3

Alameda Webster

El apartamento era pequeño, mezquino y miserable. Nadie vivía en él, pues no había ningún toque humano, ni retratos de parientes, o flores o adornos personales. Estaba muy limpio, pero el suelo se veía desgastado, sin alfombras, y los tiradores de las puertas parecían sumamente usados. Un robot de aspecto simplón estaba de pie contra una pared.

La habitación medía unos tres por cinco metros y contenía una silla y un pequeño diván con cabida para dos… tres, si no molestaba el contacto. Había un curioso panel en blanco contra una pared, y un panel de control se hallaba cerca de una puerta cerrada. Otra puerta abierta conducía a lo que parecía un dormitorio. Una tercera puerta estaba cerrada, y era más pequeña que las demás.

En el dormitorio, Derec vio, al dar dos pasos, otra puerta cerrada. Se hallaba lado por lado con la puerta cerrada de la habitación principal, por lo que Derec juzgó que eran dos armarios. Asimismo, en esa pared, la común a ambas habitaciones, había unos cajones construidos en el muro. El apartamento se hallaba envuelto en un débil zumbido mecánico.

Y nada más.

—Sólo dos habitaciones —exclamó Derec, con incredulidad.

—Sin cuarto de baño —añadió Ariel.

—Si. Ni cocina ni comedor.

Se miraron el uno al otro. Derec sólo pudo pensar en una cárcel, aunque no lo era, pues en una cárcel habría habido al menos un baño. Y, además, el apartamento era demasiado pequeño y estéril para ser una prisión.

—Me pregunto si ese robot será funcional —murmuró Ariel, frunciendo el ceño al mirarlo.

No parecía funcional. Tenía una sonrisa rígida y simple en una cara de plástico, al revés que los otros robots vistos por Derec. Mirándolo curiosamente, vio que sus junturas y los mecanismos impulsores asociados a las mismas eran grandes y zafios. El estudio de Derec acerca de la ciencia robótica se había centrado principalmente en los cerebros, aunque también había abarcado otras partes del cuerpo. El robot parecía estar mirándolos, aunque no se había movido.

—Robot, ¿eres funcional? —le preguntó Derec.

—Sí, señor —respondió el robot obsequiosamente, pero sin moverse ni alterar su fatua sonrisa.

«Los robots no deberían tener falsas caras humanas», pensó Derec, con irritación. Esos robots daban respuestas, pero sin ninguna emoción en ellas.

—¿Cómo te llamas?

—Mi nombre es R. David, señor.

Ariel le miró inquisidoramente. Derec meneó la cabeza. Los robots tenían a menudo nombres humanos, si servían a los seres humanos. Ariel le había contado que, siendo niña, había llamado a su nodriza robot Guggles, aunque sus padres llamaban al robot Katherine. Pero Derec jamás había oído que un robot tuviera un prefijo a su nombre. ¿R. David? ¿O había oído…?

—R. David, ¿cuál es este planeta? —preguntó Ariel.

—La Tierra, señorita Avery —respondió respetuosamente el robot.

Sobresaltados, estupefactos en realidad, se contemplaron mutuamente. ¡Naturalmente! Las habitaciones eran tan pequeñas, tan mezquinas, tan miserables, porque la Tierra se hallaba inmensamente superpoblada. Había en ella más gente que en todos los cincuenta mundos espaciales juntos. El robot era tosco porque los terrícolas estaban atrasados en robótica y, en realidad, sentían muchos prejuicios hacia ellos.

Unos prejuicios tan fuertes como los que albergaban contra los espaciales.

—Sería mejor volver a Robot City —susurró Derec.

—Tal vez desde aquí podremos volver a la civilización —repuso Ariel.

—¡Buena idea! R. David, ¿es posible tomar una nave hacia los mundos espaciales?

—Sí, señor Avery. Las naves salen de la Tierra al menos una vez por semana y, a menudo, con más frecuencia.

¡Señor Avery! Y el robot había llamado «señorita Avery» a Ariel. Se miraron uno al otro y, de mutuo acuerdo, decidieron no decir nada.

A Derec le resultaba obvio que ese robot se hallaba acostumbrado a ver al doctor Avery ir y venir en la forma espontánea sólo posible para los poseedores de la Llave. Había aceptado el hecho de que sólo «Avery» iba y venía de tal manera. Y, al verles aparecer por ese sistema, llegó a la conclusión lógica, aunque equivocada, de que eran los «Avery», si bien estaba claro que no eran los «doctores Avery».

—Entonces, lo que necesitamos es ir al espaciopuerto —afirmó Derec—. ¿Esa puerta lleva al exterior?

—Un momento, por favor, señor Avery. No sería prudente aventurarse fuera sin preparación.

—¿Qué clase de preparación? —indagó Derec.

El robot tenía razón estaban en la Tierra.

—Primero necesitáis un régimen profiláctico completo contra las enfermedades de la Tierra. Son muchas y variadas, y vosotros carecéis de la inmunidad natural.

Era verdad. Los dos se miraron alarmados.

—Sin embargo, el problema no es tan grave como creen los espaciales.

El robot se movió, abrió un cajón de la pared y extrajo hipopistolas, redomas y pastillas. Sin ganas, pero también sin necesidad de que se les apremiara, se sometieron a los preventivos.

—Tomad las pastillas cuando bebáis algo. Si en algún momento experimentáis alguna sensación física de enfermedad o mareo, al menos notificádmelo al instante. Entonces, será necesario diagnosticarla rápidamente para poder aplicar el mejor tratamiento.

Derec y Ariel asintieron solemnemente, bastante nerviosos al pensar en las enfermedades terrestres.

—También necesitaréis alguna identificación tarjetas, cartillas de racionamiento y dinero —continuó R. David, cuando hubo terminado con las prevenciones.

Moviéndose con torpeza, abrió la puerta de un armario del saloncito. Estaba atestado de objetos, desde un video-libro y cajas de grabaciones a aparatos compactos de duplicación. Derec reconoció el estilo de fabricación de los espaciales, y comprendió que no sería muy difícil duplicar los sellos del documento de identificación terrestre.

En lo cual tenía razón. R. David bajó el panel en blanco de la pared, que resultó ser una mesa plegable, y pasó casi una hora reproduciendo sus retratos en numerosos trozos de plástico y metal, con números de varias cifras y diversas descripciones acerca de ellos. Y, naturalmente, un documento de identidad con las huellas dactilares, las huellas de los pies, las marcas retinales, las imágenes corneales, los retratos de las orejas y los análisis sanguíneos.

—El doctor Avery consiguió grandes sumas de dinero terrestre cuando aterrizó la primera vez —explicó R. David—. Lo obtuvo a cambio de metales raros. Naturalmente, el dinero como tal tiene poco valor en la Tierra, ya que solamente se usa para comprar objetos no esenciales, como los vídeo-libros. La comida, la ropa y el alojamiento están racionados.

—Ya —exclamó Ariel, nerviosamente—. Me gustaría que un terrícola se muriese de hambre al comerme yo sus raciones.

—No hay peligro de tal cosa, señorita Avery. Existe un amplio margen. A nadie se perjudicará dándote un documento de identidad de la Tierra, ya que el doctor Avery pagó muy bien los escasos productos de la Tierra con sus metales raros. Las cosas racionadas pueden obtenerse en cantidades y calidades controladas con la tarjeta de categoría individual.

—¿Categoría?

—La posición de una persona en la sociedad terrestre. Creo que esto no es muy distinto en todas las sociedades humanas, pero en la Tierra se ha formalizado en un grado mucho más elevado.

—Lo cierto es que, en los mundos espaciales, la gente más importante obtiene lo mejor de todas las cosas —observó Ariel—. Tal vez en la Tierra sean más honestos al admitirlo. ¿Qué clase de gobierno rige la Tierra? ¿Democrático, aristocrático o qué? ¿O lo dirigen todo los de categoría más alta?

—En respuesta a tu última pregunta, si, hasta cierto punto. La Tierra es un sindicalismo democrático, con elecciones al Parlamento efectuadas en la localidad, para la Cámara Baja, y en la industria, para la Cámara Alta o sea el Senado. Las elecciones son democráticas en esas zonas, pero la mayor parte de la administración está regida por funcionarios nombrados, después de pasar por ciertas pruebas y ascender desde puestos de menor importancia. El sindicalismo significa que la industria, principalmente la de alimentación, de hostelería y de la indumentaria de la población, domina al gobierno.

—Comprendo que esto es necesario —asintió Derec, viendo cómo las manos grandes y torpes del robot proseguían delicadamente con su tarea—. ¿Cuántas categorías hay, y cuál es la más alta?

—Corrientemente, hay veintiuna categorías. La categoría A se considera la más alta. Muy pocas veces es concedida. Sólo diez millones de seres humanos la tienen.

«Uno de cada diez», pensó Derec, automáticamente. Luego, se corrigió: «No, en Aurora, o en la mayoría de mundos espaciales, diez millones sería el diez por cien de la población, pero la Tierra tenía…».

—¿Cuál es la población de la Tierra, R. David? —preguntó Ariel, pensando lo mismo que Derec.

—Ocho mil millones, señorita Avery.

¡Ocho mil millones! Se miraron el uno al otro. La población de ochenta mundos espaciales… y sólo había cincuenta.

—¿Quiénes constituyen la categoría A? ¿Los funcionarios del gobierno?

—No, esta categoría se halla reservada a los empresarios que solucionan los grandes problemas, a los inventores, a los heroicos pilotos espaciales y a otros aventureros. Puede concederse por aclamación popular, como en el caso de algunos artistas muy queridos. Los que reciben esa categoría A gozan de muchos privilegios, entre ellos el derecho de adornar sus puertas con laurel.

Un alto honor, como la Medalla de Aurora. Derec asintió. Los detalles —¿qué era el laurel?— no importaban.

—¿Cuál es la siguiente categoría?

—La categoría B está reservada a los funcionarios del gobierno continentales y planetarios, tanto elegidos como nombrados. La C se refiere a los funcionarios de la Ciudad. La D es para los funcionarios de la industria. A partir de aquí, las categorías resultan complicadas y no demasiado claras. Hay quince niveles en cada categoría, y el inferior es el nivel uno.

—¿Qué categoría y qué nivel nos estás preparando?

—Estoy preparando vuestra identidad para la categoría T, tal como hice para el doctor Avery, pues supongo que querréis seguir en el anonimato como espaciales. Ciertamente, esto facilitará vuestras investigaciones sobre la sociedad terrestre, pues podréis pasar inadvertidos, y la categoría T es la mejor para este propósito.

—¿Qué clase de personas suelen estar asignadas a la categoría T? —intervino Ariel.

—La T significa «transeúnte». Toda persona cuyos compromisos le obliguen a viajar se asigna a esta categoría, a menos que su misma categoría ya permita tales viajes, como ocurre con las categorías A y B. Los viajantes de comercio, por ejemplo, pueden pertenecer a la D o a la T, aunque usualmente a esta última, ya que la D se atribuye a los trabajos administrativos.

R. David hizo una pausa antes de continuar.

—En vuestro caso, consideré la posibilidad de asignaros la categoría E, la de los estudiantes, pero no lo juzgué aconsejable ya que, como estudiantes, tendríais ciertas restricciones, y me vería obligado a precisar el centro pedagógico.

Pese a ser todo esto muy interesante, Derec encontró fastidiosa la hora que el robot tardó en preparar las identificaciones. El pequeño apartamento, con sólo dos habitaciones, era una prisión más restrictiva que cualquiera de las que había visionado en las novelas históricas. Incluso los calabozos de los tiempos antiguos de la Tierra debían de ser más amplios. El zumbido mecánico parecía más potente hasta que Derec se vio forzado a hablar, en cuyo momento bajó de volumen.

«Es el ruido de la ciudad», pensó Derec con temor, un sonido que ningún terrícola podía evitar desde que nacía hasta que moría. Porque jamás salían de la ciudad.

Finalmente, los documentos quedaron listos y R. David explicó el uso de las diversas tarjetas.

—Ésta es la tarjeta de racionamiento de comida; vuestra cocina es la 9-G. También tenéis asignados servicios personales, pero podéis usar cualquiera de los que veáis. Derec, cuida de no hablar ni mirar a nadie en un Personal; hay una gran prohibición para los hombres en la Tierra. Ariel, las mujeres no sufren tal prohibición y pueden hablar en los servicios. Vuestra categoría no os concede el privilegio de la separación. Debéis tener vuestros propios peines, cepillos y el equipo de afeitar.

R. David prosiguió hablando y les entregó un plano de la zona local. Derec y Ariel descubrieron que había una tendencia a relacionarlo todo con el nivel. Su apartamento y todo lo demás se hallaba en el nivel más bajo, por lo que tenían que subir o bajar para ir al Personal o a los comedores.

Para finalizar, el robot les entregó unos sombreros y los dejó ir, obviamente inquieto. Ariel abrió la puerta y salió, seguida de Derec.

Las mismas paredes blancuzcas del interior. Podían haber estado en un hotel muy barato, y, en realidad, Derec supuso que era eso. Un joven de largos cabellos, muy sofisticados, luciendo unas prendas baratas, les dedicó una hosca mirada cuando entraba en un apartamento. Una mujer de cierta edad, pesada y bajita, casi cuadrada, pasó por su lado llevando una botella abierta y exhalando olor a cerveza rancia. No les miró, como si no los hubiese visto.

Torciendo a la derecha, Derec se dirigió hacia un sitio donde la luz brillaba más. A sus espaldas, dos hombres salieron de un apartamento, charlando sobre un acontecimiento deportivo, al que de manera extraña llamaban «boxeo». Unos momentos después, Derec y Ariel estaban en una encrucijada.

Un corredor más ancho y frecuentado cruzaba el que transitaban en ángulo recto. Ariel señaló el panel que decía que el suyo era el subcorredor 16. Acababan de penetrar en el corredor M. Girando a la izquierda, siguieron a un grupo de gente que pronto se resolvió en una dispersión casual. En cualquier momento dado había siempre unas cincuenta personas a la vista, calculó Derec, lo cual le asombró bastante.

Bruscamente, a la derecha, la pared se tornó transparente, y vieron un espacio abierto donde unos niños correteaban y jugaban a pelota. Se trataba de un terreno de juegos. El interior de la pared tenía fijadas unas toscas muestras de arte infantil posters que proclamaban oscuros triunfos y anuncios de «recitales». Era extraño, pero Derec lo hayaba familiar. En algún tiempo, en su olvidado pasado, debió haber jugado en uno de tales campos deportivos, aunque nada específico logró recordar.

Echaba de menos, no obstante, una cosa el brillo de los atentos robots a lo largo de la pared y en medio de la vociferante multitud.

El corredor M terminaba en una encrucijada circular. En las esquinas había cuatro cintas rodantes, dos ascendentes y otras dos descendentes. Más allá, según las señales, había otra subsección la G.

A Derec le pareció que debía de haber un centenar de personas, entre hombres, mujeres y niños. Él y Ariel, asustados, aflojaron el paso y se apartaron a un lado del centro del empalme, evitando tanto las bocas de los corredores como las cintas rodantes. Un centenar de personas… y no siempre las mismas. A cada momento, la gente entraba y salía, subía o bajaba, iba y venía por los corredores en todas direcciones.

Derec supuso que, en el espacio de unos diez minutos, era posible ver a… ¡oh!, si… a quinientas personas… ¡tal vez un millar!

Y ahora que la visita al terreno de juegos le había alertado, observaba que no había robots.

Había unas mesitas, con bancos de aspecto bastante incómodo ante ellas, donde la gente se sentaba, algunos jugando al ajedrez. En otros bancos, éstos sin mesitas, de aspecto igualmente molesto, había otras personas. No muy lejos de ellos, un tipo viejo, como una manzana arrugada, sonreía seráficamente a cuanto veía; a su lado, en el banco, había una botella descorchada, envuelta en papel marrón hasta el gollete. Otros de los que estaban sentados también eran viejos. En las mesas, unos jugaban al ajedrez y a otros juegos de tablero, y había quien mordisqueaba algún alimento.

Las paredes debajo de las escaleras rodantes tenían marcas de identificación en la parte alta, y más abajo había grandes tablas, con papeles fijados a las mismas, anunciando diversos acontecimientos. Más abajo había unas cintas anchas que corrían desde las escaleras hasta la entrada del corredor, donde habían pintado unos murales vigorosos, pero bastante toscos. En una esquina, un grupo de muchachos, más jóvenes que Ariel o Derec, tapaban el mural con unas tablas delgadas y pintaban encima otro mural. Había una joven, ataviada completamente de azul, contemplándoles. Era bajita, maciza y robusta, y llevaba un gorro extraño, con un letrero de color azul transparente que arrojaba una sombra azulina sobre su rostro; encima de la visera había una medalla dorada.

Ella se volvió, y Ariel y Derec vieron que lucía la tarjeta C-3 en la parte superior izquierda del pecho, y una especie de herramienta colgando del costado izquierdo que medía medio metro de longitud y poseía un asa fuerte y gruesa. La categoría C era la de los funcionarios de la ciudad, recordó Derec. Entonces comprendió que la herramienta era un látigo neurónico. No, era demasiado grande y pesado; el látigo neurónico podía llevarse en el bolsillo bien abrochado de delante. La herramienta debía ser una porra.

Una mujer policía. Ella les miró, se detuvo, siguió andando y cruzó el espacio circular para ir a hablar con uno de los viejos de las mesas. Derec la contemplaba fascinado. Por lo que sabía, jamás había visto a nadie cuyo deber consistiese en aplicar la fuerza a otros seres humanos.

—Aquí parados resultamos demasiado sospechosos. Probablemente, esa joven está adiestrada para fijarse en la gente que actúa de manera rara —murmuró Ariel.

Derec asintió con un gesto y echó a andar hacia una de las escaleras descendentes, pensando que nadie podría entender lo que decían desde cierta distancia, si hablaban normalmente, gracias al intenso ruido de la gente y al zumbido de las escaleras.

Cada escalera se aplanaba al llegar al suelo, y había allí una cinta de superficie nivelada de unos tres metros. Al frente, los terrícolas avanzaban y salían de las cintas rodantes sin perder el paso, y luego giraban hacia el sitio adonde tenían que ir. Derec y Ariel trataron de imitar aquellos pasos confiados. Al menos, el ejemplo les enseñó a entrar en dirección contraria, cosa que Derec no había ni sospechado. Pasaron a la cinta con una leve flexión de piernas, cambiando los pies de una manera rápida a fin de conservar el equilibrio. Se volvieron y miraron hacia abajo, viendo cómo la cinta descendía detrás de la pared.

Aquellas cintas no eran verdaderas escaleras como habían supuesto, sino unas rampas lisas y móviles. Arriba había un techo inclinado del que llegaba el rumor sordo de motores, seguramente los de la cinta superior, una de las ascendentes. La cinta que bajaba trazaba un completo semicírculo en el sentido de las agujas del reloj, y entonces se abrió la pared de la derecha y llegaron al otro lado del cruce en el nivel inferior.

Otro semicírculo, otro empalme y llegaron a un círculo completo, sin salida. Estaban en el fondo. Allí, el murmullo era atronador. La cinta se metía en una ranura del suelo y, según supuso Derec, corría «subterráneamente» durante unos cuantos metros, a fin de invertirse y ascender de nuevo. Sólo había dos cintas, no cuatro, circulando cada una arriba y abajo simultáneamente.

Dos docenas de personas salieron de la cinta, por debajo de donde estaban ellos, y al final también lo hicieron ambos, seguidos por otras cincuenta personas que se dispersaron rápidamente en todas direcciones, abriéndose paso a empujones por entre cientos de individuos que iban en ocho direcciones diferentes. Ese empalme estaba cuatro veces más concurrido que el que habían visto arriba. Derec y Ariel trataron de no mostrar su asombro.

La luz y el ruido procedían de unas arcadas que reemplazaban a las entradas del corredor de arriba, y vieron que por allí pasaba mucha gente. Si antes se trataba de cientos, ahora se trataba de miles.

Derec se tragó el nudo de temor que sentía en la boca del estómago. Tenía la impresión de no haber visto nunca a tanta gente junta. Y empezó, casi sin darse cuenta, a calcular cuánta cantidad de aire consumían y, más importante, cuánto le quedaba a él. «No», pensó, «si hay bastante para ocho mil millones, ha de haber bastante para mí».

A derecha e izquierda, pasaban las cintas móviles, más deprisa y más elevadas cada vez, a medida que se apartaban del empalme. En lo alto había señales resplandecientes, parpadeantes como luciérnagas, y las mayores decían ALAMEDA WEBSTER. Delante y detrás de ellos, otras dos arcadas se abrían al espacio fijo entre las cintas. Estaba flanqueado por quioscos, algunos de los cuales eran como cabinas comunicantes, y había otros en los extremos de las cintas que subían. Muy abajo, había otro ancho tubo que bajaba desde el techo, con sus cuatro escaleras rodantes. Detrás, en los límites de visión, había otro.

Siguieron avanzando, leyendo las señales, y casi se asustaron. La gente se apretujaba a su alrededor, el ruido era continuo y no tan fuerte como parecía; el aire era húmedo, caliente y espeso, con el olor de los miles, cientos de miles de personas.

—Conque esto es la Tierra.