10

La llave de la memoria

Derec yacía en el duro y estrecho lecho, preguntándose qué estarían haciendo Wolruf y Mandelbrot. Probablemente, estarían dando vueltas en torno a Kappa Whale, en el Detector de Estrellas, aguardando, aguardando… Naturalmente, no podían interpretar por sí mismos cartas espaciales sin que un humano se las explicase, aunque Mandelbrot podía intentarlo. No era raro que un robot entablase comunicación. Pero, si la otra nave insistía en hablar sólo con el capitán-propietario… Los Detectores de Estrellas eran unas naves pequeñas, y el robot no podía encontrarse muy lejos de los controles. En realidad, Derec ignoraba hasta qué punto podría Mandelbrot mentir, en tales circunstancias.

Bien, él no podía hacer nada por ellos. No podía abandonar la Tierra y, aunque pudiese, jamás dejaría a Ariel. Y Ariel sufría ahora un delirio en el sector de hospitales de la Alameda Webster, en St. Louis. A una enorme distancia, suponía, del puerto espacial más próximo, cerca de Nueva York.

Derec necesitaba beber algo. También deseaba un tentempié, al menos unos pasteles; y café recién hecho, aunque fuese sintético. En la habitación contigua había un robot listo para entrar en acción a la menor palabra… o casi. Era un robot de la Tierra, en una ciudad de la Tierra. Derec podía enviar fuera a R. David, pero no había seguridad de que volviese… y no sería con comida, porque Derec no podía cocinar en su apartamento. Lástima que el doctor Avery no hubiese dispuesto unas categorías más elevadas. Claro que esto habría sido más llamativo.

La luz, procedente de la puerta al abrirse, brilló sobre la cama.

—Hora de levantarse, señor Avery —dijo R. David.

—Sí, gracias, R. David.

Derec gruñó en silencio, se incorporó y se sentó un momento, con los codos en las rodillas y la barbilla entre las manos. En la breve vida que recordaba, había sufrido una crisis tras otra. Lo único que deseaba, decidió, era paz y sosiego, un pequeño establecimiento junto a un riachuelo montañoso, en los benditos paisajes de Aurora, o tal vez en Nexon, con un par de robots y un campo de aterrizaje lo bastante grande para su aparato y algún otro. Tal vez los Solarios tuviesen la mejor de las ideas nunca veían a nadie y vivían completamente rodeados de robots.

No, decidió. Al fin y al cabo, ésta no era una buena idea. La Tierra lo trastornaba todo, se dijo vagamente. No era mejor que…

—Señor Avery, ¿se encuentra bien?

—Sí, R. David, sólo deprimido. Estoy inquieto por Ariel.

Esto lo comprendía el robot.

—Sí, señor Avery. Yo también estoy inquieto por ella. Pero los informes de los médicos son buenos, ¿verdad?

—Sí, al menos los de anoche, R. David. Pero ¿cómo estará hoy…?

No terminó la frase, pesimista; se vistió descuidadamente y metió algunos objetos en la bolsa de baño que había comprado el día anterior.

Aconsejándole a R. David que no se preocupase, se marchó al Personal, volvió para dejar la bolsa, una vez se hubo duchado y lavado su ropa interior, y volvió a marcharse hacia el sector de los comedores. Esta parte del viaje era ya tan rutinaria que no veía ni era visto por ningún policía en los corredores o los empalmes. Ya no llamaba la atención como extranjero.

El desayuno fue, como de costumbre, bueno, aunque para él sin sabor. Lo devoró sin prestarle atención, ni siquiera interesado ante el hecho de haber deducido que no era ni sintético ni natural, sino ambas cosas. Estaba compuesto de cosas vivas, y por eso era natural, y lo habían cocinado mediante un proceso artificial, y por eso era sintético. La base en sus tres cuartas partes era un fermento.

Suponía que podría haber un mercado, aunque reducido y bastante fijo, para los alimentos terrestres con fermentos, en los mundos espaciales, si los espaciales lograran sobreponerse a su sentido de superioridad el tiempo suficiente para probarlos. La buena cocina espacial no tenía parangón con la que Derec había probado en la Tierra, pero las naves espaciales solían contener sintetizadores. «Bien por la cocina espacial», pensó el joven.

El hospital ya le resultaba familiar. Derec no tenía dificultades en encontrar las salas de espera, pero se dirigió al Salón de los Amigos, y preguntó la condición de Ariel en el monitor. Había habido un problema cuando descubrieron que no figuraba en el sistema. Derec había fingido ignorancia respecto a la tarjeta de identidad, y debían suponer, eso esperaba, que se había extraviado cuando todos se agruparon para ayudar a Ariel cuando ésta perdió el conocimiento.

Naturalmente, no recordaba el número y, en su honesta ignorancia, él y ella habían dejado otros formularios de documentos de identidad. Derec había prometido llevarlos cumplimentados al día siguiente, pero resultó que «lo había olvidado» cuando se los pidieron. Y así tuvieron que hacerle a ella una entrada con un documento de identidad falso.

Ariel estaba en una salita con dos robots. Allí, en Cuidados Intensivos, la gente estaba inconsciente o tan débil por su enfermedad, que no les importaba ser atendidos por robots.

Hoy no se hallaba delirando. Al principio, Derec creyó que dormía, tan inmóvil estaba en cama. Mas, de repente, se movió, y un robot avanzó para alisarle la almohada. Ariel lo miró sin verle y cerró los ojos.

Un sonido a sus espaldas descubrió a la doctora Li que movió tristemente la cabeza.

—¿Cómo está, doctora? —se interesó Derec.

—Con respecto a la enfermedad, lo peor ya ha pasado. Vivirá. Pero lo que ahora padece puede ser peor. Va perdiendo gradualmente la memoria.

Derec ya había oído la explicación.

—Supongo que ahora está en un estado semi alucinatorio.

—Sí, o en algo como una ensoñación muy intensa. Tal vez sería mejor decir que está sumida en profundos pensamientos, o sea en uno de esos estados de concentración hipnóticos en los que uno no ve lo que tiene delante.

Derec tuvo un breve destello de alguien moviendo una mano delante de su nariz y asintió.

Ariel revivía su existencia, como se supone popularmente que hacen los que se ahogan. «Yo no tardaría mucho», pensó Derec, divertido. «Supongo que me sobraría tiempo, pero a Ariel…».

—¿Puedo volver a visitarla?

La doctora Li frunció el ceño, más triste todavía.

—Sí, pero a partir de hoy irá empeorando —vaciló—. Esto siempre es un gran golpe para quienes aman a estos enfermos, al ver que no les reconocen. Y esto es lo que sucederá.

Derec no había pensado en esto, y la mera idea le estremeció.

—Entonces… ¿podré volver a verla hoy?

—Lo preguntaré.

Ariel le miró vacuamente, aunque no sin reconocerle, sino más bien con falta de energía.

—¡Oh, Derec!, ¿cómo estás?

¿Qué se le dice a una persona que al día siguiente puede estar viva, pero no te recuerda? Si los recuerdos de Derec hubiesen sido de cien años y no de un par de meses, tampoco hubiese tenido ninguna guía.

—Bastante bien —respondió, torpemente.

Se acercó a la cama y la tocó. Ella le miró sin mucha emoción.

—¿Les ayudarás a recobrar mi memoria?

—Naturalmente. Tendré que hacerlo. Y espero que tú hayas hablado… —inclinó la cabeza hacia los robots.

—Un poco —afirmó ella, a regañadientes—. Estoy siempre tan fatigada… Y, como me llenan de drogas, no tengo ánimos… Además, no importa. No serviría de nada. No seré yo misma, ya. ¡Ah!, Derec, es como estar agonizando. Como estar agonizando. No volveré a verte, no veré a nadie… todo se desvanece…

—No es eso, Ariel —replicó él, con insistencia.

Uno de los robots avanzó hasta la cabecera de la cama e hizo algo, y Ariel cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, el horror ya había pasado. Derec pensó que aún seguía latente, enmascarado por la droga.

—Tus recuerdos —continuó el joven— siguen ahí, en tu cerebro. Sólo necesitan aflorar de nuevo a la superficie. Nosotros…

—No —ella negó con la cabeza—, todo se desvanece… me estoy muriendo, Derec. Y el ser que ocupe mi lugar será otro diferente.

—¿Soy yo acaso diferente —preguntó él, con brusquedad—, del hombre que era?

—Claro. Y no obstante, eres él.

Ariel cerró los ojos, y unas lágrimas temblaron en sus párpados. El robot volvió a afanarse junto a la cama.

—Derec, quiero que sepas que siempre te he amado. Incluso cuanto estaba más enfadada, incluso cuando estaba más asustada. Jamás te reproché nada. Durante semanas te he vigilado, esperando que no llegases a la última fase de mi enfermedad. Pero supongo que probablemente te ocurrió también, o no habrías perdido la memoria. Y el que te curó… desconocía la tecnología… para devolverla.

Ariel cayó en una especie de sopor y, al cabo de un momento, Derec reprimió el impulso de llorar y de exigir que la despertaran. De pronto, la pérdida de su memoria le pareció menos importante; lo que ella sabía también era menos importante que lo que ella pensaba de él.

—Adiós, Ariel —consiguió articular, y se dirigió al Salón de los Amigos, donde se sentó y lloró un buen rato, en silencio.

Se preguntó vagamente si, en toda su vida no recordada, había experimentado un dolor tan intenso, tan punzante, y lo dudó. Sin embargo, sabía que había conocido a Ariel en otra vida, y que sus relaciones no habían sido muy felices.

Él había padecido la peste amnemónica, y el vacío de su cabeza era prueba suficiente. ¿La había contraído de ella… o se la había contagiado él a Ariel?

Por fin, lanzó un profundo suspiro, que surgió del fondo de su corazón, y se limpió la cara con papel de seda de un receptáculo. Probablemente, los robots le estaban contemplando. Unos minutos más tarde, la doctora Li y el doctor Powell, ambos muy deprimidos, entraban en la sala.

Y una vez dentro, se sentaron y le miraron de arriba abajo, mientras él se serenaba. Por suerte, ellos, como él, tenían otras cosas en qué pensar, y no en las tarjetas de Ariel.

—Tengo entendido que la enfermera Korolenko ya le ha explicado en parte, lo referente a la restauración de la memoria —empezó el doctor Powell.

Derec recordó la conversación sostenida con la enfermera en una visita anterior. Asintió.

—Los rastros de memoria no son la memoria, ¿cierto?

—Exacto. Un rastro de memoria es la sinapsis —la conexión nerviosa del cerebro— que conduce a la memoria, la cual queda almacenada de forma química. Es esa sinapsis la que se borra por la neurotoxina de la peste. Los verdaderos recuerdos permanecen imborrables.

Todos le miraron. «Si supierais todo lo que sé sobre esto», pensó.

—Muy bien —exclamó—. Pero como que sus señas se desconocen, para decirlo en la jerga de ordenador, los recuerdos están tan perdidos como si hubiesen sido borradas las grabaciones.

—Casi —puntualizó la doctora Li—. Hay recuerdos fantasmas revoloteando en la mente del paciente, y todos juntos podrían reavivar algunos recuerdos sueltos.

—El olor es una de las llaves más poderosas y sutiles de la memoria —asintió el doctor Powell.

¡Sí! Derec lo sabía.

—Exacto. En lo que solemos llamar recuperación de la memoria, nos limitamos a suministrar nuevas sinapsis, lo más idénticas posibles a las antiguas.

—Y, en el funcionamiento de los nuevos rastros de memoria —añadió Derec, repitiendo lo que le habían contado—, el paciente reactiva los viejos recuerdos químicos.

—Así es. Cuanto más exactos y detallados sean los nuevos rastros de memoria, más completa será la recuperación de los recuerdos, y la de la primitiva personalidad del paciente. Supongo que esto lo entiende.

Era una perspectiva que jamás se le había ocurrido. Derec suponía que tenía la misma personalidad de antaño pragmático, gran solucionador de problemas, poco dado a ideas abstractas, sin sentido del arte o la poesía. Un temperamento equilibrado. Una mente de ingeniería.

Pensando ahora en ello, tal vez su personalidad fuese diferente. Había conocido a Ariel en su vida pasada. Debió albergar unos sentimientos muy fuertes hacia ella. Y volvía a sentirlos. No todavía… sino de nuevo. Porque, de no haberla visto desde que había perdido la memoria, y de no haber estado prácticamente en estrecho contacto con ella, tal vez no habría vuelto a sentirse tan atraído por ella otra vez.

Sus padres, por ejemplo. Ya no sentía hacia ellos lo que debió sentir antes. Sus amigos… todos los que formaban parte de su personalidad habían desaparecido. Si adquiría nuevos amigos, sus respuestas emocionales serían iguales, claro. Su personalidad no había cambiado en lo básico o, al menos, eso suponía. No le parecía muy diferente a Ariel, a pesar de ser una persona nueva, distinta, del antiguo Derec, o como se llamara antes.

Tal vez Ariel tuviese razón, y ésta fuese una forma de muerte.

—No obstante, si los rastros de memoria son bastante iguales a los originales…

—Idealmente, esto sería como copiar un programa en un cerebro positrónico en blanco —explicó la doctora Li—. El segundo robot sería, para todos los propósitos prácticos, como el primero.

—Nosotros siempre explicamos lo que les hacemos —murmuró Derec, distraídamente.

—Sí, pero, si quedase destruido el original… —Derec frunció el ceño—, el nuevo, para todos los intentos y propósitos, sería el mismo en un cuerpo nuevo.

Cierto, no era nada raro poner un cerebro positrónico en un nuevo cuerpo robótico. Derec tuvo un destello inquietante. En Robot City se había producido una muerte accidental, la de un muchacho llamado David, y Derec y Ariel la habían investigado para los robots. Y aquel David era exactamente igual a Derec.

Usualmente, el joven solía desechar tal idea, pero ahora le sobresaltó. Tal vez el otro fuese su duplicado… o él mismo.

—En un ser humano, claro está, la cosa no es tan sencilla —observó el doctor Powell sin fijarse en la expresión de sobresalto de Derec—. Nosotros podríamos activar una fracción significativa de los recuerdos encerrados sin reactivar la vieja personalidad. Es una forma de saber qué recuerdos son importantes para el paciente.

—¿Cuán cerca podemos llegar? —quiso saber Derec.

—Depende de cuanto sepamos. Los robots están grabando y analizando todo lo que ella dice, y existe la tendencia a revivir los recuerdos más importantes y los más a menudo expresados, hasta que desaparecen. Y nosotros desarrollamos un buen esquema, demasiado tosco para llamarlo diagrama.

—Y aquí —asintió Derec— es donde necesitan mi ayuda.

—Exacto. Usted la conoce mejor que nosotros, o que los robots, supongo.

—No muy bien. Sólo hace unas semanas que la conozco. —Derec hubiese querido tomar algunos de los tranquilizantes que le estaban suministrando a Ariel.

«Y ya están casados», decían las expresiones de los médicos. ¡Ah!, la moral espacial. Derec no les desengañó.

—Puedo dar una serie de detalles acerca de nuestra existencia juntos, pero antes de eso… Ella era una persona muy reservada.

De nuevo, sus expresiones hablaron por ellos.

«Los espaciales viven solos, en la superficie, rodeados sólo por robots, con pocos contactos humanos…». No era cierto, pero resultaba difícil explicarlo. Además, Derec tenía su tanto por ciento de necedad chauvinista respecto a los terrícolas.

—Lo que pueda hacer tiene que hacerlo —le instó la doctora Li.

—Pues… ¡hum!, no puedo —se obstinó Derec.

Si mencionaba su amnesia, todos se abalanzarían sobre él. La cuestión de sus identidades también surgiría de un modo que no podría esquivar. Con toda seguridad llamarían a los Terrestres, y hasta interrogarían a la embajada espacial del aeropuerto. Todo el castillo de naipes se derrumbaría… y se enterarían de lo del doctor Avery y de Robot City. Era preciso guardar el secreto a toda costa.

—¿Por qué no? —ladró el doctor Powell.

—Es… es un asunto privado, señor.

—¡Oh! —dijo el otro, muy ablandado… ¡espaciales!—. Bueno, puede hacer mucho más que estar aquí sentado… ¿Por qué no se lleva todo el material que poseemos, y en su casa hace un dictado?

Derec estaba tan acostumbrado a que los robots, influidos por la Primera Ley, intervinieran en su vida, que se asombró ante esta aquiescencia tan fácil. Un robot no permitiría que introdujesen nada en el cerebro de Ariel sin antes analizarlo.

—¿Y los rastros de memoria? ¿Se guardarán en privado?

Los médicos se consultaron mutuamente.

—Bueno, deberán ser codificados —aclaró la doctora Li.

—Existe una técnica modificada —agregó el doctor Powell— a partir de otra utilizada para implantar sinapsis en los cerebros positrónicos. Naturalmente, no puede usarse en los cerebros humanos, pero se basa en la misma idea. No conozco todos los detalles.

—Pero es cuestión de codificación —terminó la doctora Li—. Hemos llamado a una especialista de la clínica Mayo. Si pudiese enseñarle… tal vez usted podría codificar las partes más íntimas.

Hubo varias conversaciones y una conferencia antes de decidir que Derec intentara codificar los rastros de memoria para Ariel. Su educación le ayudaría en ello, pues poseía los antecedentes necesarios para realizar aquella tarea. ¡Espaciales!, volvieron a decir las expresiones, esta vez con aprobación. La educación espacial en robótica y ordenadores, en general, era notablemente la mejor.

La tarea exigía el uso de un ordenador y Derec reveló la existencia de R. David con cierto temor, durante la conferencia.

—Claro está —aprobó el doctor Powell—, un espacial debía de tener un robot en su apartamento.

Parecieron darlo por sentado, e incluso divertirles un poco.

—Los escoceses duermen con sus gaitas —murmuró alguien, al fondo de la sala; una referencia que pareció tan divertida que Derec levantó la vista, si bien la olvidó. No pensó en ella hasta unas semanas después… cuando ya era tarde para preguntar su significado.

Luego, una vez instruido en la técnica, no muy sencilla, aunque tampoco muy difícil de aprender, de codificar los recuerdos como sinapsis, Derec se pasó día y noche dictando los recuerdos de su vida con Ariel.

—Cada vez que ella recuerde algo, jugando con el rastro de memoria, existe una buena oportunidad de que descubra la verdadera memoria del suceso, o de parte del mismo —le dijo la especialista a Derec—. Ese recuerdo revivido quedará retenido y fortalecerá el rastro de memoria conducente al mismo, y a los campos circundantes. Todo esto fue bien estudiado por Lahey durante los últimos diez años.

Era una mujer de nariz ganchuda, bastante fea, pequeña y de tez oscura. Las variedades de la humanidad, que en la Tierra llamaban razas, continuaban estando mucho más diferenciadas que en los mundos espaciales. Darla, que tal era su nombre, conocía su oficio. Parecía tener cientos de años, si bien Derec supuso que tendría sesenta o setenta.

—Eventualmente, la personalidad recuperada no se distinguirá de la personalidad original de la paciente, tanto para la propia paciente como para sus seres queridos. Claro que esto depende de la exactitud de los recuerdos, de la calidad de la codificación y de la complejidad de dichos recuerdos.

La exactitud de la codificación, Derec podía conseguirla con meticulosidad y una dura labor. En cambio, poseía un conocimiento escaso sobre la totalidad de los recuerdos. «Supongo» pensó, consolándose, «que las últimas semanas de su vida deben ser muy importantes», y ésas sí las conocía bien.

¿Y la exactitud de los recuerdos? ¿Cómo podía saber lo que era importante para ella y lo que no lo era? Sus cambios de humor siempre habían sido un misterio para él. Bien, haría cuanto pudiera sin preocuparse demasiado.

Derec empezó a visitar el hospital cada dos días y a veces cada tres. Tanto si iba como si no, se detenía en la cabina de los comunicadores por las mañanas y por las tardes, al ir o al volver del comedor, para llamar y preguntar por la muchacha. La respuesta, usualmente, era que iba mejor, aunque no estaba en condiciones de hablar.

Derec lo sabía. Su labor de codificar los recuerdos era muy larga. Trabajaba en ello constantemente. A no ser por la necesidad de comunicar con el hospital, tal vez ni se hubiese acercado al comedor, hasta el punto de que R. David se hubiese visto obligado a entrar en acción para que no se muriera de hambre.

Tenía un ligero consuelo. Sus recuerdos también debían estar encerrados en los repliegues de su cerebro, sin haber sido dañados por la enfermedad. Si al menos supiese de alguien que le conociera tan bien como le conocía Ariel antes de perder la memoria, alguien a quien fuese fácil convencer para que viniese a la Tierra a dictar sus recuerdos… No era probable, conociendo a los espaciales. Pero existía una leve esperanza de que él pudiera recobrar la memoria… de poder recuperarse por completo.

Las noches se hacían interminables. Tenía pesadillas en las que Ariel no respondía al tratamiento y estaba tan en blanco como estuvo él al despertar. Era terriblemente importante que la joven no perdiese el recuerdo de él… y, en el sueño, esto siempre era por su propia culpa. Su codificación fallaba, o ella era arrastrada por las fugaces inundaciones a través de los desagües de Robot City.

¡Robot City! También el planeta perturbaba sus sueños, y éstos eran más oscuros y más amedrentadores que las pesadillas acerca de Ariel. Éstas las comprendía, pues surgían de una ansiedad natural.

Pero los sueños sobre Robot City eran muy diferentes… ni siquiera parecían sueños. Eran como pesadillas reales. Por las mañanas, a Derec le temblaban las manos, y esperaba que los médicos no le formulasen nunca serias preguntas. Pues entonces pensarían que estaba loco.

Soñaba que Robot City estaba dentro de él. Soñaba que se elevaban relucientes edificios en los lóbulos de su hígado, o que grandes paredes de color rojo oscuro se amontonaban una sobre otra en sus costillas, o dentro de sus pulmones, y que los edificios se expandían y contraían a medida que respiraba. Luego, los sueños se tornaban mucho más claros, y sabía, en su loco sueño, que Robot City estaba en su corriente sanguínea.

Edificios enclaustrados, como ciudades espaciales sobre rocas solitarias, pensaba. ¡Sí! Pero burlarse no le servía para olvidar los sentimientos de indefensión, de temor, el sentimiento de ser invadido y utilizado.

«Supongo que el origen de estos sueños», pensaba, tratando de animarse, «es que he sido movido y manipulado desde el principio».

La próxima vez que entró en el Salón de los Amigos, la enfermera Korolenko lo condujo hasta donde se encontraban la doctora Li y un joven atlético, muy serio, con la mirada de un águila en sus pupilas.

—¿Sí? —preguntó Derec al desconocido.

—Éste es el agente especial Donovan —le presentó la doctora Li, arrugando la frente ligeramente—. Del Departamento de Investigación Terrestre.