11

¡Preguntas!

Donovan siguió a Derec y a la doctora Li a una sala de conferencias más privada, donde la doctora les dejó solos.

El agente especial examinó atentamente a Derec, aunque no con hostilidad. Derec trató de serenarse. Por encima de todo, no debía mencionar Robot City. Tampoco debía hablar de Aránimas ni de Wolruf. De lo contrario, le considerarían loco.

Cualquier fallo en sus respuestas conduciría a un interrogatorio interminable, preguntas sobre los mundos espaciales, sobre el doctor Avery, al descubrimiento de Wolruf en órbita alrededor de Kappa Whale, tal vez al descubrimiento de todo lo que estaba haciendo y planeando el doctor Avery… todo lo cual no era malo, pero sí llevaría tiempo. Lo peor de todo sería que la investigación acabara por revelar la existencia de Robot City… y esto debía ser impedido a toda costa. Derec y Ariel tenían que volver allí.

—Debo advertirle que esta conversación está siendo grabada, y que todo lo que diga puede ser utilizado contra usted. Claro que usted tiene el derecho a permanecer callado, si cree que sus respuestas pueden incriminarle. Por otra parte, todavía no tenemos pruebas positivas de que se haya cometido un delito. Se ha llamado al Departamento, principalmente, por ser usted un supuesto espacial… es decir por razones diplomáticas.

Derec asintió, con un nudo en la garganta.

—¿Quién es usted? —inquirió bruscamente el agente.

—Derec.

—¿Y su apellido?

Derec debatió consigo mismo, se decidió en contra y replicó:

—Prefiero callar.

—Está en su derecho. ¿Desea un testigo de que no le coacciono?

—No, insisto en… ¡hum!

Derec no recordaba la fórmula legal espacial, bastante parecida a la de la Tierra. De todos modos, en la Tierra se preservaban con más fanatismo los derechos del individuo que en los mundos espaciales.

—Pero me gustaría conservar el derecho a llamar más tarde a un testigo.

—Tiene derecho a un testigo cuando quiera —asintió el agente—. Por tanto, supongo que no desea callar a todas las preguntas. Por consiguiente, le pregunto ¿ha sufrido alguna vez la fiebre de Burundi, popularmente conocida como peste amnemónica?

—No me acuerdo —Derec le sonrió débilmente al agente, y recibió otra sonrisa a cambio.

—¿Se acuerda de su última visita al Hospital Towner Lany Memorial, hace dos días, y de la muestra de sangre que le tomaron entonces?

Derec se acordaba de la visita, pero no de la muestra de sangre. Incluso cuando Donovan señaló la punzada colorada en la parte interior del codo izquierdo, Derec siguió sin acordarse de la muestra de sangre.

—¿Afirma —preguntó Donovan, preocupado— que le tomaron una muestra de sangre sin su conocimiento, y acusa a alguien de haberle administrado un anestésico en contra de su voluntad?

—¿Es esto un crimen, en la Tierra? No… no hago tal afirmación. Simplemente, no me acuerdo. Probablemente, estaba como en una nebulosa. Suele sucederme esto en la actualidad.

El agente le miró asombrado.

—¿No es un crimen, en los mundos espaciales, ser anestesiado sin el consentimiento propio?

—Tal vez, si bien lo dudo. Como también dudo de que esto ocurra tan a menudo que haya sido preciso dictar una ley en contra. Normalmente, los robots lo impedirían.

—¡Hummm! —gruñó el agente del DIT, reflexionando seguramente que una población saturada de robots podía tener sus ventajas—. De todos modos, le informo de que le tomaron una muestra de sangre en aquella ocasión, y de que ha sido examinada cuidadosamente. La conclusión de los médicos de aquí, de la clínica Mayo y de Bethesda, es que, aunque usted tiene anticuerpos contra la fiebre de Burundi, nunca padeció la enfermedad en su forma grave.

Derec le miró fijamente.

—Sin embargo —continuó Donovan—, algo que usted le dijo a la víctima de esa peste espacial, y que ella le respondió, indica que usted perdió la memoria de la manera característica de esa enfermedad. ¿Puede aclarar esto, o prefiere callar?

«Los robots», pensó Derec. Como que para un espacial eran como muebles, Derec no les había prestado atención. Usualmente, la discreción de un robot era proverbial; tanto que normalmente sus testimonios Jamás eran escuchados en los tribunales espaciales. Pero a estos robots les habían ordenado grabar y reproducir todo lo dicho por Ariel. Derec no recordaba lo hablado entre él y ella, pero sí la conversación que había tenido lugar hacía más de una semana terrestre. ¿Habrían mencionado Robot City?

—¿Por qué lo pregunta? —Derec quería ganar tiempo.

—¿Sufre usted de amnesia? —contrainterrogó el agente.

Derec debía callar. Lo consideró, pensando que tal vez ya era tarde, y buscó un rodeo para su respuesta.

—¿Por qué lo pregunta? Seguro que no es ningún crimen sufrir de amnesia. Jamás habría supuesto que llamasen a un agente terrestre porque un espacial la padeciese. La condición no es contagiosa.

—No obstante, existen leyes contra ciertas enfermedades —objetó Donovan, automáticamente, si bien descartó el tema al instante—. Política pública. No, la pregunta es más grave. En su esencia, nos alarman dos cosas acerca de usted una es que no recuerda su pasado; la otra es que usted no está en la Tierra.

Derec le miró boquiabierto, casi a punto de preguntar dónde estaba St. Louis.

—Quiero decir, oficialmente —añadió el agente, frunciendo el ceño, irritado—. Hemos efectuado una comprobación exhaustiva, y no hemos hallado el menor signo de que estuviese usted aquí hace un par de semanas, comiendo en el sector de comedores y viviendo como la cosa más natural del mundo. Nos llamaron la atención sobre esto los contables y los operadores del ordenador del hospital, que no pudieron averiguar cómo habían desaparecido de dicho ordenador los archivos de su compañera.

El agente Donovan volvió a escrutarle.

—Normalmente, yo no le revelaría todas estas cosas, pero en Washington están muy alarmados. Se considera que ustedes no son los que han realizado la manipulación, pudiendo, en efecto, no estar enterados de la misma. ¿Quién les envió a la Tierra, y por qué?

El cerebro de Derec daba vueltas como un trompo, pero consiguió contestar.

—Supongo que se imaginan que los que nos enviaron han manipulado el ordenador. ¿Cómo pudieron realizarlo?

—De muchas maneras —replicó Donovan, encogiéndose de hombros, con enojo—. Se habla de programaciones falseadas que son introducidas en los ordenadores. De manera más realista, también se habla de programas que desaparecen, que se borran automáticamente al cabo de cierto tiempo, o sea, que contienen instrucciones para que el ordenador mismo los borre.

Derec asintió, mientras un recuerdo acudía a su memoria. Había oído hablar de tales programas como juguetes, pero un buen ordenador podía y solía detectarlos. Y una red de ordenadores, si uno estaba obteniendo comida o alojamiento con la tarjeta de racionamiento, esta participación debía ser comprobada a través de tantos ordenadores que, aunque el primero perdiese el programa, la transacción quedaría fija en la memoria de algún otro. Su manipulación en el ordenador del hospital había sido muy simple, pues habían hallado el rastro en la contabilidad muy pronto, y no había dejado el menor rastro.

Pero estaba claro que no existía ningún registro de su llegada en ningún ordenador de la Tierra. Sólo en un cerebro positrónico terrestre.

—Puede usted ser acusado de violar el Acta de Inmigración —le citó Donovan—. No podemos hacer que prevalezca esa acusación sin pruebas de que usted, con pleno conocimiento de causa y deliberadamente, invadió el planeta sin las formalidades legales. Pero podríamos tenerle pendiente de una investigación.

—En todo caso, no sería muy malo. La Tierra ya es una cárcel inmensa.

—Todos los planetas lo son —asintió el agente del DIT.

Derec intentó imaginarse cuántos ordenadores en cuántos departamentos y ramas de gobierno habría que confundir, para introducir dentro un espía. Sí, no era raro que estuviesen alarmados. Resultaba muy fácil creer que una nave había traído a alguien ilegalmente, a pesar del radar orbital y otros aparatos de detección.

Estaban reaccionando exageradamente, pensando que lo de la nave era más sencillo que enviar espías disfrazados como estudiantes de sociología. Salvo que los espaciales jamás enviaban a nadie a la Tierra, y ahora había dos.

—¿Cuántos son ustedes aquí, en la Tierra? —interrogó Donovan, como por casualidad.

Derec se dio cuenta de que realmente no lo sabía. Había supuesto que el doctor Avery actuaba solo, pero tal suposición podía no ser cierta. Además, el doctor Avery trabajaba mediante robots, y en la Tierra podía haber algunos.

—No lo sé —respondió, con sinceridad—. Nos dijeron muy poco. Tengo motivos para pensar que sólo estamos nosotros dos. Es difícil —añadió, encogiéndose de hombros— hallar voluntarios para efectuar estudios sociológicos en la Tierra. En primer lugar, pocos espaciales se interesan por esos asuntos, pues prefieren estudiar robótica.

Donovan asintió, inclinándose ligeramente hacia Derec, en absoluto relajado. Había tanta energía y competencia en aquella postura que Derec comprendió repentinamente que, si tenía que atacar a aquel terrícola, éste le sujetaría con la misma facilidad que un robot. Y tal vez con menos gentileza. La idea de callar la ubicación de R. David y el apartamento, le pareció una tontería. Este hombre representaba a una organización detectivesca que abarcaba todo el planeta.

—Casi todos sus agentes son robots —añadió Derec, y esto obtuvo una respuesta instantánea, borrada al momento.

«Una bonita pista falsa que seguir», pensó el joven.

—¿Alguna idea de quiénes son? —volvió a preguntar, casualmente, el agente del DIT.

«Muy poca».

—Sólo sé que se trata de una investigación sociológica. Se habló de las Leyes de la Humánica, de expresiones matemáticas que describen cómo se relacionan entre sí los seres humanos… En distintos mundos espaciales, tan separados como Aurora y Solaria, se han llevado a cabo estudios sociales.

Derec estaba hablando de las teorías de ciertos robots de Robot City.

—Supongo —terminó, con un encogimiento de hombros— que han descubierto que la Tierra es un buen caso de estudio, por tener la mayor densidad de población y la historia cultural más antigua.

—Es raro que los espaciales borraran sus memorias sólo para un estudio cultural —observó Donovan—. ¿Qué les ordenaron mirar?

Derec pensaba de prisa, tratando de conservar el rostro lo más inexpresivo posible. Sabía que estaba sudando. «Mantente cerca de la verdad».

—El estudio no es tan importante como los datos incontaminados. De llegar abiertamente, habríamos quedado bajo la vigilancia de su departamento. Lo cual es comprensible, pues los espaciales no es frecuente localizarlos en la Tierra.

—Especialmente, no en las ciudades —corroboró Donovan.

—Saber que se nos vigilaba, que se nos seguía, que se nos protegía, incluso, hubiese afectado a nuestras observaciones. Pondría una muralla emocional entre nosotros y los terrícolas… ¿o debo decir terrestres? Sería como una red de seguridad. Nos impediría vivir como terrí… terrestres.

—¿Y esto es lo que les enviaron a realizar?

El agente del DIT se mostraba escéptico, pero no de mente obtusa.

—Sí. No nos ordenaron mirar nada específico, lo cual habría falseado nuestros datos. Nos dijeron simplemente que viniésemos a St. Louis, que nos instaláramos aquí, que pasáramos algún tiempo, y que grabáramos nuestras impresiones.

Tan pronto como pronunció las cuatro últimas palabras comprendió que acababa de cometer un error.

Después pensó una explicación. Pero todavía sudaba cuando el agente volvió a hablar.

—Esto no explica por qué les quitaron la memoria.

—¡Oh!, para impedir que contásemos algo respecto a la técnica mediante la cual fueron borrados de sus ordenadores nuestros documentos de identidad. Deseaban que desapareciésemos por completo para impedir toda contaminación.

Donovan asintió tolerante. Derec ignoraba cuántos de sus embustes se había tragado.

—Entiendo. Bien, ustedes no han violado ninguna ley, que sepamos, salvo una transgresión accesoria del Acta de Inmigración, y quizás, el fraude en el ordenador. Esto último no podemos demostrarlo, porque no poseemos ningún registro que aportar. Hemos hallado platino e iridio, que suponemos debió dejar caer su organización para sufragar los gastos de su estancia aquí. También hay hafnio, cuyo origen no hemos podido trazar. Ustedes, o ellos, han pagado mucho más de lo consumido, por lo que no hay cargos al respecto.

Donovan le contempló con severidad.

—Comprenda que hay una gran cantidad de rostros coléricos en el DIT, y otros más en Washington. Yo no soy más que el agente de la oficina local, pero también estoy acalorado. Ni a ellos ni a nosotros nos gusta que se trate a nuestros ordenadores con tanta libertad, gato. Pero nadie quiere líos, y, ciertamente, no queremos verles a ustedes linchados. Lamento lo de su esposa. Y espero que mejore. Sugerimos que se larguen de aquí lo antes posible.

Derec asintió, atragantándose, contento de que el agente no le hubiese pedido ver las «impresiones» que habían estado supuestamente grabando. Claro que podía alegar que Ariel se había sentido enferma tan rápidamente que no habían tenido tiempo… lo cual era cierto. Largarse, en cuanto Ariel mejorase, era una idea excelente, y no a causa del disgusto que le causaba la severidad impresa en el semblante del agente Donovan.

Después, todo fue de mal en peor. Durante cinco días sucesivos, se negaron a que Derec visitase a Ariel. Luego pudo verla, pero sólo en imagen tridimensional, pues no le permitieron entrar en la sala. Durante ese tiempo, la joven superó la crisis de la enfermedad, y empezaron a implantarle los primeros recuerdos. Para eso la ponían en un estado de hipnosis casi constante y, cuando salía del mismo, dormía o estaba a punto de dormir.

—Un estado de aparente sonambulismo —declaró el doctor Powell—. Aunque no puede andar. Está demasiado débil.

Derec seguía ocupado con la grabación y la codificación, comiendo poco y durmiendo menos. Los sueños sobre Robot City le acosaban, despierto y dormido. No podía dejar de reflexionar, mientras trabajaba, en cuestiones tan sin sentido como ¿saldría el doctor Avery de Robot City antes de que se encogiera, o era un pequeño demente nadando en este momento dentro de su corriente sanguínea? ¿Y el Equipo Médico para Humanos? ¿Aprovechaban la oportunidad para estudiar la anatomía y la bioquímica humanas?

Los terrícolas con los que se cruzaba en los corredores y las cintas rodantes tendían a esquivarlo. Derec tenía un aspecto enfermizo y desesperado cuando se miraba alguna vez al espejo. Sin embargo, no le esquivaban todos los terrícolas. Una vez, un hombre le miró directamente en el Personal, y Derec estaba tan poco acostumbrado a las costumbres de la Tierra, que se quedó estupefacto. Por un momento, pensó que era Donovan. Pero no era el agente especial, sino un individuo semejante al agente, un hombre con un cuerpo atlético, flexible, con aire de competencia y mirada del águila en sus pupilas.

Otro hombre parecido se sentó frente a él una mañana, durante el desayuno, y, ocasionalmente, empezó a darse cuenta de otros agentes del DIT a su alrededor. Nada tan llamativo como esconderse por las esquinas o atisbar desde los portales. Los agentes, simplemente, le vigilaban.

Decidió no inquietarse por ello. Los terrícolas tenían sus propios motivos para no crear escenas embarazosas y, en tanto él no les diese pruebas de estar espiando, dudaba que actuasen en contra suya. Con toda probabilidad, estaban allí para su protección. Derec sonrió débilmente, siendo éste su único signo de humor en aquellos días estaban contaminando sus observaciones.

—Ya se lo dije —le espetó Donovan.

Ser vigilado por el DIT no le molestaba. Estaba acostumbrado a ser vigilado por robots-nodrizas.

Sin embargo, pensaba mucho en lo que le había dicho Donovan nunca había padecido la peste, si bien tenía anticuerpos contra las neurotoxinas en su sangre. Había perdido la memoria sin la enfermedad. Había recibido unas dosis de anticuerpos sin haber sufrido la peste.

Bueno, su llegada a aquel asteroide helado sin memoria, mientras los robots buscaban la Llave de Perihelion, nunca le había parecido una coincidencia ni un accidente.

Creía, y lo había creído siempre, que era una pieza de una partida, movida sobre el tablero por los motivos de otro individuo. Un individuo loco.

Y el único individuo que él conocía con locura y genio era el doctor Avery. Tenían que regresar a Robot City.

Una mañana, durante este período, levantó la vista de la mesa J-9, y vio a la Korolenko junto a él. Llevaba la bata del hospital, con otra ropa no la habría reconocido.

—Cómase su tocino —le indicó ella, cuando el reconocimiento se retrató en la expresión del joven.

Esta idea le puso malo. El tocino, con fermento o no, era grasiento, le mareaba. Su opinión del tocino se asomó a su rostro.

—Entonces, cómase los huevos. Y la tostada —la voz de la Korolenko era dura—. Oiga, señor Avery, no ayudará a su esposa dejándose morir de hambre.

Derec hubiese querido replicar que era la tensión y no el hambre, pero comprendió que había cierta verdad en lo dicho por la enfermera. Estaba viviendo a base de zumos frutales y cafeína. Logró tragarse la tostada y parte de los huevos revueltos con grandes cantidades de té dulzón y caliente.

—Así está mejor. Nos veremos mañana en el hospital.

Aquella noche, Derec tuvo uno de sus peores sueños acerca de Robot City y, al día siguiente, se sentó mirando a la nada y reflexionando sobre ello.

No era una tontería lo que pensaba sobre el doctor Avery, ni lo del Equipo Médico para Humanos. Sabía muy bien que Robot City estaba en su propia mente, incluso durante el sueño. Lo que soñaba era una versión en miniatura de lo que le habían inyectado en la sangre, donde había empezado a crecer y a reproducirse. Y aquí el sueño se convertía en una tontería la ciudad en miniatura era como hierro en las células rojas de su sangre. Pero no había nada absurdo en la impresión que le dejó.

Pensando en ello, era posible creer que Robot City era como una especie de infección del planeta donde estaba instalado. También se había desarrollado a partir de un solo punto de contagio, como un organismo vivo que crecía y se reproducía.

Robot City en su interior. Podía sentirlo. Y la sensación era tan fuerte que se olvidó de comer y de ir al hospital. Hasta Ariel había casi desaparecido de su mente.