8

¡En el exterior!

Aparentemente, toda la gente de la Alameda Webster tenía la costumbre de desayunarse temprano, y ésta era la hora de más apreturas. Ariel se balanceaba de un pie al otro, y llegó a desear que Derec la llevara en brazos. Al fin, no obstante, entraron, se abrieron paso hasta su mesa y, cuando se sentaron, exhalaron sendos suspiros.

El desayuno fue copioso, incluyendo algunos platos a elegir con verdaderas salchichas de carne. Derec comió mucho, siguiendo su propia admonición seria un día muy largo. Ariel intentó imitarle, pero no pudo.

—Pensé que te sentías mejor —comentó él.

—Sí —afirmó Ariel, tratando valerosamente de comer más. ¿Cómo podía explicarle que su problema era tan psicológico como físico? Se había sentido mejor esta mañana, pero quizá estaba todavía febril. Derec, en realidad, tampoco tenía buen aspecto, como si hubiese padecido otra mala pesadilla. Pero no dijo nada.

—Es un ataque de claustrofobia —observó ella.

Derec asintió, sombríamente. En parte, era esto. En parte, era depresión. «Y en parte», pensó Ariel, «era una sobredosis sensorial». ¡La Tierra era tan abrumadora! Ahora, con diez mil mandíbulas masticando comida y el incesante ruido y movimiento a su alrededor, sólo ansiaba que todo parase un minuto… ¡sólo un minuto! Pese a lo cual, ni siquiera en sueños paraba.

Y la enfermedad, indudablemente, se estaba infiltrando en ella. Si llegaba a cruzar la barrera cerebro-sangre —le habían dicho—, sería fatal. Hasta entonces, cabía alguna esperanza —algún sueño— de curarse. Bien, los instantes de distracción que había experimentado, los destellos de revivir recuerdos del pasado, sólo para volver a olvidarlos, las alucinaciones, como ensoñaciones, en la que caía a menudo, no podían significar más que una cosa. ¿Cómo podía contárselo a Derec?

—¿Lista?

Ariel asintió, disimulando sus temores, se levantó y siguió a Derec afuera, donde había más ruido y movimiento.

Las vías estaban sorprendentemente tranquilas, considerando las toneladas de gente que llevaban, la velocidad a que se movían y la pesadez del aire que las rodeaba. Pero el ruido estaba siempre presente en todas las conciencias, haciendo que Ariel pensara más que nunca en que todo era una alucinación.

Regresaron al Sector Ciudad Vieja, después de cruzar las granjas que empezaban en el Sector Este de St. Louis. Durante todo este trayecto permanecieron sentados, muy quietos y en tensión, pero nadie les prestó la menor atención. Más allá, los sectores se extendían nuevamente, sin cesar, hacia el Este.

«Nueva York está en el Este», pensó Derec, que ya lo había averiguado, y no deseaba conducir por la ciudad.

—¡Mamá! —chilló una jovencita, no lejos de ellos.

Derec y Ariel la miraron con aprensión. Era una hora punta y todos iban de pie, los terrícolas con gran calma.

—¿Sí? —inquirió una mujer de edad, seguramente la mamá.

Llevaba un vestido oscuro, muy ancho. La hija lucía uno muy ceñido, amarillo, sobre una figura bastante desdichada.

—¿Te acuerdas de cuando el Mayor Wong y todos los Notables estuvieron en el Estadio Bush, cuando tocaron los Colorados? —preguntó la niña.

—No —replicó la mamá, con indiferencia.

—¿Te acuerdas de la chica que tocaba… —Ariel no captó el título, sino algo que le pareció como «tenazas para enroscar estrellas»— con el cornetín?

—Sí, ¿y qué?

—¡Qué es Rosine, la prima de mi amigo Freddy! —gritó la hija. Miró a su alrededor triunfalmente.

—¿No bromeas? —preguntó la madre, perdiendo su indiferencia.

—¡Lo juro! —clamó la chica, mirando en torno, orgullosa de su condición—. ¡Delante de Wong y de todos los Notables!

Por fin, los letreros luminosos anunciaron «Final de línea». Antes, mucha gente había abandonado la cinta y, entre ellos, se contaban la mamá y su hija. Sólo seguían viajando unos cuantos tipos de mal aspecto. Evidentemente, los límites de la ciudad no eran sitios elegantes. Junto a Derec y Ariel rodaban varios individuos con ropas de trabajo.

Las cintas, que se bifurcaban hacia el Este y el Oeste, quedaron aún más divididas por un edificio, y luego se inclinaron. A una velocidad increíble, la cinta del Este se curvó hacia la izquierda, rodeando el edificio, y se convirtió en la cinta del Oeste. Ariel siguió a Derec fuera de las cintas, justo después de la curva. El joven, se había preocupado más que nada por saltar fuera lo antes posible.

—¡Oh, no!

No había gente, y Ariel pensó que era éste el motivo de que él se mostrase indolente. El pie de Derec se encajó en la juntura de dos cintas, y al instante quedó desequilibrado, cayendo de espaldas sobre la cinta más lenta.

Ariel saltó tras él, sin afianzarse, en sus prisas, y cayó hacia delante cuan larga era, por suerte también en la cinta más lenta.

Derec, gruñendo, había rodado más de media vuelta hacia otra cinta, más lenta todavía, que se deslizó bajo sus dedos al intentar asirse a aquel material. Con gran presencia de ánimo, volvió a rodar una vuelta entera sobre esa cinta.

Ariel, apresuradamente, se incorporó y se trasladó con precaución a la otra cinta. Derec se sentó sonriendo débilmente y la miró cuando ella avanzaba hacia él. Un par de terrícolas le contemplaron con cierta curiosidad, y luego levantaron la vista hacia los letreros. Por lo visto, era frecuente que los viajeros cayeran en tales circunstancias. Y nadie se echó a reír.

Tras quitarse el polvo, Derec amplió su sonrisa y ayudó a Ariel a bajar. Los dos se detuvieron consternados.

—¿Dónde está tu bolso?

Ariel se llevó una mano al costado y gimió. No solía llevar bolso, pero sí le resultaba necesario en la Tierra. Con todos los documentos de identificación que en él llevaba, era una verdadera necesidad. Y ahora había desaparecido.

—En realidad, no importa. R. David puede falsificarte otros documentos de identidad —observó Derec.

Tendieron la vista a lo largo de las cintas, pero no vieron señales del bolso. Debía estar ya a varios centenares de metros y además ignoraban en qué cinta. Ariel se encogió de hombros.

—Debe de existir alguna oficina central donde reclamar los objetos extraviados —exclamó Derec, aunque sin hacer hincapié en ello.

Con una destreza que aumentaba con sus experiencias previas, descendieron hacia las entrañas de la ciudad, al nivel de la vía de carga. «Prohibida la entrada a los peatones», proclamaban los letreros. Los dos siguieron andando a lo largo de las vías hasta el final, que era semejante a los pasos de peatones de más arriba.

Las camionetas, con elevadores delante y cajas grandes y planas detrás, transportaban los sacos y cajones llenos de mercancías. No lejos de allí, los camiones grandes descargaban y después se marchaban.

—¡Eh, chicos! ¡Fuera de aquí! ¿No veis los letreros? ¡Vamos, atrás!

«Sólo a personas autorizadas».

Murmurando, Derec condujo a Ariel hacia una rampa inmóvil, vaciló y echó a andar por un corredor en dirección Este. Al cabo de media hora de intentar inútilmente entrar allí, Derec volvió sobre sus pasos, y ambos bajaron al nivel más inferior, marchando hacia la entrada. En el plano de la ciudad estaba marcada como entrada, y no como salida. En el plano no había salida alguna.

«No se admiten personas sin autorización».

Derec abrió cautelosamente la puerta, y dejó pasar a Ariel. Al otro lado vieron un garaje para las carretillas manuales que trasladaban los cajones y los sacos. A su alrededor se ajetreaban varios hombres, pero ninguno se fijó en ellos.

—No podemos ir allí —murmuró Ariel cuando Derec la llevó, por detrás de los camiones, hacia la autopista.

Era una autopista cortada que, en la entrada, se juntaba con las cintas de carga. Salir por aquel lugar tan lleno de personal y tráfico sería igual que dejarse aplastar por el trajín Derec titubeó.

—¿Y robar una carretilla de ésas y sacarla de aquí? —preguntó.

—¿Y tal vez seguir adelante? —añadió Ariel, ansiosamente, pensando en el sol y el aire.

El mañana y Nueva York se hallaban demasiado lejos para preocuparse por ellos. Le dolía la cabeza.

—No, no llegaríamos mucho más allá de la salida. Esas carretillas se mueven controladas por radio. Por eso es preciso que usemos uno de esos camiones tan grandes. Son menos sofisticados.

Al fin, escogieron una carretilla pequeña y estudiaron los controles que eran más sencillos de lo que suponían.

—Me extraña que no tenga una llave de control —comentó Ariel—. Conociendo la psicología de los terrícolas…

—Tienes razón —dijo Derec, preocupado, examinándolo todo—. Pero fíjate, esta ranura es para introducir una tarjeta de identidad, probablemente muy especial. —Siguió con el examen y agregó—. ¡Ojalá tuviese mis herramientas conmigo!

Derec probó de introducir su tarjeta de racionamiento en la ranura, mientras Ariel, agazapada a su lado en la reducida cabina, vigilaba por si se acercaba alguien. ¡Con una tarjeta metálica como aquella podían obrarse milagros!

—Listo —anunció él, al fin—. Agarra la palanca y conduce lentamente hacia la autopista.

Ariel obedeció nerviosamente. En la puerta, la máquina desaceleró, y un panel de los controles se iluminó con las palabras: «Pasado este punto se requiere identificación».

Derec tocó algo, un relé dejó oír un leve clic, y la carretilla rodó suavemente hacia el tráfico.

—Estupendo —aprobó Derec—. Nadie nos sigue.

Ariel torció a la derecha, guiando por la autopista hasta el carril apropiado; luego, rodaron lentamente hacia la luz. El tráfico era bastante denso y se movía despacio.

—¡Oh!, casi… —exclamó Ariel.

La luz procedía de un vasto espacio abierto, donde unos camiones inmensos entraban y ascendían hacia los muelles de carga. Las carretillas también entraban y salían de dichos camiones, trasladando sus cargamentos a otros más pequeños, que los conducían a las vías de carga. A la derecha, una fila de estos camiones descargaba un grano dorado que, por medio de unas cintas, era transportado con gran estruendo y el sisear del nitrógeno.

—¡Imposible! —gritó Derec—. Demasiada gente. Aparca a la derecha, junto a esos vertederos. Fingiremos ser inspectores.

Llena de temor, Ariel comprendió que Derec estaba en lo cierto. Existían muy pocas esperanzas de poder apoderarse de un camión sin ser observados. La descarga se efectuaba con una gran eficiencia, a pesar de que nadie parecía moverse de prisa. Había algunos grupitos de conductores charlando y varios operadores daban vueltas por allí. Hombres y mujeres también se movían alrededor, con diversos instrumentos de medición buscando los fallos. Tan pronto como quedaba descargado un camión, salía de allí.

—Lástima que no tengamos un par de herramientas como ésas —se quejó Derec.

Ariel pensó que sus ropas espaciales encajaban bastante bien, pero hubiera querido que estuvieran más limpias. No habían pensado en lavarlas… incluso había dormido con ellas puestas, pese a que la tela no lo mostraba.

Saltaron fuera de la carretilla, muy a pesar suyo, y tendieron la vista alrededor.

Ariel añoraba el espacio abierto. Podían ir hasta el borde del muelle, dejarse caer al cemento, y andar unos cien o ciento cincuenta metros hasta encontrarse al aire libre.

—Esperaba que esos terrícolas hubiesen bloqueado la salida —observó Ariel.

Entraba la luz, pero ellos no podían ver el exterior.

—No les gusta el espacio abierto —le recordó Derec—. ¿No ves cómo todos están de espaldas a la luz?

Era cierto. Cada grupito formaba un semicírculo de espaldas a la salida.

—Bueno, salgamos —exclamó ella, impulsivamente.

Derec vaciló.

—Tal vez no sea fácil… quizá después no sea sencillo volver a entrar.

—¿Quién desea volver a entrar? —se enfureció Ariel—. ¡Sólo quiero ver el sol por última vez!

Derec la miró asustado, aunque disimulándolo.

—De acuerdo —concedió, amablemente—, veremos qué podemos hacer.

La guio a través del muelle y examinó los números y las letras del costado de uno de los inmensos camiones. Estaba mojado y se había formado un charco debajo. Ariel no se había dado cuenta de cuán grandes eran hasta entonces. Meneando la cabeza con prudencia, Derec se acercó al borde, dio media vuelta y se dejó caer. Ariel le siguió.

Anduvieron velozmente, como si acudieran a algún asunto urgente, hacia la parte delantera del camión. Más allá se alzaba la barrera. Los camiones penetraban oblicuamente entre paredes intercaladas, de forma que la vista no llegaba al amedrentador espacio abierto, pero los camiones sí podían entrar sin abrir y cerrar las puertas. Ariel supuso que la vía zigzagueaba, tan grande era el temor de ver el exterior.

—¡Eh, vosotros dos!

Un grupo de hombres avanzaba amenazadoramente hacia ellos por los muelles, indicándoles con gestos que retrocediesen. Uno se inclinó y se dejó caer.

—¡Venid aquí!

—¡Corre! —gritó Derec.

Un enorme camión mojado surgió por la barrera cuando empezaban a correr y tuvieron que esquivarlo. De pronto, se encontraron corriendo hacia los camiones del grano, que dejaban caer la carga de sus vientres.

Ante ellos vieron un letrero. «Aviso: Pasado este punto se necesita oxígeno».

Ariel recordó haber leído en alguna parte que el polvillo del grano podía hacer explosión al ser liberado y mezclado con el aire. Lo almacenaban en nitrógeno para impedir tal catástrofe. Pero, atemorizada, la joven observó que aquellos trabajadores no llevaban mascarillas.

Derec condujo a Ariel hacia un camino que evitaba a los obreros los cuales levantaron la vista, pero no se unieron a la persecución inmediatamente; los dos muchachos corrieron por entre la primera nube de polvo y luego por la segunda.

—¡Vaya situación! —exclamó Derec, deteniéndose y jadeando.

Ariel intentó no toser. Tenía polvillo en la garganta.

—Volvamos a los muelles —gimió, y Derec asintió, retrocediendo.

Gruñendo, subieron por entre los camiones. Los del grano no ascendían a estos muelles, que eran demasiado estrechos allí. Toda la zona estaba llena de polvo.

—¡Malditos ladrones! —gritó alguien, y Derec miró hacia atrás.

Todavía no les habían visto, pero era sólo cuestión de tiempo. El espacio que había más allá del polvo era un torbellino de silbatos, gritos y pasos apresurados. Un camión grande se alejó, levantando más polvo, pero sin hacer ruido.

Un grito, algo acerca de posarse el polvo, llegó a sus oídos. Ariel apenas podía respirar. «Necesitamos oxígeno», pensó. Deseaba toser con más fuerza que antes. Los de fuera también tosían.

Arriba llameó una luz roja y sonó una especie de cuerno, con un tono profundo. Ariel levantó la vista, aprensivamente, y divisó unos signos amarillos al lado de las luces rojas:

«Riego… Riego… Riego…».

—¡Vuelve aquí, de prisa! —gritó Derec, empujando a Ariel detrás de un amasijo de herramientas, carretillas rotas, escobas y otros artículos variados.

Desde arriba empezó a caer agua a rociadas que posaba inmediatamente el polvo. Un hombre vestido de azul se hallaba entre los conductores y los obreros, y llevaba la ya familiar porra.

—¡Un policía! —gritó Derec.

Ariel lo miró y vio, más allá…

—¡Una puerta!

—¿Dónde?

—Allí, detrás de aquel neumático.

El neumático, que era una cosa enorme de composición azul brillante, procedente de uno de los camiones, marcaba el final del montón de chatarra donde estaban agazapados. Allí había un pasadizo que daba a una puerta pequeña.

Al momento siguiente, la estaban tanteando y, antes de que cesase el riego, se hallaron en un pequeño corredor donde sólo había encendida una de cada tres luces.

«Sección de control de transportes: No se admite a personas no autorizadas». Pero pudieron pasar por el corredor. Más allá vieron: «Racionalización y equilibrio del suministro de granos».

—Son los controles administrativos de los niveles básicos —murmuró Derec.

Ariel recordó a los hombres y mujeres con instrumentos de medición.

—Pero aquí no hay nadie —se admiró.

—Bueno, las ciudades crecen y cambian. Esto puede haber sido abandonado, o sólo necesitarse periódicamente. Lo importante es que puede haber acceso por arriba.

Lo había. En el nivel superior, vieron que estaban lejos de los muelles, a los que no deseaban volver, si bien todavía no habían superado la barrera.

Las autopistas utilizadas por los vehículos de emergencia también llegaban, al menos, hasta la entrada. Al lado de la autopista había una puerta de acceso peatonal; la puerta de la autopista no tenía controles y, probablemente, se abría por radio. Una vez al otro lado, caminando nerviosamente por la autopista, hallaron, para su frustración, que el camino evitaba la entrada, giraba y descendía a los niveles inferiores.

—Es para los vehículos de emergencia, supongo —comentó Derec—. Ambulancias y otros similares. En los muelles deben ser frecuentes los accidentes.

Por fin encontraron una ruta medio escondida que los condujo al espacio abierto. Miraron afuera y hacia abajo. Caía una lluvia fría.

Ni siquiera entonces aflojó Derec la marcha, pero Ariel se negó a recordar los detalles del resto del día. Durante varias horas estuvieron dando vueltas por la zona, siempre intentando hallar un medio de apoderarse de un camión. Pero Derec no pudo encontrar ningún garaje dentro de la ciudad, y dudaba seriamente de que hubiera uno cerca de la misma.

Al fin, Ariel dijo que estaba hambrienta y, tristemente, rodaron en las cintas hacia el sector de los comedores, donde al menos pudieron sentarse.

Ariel se sentía condenada; una mirada a la llovizna fría y gris, que caía incesantemente en el exterior, la había helado en algún nivel básico muy profundo. Sabía que era la última vez que veía el cielo. Lo sentía por Derec, pero estaba demasiado agotada para hablar.

—Lo intentaremos otra vez mañana en otras entradas —manifestó Derec, cuando ella hubo comido lo que pudo—. Probablemente, saldrá el sol y todo irá mucho mejor.

Ariel asintió con indiferencia.