¿Escapar?
Ariel les oía venir. Con el corazón palpitante, volvió a mirar en torno. No había ningún sitio adonde huir, ningún sitio en el que ocultarse. Tras un momento en blanco, Derec sacó del bolsillo la Llave de Perihelion —Ariel casi gritó de alivio al verla—, la colocó en la palma de la joven, presionó sucesivamente las cuatro esquinas y apretó con ambas manos en torno a la Llave. Ariel pulsó el botón mientras los dos contenían la respiración. La nada gris de Perihelion les estaba ya rodeando, como siempre hasta el límite de su visión.
Derec respiró hondo, al fin.
—¡Vaya, pensé que nos tenían atrapados!
—¡También yo!
No tenían prisa por volver a la Tierra, aunque, con toda seguridad, no existía un lugar más aburrido en el hiperespacio o en el espacio normal que Perihelion. Se contemplaron mutuamente y Ariel se encogió de hombros, mientras Derec se secaba la frente.
—¡Oh, no!
Se habían movido al mismo tiempo y, al soltarse, se estaban separando. Con gran presencia de ánimo, Derec se estiró hacia ella. Ariel se hallaba helada por la sorpresa. De haber ella estirado el brazo hacia él en el mismo instante, habría podido asirse a la mano de Derec, pero lo hizo demasiado tarde.
Se miraron trágicamente. De modo inexorable, se estaban separando. Ariel pensó que debía hacer algo.
—¡Te arrojaré la Llave! —gritó—. ¡Vuelve a la Tierra y olvídame!
—¡Tonterías! Si lo haces, te la volveré a tirar…
En aquel momento, Derec se quedó lívido, pero se contorsionó hasta formar un nudo con el cuerpo, para poder quitarse los blancos zapatos. Retorciéndose con movimientos para la ingravidez, se puso de espaldas a ella y arrojó lejos el primer zapato. Por la reacción de aquel impulso, Derec dejó de separarse y empezó a girar. Permitió que su cuerpo girase dos veces, estudiando a Ariel, midiendo las distancias, y volvió a retorcerse, arrojando el otro zapato.
Al cabo de un buen rato lograron asirse uno al otro, y Ariel jadeó aliviada. Ante su sorpresa, vio que Derec estaba temblando.
—¡Derec, eres maravilloso! ¡Pensé que te había perdido!
Derec sonrió torvamente.
—Lo que dijiste de devolverme la Llave me dio la idea.
—Me alegro mucho de que se te ocurriese.
Ariel cogió la Llave, presionó de nuevo las esquinas y, cuando los dos la tuvieron bien sujeta, pulsó el botón.
R. David se hallaba recostado contra la pared, en su lugar de costumbre.
—¡Diantre! —exclamó Ariel, sintiéndose próxima a desmayarse.
Se sentó con las rodillas temblorosas y lo mismo hizo Derec.
—¿A qué se refirieron esos granjeros con lo de «vuestra pequeña investigación social sobre las condiciones de la Tierra»? —preguntó Derec.
Ariel no tenía la menor idea. Le plantearon la cuestión a R. David, sin darle a entender que habían estado en un serio peligro.
—Yo no tengo acceso a las informaciones, pero creo que el doctor Avery hizo algún anuncio público acerca de estudiar las condiciones sociales de la Tierra, cuando entró en contacto con las autoridades terrestres para cambiar metales raros por dinero. Prometió no enviar robots humaniformes y, claro está, a las autoridades no se les ocurrió que vendría él mismo.
—Entonces, ¿cómo esperaba realizar un estudio sobre la sociedad de la Tierra? —indagó Ariel con escepticismo.
—El doctor adquirió muchos estudios terrestres sobre el tema, y también a mi. Mientras estudiaba ostensiblemente tales obras, desarrollaba ocultamente la profilaxis médica con que os traté a vosotros, y asimiló la sociedad terrestre en su propia persona, aprendiendo qué clase de identificación y medios de racionamiento necesitaba para fingir ser un terrícola. También adquirió algunos de dichos medios abiertamente, como datos para su estudio. Resumiendo durante un año terrestre, estuvo ocasionalmente en los noticiarios, siempre que venía y salía de la Tierra. Y, por ese estudio que fingía estar realizando, supongo que han circulado los rumores de que hay equipos de espaciales estudiando la sociología terrestre aquí mismo. Lo cual, naturalmente, es muy improbable.
—Mucho —asintió Derec, haciendo una mueca—. Los espaciales no están interesados en el tema y, en el caso de estarlo, no arriesgarían su salud.
Ariel no hacía el menor caso de los rumores terrestres.
—Lo importante es volver al espacio —dijo.
—Tienes razón —convino Derec—. Estoy más que harto de las cavernas de cemento y de los trogloditas que en ellas viven.
Ella sonrió ante estas palabras.
—Por tanto —continuó él—, la tercera cosa que tenemos que hacer es saber cómo llegar al espaciopuerto. La primera, conocer la dirección del Personal más próximo, y la segunda, encontrar una zapatería.
—Tienes razón —concedió Ariel.
—El espaciopuerto —explicó R. David, cuando le formularon la pregunta— está cerca de Nueva York, señorita Avery.
Se contemplaron uno al otro sin comprender, aunque, naturalmente, sabían que en la Tierra había ochocientas ciudades. Habían estado imaginando una ciudad gigante que abarcase toda la Tierra, la extensión natural de su experiencia terrestre.
—Entonces, ¿qué ciudad es ésta? —quiso saber Ariel.
—La ciudad de St. Louis —aclaró R. David—. Está en el mismo continente que Nueva York, de manera que es fácil ir hasta allí. Se puede ir en tren y, durante un tercio de la distancia, el camino queda enclaustrado y techado. Se tarda menos de doce horas… la mitad de la rotación de la Tierra, señor Avery.
Había detectado la pregunta en el rostro de Derec. Ariel ignoraba qué era un «tren», y no le gustaba la idea de hallarse «enclaustrada», viendo algo así como una vía exprés. Miró a Derec, que parecía igualmente descontento.
—¿Tenemos el dinero suficiente, la categoría o lo que haga falta, para ir en tren? —indagó Derec.
—Vuestros bonos de viaje no se han tocado —replicó R. David—, pero creo que hay una cantidad inadecuada. En vuestra condición, no necesitáis mucho. Además, la gente de la Tierra no viaja a menudo entre las ciudades.
—¿Ni siquiera los que son Transeúntes como nosotros?
—Vosotros sois Transeúntes en este Sector, pero no necesariamente en esta ciudad.
—Antes, será mejor que vayamos al Personal —observó Ariel, en tono de cansancio—. Cuando volvamos lo pensaremos más despacio.
R. David repitió la dirección de los servicios que resultaron estar en direcciones opuestas. Más bien a regañadientes, ambos se separaron mientras Derec miraba atrás. Ariel se fue despacio hacia el Personal de mujeres, esperando que los pies descalzos de Derec no llamasen mucho la atención.
Como se trataba del Personal asignado a ella, Ariel halló un cubículo con ducha que tenía el mismo número que el de su tarjeta, y se duchó. Tampoco había toallas. Vio a una mujer que llevaba una bolsa de tela al entrar en otro cubículo semejante al suyo, y supuso que dentro llevaría una toalla, peines y otros artículos de tocador. En realidad, Ariel no necesitaba ninguna bolsa de aseo, con el poco tiempo que pensaba permanecer en la Tierra. Naturalmente, había comprado un peine, y tal vez tendría que adquirir también un cepillo. Por suerte, no llevaba el pelo muy largo. Luego, se dirigió sin ningún problema a la Subsección G, Corredor M, Subcorredor 16, Apartamento 21, sin fijarse apenas en la multitud que se agitaba en las vías exprés.
Derec había vuelto poco antes, y estaba lleno de energía. A pesar de su discusión anterior con la gente, deseaba buscar la «estación del tren». Sin embargo, tuvo buen cuidado de no mencionarlo delante de R. David, que tal vez lo juzgaría peligroso, pero Ariel pensó que el joven quería ver si era capaz de conseguir el medio de alejarse de la Tierra.
R. David, señalando en el plano, les indicó por donde debían ir, por la ruta seguida anteriormente, al Sector Ciudad Vieja y a un lugar llamado Plaza del Arco. La estación estaba debajo de la plaza. Por el camino encontrarían varias zapaterías.
Ariel estaba muy nerviosa al volver a pasar por los corredores que conducían al empalme y tomar la rampa descendente, pero nadie les prestó la menor atención. Le habría gustado cambiarse de ropa, pero sólo poseían los trajes de la nave, que no resultaban demasiado llamativos. Todavía no era la hora punta, por lo que tenían libertad para escoger las plataformas exprés, y fueron directamente hacia ellas por el lado Este.
El dependiente de la zapatería era un humano; en realidad, una joven regordeta algo mayor que Ariel. Torció los labios en una sonrisa humorística al observar los calcetines de Derec, y exclamó:
—Corriendo por las cintas, ¿eh?
Exhibió unos zapatos baratos y muy limpios, comprobó la tarjeta de racionamiento en la máquina, aceptó la tarjeta de dinero y les despidió, diciendo:
—¡La próxima vez tengan más cuidado con los bordes!
De vuelta a la vía exprés, Ariel oyó la respiración casi jadeante de Derec a su lado cuando se acercaban al Sector Ciudad Vieja, pero no vieron a ninguno de los «granjeros» que habían visto menos de una hora antes.
—Prefiero ir andando el resto del camino, antes que ir a las granjas en esta plataforma —expresó Ariel, volviéndose para gritarle a Derec.
—Sí —asintió él, débilmente.
Ariel vio que el joven miraba el alto techo, más alto aún que en la Alameda Webster. Probablemente, encima no había nada más que el tejado de la ciudad, ya que aquí las vías rodantes formaban una enorme cortadura a través de los bloques de casas. Lo cual no importaba… porque Derec sufría un ataque de claustrofobia.
Ariel lo comprendía muy bien, puesto que ella misma había padecido varios. En aquel momento, era el gentío, y no los opresivos edificios, lo que casi le cortaba la respiración.
Antes de que ella pudiera intentar tranquilizarlo, Derec la cogió por el brazo y señaló con el índice: «Salida a la Plaza del Arco». Descendieron apresuradamente y rodaron por la rampa de bajada, por debajo de las vías; hallaron un letrero que señalaba al norte y lo siguieron hasta una vía local, también bien indicada.
Finalmente, entraron en la Plaza del Arco. Era enorme. Boquiabiertos, saltaron fuera de una cinta llena de grupos de terrícolas charlatanes, y lo admiraron todo sin disimulo. El Arco tal vez fuese más pequeño que el Pilar del Amanecer, en Aurora, que conmemoraba la llegada de los primeros pioneros, y seguramente mucho menos conmovedor que el monumento de la base del pilar, donde eran honrados los personajes masculinos y femeninos más prominentes de cada generación. Sin embargo, con sus ciento noventa metros de altura, el arco no era un monumento pequeño. Su anchura era casi igual a su altura, y la cubierta se hallaba aún diez metros más arriba. Todo estaba fabricado en acero inoxidable de aspecto antiguo, pero en muy buen estado.
La estancia que encerraba aquella mastodóntica arcada era inmensa, con más de doscientos metros de diámetro, y sus muros circulares formaban una muralla de cemento y metal alrededor del arco. Dicha muralla estaba cubierta por los balcones de los apartamentos de lujo.
Derec se dirigió abiertamente hacia la zona inferior, situada entre los pies del arco, y Ariel le siguió, divertida interiormente al ver la expresión temerosa en los rostros de algunos de los terrícolas… muchos de los cuales mostraban claras señales de agorafobia, al estar en aquel inmenso espacio abierto.
Bajo el arco, había un museo que databa de la época anterior a los vuelos espaciales; tal vez fuese interesante, pero lo que ellos buscaban era la estación del tren. Totalmente decididos a no preguntar direcciones, desperdiciaron media hora, parte de la cual estuvieron contemplando lo que allí se exhibía. Ariel quedó asombrada ante la infinita cantidad de objetos que la gente usaba en la era preindustrial, todos fabricados con métodos manuales muy toscos. Derec señaló una placa, cuya inscripción afirmaba que, en los viejos tiempos, los ciudadanos viajaban en una especie de tranvía por el interior del arco.
—Agorafobia —murmuró el joven, como un eco a los pensamientos de Ariel.
Ésta asintió y le guio fuera del museo. A ella aquello le parecía un subterráneo, y la multitud de terrícolas que les rodeaban empezaba a producirles otro ataque de claustrofobia. Ariel se sentía mucho más hermanada con ellos, y menos inclinada a burlarse de las fobias terrestres.
Tenían que salir de la plaza y buscar la ruta de la estación; habían estado siguiendo las señales de la plaza, y no se habían fijado en las que indicaban la estación cuando saltaron fuera de la vía local. La estación se hallaba a uno o dos niveles más abajo, y otra ruta podía conducirles a ella.
Allí había poca gente, pero, debajo del nivel de peatones, encontraron una serie de vías de carga que zigzagueaban a través de la ciudad, llevando bultos muy pesados en contenedores enormes. Por dichas vías circulaban muchos hombres con ropas toscas, llevando carretas manuales y desviando los grandes contenedores fuera de las cintas, hacia su destino.
En la estación también hallaron el centro de distribución de un sistema de tubos para cápsulas pequeñas. Cartas y pequeños paquetes postales podían repartirse rápidamente por toda la ciudad mediante ese sistema, y esto excitó mucho a Derec.
Ya había visto otro sistema igual anteriormente a escala un poco diferente. Los robots de Robot City habían generado un tremendo vacío como un subproducto secundario de sus instalaciones industriales para la fabricación de la Llave, y Derec y Ariel habían viajado por los tubos de vacío más de una vez, cuando tenían prisa.
Pero en la Tierra usaban la misma tecnología, no porque poseyeran un vacío que podían utilizar, sino porque tenían que crear un vacío que funcionase. De una manera o de otra, Derec sabía que los tubos al vacío como éstos se usaban desde la primitiva era industrial, y la Tierra, aparentemente, nunca había descartado su uso porque en la Tierra tenían sentido.
—Mucho más eficaz que enviar un coche con un robot —comentó.
«Sí, siempre que las casas estén agrupadas», pensó Ariel. En los mundos espaciales, estaban muy separadas.
La estación estaba destinada, al parecer, al tráfico interurbano de mercancías, pero había una ventanilla para el tráfico de pasajeros. La eludieron y anduvieron a lo largo de los vagones.
El tren no se movía sobre una cinta como esperaba Ariel. Derec también se quedó hondamente defraudado. Había esperado algo parecido a una cinta exprés. Se trataba, en realidad, de unos vagones con ruedas ridículamente pequeñas. Poco después, Derec concluyó que usaban una levitación magnética de baja velocidad. Era una técnica muy antigua.
—Ahora comprendo lo que quiso decir R. David, cuando explicó que el trayecto está cubierto en gran parte —dijo Ariel.
—Doce horas en uno de esos vagones, ¿eh? —se quejó Derec.
Los vagones no tenían ventanillas.
—¡Eh! ¡Eh, vosotros! ¡Eh, muchachos!
Dieron media vuelta, disimulando su temor. Se les acercaba un desconocido de aspecto zafio, que llevaba una bata azul y un gorro picudo con rayas de color gris pálido y gris-azul más oscuro, como un distintivo. El emblema del pecho anunciaba: «Ferrocarril continental».
—¿Qué estáis haciendo?
—Mirando el tren, señor —respondió Derec, al cabo de un momento, y tratando de imitar el dialecto de la Tierra.
El otro no se fijó en ello. Se aproximó y los examinó con atención. Era un individuo de aspecto bovino, más alto que ellos y con el aire de trabajar todos los días.
—¿Por qué? —preguntó, irritado.
—Un deber escolar, señor —respondió, al punto Ariel.
El hombre la miró agudamente, examinando su vestido espacial, y Ariel comprendió con cierta desesperación que no tenía en absoluto la figura de una colegiala. Pero el empleado asintió, más como si estuviera calibrando a la muchacha que por consentimiento, y preguntó, más amablemente:
—Un estudio del sistema Continental, ¿eh? Bueno, no aprenderéis mucho, dando vueltas por los andenes. Leed vuestros libros. Pero yo puedo enseñaros las vías donde se forman los trenes y los muelles de carga. Debisteis traer una grabadora visual.
Evidentemente, su nuevo amigo, Peter o Dieter Scanlan, tenía poco trabajo por el momento y estaba aburrido. Llevándolos por donde habían venido, les mostró el lugar en el que se encontraban los vagones con las portezuelas abiertas y los individuos que, con máquinas manuales, sacaban los contenedores llenos de mercancías.
—Aquí casi todo es cargamento trigo de Kansas y de muchos lugares del norte —gritó Scanlan, por encima del constante ruido de las ruedas y el zumbido de los motores eléctricos—. Y ahora, ¿veis aquellos grandes vagones azules? Allí hay lingotes de metal de las refinerías marinas del Golfo, muy al sur. Veréis cómo salen algunos productos manufacturados y otros que llegan… St. Louis exporta mayormente alimentos, especialmente artículos para los buenos gastrónomos. No es una ciudad fabril como Detroit.
Lo que Ariel veía era que cada uno de los vagones grandes estaba atestado de contenedores diestramente apilados, sin dejar huecos, ni siquiera uno donde pudiera esconderse una rata.
—Venid por aquí —les indicó Scanlan, montándolos en una camioneta semejante a una plataforma motorizada.
Su control era puramente manual, y Ariel luchó contra el miedo cuando se vio junto a los hombres que allí había. Scanlan condujo la camioneta en torno al círculo de actividad, para hacerla pasar por un túnel, que se bifurcó una y otra vez; y unos minutos después y dos kilómetros más lejos, la frenó ante un balcón.
Desde allí miraron hacia los muelles de enganche de vagones.
—Aquí se forman los trenes —gritó Scanlan, pues también había mucho ruido.
Ariel lo contempló todo y comprendió por qué los llamaban «trenes» cada uno era una larga serie de unidades, como salchichas unidas. Los vagones eran las unidades. Se movían individualmente por el suelo, hacia los «raíles» marcados, o caminos pintados en tierra, y formaban los trenes. Cada tren era, a su vez, formado en un orden específico.
—Allí, a vuestra izquierda, tenéis el tren de pasajeros para la Costa Oeste. Tres vagones azules con adornos dorados y plateados.
Se iban arrastrando lentamente sobre sus ruedas hacia —supuso Ariel— la ventanilla de billetes y la rampa de embarque. Una vez en los túneles, los vagones levantarían sus ruedas y se apoyarían en los raíles magnéticos.
A su derecha se hallaba un tren con cien vagones de colores variados, según fuera el cargamento que llevaban. Ésta debía ser la proporción de pasajeros y mercancías, salvo que había más trenes de carga que de pasaje.
—Controlado por ordenador —gritó Scanlan—. Hay un conductor en cada vagón, por razones de seguridad, pero el ordenador ejecuta casi todo el trabajo. Sabe dónde ha de separarse del tren cada vagón. Así, en cada parada enganchan vagones nuevos al extremo delantero, y desenganchan los vagones de la cola. El ordenador también sabe qué contenedores hay en cada vagón, y lo que hay en cada contenedor.
—¡Vamos allá!
Scanlan volvió a poner el vehículo en marcha, llevándolo abajo, hasta que lo detuvo en un espacio muy iluminado. Un agua negruzca lamía la tierra ante ellos, y unas barcas se balanceaban bajo el techo, situado a poca altura.
—El Mississippi —anunció Scanlan, silbando como una serpiente—. ¡Los muelles de carga de los barcos!
Ya habían visto bastante, pero tuvieron que someterse durante media hora más, a enterarse de un tema que, en realidad, no les interesaba en absoluto. No pensaban utilizar el tren.