No hay lugar como la cocina de casa
Tras cierta vacilación, Derec se dirigió hacia la calzada exprés que iba al Oeste, como proclamaba un letrero. Las señales luminosas en lo alto decían «Próxima salida: Kirkwood».
Subieron a la primera cinta o calzada. Iba a una velocidad de paseo, y cada cinta sucesiva tenía una velocidad superior a la anterior. Un anciano gordinflón saltó a través de tres cintas con un experto movimiento que habría hecho caer a Derec. Calmosamente, él y Ariel cruzaron las tres cintas y, después, Ariel abrió la boca asombrada y se asió del brazo del joven.
Retrocedieron apresuradamente cruzando de nuevo las tres cintas, bajaron, y fueron transportados sólo un poco más lejos de su destino. Habían estado a punto de colocarse sobre las cintas más rápidas de la vía exprés.
Una vez entre las calzadas, se quedaron un poco intrigados, pero había un quiosco, no muy lejos, del que salía gente. Al penetrar en él, hallaron unas cintas que les condujeron abajo, a un corredor transversal que los hizo pasar por debajo de las calzadas exprés. Salieron a la superficie por el otro lado, donde había una serie de cintas rodantes locales. Subieron a la cinta que seguía la más lenta durante una corta distancia, hacia atrás, y saltaron fuera, hundiéndose en un inmenso corredor.
Éste estaba flanqueado por tiendas de varias clases, pero no se detuvieron a mirarlas. Millares de personas atisbaban los artísticos despliegues de artículos a través de las paredes transparentes.
En un segundo corredor transversal vieron el símbolo del servicio personal. Era uno de los que les habían sido asignados. Debían de haber pasado frente a él unos minutos después de salir del apartamento. A la mirada inquisitiva de Ariel, Derec asintió, si bien experimentó cierto temor cuando se dirigió a la puerta de Caballeros. Por primera vez estaban separados.
«No miréis ni habléis con nadie», les había advertido R. David. Derec empujó la puerta y se halló en una antesala. No había nadie, por lo que siguió adelante a través de otra puerta, ingeniosamente dispuesta para no quedar en línea con la primera. Dentro divisó una serie de pequeños pasillos en los que había unas puertas blancas, la mitad de las cuales mostraban unas luces rojas encendidas. Algunos de aquellos cubículos eran cuatro veces mayores que los otros y, cuando de uno de ellos salió un individuo, Derec distinguió varias instalaciones, como las de una lavandería. Supuso que eran los cubículos a los que él no tenía acceso.
El diminuto cubículo en el que consiguió entrar, gracias a la tarjeta de plástico, contenía un retrete tosco, un espejo metálico y, bajo el mismo, un lavabo. No había toalla, sino un secador de aire caliente. Las duchas estaban al otro extremo.
Se sentía mejor cuando salió de allí. Tras una larga espera, reapareció Ariel con aspecto radiante.
Derec la miró fijamente. Con toda seguridad, la joven estaba mucho mejor que en los días pasados a bordo de la nave. Entonces sintió la gran esperanza de que la joven no estuviese realmente enferma, o que hubiese experimentado una de esas misteriosas reacciones positivas que siempre dejan boquiabiertos a los médicos. De pronto, se dio cuenta de que estaba dejando que sus deseos se sobrepusieran a su razón, y se maldijo por permitirse tal cosa.
—¿Nos vamos? —exclamó Ariel, sonriendo y cogiéndole del brazo.
No estaban lejos de la sección comedor a la que habían sido asignados. En su calidad de T-4, podían entrar en cualquier comedor que estuviese cerca, aunque esto entrañaría dificultades para el personal del comedor, y podía llamar la atención hacia ellos.
En la puerta había tres colas de gente a la derecha, a la izquierda y en el centro. Se pusieron en una de las colas, preparando sus tarjetas metálicas de racionamiento. Delante de ellos, los terrícolas, hablando y riendo sin restricciones, avanzaban, insertando las tarjetas en unas ranuras para recuperarlas al cabo de un instante. Luego, seguían avanzando hacia la ruidosa confusión del local, quitándose el sombrero. En el ambiente flotaba un aroma fuerte y grato de comida desconocida.
—¡Eh, Charlie! —gritó una voz ronca a sus espaldas, sobresaltándoles un poco. Alguien de la cola había visto a un conocido—. De vuelta de las granjas, ¿eh?
Charlie respondió algo incomprensible, algo acerca de estar contento de haber vuelto.
—¡Bravo! —aprobó el que estaba detrás de ellos—. No hay cocina como la cocina de casa, ¿verdad?
«Considerando que a todos debían servirles comida de la misma procedencia», pensó Derec, «aquello debía ser una familiaridad, y no algo relacionado con la comida». Pensándolo mejor, si todo el mundo hacía tres comidas al día en los comedores, pronto debían conocer a sus vecinos de mesa.
Volvieron a avanzar, llevando Derec en la mano su deslizante tarjeta. Como no tenía otra cosa mejor que hacer, contaba a la gente que pasaba por la entrada. De cada cola entraba un individuo por segundo, aproximadamente. Sesenta por minuto. Al menos, ciento ochenta por minuto, en las tres colas. «¡Y nosotros llevamos ya cinco minutos en la cola!».
Cada vez era peor unas mil ochocientas personas debían haber entrado en los diez minutos que tardaron en llegar a la entrada. Allí les impedía el paso una barra giratoria. Derec, sin pensarlo, metió su tarjeta en la ranura de la máquina. Ésta le parpadeó —era un ordenador no positrónico, se dijo él—, y se encendió un letrero que decía: «Mesa J-9/Sin elección libre». Luego, devolvió la tarjeta. Derec la recogió y vio que la barra giratoria cedía a la presión de su rodilla. Ariel le siguió, pero allí no había tiempo de respirar libremente.
Más allá se extendía una estancia enorme. Toda la ciudad era una caverna gigantesca de acero y hormigón, y ésta era la mayor cavidad que habían visto, exceptuando la encrucijada de las cintas rodantes. El local era, al parecer, ilimitado. Desde el techo, que brillaba fríamente, descendían pilastras en una disposición ordenada, formando sectores de pared transparente —aparentemente para reducir el ruido— y columnas llenas de tubos y cables. Entre ellas se extendían las mesas, kilómetros de mesas, en filas e hileras. Todo era confusión, y los terrícolas pasaban al lado de ambos jóvenes en enjambre, mientras los dos permanecían absortos, observando el resplandor de las luces en la madera pulimentada, el entrechocar de la vajilla de plástico, la babel de miles de voces, el llanto de los niños… Detrás de los ventanales manuales, a derecha e izquierda, hombres y mujeres charlaban con los que aún no habían conseguido la comida.
Arriba, los letreros luminosos indicaban las filas y, a un codazo de Ariel, Derec se dirigió a la fila J.
Debido a su condición de espacial, había creído que el comedor sería como los restaurantes espaciales, con una docena de mesas, casi todas para cuatro comensales, algunas para dos y muy pocas para ocho o diez. Pero estas mesas contenían a cada lado unas cincuenta personas. Incluso, cuando llegaron a la fila J, la mesa 9 quedaba a buena distancia.
Vacilando, se aproximaron a ella —al menos, quedaba bien señalada—, y hallaron dos asientos juntos. La gente junto a la que pasaban gruñía por haberse suspendido la elección de comida, o sea la de «comer a la carta».
—Demasiados transeúntes —murmuró uno, y ellos dos se sintieron culpables.
—La comida es probablemente una de las pocas cosas importantes de su vida —susurró Ariel.
Se sentaron y contemplaron la sección elevada de la mesa ante ellos.
«Sin elección libre», resplandecía a la derecha. A la izquierda había un panel que decía: «Pollo: Domingos, opcional lunes. Pescado: Viernes, opcional los sábados». En la Tierra, las semanas tenían siete días, pero Derec ignoraba qué día era. Como no podían elegir, Derec se encogió de hombros, miró a Ariel y presionó el contacto. Inmediatamente, el panel se iluminó con: «Zymostec: ¿Poco, al punto, muy hecho?». «Ni domingo ni viernes», pensó el joven. Derec eligió «Muy hecho», y el letrero desapareció, siendo reemplazado por «Ensalada: ¿Tonantzin, calais, del fuego, peppertom?».
Ariel se encogió de hombros, miró hacia Derec, y luego ambos eligieron, reprimiendo sendas sonrisas. Ninguno de los dos había oído hablar de aquellas guarniciones.
«Pedido efectuado». El letrero les miró unos minutos. Los terrícolas próximos a ellos formaban un grupo de pobre aspecto, y Derec advirtió que ya se había dado cuenta hacía algún tiempo. Eran bajos, y tendían a parecer rústicos, cuando no realmente bastos. Aquí y allí, un hombre bien parecido o una mujer atractiva llamaban la atención, pero eran una minoría.
Al menos, la gente de la Tierra no se moría de hambre como Derec había temido. Sabía vagamente que se requería un gran esfuerzo, por parte de la población y sus robots —restringidos a trabajar el campo—, para alimentar a la Tierra. Los sintetizadores de comida normal eran demasiado caros y gastaban demasiada energía, cosa que la Tierra no podía permitirse. Pero, en cambio, una amplia minoría de aquellas personas estaban gordas, y algunas casi demasiado.
En la mesa, todos esperaban pacientemente sin hablar ni reír como en las otras mesas.
—Probablemente es una mesa para Transeúntes que no se conocen entre sí —murmuró Ariel.
Era la única pareja que conversaba quedamente en la mesa.
Por fin, la comida les sacó de su embarazo. Un disco se deslizó desde un lado, delante de cada uno, y otro se colocó en posición. El segundo contenía un recipiente de plástico tapado. Cuando cogieron los platos de los discos, éstos se cerraron suavemente.
La comida parecía bistec, patatas cocidas con salsa de gambas y una ensalada. El pan era crujiente, casi amarillo. Todo olía muy bien y, ante el asombro de Derec, era natural. El primer bocado confirmó a Derec que se trataba del inconfundible sabor, rico y sutil, de la comida real. No obstante, tampoco era comida real. ¿Zymostec? Era obvio que esta gente sólo comía viandas dos veces por semana, con la opción de comerla tal vez dos días más. Cuatro días de cada siete.
—No puedo creer que sea tan bueno —murmuró Ariel, entre el ruido que hacían los terrícolas al abrir sus recipientes.
Derec no se había dado cuenta del apetito que tenía, aunque no había transcurrido tanto tiempo desde el desayuno. Tal vez se hallaba ya tan cansado de la comida sintética que cada vez comía menos.
Centró su atención en otra cuestión. Les habían servido con una rapidez asombrosa. No recordaba el servicio de los mundos espaciales, pero estaba seguro de que no era tan veloz. Era necesario que en la cocina hubiese automatización. Naturalmente, como no había libre elección, tan sólo tenían que poner la clase de guarnición elegida en la bandeja, bajar la tapa y meterla en el horno unos segundos, para que el Zymostec quedase guisado al grado solicitado. Probablemente, a través del horno pasaba una cinta transportadora. Con un horno adecuado, podía haber un helado en el mismo plato, sin que llegara a fundirse antes de que el bistec estuviese hecho.
Fuese como fuese, la fila J era la última. Diez filas con diez mesas en cada una. Cien mesas, cada una para cien comensales. Este comedor estaba equipado para dar de comer a diez mil personas. Derec se lo murmuró a Ariel, la cual se quedó tan estupefacta como él. El comedor no estaba completamente lleno en aquellos instantes, pues habría solamente unas seis mil personas.
En Aurora, un estadio con capacidad para diez mil personas era enorme.
A la mitad de la comida, Derec empezó a jadear era demasiado copiosa. Sentíase, además, atrapado en aquella caverna de cemento; era como si aquella habitación espaciosa se fuese cerrando sobre él; como si el techo, bastante alto, fuese la tapadera de una trampa; como si la gente que le rodeaba no fuera real. «Probablemente, pasan toda la vida sin ver el sol ni respirar el aire fresco», pensó, y esto empeoró sus sensaciones. Con dificultad, luchó contra el pánico, jadeando cada vez más.
Cuando terminaron de comer, colocaron los platos y los cubiertos en el disco, presionaron el mismo pulsador que habían visto pulsar a sus vecinos de mesa, y todo desapareció. La salida estaba en el extremo opuesto. Una vez fuera —una elaborada barra giratoria permitía sólo salir—, Derec respiró con más libertad. Estaban como perdidos, al no hallarse en el sitio por donde habían venido, pero llegaba hasta ellos el ruido de las vías exprés, por lo que no tardaron en llegar hasta allí.
—Lo malo es que no hay quietud —se quejó Ariel—. No hay ningún lugar donde hablar en privado.
—Lo sé. Tenemos que ir al espaciopuerto, pero no tengo ganas de desplegar aquí el plano.
—Mira… —Ariel calló hasta que hubo pasado un grupo muy parlanchín de jovencitas, que ni siquiera repararon en ellos—, los letreros indican que ahora no es una «hora punta» —sea lo que sea ésta— de las que mencionó R. David.
—Exacto, y los de niveles inferiores como nosotros pueden ir en las plataformas exprés todavía durante bastante tiempo.
Se dirigieron a las cintas locales, descendieron de nuevo a las cintas inmóviles, situadas entre las locales y las exprés, y luego arriba de nuevo, cada vez más de prisa. Derec pensó, con cierta inquietud, que, si tropezaban y caían a tales velocidades, podían lesionarse gravemente. Allí no había ningún robot atento que corriese hacia ellos para sostenerles del brazo si caían. Claro que Derec suponía que los terrícolas no caían nunca. Habían aprendido desde muy niños.
Siguieron subiendo hasta que el viento azotó sus cabellos e hizo que sus ojos les picaran. Llegaron a la cúspide, donde cada plataforma tenía un parabrisas delante. Hallaron una plataforma vacía detrás de otra ocupada por un hombre que llevaba un sombrero enorme, como el Sombrerero Loco, y se sentaron, respirando pesadamente. Ariel sonrió, y Derec le devolvió la sonrisa.
Cuidadosamente, al amparo del parabrisas, desplegaron el plano y lo estudiaron. Sabían que estaban en el sector de la Alameda Webster, en sentido Este, y rápidamente localizaron el sitio, justo cuando pasaban bajo un letrero que decía «Sector Shrewsbury». Pero, pese a estudiar el plano atentamente, no vieron la menor señal de un aeropuerto espacial.
Derec miró vacuamente a Ariel.
—¡Pues ha de estar en alguna parte!
Un grupo de adolescentes, casi todos chicos, uno huyendo, los otros persiguiéndole, pasaron dos plataformas más lejos, cruzando las cintas con gran destreza. Se oyó un silbato, por encima del clamor del viento, y un hombre de uniforme azul blandió una porra y salió en persecución de los muchachos, que se diseminaron por las cintas. Unos adultos los miraron disgustadísimos.
Derec y Ariel volvieron a concentrarse en el plano, hasta que los letreros de la línea anunciaron «Sector Torre Alameda».
—Posiblemente no esté en el plano —finalizó Ariel—. Los terrícolas sienten prejuicios contra los espaciales. Tal vez no les guste anunciar el espaciopuerto.
—Si alguien tiene negocios allí, tendrá que ir, supongo —respondió Derec, con hosquedad—. Debimos preguntarle a R. David cómo llegar al espaciopuerto.
La vía exprés no era recta y, al mirar Derec hacia abajo, vio que la vía local había desaparecido, sustituida por otra que, en dirección contraria, corría paralela a la exprés en aquel lugar. Una tienda cedió el sitio a una entrada palatina, que hacía frente, oblicuamente, a la vía exprés que avanzaba hacia ellos; encima de la entrada había una marquesina resplandeciente, en cuya parte posterior aparecía la imagen sugerente de una mujer llevando unos pantalones muy ceñidos. La imagen se desvaneció y quedó reemplazada por la frase «Si me contoneo…». La imagen reapareció, mirando por encima del hombro hacia los espectadores: «¿… Me seguirás?».
Derec supuso que había tantas personas a la vista como había habido en el comedor, pero las cintas no estaban llenas ni a la mitad, tal vez ni siquiera a un cuarto de su capacidad.
—La hora punta debe ser cuando las cintas están atestadas —razonó Derec.
—Sí, si todos van a trabajar a la misma hora… —murmuró Ariel, y el joven chascó los dedos.
—Los apretujones, claro.
Tendieron la mirada a su alrededor y trataron de imaginarse a la multitud subiendo y bajando por las cintas, multiplicando por tres o cuatro las personas que se veían entonces.
«Sector Ciudad vieja».
—Sabes —observó Ariel—, Daneel Olivaw pudo haberse sentado en esta misma plataforma, o al menos ir en esta misma cinta.
Derec asintió. No recordaba haber conocido al famosísimo robot humaniforme, Daneel Olivaw. Daneel había sido diseñado para tener el mismo aspecto que un hombre, como Roj Nemmenuh Sarton, que fue quien, en realidad, construyó el robot. Él ayudó a Elijah Baley, el policía terrícola, a solucionar el asesinato del doctor Sarton y, más adelante, se trasladó a Solaria, donde ayudó a Baley a resolver otro crimen.
Han Fastolfe había construido dos humaniformes, el primero con ayuda de Sarton. La intrincada programación que permitía a un humaniforme desempeñar el papel de un ser humano, a pesar de estar coartado por las Tres Leyes, era un triunfo de la robótica que no había sido repetido nunca más. Fastolfe se había negado a fabricar más robots, aparte de aquellos dos, e incluso uno de ellos había sido desactivado. Daneel Olivaw, suponía Derec, todavía debía existir, en algún lugar de Aurora.
—Fíjate en eso.
Derec miró y quedó absorto. Habían visto muchos sombreros raros por el camino, pero la cabeza de aquella mujer era un jardín florecido, exceptuando que muchas de las «flores» eran lazos. Como en todos los sombreros de la Tierra, sin embargo, había una banda prominente para insertar el ticket de racionamiento, que permitía cosas tales como obtener un asiento en las horas punta.
—Es posible que alguna de estas personas conozca el camino del espaciopuerto —murmuró Ariel.
Era ésta una idea que Derec había esperado que no se le ocurriese a la joven, pero asintió sin ganas. Con franqueza, no deseaba hablar con nadie. Tal vez por ser terrícolas los otros y él un espacial… con todos sus prejuicios intactos. Éste era un punto negro para él que sólo la Tierra exploraba y colonizaba nuevos planetas. No objetaba nada a que la Tierra hiciera esto, sino a que no lo hiciesen los mundos espaciales. Claro que no era culpa de esas personas, pero…
Incorporándose, se asomó y llamó la atención de un joven, tal vez un poco mayor que él, que se abría camino hacia una plataforma desocupada.
—Perdone, amigo. ¿Podría indicarnos dónde está el espaciopuerto?
La expresión más bien neutra del otro se cambió en una mucho más animada.
—¡Eh, gato, imita usted muy bien el acento de los espaciales! —exclamó el interrogado—. Lástima que no lleve la ropa apropiada, pero, con ese acento, podría aparecer en un subetérico.
Derec ocultó su confusión, enarcando una ceja.
—¿Si?
—¡Oh, sí!, sí… esa mirada altiva es formidable. —El joven miró alrededor, perdió su animación y continuó, en un tono más bajo—. Bueno, es gracioso, pero yo no haría esa imitación en las granjas, ¿sabe?
Tras estas palabras, se marchó. Derec y Ariel se miraron mutuamente y menearon la cabeza, estupefactos.
Se hallaban en un distrito mucho más dinámico que Alameda Webster. El Sector Ciudad Vieja parecía asombrosamente nuevo, con edificios limpios y relucientes, y tiendas de aspecto muy próspero. Había más lugares de diversión, como si sus habitantes tuviesen más tiempo libre y más puntos de racionamiento, o más dinero, o lo que se necesitase para las diversiones.
—¿Qué quiso decir con «subetérico»?
Derec meditó un instante.
—Creo que son las transmisiones de las emisoras de hiperondas. No estoy muy fuerte en esa tecnología, pero creo que así las llamaban. Probablemente, es más barato que llenar de cables todas las cavernas de esos tipos, esas cavernas que ellos construyen.
La voz de Derec se debilitó al levantar la vista hacia donde debía estar el sol… y no estaba. Luego, afianzando la voz, añadió:
—Creo que quiso decir que podríamos ser unas estrellas del mundo del espectáculo, fingiendo ser espaciales en las novelas terrícolas.
Se sonrieron el uno al otro.
«Sector St. Louis Este».
—¿Qué significa «St.»?
Ninguno de los dos lo sabía.
—Derec, nos estamos alejando mucho del… comedor. Tal vez sería mejor dar media vuelta y regresar hacia allí.
Derec tampoco se sentía muy tranquilo, pero se negaba a ceder.
—Tal vez deberíamos probar otra vez —sugirió.
Buscó a alguien a quien hacerle la pregunta, y se sorprendió ante los edificios de aquel nuevo sector. Parecían fábricas e industrias con fachadas lisas y un mínimo de letreros y señales, muchos de los cuales ni siquiera brillaban. Todo el color y la animación habían desaparecido de aquella zona de la ciudad. La mitad de los viajeros de las cintas y las vías habían quedado en el Sector Ciudad Vieja, lo cual no era de extrañar.
Los terrícolas aquí eran mucho menos agradables de aspecto. Vestían pobremente y muy pocos llevaban sombrero, lo que significaba, supuso Derec, que no tenían pases para los viajes en las plataformas. Categorías inferiores como él y Ariel.
—¿Qué es ese olor tan raro? —preguntó la joven.
Derec inspiró fuerte y captó el olor. No era de pan.
—Algo vivo. Tal vez los ventiladores no funcionan bien aquí.
—¿Quieres decir que hueles a la gente?
Derec se sintió un poco enfermo ante tal idea.
—Perdóneme, señor, ¿podría indicarme dónde está el espaciopuerto? —preguntó a un hombre de expresión hosca.
—Lárgate, gato.
Sin rechistar, Derec aguardó otra oportunidad. Una mujer se sentó en una plataforma, con una expresión tan furibunda y triunfante, que Derec la tachó inmediatamente. Después, se acercó un grupo de jóvenes, cuatro muchachos y dos chicas, ellas con pantalones ceñidos y los primeros con pantalones de pana. Derec repitió la pregunta.
El primer chico le contempló fijamente.
—¿Qué es lo que intentas, gato? ¡Espaciopuerto! ¡Acento espacial! ¿Quién diablos eres?
—Sólo he preguntado… —empezó a responder Derec, cuadrando la mandíbula.
—¡Oh!, sólo has preguntado, ¿verdad, imbécil? Te pregunto quién diablos eres, gato.
—Sólo quiero…
—Cierra el pico, imbécil, no me sacarás nada, ¿te enteras? Habla como es debido y pon mejor cara…
Muy acalorado, Derec trató de dominarse, y entonces habló otro terrícola. Tenía una tez oscura, y ojos de halcón. Era el tipo racial que había proliferado más abundantemente en la Tierra que en los mundos espaciales.
—¡Eh!, Jake, creo que es un maldito espacial. Los dos. Fíjate en sus ropas.
Derec y Ariel llevaban unas ropas de tela sintética, una materia gruesa con diferentes matices de gris, la de ella más ligera que la de él. Nadie se había fijado en sus ropas antes, pero era porque nadie las había mirado con atención.
—¡No! —exclamó Jake, casi sin creerlo.
—Sí, Jake —asintió una de las jóvenes, muy contenta, mirando muy de cerca a Ariel—. Y fíjate… mírales… altos y guapos, como… como los espaciales.
—¡Espaciales! —gritó Jake, casi en un tono reverencial. Sus ojillos chispearon—. Siempre he querido conocer a unos espaciales. ¡Sólo para decirles lo que pienso de ellos!
—¡Sí!
—¡Os creéis muy listos, eh, espaciales, efectuando vuestra pequeña investigación sobre las condiciones de la sociedad terrestre!
Las palabras sonaron como un insulto. La cólera de Derec se enfrió por la aprensión. Ariel le había cogido del brazo.
—Gracias por vuestra ayuda, pero tenemos que irnos.
Su acento volvió a levantar la ira de los muchachos. Todos empezaron a hablarles hostilmente, en tanto Derec y Ariel se hacían a un lado, se enfrentaban con el viento y bajaban a la cinta más lenta.
—¡Alto! ¡Todavía no hemos terminado de hablar! —gritó Jake.
Todos los muchachos saltaron fuera de las plataformas y empezaron también a bajar.
Ariel se atragantó, y Derec comprendió que esos tipos no tardarían en acorralarlos en las cintas inferiores, entre ellos y las otras cintas rodantes locales.
—¡Atrás! —exclamó Derec y, al momento siguiente, los dos comenzaron a deslizarse entre las plataformas.
Sus perseguidores detectaron el cambio de dirección y gritaron estentóreamente.
Derec casi arrastró a Ariel por entre las cintas hacia la sección interior, pero sus enemigos acortaban la distancia gracias a su gran pericia. En el espacio inmóvil entre las vías exprés, Derec miró a su alrededor. No había posibilidad de trepar hacia las cintas de dirección contraria, ni de conservar la ventaja.
—¡Por allí! —gritó Ariel, y ambos huyeron hacia un quiosco y corrieron por la cinta, sin aguardar a que les transportase.
Así siguieron corriendo hacia las otras vías, mientras oían los gritos de «¡Espaciales! ¡Espaciales!», que lanzaban sus perseguidores.
Al llegar al otro extremo, pudieron elegir entre una cinta móvil, que les subiría hasta las vías exprés, o un conjunto de corredores en el mismo nivel, pobremente iluminados, muy sucios, casi desiertos y llenos de olores orgánicos repelentes.
Tenían ya detrás a toda una multitud, a juzgar por el ruido. Jadeando, corrieron hacia el primer corredor, tomaron el primer desvío, y luego el siguiente. Se detuvieron a escuchar.
Un vagabundo yacía en una plataforma baja, al lado de una amplia puerta de carga, sucio y sin afeitar. La puerta anunciaba «Granja St. Louis, Planta 17».
Derec tuvo un súbito destello de memoria. Recordó haber visionado una novela cuyo argumento transcurría en la Tierra, en la época medieval. En ella, un vagabundo como éste resultaba ser un personaje pícaro, alegre y de buen corazón, que salvaba al protagonista y acababa siendo su gran compañero.
Éste, no obstante, más bien parecía una rata. Incorporándose con sorprendente energía, escuchó, se rascó las patillas grises y, gruñendo algo como «me molestan esos malditos granjeros», cruzó una portezuela situada al lado de la puerta de carga y la cerró de golpe a su espalda. Los dos jóvenes oyeron el ruido del cerrojo al ser pasado.
Las voces y los pasos apresurados se iban acercando. Los dos miraron a su alrededor. No había lugares en los que ocultarse, no había más que corredores, lo bastante anchos para permitir el paso de grandes camiones. Eventualmente, alguno pasaría y los aplastaría, por muy de prisa que corriesen. Y sus enemigos ya no deseaban solamente hablar con ellos. Tenían en sus mentes algo mucho más directo.