizo, pero su visión quedó momentáneamente en blanco. Cuando volvió la luz, estaba sentado y sentía un cosquilleo en el brazo: «Un spray estimulante», pensó, vagamente. Le estaban ofreciendo un vaso de zumo de naranja, un zumo de naranja completamente natural, como los de Aurora. Se preguntó cuánto costaría importarlos, y luego comprendió que debían de haber comprado semillas de naranjo en tiempos pasados para criarlos en la Tierra.
—Gracias —murmuró.
Todos estaban a su alrededor, vigilándole intensamente.
—¿Ocurre algo? —se inquietó.
—Sí —afirmó la doctora Li, a pesar suyo—. Espero que lo resista, ya que puede trastornarle un poco.
Derec tragó otro sorbo de zumo, maravillándose de nuevo al ver que era exactamente igual que los zumos de Aurora.
—Adelante.
—La peste amnemónica tiene un nombre muy adecuado, aunque no sea una verdadera peste. Bien, su esposa está perdiendo la memoria a un ritmo progresivo. Cuando la hayamos curado, apenas se acordará de nada…