12

Amnésica

Ariel despertó lentamente, estiró sus cansados miembros, y miró a su alrededor. El hospital. Parecía alargarse en un pasado remoto. Apenas recordaba un momento en que no hubiese estado allí. El mundo exterior era un recuerdo muy vago en su mente. Recordaba una ciudad. No, una ciudad, una ciudad de la Tierra, una colmena zumbadora de humanos, de gente, de gente… Más allá se abría el espacio, y las estrellas, y los mundos espaciales.

Robot City estaba allí, y Derec y el Equipo Médico para Humanos, y Wolruf y Mandelbrot, que antes se llamara Alfa. Aránimas también estaba por allí. Y aún más allá… Aurora. No podía acordarse. Todo el mundo conocía Aurora. El Planeta del Amanecer, el primero colonizado desde la Tierra, un planeta de paz, contento y civilizado, muy rico, y el más poderoso de los mundos espaciales.

El mundo al que ella llamaba su hogar, del que se había exiliado para ir a morir a solas.

Pero los recuerdos no acudían.

No se acordaba de su hogar, de su mundo natal. No podía recordar a sus padres, su escuela, su primer robot.

Claro que no. Había padecido la peste amnemónica, la fiebre de Burundi, como la llamaban en los mundos espaciales. Había perdido la memoria.

Pero estaba viva. Ariel empezó a llorar.

A su lado se hallaba un robot, un robot de la Tierra con una cara alentadora.

—¿Se encuentra bien, señora Avery? Nos han ordenado reducir las dosis de las drogas para dejar que se recupere, pero, si su malestar es demasiado intenso, podemos administrarle tranquilizantes.

Con un gran esfuerzo, Ariel se calmó.

—Gracias —murmuró—, pero estoy muy bien. Sólo lloraba al pensar que estoy viva. No lo esperaba.

Roto el encanto, el acceso de llanto se acabó. Tenía hambre. Lo dijo y prometieron darle pronto de comer, lo cual cumplieron al punto. Más tarde, sintiéndose cansada, muy cansada, tremendamente cansada, de tanto estar tendida en aquella cama de hospital, por muy muelle que fuese, empezó a adormilarse.

Cuando despertó, volvió a tener conciencia de quién era y de haber padecido la peste amnemónica. ¡Y había sobrevivido! Le dijeron que recuperaría gradualmente los recuerdos, basados en las memorias implantadas en su cerebro. Ella no les creyó, pero tampoco le importaba. ¡Estaba viva!

Después de comer, le anunciaron:

—Su esposo está aquí.

¡Esposo! Por un momento, se quedó totalmente en blanco.

—¿Mi… qué?

Hicieron entrar a un muchacho delgado, de ojos enrojecidos.

—Su esposo… Derec Avery —anunció el robot.

Al cabo de un momento, ella le reconoció.

—¡Su nombre no es Derec! —exclamó y, al observar la angustiada expresión del joven, calló.

No, David había muerto, había muerto envenenado con monóxido de carbono en Robot City. No… había desaparecido… ella ignoraba lo sucedido… sus recuerdos se habían desvanecido… ¡Derec!

—¿Esposo? —inquirió, vacilante, al cabo de un instante, medio sabiendo que no era verdad, medio temiendo que no lo fuese.

—Pues claro —sonrió el joven.

Estaba muy delgado, y su sonrisa era como una mueca en sus demacradas mejillas. El corazón le saltó dolorosamente en el pecho, y Ariel sintió lágrimas en sus ojos.

—Algunas cosas se recuerdan antes que otras —dijo Derec, guiñando un ojo—, según me han dicho. ¡Y no ha sido un gran cumplido para mí que nuestra boda no haya sido lo primero que recordaras!

Ariel sonrió y pensó «¡Avery!». No recordaba por qué tenía ese nombre, entre tantos en su mente, pero sabía que el joven no se llamaba así. No dudaba de que existía una explicación lógica que, a su debido tiempo, recordaría. Sí se acordaba de su huida de Robot City, de haber utilizado la Llave, de haber abandonado a Wolruf y Mandelbrot, y de su llegada a la Tierra, en un apartamento muy poco lujoso.

—Ahora me acuerdo —mintió, sonriendo débilmente—, pero parece todo tan lejano… como un sueño recordado. Espero que no te burles de mí hasta que tenga tiempo de memorizar más cosas.

—Claro que no —afirmó él y, tan pronto como terminó la frase, intervino un robot.

—Los doctores han ordenado que no intentes forzar su memoria. Sería mejor, señor Avery, que nunca la interrogases respecto a tu pasado o al suyo.

—Sí, ya me lo han advertido. Gracias —le respondió Derec con real cortesía espacial. En el hospital, todos, médicos y enfermeras, le llamaban «muchacho».

—Bueno, ¿cuándo podré salir de aquí… y al exterior? —se interesó Ariel, sintiendo en su cuerpo el sofocante terror de la claustrofobia.

Intentaba luchar contra ella. Pero había sido su compañera constante desde su ingreso en el hospital y, durante toda la enfermedad, había batallado para librarse de la misma. A no ser por los tranquilizantes, se habría vuelto loca mientras perdía la memoria en aquel centro hospitalario.

—Todavía estás débil, físicamente, y los médicos tampoco tienen seguridad acerca de tu memoria. Desean tenerte aquí otro par de días. Después… no lo sé. ¿Lo sabes tú, R. Jennie?

—La señora Avery deberá quedarse varios días para una terapia física, antes de poder dejar el hospital bien curada, señor Avery —contestó el robot—. En cuanto a su memoria y a su cerebro en general, no me han informado.

—¡Si no salgo pronto de aquí, me volveré loca! —gritó ella con una vehemencia tan grande que la sobresaltó.

Sentía el impulso de resistir a lo que su acondicionamiento le decía que era un paso hacia la locura, pero ya no podía soportar más las cavernas de cemento, las multitudes de… de trogloditas.

—Quiero volver a ver el sol, respirar aire y… y palpar la hierba, y…

De repente, se echó a llorar porque, en medio de esa lista de vistas que no había vislumbrado desde que empezaron sus recuerdos, había habido una súbita visión la imagen de un jardín en algún lugar, con una luz brillante, y flores y calor, un calor adormecedor, con abejas zumbando y el aroma de naranjos en flor. Y alguien a quien amaba se hallaba justo fuera de visión.

Ariel dio media vuelta y lloró apasionadamente durante unos minutos, con la cara contra la almohada. Sintió una mano en el hombro, no la mano de un robot, y se sintió agradecida, pero estaba demasiado agotada para volverse.

Una calma flotante, distanciada, ahuyentó gradualmente sus lágrimas, dejándola fatigada, pero más calmada. Tranquilizantes. Los robots jamás la dejaban llorar más de unos minutos. Esto, normalmente se lo permitían; de lo contrario, se habría vuelto loca, por la incapacidad de expresar sus emociones.

Cuando se volvió, Korolenko estaba en la habitación, conversando con Derec, con el ceño fruncido. Tenía que recordar que debía llamarle siempre Derec. Era el nombre con el que le conocían los terrícolas. Pero había otro motivo, que no acertaba a recordar, por el que no debía darle su verdadero nombre. ¿O acaso conocía ese nombre verdadero? Si había olvidado tanto, ¿podía confiar en su memoria?

«¡Avery!», pensó, remotamente asombrada. La droga tornaba remotas todas sus emociones.

Se preguntó vagamente dónde estaría el doctor Avery. Suponía que aún en Robot City. Por un momento, sintió una complacencia llena de ironía ante la idea de haber estado utilizando su apartamento y sus fondos en la Tierra. Después, comprendió que era una antigua manera de divertirse, pues esta idea ya se le había ocurrido antes, y recordó haberse divertido con ella en otra ocasión.

—La memoria es como un trago —le confió al robot, que no podía entenderla.

Ariel se sentía como un poco bebida. La enfermera y un robot se apartaron, hablando los dos a la vez y, cuando Ariel levantó la vista, vio asombrada… a Derec.

—¿Por qué… está… tan delgado? —inquirió con brusquedad.

—¿El señor Avery? Ha sufrido una fuerte tensión, señora Avery. Estuvo inquieto por ti, y no ha comido bastante.

—¿Ha sufrido…? ¿Sufre… —se le paró el corazón y volvió a latirle, penosamente—… la enfermedad amnemónica?

—No, señora Avery. Sólo está bajo una gran tensión.

—Está enfermo.

—No, señora Avery.

—Está enfermo —repitió Ariel, observando atentamente a Derec, con los ojos agudos de quien ha estado recientemente a las puertas de la muerte—. Se está muriendo.

La enfermera Korolenko frunció el ceño, mirándola, y uno de los robots, R. Jennie, se acercó al cuadro de control de la cabecera de la cama, pero se limitó a comprobar las lecturas.

—Derec es un necio que ni ha comido ni ha dormido, y ha pasado todo el tiempo penando por usted —exclamó la Korolenko, no enfadada con Ariel ni con Derec, sino con la estupidez de éste.

—En aquel apartamento no puede hacerse otra cosa más que contemplar el techo —gruñó Ariel, irritada por el comportamiento de la enfermera y en favor de Derec. ¿Por qué continuaba Derec mirándola con unos ojos como agujeros del espacio?—. Allí ni siquiera hay un tridimensional.

—Ustedes deseaban experimentar la vida de la Tierra tal como la viven los de aquí y, por lo visto, especialmente la vida de los pobres. Por lo tanto, tienen lo mismo que estos últimos —observó la enfermera Korolenko, encogiéndose de hombros.

¿Desear… experimentar…? Miró inquisitivamente a Derec el cual también se encogió de hombros, sonriendo tímidamente.

—Tal vez hayas olvidado que el Instituto borró temporalmente nuestras memorias antes de venir a la Tierra, para que no pudiésemos revelar nuestras técnicas —manifestó el joven.

Ariel sólo pudo contemplarle, asombrada.

—Cuando estés bien para viajar, nos marcharemos. Por supuesto, como hemos sido descubiertos, no tiene ya ningún objeto nuestro propósito de llevar a cabo el estudio sociológico. Y, de regreso en Aurora, nos reimplantarán nuestras memorias.

Ariel no sabía nada de todo eso. ¿El Instituto? ¿Qué Instituto? ¿Un estudio? ¿Sobre la Tierra? Y las memorias reimplantadas… Ariel se echó hacia atrás y, por un momento, pensó que las lágrimas fluirían otra vez de sus ojos.

—De manera que has perdido dos veces la memoria, pero esto es sólo temporal.

—Me gustaría saber como les hicieron esto —gruñó una voz de barítono. Al cabo de un momento, Ariel identificó la voz del doctor Powell. La había oído a menudo, en las últimas semanas—. Lo sé, lo sé, ustedes no saben nada… sólo conocen la breve descripción de un lego, que no es descripción de nada…

Cuando Ariel abrió los ojos, todos estaban en torno a su cama, con R. Jennie en los controles.

—Bien, jovencita, su petición de ver el exterior es un poco… fuera de lo corriente.

Reprimió visiblemente un estremecimiento de disgusto ante tal idea, y Ariel, fascinada, comprendió que, para aquel hombre, el exterior le inspiraba más temor que la ciudad, con su claustrofobia, a ella.

—No podemos añadir su nombre a la lista de un grupo de Aclimatación Colonial, y las únicas personas que salen fuera, aparte de éstas, son los viejos Capataces de Agricultura, Minería y Pesca. Son tipos solitarios y agorafélicos, muy raros, y no les gustaría que se les añadiera nadie. Menos aún un espacial enfermo. Y no habría nadie que pudiera cuidarla.

—¿Robots…? —sugirió ella, mirando a R. Jennie.

El doctor frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Es difícil mover un robot a través de la ciudad sin que la gente lo destruya. Los robots están cada año más restringidos, y ahora, aquí, en Towner Laney, tenemos la mitad de cuando yo era interno. Esto sólo deja a su esposo y, sinceramente, dentro de un par de días, será usted quien le cuidará a él.

—Yo estoy bien —intervino Derec, con una pizca de irritación que, por un momento, le recordó a Ariel el compañero del hospital de la Estación Rockliffe (Ariel no recordaba el nombre, pero sí la Estación), y de Robot City—. ¿Cuál es la clave de la oficina local del DIT?

—¿Cómo? —el doctor Powell le miró fijamente—. ¿El número del comunicador? ¿Quieres llamar a los Terrestres?

Por el tono estaba claro que lo había adivinado, acalorándose ante tal idea.

—A fin de conseguir autorización para que circulen robots por las autopistas, y permiso para salir de la ciudad, aunque sea por breve tiempo.

—¡Hum! Médicamente…

—Médicamente le sentaría bien, doctor —intervino quedamente la enfermera.

—Cierto, maldita sea, pero necesitamos estar seguros de su condición mental… de las implantaciones…

—Admito que no podemos llevarla de un lado a otro —musitó la Korolenko.

—Ariel, ¿podrías aguardar… a mañana? —inquirió Derec.

—Mañana…

Estaba tan cansada por la inacción y las drogas, que seguramente dormiría hasta el día siguiente. Ariel lo habría soportado todo por estar un día al sol.

—¡Oh, sí!, sí.

Estaba bien, estaba…

Ariel tuvo un momento de vívido recuerdo ella, muy joven, prometiéndole a su madre que sería muy, pero que muy buena. ¿Fue cuando le regalaron su primer robot? ¿O por la Boopsie, la marioneta?

Cuando se desvaneció su primera reexperiencia vívida, levantó la vista y todos se apartaron de la cama. Sí, mañana todo iría bien.

—Nunca me vi a mí mismo como nodriza de un par de espaciales y un robot —gruñó Donovan.

El agente del DIT no había confiado en ningún otro de sus hombres para salir al exterior de la ciudad.

El hospital tenía una entrada y salida de emergencia para las ambulancias, y estaba en un empalme en las autopistas. R. Jennie llevaba a Ariel en brazos, puesto que la joven había preferido esto a ser transportada sobre ruedas, atada a una mesa rodante o en silla de ruedas.

El hospital había suministrado una ambulancia, pero el agente la miró con disgusto.

—Usaremos el coche del departamento —declaró—. Hay sitio para cuatro, con robot o sin él.

R. Jennie dejó gentilmente a Ariel en el asiento trasero y se instaló a su lado, mientras el coche crujía y se hundía bajo el peso, hasta que el sistema de suspensión analizó el desequilibrio y lo compensó. Derec y Donovan se acomodaron delante. El agente tomó los mandos y envió el auto silenciosamente rampa abajo, hacia un túnel medianamente iluminado.

Por un momento, Ariel luchó contra el deseo de gritar; la claustrofobia era peor en aquellos pasadizos tan estrechos. Pero se serenó, ayudada por la velocidad del vehículo. Las señales pasaban borrosas a medida que el agente le exigía al coche más potencia. Una vez, el techo se iluminó con una luz rojiza, y unas parpadeantes flechas amarillas a lo largo de los muros dieron unos oscuros avisos. Después, otro coche azul pasó en dirección contraria. Pero Donovan lo esquivó gracias a los avisos.

—Como los modelos en los que nos entrenamos —murmuró Derec, mirando hacia atrás.

Por un momento, Ariel no recordó nada, pero después memorizó los caminos sin techo y los monitores de emergencia, el control remoto en sus manos, y los estudiantes que reían a su alrededor. Pero aquello no era nada comparado con este vacío y mal iluminado subterráneo.

GLENDALE, KIRKWOOD, MANCHESTER, WINCHESTER, BALLWIN, ELLISVILLE… Los carteles pasaban veloces, tan deprisa como los habría llevado una vía exprés. Ariel ignoró todos los ramales laberínticos y los virajes que se torcían oscuramente a derecha e izquierda, perdiéndose de vista, y miró al frente, a fin de divisar lo más lejos posible en la semioscuridad.

El túnel era un rectángulo de escasa luz, con dos relucientes pistas arriba y un par de pistas brillantes a los lados, siendo estas últimas la serie de señales brillantes que se perdían en la distancia.

Al final, llegó un cambio en la forma del túnel. Estaba oscuro, en el límite de la visión, con una oscuridad subrayada por la luz. Después, la configuración de la luz cambió de forma, como una señal de advertencia. La oscuridad era una rampa ascendente.

Donovan desaceleró bruscamente, lo que hizo que R. Jennie se inclinase adelante, disponiéndose a manejar los mandos.

—No temas, muchacho —gruñó Donovan, sonriendo y sin mirar atrás. Ariel le veía de perfil—. He conducido durante miles de horas, más de prisa que ahora, sin ningún problema.

—El veintiuno coma tres por ciento de todos los traumas graves que ingresan en el hospital Towner Laney Memorial ocurren en las autopistas —replicó R. Jennie, imperturbable—. Menos del veinte por ciento en las cintas rodantes. Unos cuantos miles de humanos usan las autopistas; siete millones utilizan las cintas.

—Maldición, siempre he odiado a los robots sabelotodo —gruñó Donovan, tomando la rampa con innecesaria velocidad—. Jamás resistiría vivir en un mundo espacial. Un hombre ha de tener derecho a ir al infierno como quiera.

El coche aflojó la marcha ante una señal de paro en la barrera. Donovan hizo sonar una tonada en los mandos de su ordenador, y la barrera se alzó. Después de rebasarla, el coche zigzagueó por un camino complicado, que aparentemente eludía el tráfico pesado —a través de los muros se oían unos ruidos atronadores—, pero no había tráfico en su camino, y así llegaron a una gran portalada de la pared exterior.

Colas de varios kilómetros de longitud, formadas por grandes camiones cargados, algunos conducidos por robots, el resto por control remoto, hacían un terrible ruido, aunque los motores eran silenciosos a causa de sus enormes neumáticos que se hundían hacia la ciudad por debajo del coche de Donovan. Éste se hallaba ahora en una rampa elevada, una de la docena que salían de la ciudad por abajo y por arriba. Donovan detuvo el auto muy por detrás de aquella portalada destellante de luz.

—A partir de aquí, tenemos que andar —anunció con brusquedad—. El coche no puede ir más lejos. No hay señales más allá de la barrera.