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Perihelion

El rostro atezado, enigmático, de Mandelbrot se aproximó al de Derec. El robot lo asió con su brazo izquierdo, el normal. El brazo derecho, construido por Avery, se dobló hasta lo inverosímil en torno a Derec y desconectó su comunicador.

Derec había sufrido pesadillas por aquel brazo. Era una pieza suelta de un robot de Avery, que Aránimas había recogido en el asteroide helado donde Derec se había despertado.

—Fabrícame un robot —le había ordenado el alienígena.

Derec había conjuntado las piezas sueltas para construir el robot que llamó Alfa. No era un robot magnífico, pero funcionaba.

Luego, unas semanas más tarde, el brazo derecho, unido toscamente, se había afianzado en el robot con firmeza. Derec realizó unas modificaciones en el cerebro de Alfa, y éste le manifestó que, a partir de aquel momento, se llamaría Mandelbrot. Derec había observado la fina estructura de aquel brazo una serie de chips diminutos, o escamas, que se encajaban unas en otras y que, por tanto, permitían mover el brazo en cualquier sentido.

Cada unidad era como una célula robótica. Unidas, formaban un cerebro. Tras haberse integrado mutuamente, se habían apoderado de Alfa hasta cierto punto. La pesadilla de Derec consistía en que las células se comían al robot desde dentro, que su interior era una masa sólida de células y que se estaba convirtiendo en algo… horrible.

Imposible las células no podían comer. Además, todos los cerebros eran robóticos. Como lo eran el cerebro positrónico y las unidades celulares de Mandelbrot. Las Tres Leyes los dirigían. Pero, claro está, los sueños no son lógicos.

Por el momento, la peor pesadilla se había convertido en realidad, hasta que Mandelbrot acercó la cabeza al casco de Derec. Un observador cualquiera habría pensado que el robot le estaba besando en las mejillas. La verdad era que su micrófono tocó el casco de Derec y el robot habló:

—Derec, estoy preocupado por Ariel.

Habían procurado ocultarle a Mandelbrot el verdadero estado de la joven. Mandelbrot sólo sabía que estaba enferma, no que se tratase de una enfermedad casi siempre mortal. El efecto que tal noticia podía ejercer en su cerebro positrónico era imprevisible, y Derec no podía arriesgarse. La Primera Ley no deja resquicio para las enfermedades incurables.

—Ariel está preocupada, además de enferma.

Desvió la mirada de la cara inexpresiva pero tensa del robot. Las estrellas parpadeaban, prometiendo y amenazando; allí en aquel espacio, tal vez Derec recobraría la memoria. Se acordaba de Jeff Leong, que había aparecido en Robot City a causa de un accidente sufrido cuando se dirigía a la universidad. Unos años más tarde, también Derec habría pensado en la universidad, de no haberle sucedido una cosa tan fantástica.

—Ariel está muy enferma —declaró Mandelbrot—. Su forma de alimentarse se ha alterado visiblemente. Casi siempre tiene fiebre. Su atención es anormalmente baja, es sensible a la luz, se mueve sólo con mucho esfuerzo…

—Está bien —le interrumpió Derec, pensando que se osificaría antes de que el robot terminase la lista de problemas, si no le interrumpía. Luego, añadió—. Es verdad que Ariel está enferma. Pero no estoy inquieto por ella.

Esto no era cierto, especialmente ahora que lo de su enfermedad era un secreto a voces.

—Pues deberías inquietarte. Temo por su salud, si no hacemos algo.

—¿Qué sugieres?

—Podrías usar la Llave de Perihelion.

Después de haber buscado en Robot City, durante varias semanas, una Llave de Perihelion, el misterioso instrumento que los sacaría del planeta instantáneamente, habían logrado robar la nave del doctor Avery cuando éste acudió a investigar su «interferencia». Y en la nave hallaron la Llave, pero, al registrar el despacho del doctor, habían descubierto adonde les llevaría la Llave con toda seguridad.

—Gracias a ella volveríamos a Robot City —manifestó Derec—, de donde no podríamos huir y el doctor Avery nos volvería a perseguir. Con toda seguridad, esto sería más peligroso que esa leve enfermedad.

Mandelbrot calló unos instantes.

—Es verdad —asintió al fin—. Ojalá tengas razón y que se trate de una enfermedad leve. Pero lleva ya varios días presentando esos síntomas. Y, en ese tiempo, las enfermedades leves suelen remitir.

El robot calló de nuevo, pero no se apartó.

—Quizá será mejor volver adentro —propuso Wolruf, sobresaltando a Derec—. No creer que encontrar aquí fuera la solución al problema. Querer saber más respecto a los campos de energía densa…

Derec dio media vuelta y el robot le soltó, volviendo antes a conectarle el comunicador. El gesto de Derec era el indicio claro de la voluntad del joven de ser el jefe, y la Segunda Ley de la Robótica obligaba al robot a obedecer este deseo.

—De acuerdo, entremos —ordenó Derec, como si no hubiese habido ninguna interrupción en sus comunicaciones.

Regresó al interior, a regañadientes. En la cabina, también había ingravidez pero, a pesar de que dentro había suficiente espacio para moverse, estaba atiborrada de mandos, consolas, mamparos, compartimentos. Lo cierto es que Derec, fuera, se hallaba en su elemento. Allí era como flotar en las aguas de un mar caliente. Ni siquiera el incómodo traje le impedía experimentar la sensación de libertad que sentía al pasear su mirada desde una estrella a otra más distante aún, todas esperando, justo más allá de esta cabina iluminada en rojo.

Estrellas más allá de las estrellas, con sus mundos aguardando, mundos que ahora tan sólo los colonizadores terrestres estaban ocupando. Y más allá, otras razas inteligentes, otras aventuras… Un miembro de una de esas razas aguardaba ahora en la nave. Derec tuvo de nuevo la intuición momentánea de que él, entre tantos millones, debía hallarse entre los primeros en descubrir a otros alienígenas. La mayoría de los que habían encontrado al pirata Aránimas no habían sobrevivido…

¿Quién sabía qué otros seres les aguardaban entre todas aquellas brillantes estrellas? Derec se preguntó por qué los espaciales habían tardado tanto en instalarse en sus cincuenta mundos, demasiado satisfechos para ir en busca de aventuras. Tal como se sentía ahora, apenas podía creerlo.

Derec sentía el impulso de saltar y cruzar el firmamento dando tumbos, pero sabía que Ariel diría que eso, con el cable de seguridad, era una tontería y muy peligroso sin él.

«Y tendría razón», se dijo, a regañadientes. «Diantre, ¿por qué no puedo sentirme niño por una vez? No recuerdo haberlo sido nunca. Es como si me hubieran estafado toda la diversión infantil…».

Al volver al interior, había en el aire de la nave un olor agradable, cálido…

—He hecho tostadas —anunció Ariel.

Había hecho tostadas con los restos del crujiente pan, pero sin untarlas con mantequilla. Y estaban ya frías. Derec fingió no darse cuenta, limitándose a asentir y dar las gracias, tratando de parecer contento. Volvió a meter las rebanadas en el horno, las recalentó y pulsó la secuencia del sintetizador para que hiciese más pan… tres hogazas. Una vez estuvieron recalentadas las tostadas, las untó con mantequilla y las compartió con Wolruf. La caninoide, como un perro auténtico, siempre estaba dispuesta a comer, aunque no fuese más que uno o dos bocados.

Ariel no tenía apetito.

—Creer yo que el doctor Avery resintonizar la antena de hiperondas cambiando las densidades de los campos de fuerza del núcleo de sus elementos —indicó Wolruf, dejando caer migas de pan al suelo—. Los campos de fuerza densos ser las únicas cosas que poder detener los hiperátomos. ¿Pero, por qué cambiar, si no para detectar algo?

Derec asintió, aunque con cierta inseguridad. Un campo de fuerza denso era el que permeabilizaba un objeto; un imán con un pedazo de hierro entre sus polos era el ejemplo más clásico. Al alterar la densidad de los campos a nivel atómico en el núcleo de los elementos de la antena, se cambiaría la «aceptancia» del núcleo.

—Para detectar algo —corroboró Derec—, como por ejemplo, la nave de Aránimas, o unas transmisiones. Si, esto es digno de consideración. No es improbable que se hayan cruzado sus caminos, puesto que el doctor Avery tiene Llaves de Perihelion y Aránimas las desea.

Resultaba tranquilizador, entonces, que la hiperonda no detectase nada. Esto significaba que Aránimas no operaba demasiado cerca.

—Ariel, estás soñolienta —intervino Mandelbrot—. Es ya la hora en que sueles acostarte. Tal vez deberías irte a la cama.

—Sí, buena idea —asintió la joven, vagamente.

Pero continuó sentada, mirando al vacío, durante otros quince minutos, antes de suspirar profundamente y levantarse lentamente.

Cuando desapareció en el camarote privado de la pequeña nave, Wolruf se volvió hacia Derec.

—¡Estar enferma! ¡Oh, debemos hacer algo, Derec! El robot estar preocupado. Yo estar preocupada.

Mandelbrot había acompañado a Ariel al camarote. Sin embargo, Derec bajó la voz.

—Tienes razón. Pero no debemos dejar que Mandelbrot se entere de hasta qué punto está enferma Ariel. Esto podría desquiciarle el cerebro.

—¿Morirá? —Wolruf casi suspendió su respiración—. ¿Es esto lo que quieres decir?

Derec inclinó la cabeza, muy abatido.

—Ella misma me dijo que su enfermedad suele ser mortal. Yo… esperaba que no fuese así. Pero estando todos sentados aquí, sin poder hacer nada…

—Creer yo que en parte ser aburrimiento, ¡pero la verdad ser que estar muy enferma!

Derec volvió a asentir. Se abrió la puerta del camarote y apareció Mandelbrot, quien la cerró suavemente y avanzó hacia los otros dos, apoyando los dedos contra la techumbre y los pies contra el suelo.

—Ariel necesita atención médica —murmuró, cuando hubo cerrado la puerta, hablando con tanta circunspección como antes le hablara Derec a Wolruf—. La Primera Ley lo exige. Temo por su vida si continúa así, Derec.

Los dos le miraron, y el joven adivinó lo que el robot iba a decir.

—Debes usar la Llave de Perihelion.

Wolruf asintió a estas palabras.

Derec sentíase enfermo ante la idea de volver a Robot City, incluso sin pensar en el doctor Avery…

—Esto, Wolruf, te dejaría aquí sin traje espacial, y sólo Mandelbrot podría salir fuera.

—No importar. No debes poner en peligro la vida de Ariel.

—Es lo que ordena la Primera Ley —añadió Mandelbrot, quien no podía concebir que un ser humano se resistiese a tal exigencia, como no podía resistirse él.

—Muy bien. Tan pronto como ella haya despertado y comido, es decir, mañana. Y espero que el doctor Avery no esté en el planeta.

Lo que más alarmó a Derec, a la mañana siguiente, fue que Ariel no se resistiese. La joven, que estando normal tenía una lengua casi viperina, hubiera debido oponerse con todas sus fuerzas. En realidad, solamente hubo una chispa de oposición en sus pupilas, pero nada más. Derec pensó que lo mejor sería comprobar si el equipo médico de robots de Robot City había hallado ya una cura, por lo menos como alivio del aburrimiento.

Era un gran riesgo el que iban a correr. El doctor Avery era un genio muy inteligente, aunque indudablemente estaba loco… un megalomaníaco. Para él, los humanos eran simples robots que podía utilizar a su voluntad, a su capricho.

Derec miró a Ariel.

«Ojalá lo consigamos», pensó. Significaba ya mucho para él. Aunque no estaba en libertad de poder decir cuánto. Al fin y al cabo, Ariel padecía su enfermedad. No era contagiosa, y Derec había logrado averiguar que se transmitía sólo sexualmente. Esto aparte, ella le recordaba desde mucho antes de haber perdido él la memoria.

Aparentemente, al haber existido antes una relación sentimental entre ambos, Ariel se sentía ahora turbada por dos emociones distintas el contraste entre el inocente estado actual de Derec y aquella estrecha relación que mantuvieron. Ella le había contado algunas cosas, muy pocas, acerca de él, si bien Derec pensaba que la chica sabía muchas más.

Bien, sus secretos no tenían importancia ahora. Ella era Ariel, y Derec prefería sufrir antes que verla padecer a ella.

De todos modos, volver a Robot City era una desdicha, cuando tan cerca habían estado de huir de allí.

—Pues cuanto antes mejor —murmuró Ariel.

Derec pensó que parecía estar mejor que en los días pasados. Posiblemente, ser perseguida a través de Robot City le sentaría bien.

Mandelbrot le dio la Llave a Derec. Era un paralelepípedo muy plano, lo bastante pequeño para sostenerlo en la mano, pero mayor que cualquier llave mecánica. Brillaba a la luz como si fuese de plata y no de aluminio. En realidad, la Llave estaba formada por una aleación altamente conductora, permeabilizada con un campo de fuerza. Esto la volvía más reflectante que cualquier metal carente de esa energía, y sugería los hiperátomos.

Derec rodeó a Ariel con un brazo para sostenerla, y puso la Llave en la mano de la joven, sujetándole la mano por debajo. Cuando los dos tuvieron bien asida la Llave, él presionó sus cuatro esquinas de una en una. Derec consideraba que las Llaves poseían un origen no humano, aunque los robots de Robot City habían aprendido a fabricarlas. Los humanos no hubieran jamás diseñado un sistema de control semejante.

Cuando hubo presionado la cuarta esquina, surgió un botón de una superficie lisa, sin junturas. Derec dio una ojeada final a su alrededor e inclinó la cabeza, despidiéndose de la caninoide y del robot, y también de la nave. No tenía tiempo de pronunciar ningún discurso, ya que el botón pronto retrocedería. Lo pulsó.

La nave desapareció de su alrededor, siendo sustituida por una neblina.

Perihelion.

La palabra significaba el punto de una órbita más próximo a un sol… o más exactamente, el Sol de la vieja Tierra.

Pero ahora el término era sinónimo de periastro. A ellos se les había descrito Perihelion como el lugar más próximo a todos los lugares del universo.

Retuvieron sus movimientos flotantes en estado ingrávido, y miraron en torno. Perihelion no había cambiado. A su alrededor había una luz gris y suave, y aire, un aire que olía a rancio, a polvo. Derec pensó que no había purificadores al volver la cabeza para mirar. Era como si Perihelion fuese ilimitado, aunque Derec sabía, o al menos sospechaba, que tenía unos límites bien marcados.

—¿Qué estás buscando? —se interesó Ariel, como si ello despertara su curiosidad.

—Los motores hiperatómicos.

—¿Qué?

—Los motores del salto. Esta Llave no puede traernos por sí misma hasta aquí, si los robots pueden duplicarla. Debe de haber unos motores sintonizados con la Llave en alguna parte. Opino que se trata de un diminuto transmisor de hiperondas. No sé si estamos en el hiperespacio o si éste es un lugar del espacio normal, como un enorme globo del tamaño de un planeta, tal vez.

—¿Quieres decir… que alguien lo construyó? —inquirió Ariel, estupefacta.

—Obviamente, se trata de una estación de transporte alienígena, tal vez para mover cargas muy pesadas —asintió Derec—. Puede ser una de muchas cosas. Y me pregunto si estará abandonada o en uso, si bien es tan grande que no vemos a los otros, y los otros no pueden vernos a nosotros.

—La luz viene de todas partes —dijo Ariel, pensativamente.

—Sí —afirmó Derec, también meditativamente—. No había pensado en esto. Bueno, queda mucho misterio por resolver. Se necesitaría una pequeña nave para explorar este lugar.

De todas maneras, ellos no podían hacer nada en aquel momento.

—Será mejor que lo dejemos correr —observó Ariel distraídamente, pasado el primer instante de interés.

La joven dejó ver una mueca de desagrado al pensar en Robot City, pero Derec se sintió más animado. Ariel no había mostrado tanto interés la noche anterior.

Derec repitió las presiones en la Llave y después pulsó el botón. La gravedad «saltó» de nuevo a sus pies y la luz a sus ojos. Miraron alrededor, muy sorprendidos. Les rodeaban unas paredes… claramente las paredes de un apartamento. Pero no era un apartamento diseñado por los robots de Avery. No estaban en Robot City. No tenían la menor idea de dónde estaban.