13

Otra vez Robot City

—Telas enceradas —dijo R. Jennie—. Las usan para proteger la maquinaria del campo contra la lluvia y el rocío. En la vecindad de St. Louis no hay tiendas de campaña disponibles. Tal vez dentro de uno o dos días habrá una.

La lona plastificada servía igual que una tienda, tensada sobre un par de palos y atada a la rama de un árbol. Se necesitaba más como sombra que como refugio. La salida al campo no había sido sencilla, ni podían estar fuera más de un par de días.

¡Pero era un alivio tan grande!

Ariel sabía que Derec tenía la misma necesidad de escapar de la ciudad que ella. El cielo de la Tierra era ancho, azul, muy alto, y estaba adornado con algunas nubes blancuzcas, todo ello enmarcado por la abertura de la «tienda». El sol lucía en su punto justo. Las plantas mostraban el verde familiar de la vida terrestre en todas partes, y también estaban en su punto exacto. Excepto en los invernaderos, Ariel probablemente no había visto nunca plantas terrestres bajo la luz natural del sol en la que se desarrollaban. Ni siquiera era desagradable el calor.

—No necesitamos una tienda, si no hemos de quedarnos tanto tiempo —rezongó Donovan.

—Debemos volver a la ciudad lo antes posible —indicó R. Jennie—. La señora Avery todavía no está recuperada de la fiebre.

Ariel sí se sentía recuperada, a pesar de que la memoria le volvía lentamente. Pese a su indudable debilidad, Ariel pensaba que, luchando con Derec, habría conseguido dos caídas contra tres, ganando el combate. Pero el joven nada decía sobre su estado.

—Todo es tan… ordinario —comentó Ariel, contemplando la clase de aves, plantas y animalitos que había visto durante toda su vida.

Una ardilla es una ardilla, lo mismo que en Aurora, e incluso el rumor de los insectos invisibles era familiar. Los humanos habían llevado consigo, a las estrellas, sus familiares formas de vida simbiótica. Ariel había esperado que la Tierra fuese más exótica. La realidad era un alivio más que un desengaño.

—Debiste pasar por muy malos momentos —le dijo la joven a Derec, cuando R. Jennie salió a… la cocina.

Habían traído algo llamado una «plancha», y un horno dieléctrico. Derec veía cómo el robot preparaba los alimentos empaquetados, destinados a las personas de categoría suficientemente alta, que podían permitirse comer en sus apartamentos. Esto era un lujo para su propia categoría.

—¿Malos? Bien… —se encogió de hombros, no deseando hablar de ello—. Gracias a R. David aprendí una cosa en el aeropuerto espacial de Nueva York hay una nave que pertenece al doctor Avery. Si pudiéramos ir hasta allí…

—¿De qué modo, si nuestra categoría no nos permite viajar tan lejos?

—Tendremos que pedirle que fabrique unos documentos de identidad con una categoría más alta.

R. Jennie pasó bajo la tienda con una bandeja que contenía café y zumos de fruta. Cuando la hubo dejado y se marchó, Ariel murmuró:

—Espero que no descubran el apartamento.

—Supongo que los Terrestres lo saben todo, pero no quieren crear problemas. Desean que nos larguemos antes de que nos ocurra algo. Hemos tenido mucha suerte.

—¿No podríamos pedirle ayuda a Donovan? —insinuó Ariel.

—Tal vez. Ya lo había pensado —contestó Derec, despacio—. Pero seguramente esto queda por encima de su nivel. Si la Tierra puede ignorarnos, no resultaría tan embarazoso ser descubiertos aquí, investigando, o espiando, a la gente del planeta. Pero, si los Terrestres nos ayudan, no podrán negar que nos conocían.

—Entiendo —asintió Ariel, con gravedad—. Ayudarnos sería tanto como tolerar nuestra presencia —la política era igual en todas partes—. Bien, ¿qué podemos hacer? Si logramos documentos de identidad nuevos… ¿crees que los Terrestres lo descubrirán?

—No lo sé.

R. Jennie les entregó vasos con frutas y nata batida, y volvió a la cocina, una escena rústica en el marco de la tienda.

La fruta era excelente, pero rara compota servida en lo que Ariel tomó por conos de helado. Era como comer un helado caliente con fuerte sabor a fruta. Todo fermento, supuso.

—Si nos descubren y averiguan lo de los documentos, supongo que buscarán algo más. Lo que me preocupa es que esto les alarmaría. Sabrían que no lo hemos contado todo; se darían cuenta de que R. David, o alguien más, posee un equipo para falsificar tales documentos. Y tal vez registrarían el apartamento.

Ariel reflexionó un instante sobre estas palabras. Mientras no les arrestasen y les quitasen la Llave de Perihelion, lo demás no importaba.

—¡Oh!, la Llave está enfocada hacia el apartamento —dijo ella—. ¿No podríamos cambiar eso?

Recordaba muy bien la ocasión en que habían tenido que hacerlo.

—Lo haremos de todos modos. No podríamos explicar nuestra reaparición —meditó Derec—. Sospecharían demasiado.

—Zymoternera —anunció R. Jennie—. También hay un alón de pollo para cada uno. Sopa de gallina, hecha con gallina auténtica y fermento añadido. Pan, patatas verdaderas y salsa.

Una comida sencilla y casera. Ariel comió con buen apetito, aunque parecía habérsele encogido el estómago. Las semanas de ayuno en el hospital habían alterado sus hábitos de comer. Derec, sin embargo, continuó comiendo mucho después de resultar obvio que estaba más que harto; pero seguía comiendo hasta el borde de las náuseas.

—Ya veo —murmuró Ariel cuando el robot se retiró—. O todo o nada. Bueno, si es así, no lloraré. ¡Si pudiéramos llegar a Nueva York…!

—No creas que no he pensado en esto. Incluso estuve tentado de ir andando, pero hay un par de miles de kilómetros, y nos moriríamos de hambre.

—Lástima. Derec, ¿por qué sigues comiendo cuando todos vemos que estás harto?

Él la miró gravemente, molesto, con los ojos hundidos y la cara delgada y arrugada.

—No he comido bastante, no he dormido bastante. Todo el mundo lo dice. Necesito recuperar fuerzas ahora que tú estás bien.

—¿Te has preocupado de veras mucho por mí? —quiso saber ella con el corazón palpitante.

Se sentía halagada y también abatida, como si fuese culpa suya.

—Bueno, no era esto exactamente —Derec dejó el tenedor, tomó un sorbo de café y pareció propenso a la náusea—. Estaba trastornado. No dormía bien. Siempre tenía el mismo sueño estúpido. Acerca de Robot City.

Ariel le miró fijamente.

—¿Un sueño estúpido hace que casi te conviertas en un fantasma?

—Sí —parecía asustado—. Ariel, hay algo raro en esto. He soñado que Robot City está dentro de mí. Hemos de volver allí.

¡Robot City!

La mente de Ariel empezó a inundarse con cientos de imágenes, sonidos, incluso olores, del gran planeta habitado por robots, donde las atareadas máquinas trabajaban como enjambres de abejas, construyendo y construyendo edificios para el bienestar final de los humanos. Era una ciudad terrestre sin techo, poblada por robots más que por humanos. Ellos habían quedado atrapados allí, primero por los robots, después por su inventor completamente loco, el doctor Avery.

—¿Volver allí? —repitió Ariel, tensamente—. ¡No volveré jamás!

—Es preciso —insistió Derec en tono bajo y determinado, aunque también indiferente. Era como si estuviese hablando no con ella, sino consigo mismo—. Yo me estoy muriendo… ¡Oh!, no sé lo que el doctor Avery hizo conmigo… pero…

¿Qué no le había hecho ya? Derec había perdido la memoria ya hacía tiempo, y sólo el doctor Avery podía ser el causante. Ariel lo supo tan pronto como comprendió que él no se acordaba de ella. Para el doctor Avery, los seres humanos eran menos que los robots, eran conejillos de Indias.

¿Volver? ¿Para salvar la vida de Derec?

«¡Pero yo estoy curada!», deseaba gritar. «Puedo regresar a Aurora y decírselo ¡Mirad, los despreciados terrícolas me han curado, después de que vosotros me arrojasteis de vuestro lado! No tenéis por qué ver cómo vuestros hijos e hijas pierden la memoria y mueren… podéis curarlos, si lográis convencer a los terrícolas de que os expliquen de qué modo».

Ya no tenía necesidad de esta existencia sin rumbo, deambulando de un planeta a otro, buscando una cura, como una excusa para mantener la esperanza. Podía tener un hogar, un sitio en la sociedad, todo el bienestar de las asociaciones, todo lo que significa ser miembro de la sociedad humana. Incluso podían utilizar las Llaves, informar de la existencia de los alienígenas, de la misma Robot City… podían acusar al doctor Avery, entregar la Llave a las autoridades apropiadas, quitarse la carga de sus espaldas. Ariel suspiró.

—No me gusta el proyecto —murmuró.

Al fin y al cabo, ¿cuánto le debía a Derec? Desde luego una serie de disculpas, si no otra cosa. Siempre le había censurado demasiado, de forma equivocada.

—Espero que haya cartas estelares en la nave —fue lo único que dijo el joven. Luego, se llevó una mano a la frente—. Si logramos volver a Kappa Whale, llevaríamos ambas naves a Robot City. Esto nos concederá una nave sobrante. Y espero que el doctor Avery no lo habrá pensado.

Se frotó lentamente la cara y parpadeó como si le molestara la brillante luz del sol.

—¿Está oscureciendo? —inquirió.

—Todavía no —replicó Ariel—. El sol no tardará en ponerse, pero no empezará a anochecer hasta dentro de una hora.

—¡Oh!

—¿Qué clase de sueños has tenido? —preguntó ella, escépticamente, pensando que, si él no había comido ni dormido mucho, podía deberse a las tensiones.

—Como dije, sueño que Robot City se ha introducido en mi corriente sanguínea. No sé por qué eso me hiela la sangre, pero es así. Y no puedo librarme de ese sueño. Es una sensación que me atormenta.

Volvió a frotarse la cara angustiado.

Ariel no supo qué decir.

—Parece… parece un sueño natural.

—Estoy seguro de que no es un sueño —objetó él al instante, con aspecto enfermizo—. Algo sucede… —R. Jennie entró en la tienda, y Derec le preguntó, ansiosamente—. R. Jennie, ¿qué son los chemfets?

—No lo sé, señor Avery.

—Derec…

—Ojalá pudiera dormir. No tener sueños verdaderos le vuelve a uno loco.

—Derec, tu aspecto es terrible. —Ariel sintió como una punzada de miedo—. ¡Oh, Derec!

El joven parecía a punto de derrumbarse. Barboteando incoherentemente, echó atrás su silla de tijera y empezó a levantarse. De pronto, cayó.

R. Jennie acudió rápidamente y lo sostuvo mientras los brazos y piernas le flaqueaban.

—Padece una convulsión. No sé a qué se debe… —observó el robot—. Ayúdame a sujetarlo.

Ariel estaba demasiado débil para representar una buena ayuda, pero, al cabo de unos segundos, el ataque de Derec se fue calmando. Tras suspirar con fuerza, empezó a respirar de forma más normal, en vez de intentar inhalar grandes cantidades de aire. Se relajaron sus extremidades, y R. Jennie lo tendió sobre la hierba, que formaba como una alfombra mullida en el suelo de la tienda.

—Creo que está mucho mejor, pero éste no es un sueño natural —opinó el robot—. Por desgracia, no hay una comunidad en esta zona, ni yo poseo un comunicador subetérico. Debo ir en busca de ayuda. Ariel, cuídale tú.

—¿Qué hago si… si le da otro ataque? —se apuró la muchacha.

—Sostenlo. No le metas una cuchara en la boca.

Y, tras esta extraña recomendación, el robot echó a correr hacia la ciudad. Ante el gran alivio de Ariel, Derec volvió en sí al cabo de unos veinte minutos.

—¿Cómo estás? —le preguntó ella aún asustada.

—Muy bien —pero su voz sonaba débil. No parecía demasiado aliviado—. Chemfets —dijo.

—¿Qué?

—Robot City está dentro de mí, por decirlo de alguna manera —Derec se esforzó, con ayuda de la joven, por sentarse—. Tengo sed.

Ariel le sirvió al instante un poco de zumo, que él bebió cautelosamente, como si estuviera un poco mareado.

—Seguimos pensando en los robots en términos de cerebros positrónicos —explicó luego, como al azar—. Pero los ordenadores existían antes que los cerebros positrónicos, y todavía están en pleno uso. Al menos hay una docena de ordenadores de distintos tamaños en cada cerebro positrónico, mundos espaciales. Y, durante largo tiempo, se han efectuado intentos inconexos para reducir el tamaño de los ordenadores y darles algunas de las características de la vida.

—Derec… ¿te encuentras bien?

Él la miró gravemente, con el conocimiento atormentador en sus hundidos ojos.

—No. Estoy infestado por chemfets[2]. Son circuitos de ordenador autoduplicativos y microscópicos. Robot City está en mi sangre. Cuando he caído dormido hace unos minutos el monitor que el doctor Avery implantó en mi cerebro se ha puesto en comunicación con ellos.

—¿Qué… qué hacen? —preguntó Ariel.

Apenas lo entendía, tan extraño era. ¿Qué sería un chemfet? ¿Vivía realmente?

—Por el momento, crece y se multiplica. No creo que estén cerca de la… llamémosla madurez. El monitor… no creo tampoco que sirva, todavía. Es como si ellos aún no tuviesen nada que decirme.

—¿Pero pueden decirte algo más adelante? —se interesó ella.

—Eso supongo —Derec la miró, asustado—. No sé si habré sido programado con las Tres Leyes.

—Sí —gruñó Ariel—. Deben haber trastornado tu sistema orgánico. No me extraña que estés enfermo. ¿Y… esos sueños continuarán?

Derec meditó un instante y sacudió la cabeza.

—No lo creo. Pienso que era sólo el monitor intentando establecer el contacto. Una vez abierto el canal, no funcionará a menos que ellos tengan algo que comunicarme.

—¿Y si eres tú quien tiene algo que comunicarles? —preguntó Ariel, con un destello de cólera.

—Supongo que tendré que aprender a hacer funcionar el monitor —respondió él con cierta inseguridad.

—¡Pues diles que salgan de tu cuerpo porque te están matando! Primera Ley. Espero —añadió Ariel— que estén programados con las Tres Leyes.

Le miró asustada. El conocimiento de lo que le ocurría parecía haber devuelto a su cuerpo fuerza y propósito, una gota en la sutil presión que el monitor había dejado caer en él alivio, una buena comida. Ya era mucho saber cuál era el problema.

—Hemos de volver a Robot City —repitió con determinación—. Sé ahora que esta parte de mis sensaciones se debía a la presión ejercida por el monitor. Los chemfets quieren que regrese allí por algún motivo. Tenemos que enfrentarnos con el doctor Avery y obligarle a que invierta esta… infestación.

—Sí —asintió Ariel—, el doctor Avery ha jugado con nosotros, y especialmente contigo, desde hace ya mucho tiempo, demasiado.

Derec se incorporó y, a pesar de apoyarse en la mesa, visiblemente estaba mucho más fuerte.

—¿Pero, cómo saldremos de la Tierra?

—Tenemos que consultarlo con R. David. Si pudiéramos volver al apartamento sin demasiados problemas…

—¿Dónde está R. Jennie?

—Ha ido en busca de ayuda. Tuviste convulsiones.

—No me extraña que me duelan los músculos. ¿Fue a buscar a los médicos? No puedo permitir que me examinen.

—¡No podremos irnos…! —dijo Ariel, contristada—. Te hospitalizarán —miró directamente a Derec—. Tal vez podrían curarte.

—He llegado a respetar a los médicos de la Tierra —afirmó Derec—, pero éste es un asunto de robótica. Creo que es mejor volver a sus orígenes. Me gustaría saber la razón que tuvo el doctor Avery para obrar así. ¿Qué esperaba realizar?

Ariel sólo pudo sacudir tristemente la cabeza.

—Usarte como conejillo de Indias.

—Sí, pero esto demuestra que tuvo algún motivo para desarrollar los chemfets, aunque yo no le importe nada. Ellos sí deben importarle —mientras hablaba, Derec iba buscando en sus bolsillos—. Al menos —continuó, sacando la Llave de Perihelion—, con R. Jennie en la ciudad, podremos desvanecernos sin que nadie se extrañe.

—Pero se extrañarán luego.

—Sí —asintió Derec, presionando las esquinas de la Llave y asiendo la mano de Ariel—, pero no ante nosotros.

El gris de la nada de Perihelion les rodeaba.

—Presumirán alguna explicación referente al imaginario Instituto que nos envió a la Tierra —continuó Derec, mirando entre la neblina gris.

—Seguramente —concedió Ariel—. Con tal de que no nos descubran en la ciudad.

—O en cualquier otra ciudad.

El apartamento apareció ante ellos, y Derec se encogió, con la vuelta de la gravedad. Alarmada, Ariel le rodeó al instante con el brazo y, en aquel mismo momento, R. David estaba allí, asiendo a Derec por el otro lado.

—Señor Avery… ¿qué le ocurre?

Derec, obviamente, no tenía la respuesta preparada.

—Derec está enfermo —dijo Ariel por él, rápidamente—. Debe trasladarse a Aurora en busca de un tratamiento. La nave está en la ciudad de Nueva York, en el aeropuerto espacial. ¿Cómo podemos llegar allí lo antes posible?

—El medio de transporte más rápido de la Tierra es por el aire —respondió R. David.

El robot vaciló, acercándose para comprobar que Derec no se estaba muriendo todavía.

—Me pondré bien —afirmó Derec con voz débil, pero firme.

—¿Cuál es el medio más veloz de viaje que nuestra categoría nos permite utilizar? —quiso saber Ariel.

—Por el aire —repitió el robot.

—¿No está racionado?

—No —replicó el robot—. En la Tierra, las necesidades se racionan sobre una base de lujos. Los lujos que escasean, como el pescado y la carne, o apartamentos más grandes y mejor instalados, se racionan de acuerdo con la categoría social. Algunos lujos menos escasos, como los dulces y las tartas de cumpleaños, se obtienen en parte sobre una base de racionamiento y en parte sobre una base monetaria. Éstos son los llamados «lujos discrecionales», cosas menores que la gente no desea tanto. Finalmente, los lujos más abundantes y necesarios se distribuyen sólo sobre una base monetaria, y en esto se incluyen los viajes aéreos. El sistema aéreo está destinado a las emergencias. Como los habitantes de la Tierra odian viajar por el aire, el exceso está siempre disponible. Resulta caro, pero vuestras tarjetas de las cuentas bancarias están bien cargadas.

Ariel, junto a la ventana, buscó en su cartera de mano la tarjeta del dinero. ¿Era un recuerdo real, o había soñado que perdió el bolso en una vía exprés? Un sueño, o bien R. David ya había sustituido el documento de identidad.

—¿Puede ser observado por monitor la forma cómo empleamos el dinero?

—Esto es imposible. Las leyes terrestres que protegen la intimidad de todo individuo prohíben inmiscuirse o escrutar las transferencias monetarias, de manera que no existe esta posibilidad.

Como el dinero sólo podía utilizarse en «lujos menores», esto no era extraño.

—¿Cómo podemos llegar al aeropuerto?

R. David les dio una detallada descripción debían tomar la vía exprés hasta un lugar llamado Lambert Field. Una vez Derec hubo reposado unos minutos, salieron a la comunidad y pidieron reservas para el próximo vuelo a Nueva York. Al cabo de dos horas de temerosa espera, por si el DIT llamaba a la puerta, se aventuraron fuera por los corredores y las vías de la ciudad, que Ariel esperaba fervientemente ver por última vez.

Cada paso dado por aquellos corredores le recordaba sucesos ocurridos antes de sufrir la grave crisis de la fiebre amnemónica. Esta vez rodaron sólo hasta el empalme norte-sur, cambiaron de cinta y rodaron hacia el norte, una distancia mayor de la recorrida hacia el este en su anterior salida: BRENTWOOD, RICHMOND, HEIGHTS, CLAYTON, CIUDAD UNIVERSITARIA, VINITRA PARK, CHARLACK, las olvidadas divisiones políticas de una época más sencilla. ST. JOHN, COOL VALLEY, KINLOCH.

Y después, tras treinta minutos de ir de pie, temiendo Ariel a cada momento que Derec se derrumbase, divisaron un letrero: AEROPUERTO DE LAMBERT FIELD. SALIDA POR LA IZQUIERDA.

El aeropuerto era un lugar adormilado, considerando los siete millones de habitantes de St. Louis. No había más que una ventanilla para los billetes, el empleado parecía abatido, y las pocas personas que había en la amplia sala de espera no hablaban ni reían. Finalmente, anunciaron su avión.

No sólo estaba cubierto el paso a las pistas, sino que también la pista de la que despegó el aparato estaba provista de techo. En el avión no había ventanillas, por lo que tenían que dormir o contemplar las noticias y los programas más o menos divertidos que se veían en las pantallas situadas delante de cada asiento. Los terrícolas programaban sus vuelos por la noche, y los otros cinco pasajeros, ¡sólo cinco, cuando Ariel se acordaba de los millones de individuos que atestaban las cintas rodantes!, eligieron dormir, al menos los que podían. Sin embargo, casi todos estaban demasiado nerviosos para conciliar el sueño. Derec sí durmió hasta Nueva York, con gran satisfacción de Ariel. Ella también durmió parte del vuelo. Lo mejor de todo, no obstante, fue que, en el aire y en los aeropuertos, nadie les dirigió la palabra y nadie les miró siquiera.