Estudios de sociología
Derec suspiró, aliviado, cuando regresaron al pequeño y poco alegre apartamento.
—Estoy muy cansada —exclamó Ariel—. Necesito descansar.
—Claro, ve a tenderte —replicó Derec, preocupado al instante y muy comprensivo.
Él también estaba agotado y desanimado. Había sido un día muy largo.
R. David dio un paso al frente e, innecesariamente, le enseñó a la joven cómo hacer funcionar el reductor de luz del dormitorio. Era agradable volver a tener a su disposición un robot atento y servicial, la base de las sociedades verdaderamente civilizadas.
Derec se sentó, reflexionando sobre esto, y se sintió vagamente descontento. Siempre había tomado como exacta esa afirmación, considerando que la Tierra era un planeta sin civilizar, en comparación con los mundos espaciales.
«No es extraño», pensó lentamente, «que los espaciales estén resentidos con la Tierra».
Porque esa gente parecía vivir muy bien sin robots. El comedor comunal podía parecerles a los supersensibles espaciales un abrevadero alimentario, pero ¿era eso realmente? Los seres humanos sabían adaptarse a una amplia variedad de sociedades. Sí, los terrícolas se habían adaptado a una forma de vida que a los espaciales les daría escalofríos, y de ahí no se derivaba que la sociedad de la Tierra fuese inferior.
Cierto, las ciudades de la Tierra eran el producto de un proceso artificial, y también eran altamente inestables. Si el suministro de fuerza se interrumpía una sola hora, todos los humanos de una ciudad morirían asfixiados. El agua era algo también muy crítico, y la comida casi era tan crítica como el agua. En caso de emergencia, la gente ni siquiera podía abandonar la ciudad; no había ningún sitio adonde ir y, de todos modos, no resistían el aire libre.
El sistema de trenes no podría evacuarlos, aun suponiendo que los trenes tuvieran energía cuando la ciudad no la tuviese.
Sin embargo, no se trataba de una sociedad como la espacial, con su dependencia de los robots. ¿Y acaso no era esta sociedad, que tanto confiaba en los robots, tan dependiente y artificial como la de la Tierra? Era éste un nuevo y alarmante pensamiento. Cierto, los robots no podían ser atacados simultáneamente por una enfermedad, ni habría que cerrar de golpe todas las factorías, y no volver a abrirlas hasta que no quedara un solo robot. No, los espaciales no se verían privados de sus robots, ni del servicio de éstos.
«No», pensó Derec con inquietud, «es un problema mucho más serio que todo esto».
Más serio incluso que la confianza que tenían los espaciales en que los robots los salvasen de su propia locura. Derec había hecho lo indecible para no volverse a mirar cómo sus perseguidores eran apresados por unos robots que él confiaba que debían estar allí. Más allá de esta confianza, que en sí era muy trivial, se hallaba la congelación de toda su sociedad.
Cuando un robot era incapaz de responder, preso entre las órdenes contradictorias de las Leyes de la Robótica, se decía que entraba en una «congelación mental». Toda la sociedad espacial, suponía Derec, podía entrar en una congelación mental, o al menos en éxtasis. Al fin y al cabo, eran los terrícolas los que colonizaban la galaxia.
Sobriamente, pensó: «La única solución podría ser eliminar a los robots o, al menos, restringir su número».
Mientras tanto, el doctor Avery había realizado un proyecto para esparcir robots avanzados por todo un planeta y después, aparentemente, poblarlo de humanos.
Con estas ideas en la cabeza, Derec empezó a dormirse, y no se dio cuenta de que R. David se apresuraba a impedir que se cayese del diván.
Derec soñó. Se había hinchado desmesuradamente y era cada vez más grande. Él era un planeta y algo se arrastraba por su estómago. Levantando la cabeza y contemplando la abultada cúpula de su vientre, vio que era una ciudad. No una ciudad terrestre, sino una ciudad de edificios separados por calles. Una ciudad poblada por robots, que iban cambiando a medida que iban siendo construidos los edificios, luego derribados, y vueltos a edificar con formas diferentes. Era Robot City, y la ciudad se extendía en torno al ecuador del planeta.
Derec estuvo contemplándola algún tiempo, fascinado, con una mezcla de fascinación y horror. Esto era un error, un error como una enfermedad infecciosa… y, de pronto, oyó la voz de Ariel.
¡No! El Equipo Médico para Humanos conducía su cuerpo sin vida al crematorio. Derec luchó para moverse, para gritar… pero ya no tenía manos… ni voz…
Ariel lo sacudía para despertarlo. Derec yacía en una postura casi imposible en el diván y R. David se inclinaba preocupado hacia él, por detrás de la Joven.
—Dormías pacíficamente y empezaste a moverte, como forcejeando, cuando oíste mi voz. Lo siento.
—¡Oh, no…! —consiguió articular Derec—, ha sido una pesadilla.
—¡Ah…! —exclamó la joven.
Se volvió hacia R. David y empezó a interrogarle, mientras Derec se sentaba en el diván con los brazos colgando, todavía desconcertado por la pesadilla y diciéndose que sólo había sido un sueño. Sólo un sueño. Pero se había apoderado de él, angustiándole tanto como los granjeros. Trató de despejarse y levantó la mirada cuando Ariel se le acercó.
—Preguntaba si había noticias —explicó la joven en tono quejoso—. En este apartamento no hay recepción radiada de ninguna clase. ¡Diablos!, Ni noticias, ni entretenimiento alguno. No hay más que el visionador de libros. ¡Ni siquiera un audio para música!
—Este apartamento —explicó R. David, con tono consolador— es para el nivel tres de diversas categorías. Se supone que los del nivel tres se divierten en las instalaciones públicas.
—Probablemente, es para jóvenes con empleos mal retribuidos que sólo desean escapar de sus padres —comentó Derec, distraídamente.
Miró atentamente a Ariel. Durante sus recorridos por las vías exprés, ella se había mostrado vivaz, vital, saludable. Ahora aparecía cansada, malhumorada, letárgica. El miedo hizo presa en el corazón de Derec como un garfio.
—Estoy harta de verme encarcelada. ¡Quiero salir! —exclamó la muchacha.
Derec tuvo que calmar su respiración y aguardar a que el corazón dejase de palpitarle fuertemente.
—Yo también —asintió, en un tono tan controlado que, a pesar de su letargo, Ariel le miró al instante.
El rostro de R. David no podía expresar su preocupación.
—La gente de la Tierra apenas sale jamás de sus ciudades, aunque algunos experimentan una perversa atracción por el aire libre y la soledad. Ellos dirigen a los robots de las minas y las granjas, y mandan en ciertas instalaciones industriales, alejadas de las ciudades por razones de seguridad. Otros terrícolas, que desean convertirse en colonos, ingresan en escuelas de acondicionamiento que les acostumbran al espacio y a los lugares abiertos.
—¡Colonizadores! —se sorprendió Ariel.
—Claro —concedió Derec, reflexivamente—. Sabemos que los terrícolas jamás abandonan sus ciudades, y también sabemos que sólo ellos colonizan nuevos planetas. Debíamos de haber establecido la relación hace mucho tiempo. El acondicionamiento es la única respuesta.
—¿Podríamos ingresar en una de esas escuelas? —quiso saber Ariel.
—Ello nos llevaría al aire libre —observó Derec, pero, mientras pensaba en ello, sacudió la cabeza—. Supongo que deben investigar minuciosamente a los que solicitan ir a los mundos colonizables.
—Ya… ¿Y para lo otro?
Derec no lo sabía.
—Si lográramos algún trabajo en una granja para dirigir a los robots —se volvió hacia R. David—. ¿Cómo eligen a esos trabajadores?
—No sé todos los detalles, pero supongo que habrá que solicitar el empleo.
Derec recordó algo que había dicho Scanlan.
—La comida y las materias primas son traídas en camiones desde las zonas circundantes —murmuró—. Quizá, si tuviésemos trabajo como camioneros…
No quiso terminar la frase al no saber hasta qué punto R. David perdonaría las violaciones a las leyes terrestres. Ariel captó el significado al momento, y le chispearon los ojos.
¿Cuánto se tardaría en recorrer una distancia que un tren realizaba en doce horas? Derec lo ignoraba y tampoco sabía qué trataba de conseguir. Pero ninguna otra cosa parecía ni remotamente factible.
R. David les indicó cómo averiguar lo que deseaban saber en el comunicador más cercano les darían toda la información que necesitaban para empezar. Ariel volvió a ponerse de buen humor y, nuevamente, se aventuraron fuera del apartamento.
Consultaron el directorio del comunicador, hallaron un Servicio de Empleo y buscaron Granjas, Camioneros. Había una lista de varias compañías, y Derec escogió la Compañía de Granjas de Missouri, al azar. Inmediatamente, transmitió una solicitud para los dos, que pudieron, rellenar contestando verbalmente, a medida que un puntero pasaba de una pregunta a otra.
La primera pregunta fue: «¿Tienes licencia de conducir?».
Derec suspiró y lo canceló todo. Volvió a inspeccionar la lista y efectuó otra exploración de la misma.
—Ojalá hubiese un robot de información al que preguntárselo todo.
Resultó que muchos terrícolas, que jamás habían salido de la ciudad, necesitaban aprender a conducir. Había academias que les enseñaban, de acuerdo con el reglamento. Y las instrucciones y los reglamentos, como eran establecidos por el gobierno, estaban a disposición del público. Sólo se necesitaba una tarjeta para libros e ir a una biblioteca, pagando para que los imprimieran.
Otra solicitud les procuró un plano de la zona, con «Tú estás aquí» señalado y el «Objetivo: Biblioteca» indicado. Compararon el plano con el que ya tenían y vieron que concordaban.
Abrieron la puerta del comunicador, lo que lo hizo pasar de opaco a claro, y un individuo de mediana edad que esperaba fuera les dirigió una mirada malévola.
—¿No pueden buscar un sitio privado en el que no molesten a los demás? —gruñó, entrando en la cabina.
Derec se puso rojo, mitad de enojo, mitad de embarazo, y Ariel se sintió también enfadada, pero mucho menos embarazada.
Se alejaron de allí, y observaron que el terreno de juegos estaba desierto. Ya era tarde.
—Ojalá no sea demasiado tarde —observó Derec.
—Sí —convino Ariel, y añadió en un susurro—. Supongo que las parejas terrícolas tendrán pocos lugares donde estar a solas.
Era una observación atinada. Sin parques placenteros ni lugares apropiados para pasear con la pareja, sin locales a propósito donde reunirse los días húmedos, ¿qué harían? Derec se preguntó que habrían hecho él y Ariel en su olvidado pasado.
Cuando llegaron al apartamento, procedentes de la estación del ferrocarril, era casi la hora punta. Ahora todo había pasado, y la gente abandonaba el sector de los comedores casi en enjambres. Derec y Ariel sólo habían comido dos veces durante el día, y las dos muy temprano… sin que hubieran comido mucho en la nave.
—Vaya, todavía están abiertos —exclamó Derec—. Pensé que tendríamos que permanecer hambrientos toda la noche.
—También yo.
La cola se movió rápidamente por lo que no tardaron en entrar. Se quedaron asombrados al comprobar que no estaba suspendido el servicio de libre elección. Esta vez tenían asignada la mesa F-3. El lugar, con sólo un par de miles de personas, parecía vacío.
La mesa, cuando la encontraron, había sido usada, probablemente, por tres o cuatro turnos de comensales durante la cena, pero estaba sorprendentemente limpia y ordenada. Vieron cómo los terrícolas limpiaban meticulosamente sus sitios antes de marcharse. Otros, que debían ser asistentes, estaban por todas partes, con utensilios de limpieza que casi parecían superfluos, y algunos rociaban el lugar con pistolas de vapor, para esterilizarlo todo.
Los dos jóvenes estaban lejos de sus vecinos, por lo que podían hablar libremente, en tono bajo.
—Supongo que existen unas fuertes presiones sociales que les obligan a limpiar los locales —comentó Ariel.
Derec meditó sobre ello y asintió. Unas simples leyes no podían tener tanta fuerza.
—Supongo que adiestran a sus hijos, diciéndoles: «Limpiad bien vuestros sitios. ¿Qué pensarán los vecinos, si no lo hacéis?».
—Debe ser tremenda —observó Ariel— la conformidad a las normas sociales. Aunque no es una mala cosa necesariamente.
—Esto hace posible toda la civilización. ¿Y acaso somos diferentes, nosotros? —preguntó Derec.
Ariel sacudió sombríamente la cabeza. Había sido desterrada por violar algunas de las normas.
Tenían tres elecciones otra vez Zymostec, Zymocerdo dulce y agrio, y cacerola de pseudo-pollo. Los demás platos incluían ensaladas y frutas. Goulash húngaro, verduras con un guiso de pseudo-buey, y otros. Escogieron el Zymocerdo y la cacerola, y picaron de los otros platos secundarios, casi hambrientos por el aroma de la comida que les rodeaba.
—Al menos, sentados aquí en el centro, podemos observar a las familias —murmuró Ariel.
—Exacto. Me estaba preguntando si sería aceptable repartirnos nuestros platos. Mira esa familia con cuatro hijos… los niños comen de todo lo que les gusta.
—Sí, y también sus padres. Con los platos principales vienen los secundarios, de los que van picando.
En aquel instante llegó la comida, y no perdieron más tiempo viendo comer a los demás.
Una vez hubieron terminado y estuvieron fuera del comedor, Derec se detuvo, mirando alrededor.
—¿Qué ocurre?
—Todavía hay luz —exclamó Derec—, pero debería estar oscureciendo.
Ariel rio nerviosamente. Se apartaron del paso y se dirigieron lentamente hacia las cintas.
—Sé qué quieres decir. Especialmente para nosotros, que nos levantamos mucho antes de lo que esa gente llama el amanecer. Claro que, naturalmente, las luces jamás disminuyen.
Rodaron por la vía local cierta distancia, cambiaron de vías y, finalmente, se encontraron delante de una entrada maciza, flanqueada por unos leones de piedra.
—¡Piedra! —exclamó Ariel, estupefacta—. Supuse que eran de plástico o algo parecido.
—O de nada —enfatizó Derec.
Le gustaban las bibliotecas, aunque en los mundos espaciales la gente raras veces las visitaba. Era más sencillo conectar con ellas y que transmitiesen los libros por teléfono.
—Supongo que muchos apartamentos de la Tierra estarán equipados para recibir transmisiones de libros.
—En las clases sociales más altas —explicó Ariel, y Derec se echó a reír.
Pese a ser espaciales, no solamente se disfrazaban de terrícolas, sino de terrícolas de clase baja.
Multitudes de gente, como era corriente en la Tierra, subían y bajaban por los ornamentados peldaños que conducían a la entrada. Algunos estaban sentados en los peldaños o en las balaustradas, charlando, riendo, comiendo o bebiendo, y muchos leyendo. Un grupo de niños jugaba en uno de los leones, mientras sus video-libros yacían entre las patas de la estatua. Dentro había guardias uniformados con porras y una expresión asombrosamente placentera; por todas partes había gente, gente tranquila, de todas las edades, la mayoría jóvenes, sentados a las largas mesas. Virtualmente, estaban en uso todas las terminales.
—Ésta debe ser la hora punta de la biblioteca —murmuró Derec.
Sin clases ya en los colegios, habiendo dejado la gente de trabajar, y buscando una diversión barata… probablemente sí era la hora punta.
Al fin hallaron una terminal sin utilizar, y buscaron la información durante unos veinte minutos, asegurándose de que la misma era cuanto necesitaban. Derec tuvo un momento de duda cuando insertó la tarjeta en la ranura. La tarjeta metálica era semejante al sistema de transferencia de dinero que se usaba en los mundos espaciales. Pero Derec no tenía la menor idea de los formulismos que empleaban en la Tierra, ni de cuánto dinero había en esta cuenta.
«Aceptado», dijo la transparencia parpadeante, y la máquina dejó oír una tonada para comunicarles que estaba copiando la información en la tarjeta.
—Ya lo tenemos —dijo Derec, respirando más libremente—. Vámonos.
Fuera de la biblioteca, se dirigieron a la derecha. Iban a un paso más lento que el que llevaban al comienzo del día. Derec estaba tan cansado como parecía estarlo Ariel.
—Ha sido un día muy largo —exclamó él con voz hueca.
—Y hemos andado mucho —añadió ella.
Giraron una vez, y otra, y se hallaron ante una marquesina más pequeña que la que habían visto en el Sector Ciudad Vieja: «¿Me seguirás?».
—Esta noche, no, cariño —articuló Derec, vagamente—. Estoy demasiado cansado.
—No vinimos por aquí, Derec —murmuró Ariel, asiéndole del brazo.
—Lo sé. Hemos dado un rodeo.
Retrocedieron sin poder encontrar la biblioteca. Poco después se detuvieron, llenos de fatiga y tensiones, delante de un escaparate donde se veían vestidos y sombreros de unas telas increíbles, algunas de las cuales brillaban. Prendas baratas. Hombres y mujeres atisbaban a través de los cristales, señalando lo que les gustaba, aunque probablemente jamás lo podrían adquirir. No muy lejos, un joven con pantalones azules muy ajustados y una chaqueta plateada de pseudo-piel, con el pelo peinado de manera muy sofisticada, estaba junto a una chica que parecía mucho mayor que Ariel, y que lucía unos pantalones color violeta y un corpiño casi transparente y acuchillado. Tenía el cabello rubio, muy largo por un lado, y rojo y corto por el otro, y sus ojos eran cínicos y duros.
Éste era un distrito muy amplio, aunque no formaba parte del sistema de cintas rodantes. Naturalmente, debía estar enlazado con dicho sistema, pero no lo parecía. Derec y Ariel no sabían hacia donde ir.
—Somos un par de Transeúntes —declaró Derec, hoscamente—. No debemos estar lejos de las cintas, pero igual pasaremos una hora buscándolas.
El joven de expresión dura y chaqueta plateada se volvió hacia ellos.
—Transeúntes, ¿eh? —exclamó.
Los miró de arriba abajo. La muchacha de facciones duras también los contempló, con curiosidad. Derec se dispuso a la pelea.