Vuelta a la escuela
—Dos bloques más en esta dirección, y subid por la rampa —explicó el joven de aspecto duro, cortésmente, en tanto la joven de facciones angulosas les miraba con simpatía.
—Gracias —expresó Derec, y Ariel, tan asombrada como él, le imitó.
Sus salvadores les habían olvidado ya antes de que los dos se perdiesen de vista, pero Derec y Ariel se acordaron de los muchachos hasta llegar al apartamento.
A la mañana siguiente, a la hora de su tercera comida, el sector de los comedores ya era para ellos un lugar familiar. Había desaparecido su asombro ante las enormes salas, ante la ingente cantidad de personas parloteando, y por ser ignorados entre la multitud. Después del desayuno, ya en la monótona rutina de todos los días, la gente rodaba al sur, hacia el borde de la extendida megalópolis. Finalmente, en un sector llamado Maltés, Derec y Ariel encontraron la academia de conducir que buscaban.
La habían escogido porque era academia «privada». Aunque regulada por el gobierno, se consideraba de lujo, y se pagaba por el privilegio de aprender en ella, un concepto que sorprendía a los espaciales.
—¿Sí, por favor?
La recepcionista no era un robot, como el nombre les sugería, sino una mujer ya mayor, si bien los terrícolas envejecían de prisa, en comparación con los espaciales; probablemente sería bastante joven, de unos cuarenta o cincuenta años a lo sumo.
—Derec y Ariel Avery —se presentó el joven, tratando de imitar nuevamente el dialecto terrestre.
—¡Oh, sí!, los nuevos estudiantes. Llegáis un poco temprano, pero esto es bueno… Tenéis que rellenar los formularios.
Pensaron que ya lo habían hecho desde el comunicador, pero tomaron los papeles y se sentaron. Los formularios eran muy sencillos, preguntando principalmente qué experiencia tenían con automóviles, y algo llamado «modelos».
—¿Significa todo esto lo que pienso? —inquirió Ariel en voz baja.
Derec se limitó a encogerse de hombros. Ya habían meditado la solicitud la noche anterior, puesto que debían indicar su escolaridad, pero R. David les había dado los nombres de las escuelas de la ciudad a las que podían haber asistido. Ahora, los dos esperaban que la autoescuela no efectuara ninguna comprobación. Naturalmente, más pronto o más tarde sería descubierta su impostura, pero calculaban que, al menos, tendrían un día.
—Ahora, ya podéis ver a la señora Winters —dijo la recepcionista, sonriendo amablemente.
La señora Winters los tuvo aguardando unos instantes en la antesala, mientras examinaba sus formularios, y Ariel le dio un codazo a Derec.
—¿Has oído a la recepcionista? Trataba de imitar nuestro acento.
La señora Winters los llamó, les hizo un par de preguntas, asintió y, recogiendo los formularios, se marchó, tras un breve momento.
—Esperad un momento.
No lo había pensado mucho, toda vez que ellos habían dicho que carecían de experiencia. Al salir, la señora Winters no cerró por completo la puerta.
—Red… Esos dos estudiantes son hermanos, unos chicos de categoría superior, o que tal vez han sido expulsados de casa… no sé —luego añadió, dubitativamente—. Tal vez sean unos estudiantes de periodismo que desean aprender el sistema de las autoescuelas.
—¿A quién le importa? —gruñó una voz masculina—. Tienen dinero, quieren aprender, nosotros vendemos el aprendizaje. Bien, que aprendan.
Con una sonrisa encantadora, la señora Winters condujo a los dos jóvenes a través de una puerta, a una estancia amplia donde había cierta cantidad de coches. Los estudiantes entraban, en grupos, por una puerta distinta y ocupaban los coches y otros aparatos de aprendizaje situados un poco más lejos.
Red se colocó ante ellos. El profesor era un individuo recio, de cabello ralo color arena, y un rostro agradable. Su cuerpo era como una sólida losa muscular. Los contempló a todos astutamente un momento, asintió con la cabeza, y lanzó un gruñido de desconfianza.
—Conducir es un aprendizaje manual —estableció después—. O bien aprendéis a reaccionar con vuestros reflejos o no aprenderéis nunca. No es muy diferente de aprender a ir en las cintas rodantes, aunque no os acordéis de cómo lo aprendisteis.
Fue un discurso escueto que duró unos tres minutos, siempre machacando sobre el mismo tema. Luego, el rostro de Red se tornó inexpresivo.
Derec se quedó impresionado a pesar de sus prejuicios. La educación entre los espaciales, aunque recordaba muy poco de ello, era un proceso más atractivo, bien apoyado por los robots, tan llenos de paciencia. Estaba claro que ese individuo se proponía empujarlos hacia el agua y ver si se ahogaban. Si se salvaban, les premiaría sólo con su buena opinión.
—… es vuestro dinero y vuestro tiempo, por lo cual sé que haréis todo cuanto podáis para no desperdiciar ninguna de las dos cosas.
Aunque su experiencia con diferentes máquinas debía ser mucho mayor que la de ese terrícola, Derec descubrió, sorprendido, que la buena opinión de Red era algo que le importaba.
Los coches eran en realidad unas cabinas que contenían remedos de las series de controles de diversas clases existentes en los vehículos auténticos, y planos tridimensionales de las autopistas. Red les dio una breve explicación sobre las normas en carretera. Y sobre el manejo del coche, les mostró a la derecha una serie de instrucciones impresas y a la izquierda los reglamentos, y concluyó:
—Vamos, hacedlo, gatos.
Derec y Ariel sonrieron débilmente, mirándose uno al otro, y lo hicieron durante media hora.
Red volvió al cabo de ese tiempo, chupando el tallo de una copa, si es que una copa tiene tallo, y exhalando humo que desviaba cortésmente de los alumnos. Se inclinó y examinó la parte posterior de los coches.
—Muy bien —aprobó, con más expresión en sus cejas que en su voz—. Como principiantes, lo habéis hecho muy bien.
«Tal vez demasiado bien», pensó Derec, con inquietud. Red les miró, sopló humo pensativamente y dijo:
—Vamos a los modelos.
Los modelos eran, como ya habían supuesto, versiones a escala reducida de diferentes vehículos, que ellos tenían que aprender a conducir si querían graduarse; desde motocicletas de un solo conductor a grandes camiones de transporte. Les entregaron modelos de vehículos para cuatro plazas, rotulados como «Policía», y con varias series de controles, si bien los modelos se movían, claro está, por control remoto.
Éste era un juego interactivo, con enfrentamientos, y los otros alumnos que habían llegado a esta fase sonrieron a los dos novatos, haciéndoles sitio. Derec hizo arrancar su coche lentamente, casi se dejó arrollar por un enorme camión, aceleró, por poco se sale del carril al doblar una esquina con demasiada angularidad, pero gradualmente empezó a «cogerle el tranquillo».
De pronto, una ambulancia blanca, muy brillante, con cruces rojas en las portezuelas y el techo, efectuó un giro incorrecto por la izquierda, desde el carril exterior, en tanto el operador gritaba «Huuup» un poco tarde, al darse cuenta de su error. Derec lo esquivó hábilmente y siguió adelante. Al cabo de un instante, sus controles se pararon, lo mismo que los de la ambulancia. El operador de ésta hizo una mueca y después sonrió rudamente, y los dos vieron, en la pantalla tridimensional que había a un lado del carril:
A-9: GIRO ILEGAL, SIN SEÑALES.
P-3: FALLO EN DETENER VIOLADOR DE TRAFICO.
—Ya —gruñó Derec, y al oírle, la chica que estaba a su lado se echó a reír—. Nada o ahógate.
No era tan fácil como parecía, y Derec no pensaba solamente en que no conocía las reglas, como, por ejemplo, que un coche de la policía tenía que actuar como un coche de la policía. Las calles estaban atestadas de vehículos, y él tenía que estar preparado para prever sus movimientos. En esto no le servía su entrenamiento espacial. Para mayor mortificación, chocó con un coche de bomberos que estaba detenido, sin ver a tiempo sus luces de posición. Tampoco le sirvió de consuelo que Ariel «matase» a media docena de transeúntes en una plaza donde la autopista y los niveles para peatones se confundían. Los otros estudiantes lo hacían mucho mejor, pero también animaron a los dos jóvenes. De lo contrario, Derec no lo habría soportado. Era muy humillante.
Al cabo de una hora de juego excitante, durante la cual consiguieron conducir mejor, entró Red.
—Bien —exclamó—, tomaos un descanso. Dad una oportunidad al segundo equipo.
Los estudiantes abandonaron los controles, dejando los vehículos en medio de la calle, y se atropellaron al salir, viejos y jóvenes a la par, en dirección a un comedor. Red miró a Derec e hizo una seña a Ariel, y los dos se quedaron a un lado.
—He estado examinando la puntuación. No sois tan veloces con los modelos como esperaba —gruñó—. Me imaginé que teníais más experiencia con ellos.
Hizo una pausa y miró a ambos inquisitivamente, pero ellos se limitaron a asentir con el gesto.
—Os pondré en los camiones —continuó Red, encogiéndose de hombros—. En los grandes. ¿Habéis estado fuera?
—¿Qué? —inquirió Derec.
—Fuera de la ciudad —aclaró Red.
—Bueno… —Derec cambió una mirada con Ariel—. Sí. Nosotros… ¡hum!, lo probamos.
—¿Y no sufristeis pesadillas?
—¿Cómo? No.
—Los miedosos pasan por toda clase de pruebas, pero siempre sufren pesadillas. Vosotros sois jóvenes y podéis ser fácilmente acondicionados, si no sufrís lo que los miedosos llaman fobias. Es decir, si no tenéis pesadillas. Se gana mucho dinero conduciendo esos camiones por el exterior, y no mucha gente quiere hacer esa clase de trabajo. Casi todos los camiones se mueven por control remoto o por ordenador, pero incluso los operadores del control remoto se sienten angustiados, se les desquician los nervios y sufren pesadillas. Ahora, incluso emplean a bastantes robots como conductores.
—¿De veras?
—¿Por qué no? —Red se encogió de hombros—. No le quitan a nadie el trabajo. Pocas personas desean realizar esa clase de trabajo. Si vosotros podéis… y queréis hacerlo, ganaréis mucho dinero.
Derec y Ariel se miraron.
—No tenéis que decidiros inmediatamente —se apresuró a decir Red, astutamente—. Sé que la gente pensará que sois tontos al querer salir. Y debo confesar que tengo una prima por cada cliente que mando al exterior.
Les miró con un poco de humor.
—¡Oh, sí!, tenéis que solicitar un empleo, sí.
Aguardó una respuesta.
—Bueno… —preguntó Derec, lentamente—, ¿podemos meditarlo? Quiero decir, que no sabemos nada de camiones.
—Ahora os pondré en unos simuladores. Venid.
Al fondo de la sala había unos camiones simulados, enormes, a los que treparon los tres.
—Casi todos los camiones con los que entrenamos son para el interior de la ciudad, y de tamaño reducido. Hay mucha competencia para conducirlos. Casi todos los cargamentos van por las vías de carga, naturalmente, y la conducción de los camiones que llevan las mercancías compete a un departamento distinto de la Oficina de Transporte. También hay mucha competencia para esos puestos. Pero lo de esos camiones de gran tonelaje es diferente. No es fácil aprender a conducirlos.
Lo importante era recordar que llevabas una buena «ristra» de vehículos detrás. Los camiones se movían lentamente en las maniobras, de manera que la persona que había hecho aterrizar una nave espacial podía aprender a conducirlos con más facilidad.
—Os daré media hora, aproximadamente, y comprobaremos vuestros resultados.
Había transcurrido casi una hora, y Derec y Ariel estaban ya cansados, cuando Red se les acercó.
—Lo hicisteis muy bien —aseguró, estudiando un impreso—. Estáis hechos para conducir en trayectos largos. Y lo haréis mucho mejor si no tenéis que vigilar el tráfico —les miró con una débil sonrisa—. Nunca hay tanto frenesí en las autopistas como en nuestros modelos. Usualmente, son muy anchas, y están desiertas. Pero debéis aprender a circular en medio del tráfico.
—¿Cómo lo hicimos? —quiso saber Ariel, imitando bastante bien el acento terrícola de Derec.
—Lo bastante bien como para que valga la pena que sigáis —afirmó Red—. Una semana de entrenamiento y os enviaré a Mattell Trucking & Transport. ¿De acuerdo?
La señora Winters, desde la oficina interior, se había aproximado a los tres, y miró a Derec y Ariel con curiosidad.
—Tomad un descanso. Bebed algún zumo de fruta, y hablaré con vosotros dos dentro de quince minutos.
—Larguémonos —dijo Ariel, cuando nadie pudo oírles.
—Eso pensaba, pero no estoy seguro —replicó Derec.
—Supongo que habrá comprobado nuestros estudios —murmuró la joven.
—Sí, mucho me temo que sí. Y ya llevamos una hora entrenándonos con los camiones grandes —Derec se mostraba más animado—. ¿Sabes?, dudo mucho que estén capacitados para perseguir un camión robado por el exterior. ¿Cuántos terrícolas crees tú que robarían un camión y lo conducirían a través del país?
—Todavía no hemos robado ninguno —observó Ariel con cierta tristeza.
Derec sentía lo mismo mientras se dirigían a la vía exprés. La encontraron llena de gente y tuvieron que viajar de pie en el nivel de categoría más inferior. El viaje era igual de rápido, pero mucho más fatigoso.
Se detuvieron en el comedor para un ligero almuerzo, y después en los Personales, camino del apartamento. Derec se fue solo y recorrió el camino hasta el subsector G, corredor M, subcorredor 16, apartamento 21, con una habilidad que era ya instintiva. Después, se sentó a esperar que Ariel llegara.
Cuando Ariel regresó, Derec estaba inquieto y se inquietó aún más ante su aspecto. La joven había tardado mucho más tiempo que él en llegar y se la veía fatigada.
—¿Por qué has tardado tanto?
—Me perdí.
—Pareces… agotada. ¿Quieres acostarte? —le preguntó Derec, intentando disimular sus temores.
—Creo que sí.
Pero la joven se sentó en el diván y no se movió. Tampoco contestó a lo que decía Derec. Al cabo de un largo tiempo, se puso de pie y casi se arrastró al dormitorio.
Derec se quedó preocupado. Hubiese querido discutir con ella la manera y los medios de conseguir un camión, pero esto era imposible en su estado. Era obvio que Ariel, además, tenía algo de fiebre.
Derec, en cambio, pasó la tarde visualizando libros. Algunos de la colección local del doctor Avery eran novelas de la Tierra; otros eran documentales o volúmenes de estadísticas respecto a las densidades de población, la producción de fermentos y demás. No era una lectura demasiado estimulante, pero leyó o echó un vistazo a todos los documentales tanto si eran impresos como visuales. Por fin, vio que era tarde y que tenía hambre, pero vaciló.
—R. David, por favor, mira si Ariel está despierta. En tal caso, pregúntale si quiere acompañarme a la sección de los comedores.
El robot obedeció, vio que ella estaba despierta y repitió la pregunta de Derec.
—No, señor Avery —dijo, al volver al salón—. La señorita Avery no tiene apetito y no necesita comer.
Derec titubeó antes de salir solo. Si Ariel tenía hambre más tarde, él podría acompañarla hasta la entrada del comedor, pero dudaba de que aquella noche le permitiesen entrar allí de nuevo. Sin embargo, podría quedarse dando vueltas por fuera, esperando no ser interrogado por un policía. De todos modos, ahora estaba hambriento a pesar de su inquietud por Ariel.
Salió, entró otra vez en el Personal y, ya fuera, bebió de una fuente pública. Finalmente, se encaminó al sector de los comedores. Esta vez obtuvo la mesa J-10, y tuvo que esperar un largo tiempo, pues la sala estaba llena casi por completo. En ninguna mesa había dos espacios juntos libres, y eso que los terrícolas tendían a estar lo más separados posible.
Fue una comida triste, solo en medio de tantos. Luego, regresó al apartamento. «Supongo que una persona puede acostumbrarse a esto», pensó. «Es algo incómodo pero nadie echa de menos lo que nunca ha tenido». Y los terrícolas no lo echaban de menos.
Cuando le interrogó respecto al tema, R. David respondió:
—No es necesario que todos los terrícolas vayan a los comedores cada vez, claro. Los que poseen los niveles más elevados en cada categoría tienen apartamentos grandes, con lavabos activados, subetéricos, y otras facilidades. Naturalmente, es mucho más eficiente proveer una sección de comedores para cuatro o cinco mil personas que proveer una habitación para cocinar en cada apartamento, además del horno los aparatos para el almacenamiento de provisiones, el reparto de alimentos, etcétera. Lo mismo ocurre con los subetéricos, pues una máquina grande puede sustituir a un millar de pequeñas.
—Pero algunas personas poseen esas cosas, así como instalación de lavandería en el Personal, sin tener que acudir a la sección de lavanderías comunes. ¿No envidian esos privilegios los que no los poseen?
—Algunos tal vez sí, señor Avery, ya que los humanos son seres ilógicos. Pero se tienen en cuenta las emociones humanas en la distribución de esos favores, de acuerdo con la Relación Teramin.
—¿La qué?
—La Relación Teramin. Ésta es la expresión matemática que gobierna la diferencia entre los inconvenientes sufridos y los privilegios concedidos: equis elevado a la enésima.
—Nada de matemáticas Yo soy especialista en robótica, en esa ciencia no hay que saber mucho de matemáticas. Sin embargo, eso me interesa. Nunca había pensado que las matemáticas pudieran aplicarse a las relaciones humanas. ¿No puedes expresar verbalmente esta Relación Tera… lo que sea?
—Tal vez bastará un ejemplo, señor. Considera que si el privilegio de hacer tres comidas a la semana en el apartamento, aunque el usuario tenga que sacar las comidas de una sección de comedores, se ha concedido por alguna causa, mantendrá a un número grande, aunque variable, de personas aguardando pacientemente con sus inconvenientes. Ello les demuestra que los privilegios son reales, que pueden obtenerse sin grandes esfuerzos, y que los han conseguido personas a las que se conoce.
—Muy interesante —comentó Derec, pensando que los robots de Robot City deberían saberlo—. ¿Y tú, cómo estás enterado de todo esto?
—Ayudé al doctor Avery en sus investigaciones sobre la sociedad. También le ayudé en su investigación sobre la historia de la robótica.
—¿La historia de la robótica? ¿En la Tierra?
—Naturalmente, señor Avery. El cerebro positrónico y el robot positrónico fueron inventados en la Tierra. Susan Calvin fue una terrícola, y el doctor Aenion también.
Derec conocía ambos nombres, especialmente el del doctor Aenion, el hombre que había codificado las matemáticas que expresaban las Tres Leyes, de forma que hizo posible incorporarlas a los cerebros positrónicos. ¡Pero, unos terrícolas! Claro que esto explicaba muchas cosas acerca de Robot City. El doctor Avery estudiaba la sociedad en masa y los robots no especializados de la Tierra.
—¿Hay algún libro sobre las matemáticas de la sociedad humana? —preguntó Derec, pensando que sería estupendo poder llevarlo a Robot City. Aquellos pobres robots apenas habían visto a algún ser humano, a pesar de estar diseñados para servir a la humanidad.
—Creo que no hay libros espaciales sobre este tema, señor Avery. No obstante, poseo varias referencias terrícolas, de las que podrá sacar copias.
—Me encantaría.
Todavía le hubiera gustado más despertar a Ariel y ver que volvía a ser ella misma. Durante toda la tarde, Derec experimentó un temor profundo, aunque intentó olvidar que la enfermedad de la Joven podía ser irremisiblemente fatal.