Kappa Whale
Las estrellas no emitían suficiente luz. Derec se arrastró a lo largo del casco de la nave, observando atentamente el metal plateado a través de su propio casco. La nave se hallaba debajo de él, o al lado, según como uno lo considerase. Derec prefería pensar que estaba «al lado», pues así no parecía tan fácil que pudiera caer.
A su derecha, a su izquierda, «arriba» y «abajo», no había nada. Pero el espacio no era ninguna novedad para Derec, cuyos recuerdos habíanse iniciado solamente unos meses atrás en una cápsula espacial, en realidad, una cápsula de supervivencia. Pero, en aquellos momentos, no tenía tiempo para recordar dicha cápsula, ni el asteroide helado, o cómo había sido capturado por el pirata no humano, Aránimas. Ahora, sólo se concentraba en flotar.
—Estoy sujeto a la barra —anunció.
—Bien —aprobó Ariel, cuya voz resonó dentro del casco de Derec.
El joven no había tenido tiempo de reducir el volumen del comunicador ni deseaba reducirlo todavía. Su avance a lo largo del casco de la nave, con la ayuda de los electroimanes de las rodillas y las palmas de las manos, había sido lento, pero inexorable. Cuando asió la barra direccional, su mano se detuvo, pero su cuerpo continuó adelante, como un nadador empujado por una ola. Una ola de inercia.
Tras asir la barra, empezó a balancearse lentamente en torno a ella como una bandera, dando la vuelta hacia donde había venido. Se había dado cuenta inmediatamente de que no debía haberse agarrado, pero no enmendó su error tratando de soltarse. Dejó que el balanceo se apoderase de él, frenó el impulso con el brazo, que crujió dolorosamente, y finalmente se detuvo.
Un robot que avanzaba en el mismo sentido se paró correctamente al otro extremo de la barra con una mano se agarró a ella, pero su brazo supo dominar el empuje como si de un muelle se tratara. Por ser un robot, no tenía miedo de que se le torciesen las muñecas, que es la lesión más corriente en la ingravidez.
El robot Mandelbrot esperó cortésmente mientras Derec resolvía su enredo con la barra. El joven la agarró con ambas manos y dobló un codo, manteniendo recto el otro. Su cuerpo giró lentamente alrededor del brazo doblado hasta que hubo invertido su posición. Colocando entonces un pie contra la barra, se empujó lentamente, irguiéndose y volviendo en busca del casco de la nave.
Por un momento, Derec realizó un vuelo libre sin rozar la nave. Luego, sus manos la tocaron, los imanes chocaron con el casco y el Joven continuó arrastrándose. Avanzó ayudándose con las manos y los antebrazos, en tanto su ola de inercia quedaba absorbida por la «playa» del casco de la nave. Su pecho, su vientre y finalmente sus rodillas lo tocaron penosamente, deslizándose por un lado.
—¡Cáspita! —exclamó Ariel—. ¿Qué haces? ¿Aserrar la nave por la mitad?
Derec no replicó. Sin dejar que quedase absorbido todo su impulso, se arrastró más rápidamente con manos y rodillas, impulsándose por el casco lentamente. Los electroimanes eran controlados por ordenador, y zumbaban alternativamente durante la operación de arrastre.
Unos segundos más tarde, Derec aminoró la marcha, y lo mismo hicieron los electroimanes. Poco a poco, el joven se detuvo. Mandelbrot se le reunió de forma similar y miró hacia el casco de la nave, para hacerse después a un lado.
—De acuerdo, estamos en la escotilla —exclamó Derec—. No creo que necesitemos ninguna herramienta para abrirla. Sólo es cuestión de hacer girar unos tornillos.
Había dos ranuras en el casco, cada una en un círculo pequeño. Y éstos estaban en el reborde de una pieza cuadrada la escotilla. Derec metió dos dedos en una de las ranuras, en tanto Mandelbrot imitaba este gesto al otro lado, y entre los dos hicieron girar los circulitos en el sentido de las agujas del reloj. Se oyó un pop, y la escotilla se abrió.
—Ya está abierta —murmuró Derec.
Ésta era una afirmación un poco prematura. Derec tenía que incorporarse sobre el casco de la nave para levantar la escotilla, o al menos para moverla por completo, pero antes tenía que aclarar bien su mente. Mandelbrot volvió a meter los dedos en una de las ranuras y tiró. La escotilla quedó suelta con facilidad. El robot dobló el brazo como una cuerda, levantando la escotilla sobre su cabeza, elevó el otro brazo, y la escotilla se separó del casco.
—No veo absolutamente nada —se quejó Derec.
La luz de su casco se proyectó por la cara interior de la escotilla y se paseó por la maquinaria al descubierto. Pero, sin polvo atmosférico que esparciese la luz, lo único que Derec divisó fue una serie de líneas paralelas y zigzagueantes, luminosas, contra una negrura aterciopelada. Al cabo de un momento, no obstante, Derec tiró del asa. No sucedió nada. Y en la cavidad no quedaba sitio para que Mandelbrot pudiera ayudarle. Aferrándose con fuerza a ella, Derec se incorporó sobre el casco de la nave, colocándose de espaldas al mismo. La tapa de la escotilla quedó suelta con una vibración que él experimentó como un escalofrío hasta la planta de los pies, con un sonido muy extraño.
—¿Algo va mal? —preguntó Ariel, preocupada.
Tal vez había oído los jadeos de Derec y el ruido de la escotilla al soltarse.
—Se hallaba encajada, pero ya la he soltado. Creo que se ha formado un poco de hielo alrededor.
Con la ayuda del robot, que había liberado la escotilla y estaba de pie sobre el casco de la nave, Derec extrajo un conjunto de tuberías y cables hábilmente disimulados, todos conectados entre sí. Mandelbrot alargó un brazo y estiró una cuerda gruesa, a la que siguió una masa de espeso plástico plateado y bien doblado. Tan pronto como el globo de plástico estuvo suficientemente desdoblado para no sufrir daños, Derec examinó su fondo.
Tuvo que moverse a un lado, pero allí estaba la válvula, semejante a un grifo de jardín de la lejana Aurora. Por un momento, Derec se sintió estremecido por el recuerdo vívido de una fuente en un jardín del planeta Aurora. Ya había tenido algunos indicios, según los cuales él procedía del mayor de los planetas espaciales, pero muy pocos recuerdos se filtraban después de su amnesia, y menos aún tan claros como éste.
Al cabo de unos instantes, sin embargo, comprendió que no lograría recordar de qué jardín se trataba, ni dónde estaba. Sólo sabía que se trataba de un recuerdo muy grato. Le había gustado aquel jardín. Pero ahora, lo único que recordaba era la fuente.
No era prudente encoger los hombros en la ingravidez, por lo que Derec buscó cuidadosamente dentro de la escotilla y, con cierto esfuerzo, hizo girar el grifo. Oyó el siseo que produjo el aire entre sus dedos y a través de la manga de su traje, cuando el vapor a baja presión entró en el globo. Un momento después, Mandelbrot había desaparecido de su vista, detrás de él.
Aquel maravilloso y flexible brazo reapareció, y Mandelbrot giró la válvula de entrada. Un momento más tarde, se oyó el débil murmullo de una bomba diminuta. El agua estaba fluyendo ya por las tuberías. Las secciones del radiador y de destilación al vacío del sistema de purificación y refrigeración del agua estaban funcionando. Las habían fabricado para una larga estancia en el espacio.
«Debí hacer esto hace varios días», pensó Derec, si bien no lo dijo en voz alta.
Siendo como era optimista por naturaleza, había pensado que no tardaría en aproximarse una nave. Ariel, que tendía más al pesimismo, lo había dudado.
—Voy a volver por el lado del sol —anunció él—. La luz es mejor.
Ariel no respondió. Pulsando un botón, liberó el cable de seguridad, que se enrolló dentro de la cámara de presión de aire delantera. Derec lo ató de nuevo a la anilla situada cerca de la escotilla. El robot imitó todos sus movimientos. Sintiéndose ya más seguro, de pie sobre el casco de la nave, Derec caminó lenta y cuidadosamente en torno al estrecho cilindro, hasta que la escasa luminosidad rojiza de su «sol» hirió su vista; siguió dando la vuelta hasta que tuvo al sol sobre su cabeza.
Perteneciente a la categoría M de las enanas, la estrella roja era sin duda alguna muy vieja. También era muy pequeña y no tenía verdaderos planetas. Su hija mayor era un antiguo pedazo de roca de apenas cuatrocientos kilómetros de diámetro, y la siguiente no llegaba a la mitad de este tamaño. La mayoría de las demás hijas eran fragmentos cuyo volumen iba desde montañas respetables a trozos minúsculos… y aún no había demasiados. Una estrella tan vieja debió formarse en la época en que las nebulosas de la galaxia empezaban a enriquecerse con elementos pesados. No se trataba de una estrella metalífera, por lo que ningún prospector se había molestado en buscar algo valioso en aquellos pedazos rocosos, ni nadie se molestaría nunca en buscarlo.
Pese a su escasa potencia, la estrella iluminaba el camino… hasta cierto punto. Bajo su luz, el casco plateado de la nave parecía de cobre barnizado, lo que formaba una visión agradable. Las sombras todavía mostraban los bordes agudos, y la misma sombra del joven era como un agujero móvil, de forma extraña, en el casco, un agujero de un universo raro y multidimensional.
Mandelbrot le seguía con facilidad.
—¡Alerta! —gritó Ariel, inquieta—. Una roca viene hacia nosotros. Tiene el tamaño de un buen bocado, si es que te gustan las rocas.
—No —negó Derec, aunque la frase le hizo pensar en patatas al vapor. Estaba hambriento.
De haber habido algún peligro, Ariel se lo habría advertido. Derec supuso que la piedra pasaría a bastante distancia. Se hallaban bastante lejos de la estrella, y el espacio se hallaba poblado con pecios muy espaciados. Ésta era la segunda roca que encontraban en dos días, habiendo sido la primera algo mayor que un grano de arena. Probablemente, ambos objetos eran «hielo sucio», el material de los cometas.
Con peligro o sin él, Mandelbrot se le aproximó, oteando el cielo sin detenerse. Derec no se dio cuenta, ni se molestó en mirar la roca. Fue el sol lo que atrajo sus ojos. A aquella distancia, gracias a su luz escasa y débil en rayos ultravioletas, era posible mirarlo directamente.
Por lastimosa que fuese como estrella y por muy pobre que fuese su familia, aquel sol era, no obstante, una isla de luz en un vasto océano de negrura, donde las estrellas duras y fijas como diamantes le cortaban con sus miradas. Derec se imaginaba el espacio que rodeaba a la estrella roja como una estancia, una estancia cálidamente alumbrada en una inmensidad de tinieblas y frío.
Después de su existencia circunscrita a Robot City, Derec se sentía libre.
«El espacio», pensaba, «es el hogar natural de la humanidad».
Se oyó una especie de ladrido dentro de la nave, y Derec recordó, con un súbito escalofrío, que había otras razas, aparte del hombre, que usaban el espacio. Y un representante de otra de esas razas se hallaba en la nave Wolruf, la alienígena semejante a un perro, con la que había establecido una alianza en la nave de Aránimas. Wolruf había huido con él del pirata espacial, después del hospital y finalmente de Robot City.
«En el pasado, las cosas habían ido peor», pensó Derec. Claro que, si tenían que aguardar aquí una o dos semanas…
Después pensó: «También estoy preocupado por Ariel».
Siguió adelante, halló la entrada de la cámara de aire a presión, y se metió dentro, dejando sitio para el robot.
Se condensó escarcha en sus ropas tan pronto como penetró en la nave, pero Derec no hizo caso, pues sabía que no resultaba excesivamente fría al contacto. Sólo habían estado fuera unos minutos. El interior de la nave parecía más frío después de haber estado fuera.
—Deberíamos salir más a menudo —comentó el joven—. No hay precisamente aire fresco, pero al menos hay cierta sensación de libertad.
—Yo estoy bien aquí —murmuró Ariel, encogiéndose de hombros, tras haberle mirado momentáneamente interesada.
Mandelbrot la contempló agudamente, suspendiendo su ridículo gesto de quitarse la escarcha de los ojos, y no dijo nada. Tampoco le había dicho nada a Derec, mas éste sabía que el robot estaba preocupado. Ariel padecía una enfermedad grave. Según ella misma, una enfermedad fatal. Anteriormente ya le había ocasionado dolor, grandes punzadas musculares y, con frecuencia, estaba febril y sufría fuertes jaquecas; a veces, incluso tenía alucinaciones. Pero este abatimiento tan prolongado era algo nuevo e inquietante.
—Haber agua para ducha, ¿verdad? —inquirió Wolruf.
Tenía el tamaño de un perro grande y a menudo caminaba a cuatro patas, si bien normalmente lo hacía sólo sobre dos, ya que sus garras delanteras casi eran como manos, deformadas para los cánones humanos, pero que servían para sujetar herramientas.
—Aguarda media hora —respondió Derec.
La alienígena peluda necesitaba ducharse a diario en una nave donde no era posible evitar el contacto mutuo.
—Derec, ¿preparo comida? —se interesó Mandelbrot—. Es casi la hora acostumbrada de vuestras comidas.
—Yo lo haré, Mandelbrot —se ofreció al momento Ariel—. ¿Qué os apetece a vosotros, Derec, Wolruf?
No había patatas fritas. Naturalmente, Derec no esperaba encontrar una comida decente en una nave espacial, y el sintetizador tardaría algún tiempo en preparar alguna especialidad.
—Cualquier guiso estará bien. Si variamos la combinación, tardaré bastante en cansarme de ese plato.
—Yo comer lo mismo que tú —observó Wolruf.
—Pues hoy tenemos… —sonrió Ariel, con una sonrisa que parecía natural—… tenemos mucha salsa de tomate y, además, a mí me gusta.
—Es maravilloso poseer un sintetizador comercial y un gran surtido de productos básicos —exclamó Derec, ilusionado al ver tan animada a Ariel—. ¿Recuerdas nuestros experimentos en Robot City?
—¿Recordarlos? —Ariel hizo una mueca—. Estoy tratando de olvidar todo aquello.
La nave del doctor Avery estaba bien equipada. En realidad, podían vivir indefinidamente allí… al menos hasta que se agotasen las micropilas, o se terminase el aire y el agua. El purificador del agua usaba fermentos y algas para diluir los residuos, y las plantas quedaban almacenadas como materia orgánica básica para el sintetizador.
Derec, después de despojarse del traje con movimientos dignos de un contorsionista, lo colgó de los ganchos al lado de la cámara de presión. Inmediatamente, Mandelbrot fue hacia el traje y comprobó su estado. Derec alargó los brazos hacia el techo de la cabina, saltó hacia el mismo, y volvió a posar los pies en el suelo. El braquietísmo era la forma más eficaz de moverse en una cabina en ausencia de gravedad.
El joven se volvió hacia el receptor. Estaba sintonizado a la baliza local. Habló una voz sosegada, robótica, con timbre femenino:
—Baliza Kappa Whale de Arcadia. Informe, por favor. Baliza Kappa Whale de Arcadia. Informe, por favor.
Tras apagar el sonido, Derec estudió sombríamente los indicadores. Kappa Whale se oía en la banda electromagnética, tanto por láser como por microondas. Sin embargo, la nave conseguía una captación nula en las hiperondas.
—No lo entiendo —musitó el joven.
Ariel le miró por encima del hombro, flotando delante del equipo de cocina.
Wolruf se acercó a Derec.
—¿Romperlo doctor Avery, creer tú?
—¿Sabotaje? No lo sé. Cuando despegamos de Robot City captábamos estupendamente Kappa Whale.
Habían salido apresuradamente del planeta de los robots, en esta nave robada. El doctor Avery, que había creado los robots que construían Robot City, les había perseguido por motivos que ninguno de ellos comprendía. Derec, no obstante, sospechaba que Ariel sabía mucho más sobre el enigmático y bastante loco doctor de lo que había dicho.
Ya lejos del planeta y a salvo del doctor Avery, descubrieron que, en la nave, no había cartas de astronavegación, o estaban muy bien escondidas en el ordenador. Aunque éste era positrónico, no se trataba de un cerebro totalmente positrónico. De haberlo sido, habrían podido convencerlo de que, sin las cartas, morirían en el espacio. Por la Primera Ley de la Robótica, el ordenador no habría podido ocultar las cartas, fuesen cuáles fuesen sus órdenes.
La Primera Ley de la Robótica establece Un robot no puede perjudicar a un ser humano a sabiendas, o permitir, por omisión, que un ser humano sea perjudicado.
Las órdenes hubieran caído sencillamente bajo la Segunda Ley, que dice Un robot debe obedecer todas las órdenes de un ser humano, a menos que entren en conflicto con la Primera Ley.
Pero el ordenador no era más que una calculadora compleja, incapaz de tener el más simple pensamiento robótico. Habían probado de instalar en las naves robóticas un cerebro positrónico y todos habían fracasado, porque todos los cerebros positrónicos de tamaño grande habían sido diseñados en su interior de acuerdo con las Tres Leyes. Era natural que los constructores los hiciesen de esta manera, a fin de preservar de todo mal a los ocupantes de las naves. Como los viajes espaciales eran inherentemente inseguros, tales naves mostraban tendencia a enloquecer o a negarse a despegar.
—De buena gana le pegaría a ese ordenador, o le daría de puntapiés —se enojó Derec.
—¡Oh…! —Wolruf mostró su sonrisa, más bien atemorizadora—. ¿Tú pensar, como Jeff Leong, que todas las máquinas deber tener un sitio donde patearlas?
—O algún modo de guardar la información suelta. Estoy convencido de que, en alguna parte, ha de haber cartas…
Era una suposición razonable. Nadie puede recordar todos los millares de números contenidos en una carta estelar. Las cartas casi nunca estaban completamente impresas, aunque, para facilitar los cálculos, podían estarlo algunas secciones. Y esta pequeña nave carecía de impresora. Lo único que tenía, según suponían, era información en su memoria. Pero no podían encontrarla.
Y esto no hubiera sido muy grave, si no hubiesen perdido hiperonda. A falta de cartas, estando en órbita alrededor de Robot City, habían barrido el espacio con las hiperondas, captando muy bien Kappa Whale de Arcadia. La directriz les había permitido dar el salto hiperespacial, y lo habían dado. Lógicamente, hubieran debido poder captar otras balizas indicadoras y saltar o brincar hacia cualquier lugar del espacio habitado, fuese uno de los cincuenta mundos espaciales o los mundos colonizados que la Tierra había empezado a ocupar.
—Estamos dentro de la distancia telescópica de Arcadia —murmuró Derec.
Arcadia era un mundo espacial menor y distante. Pero no tenían la menor idea de hacia qué lado se hallaba la constelación de Whale. Sólo sabían que Kappa era la estrella cuyo brillo era el noveno en la constelación, y que sólo había otra estrella menor, la Lambda Whale. Las constelaciones, por acuerdo interestelar, no tenían, para propósitos de astronavegación, más de diez estrellas.
—Más pronto o más tarde —opinó Wolruf—, venir una nave.
«Más pronto o más tarde», pensó Derec.
No necesitaba que se lo repitieran, puesto que esta idea era suya. Cuando descubrieron que, después del salto, las antenas de hiperondas solamente podían captar las balizas más cercanas, Derec sugirió ponerse al pairo hasta que pasara una nave y pedirles a sus tripulantes una copia de las cartas de astronavegación. Transmitir una copia sólo sería cuestión de unos minutos, por lo que no causaría ningún trastorno.
Más pronto o más tarde…
—La sopa ya está lista, o en este caso el guiso —anunció Ariel. El horno estaba abierto, exhalando un aroma apetitoso—. Todavía queda algo de tu crujiente pan, Derec. Lo recalentaré. Pero será para más tarde.
—Huele bien —alabó Derec, honestamente.
Wolruf, con mayor honestidad todavía, relamió sus chuletas y sonrió. Derec ya había superado su irritación debida al hecho de haber invadido Ariel sus prerrogativas como chef de cuisine, reconociendo que ella era mejor cocinera que él. (La cocina más vulgar era trabajo de los robots, y ningún humano se dignaba hacerla).
Durante unos minutos, comieron en silencio. La comida era servida en platos tapados, pero su contenido rebosaba de las superficies interiores. Manejando cuidadosamente las cucharas, podían comer sin desparramar la comida por la nave. Al principio, hasta el apetito de Ariel era bueno, aunque rápidamente perdió interés por la comida.
—¿Crees que alguna vez pasará por aquí una nave? —preguntó finalmente con la mirada y el pensamiento muy lejos de allí.
—Naturalmente —asintió Derec, con rapidez—. Admito que fui demasiado optimista. Sí, supongo que nos hallamos en el límite del espacio habitado, y que esta senda no se halla muy frecuentada, pero eventualmente…
—Eventualmente —repitió ella, casi soñadoramente.
Ahora, muy a menudo, adoptaba un estado abstraído, soñador.
—Eventualmente —repitió también Derec, con voz débil.
Era demasiado honesto para discutir esta cuestión. Las naves no volaban de estrella a estrella como un avión. Saltaban con los fortísimos impulsos de sus motores hiperatómicos, yendo en una dirección que estaba en ángulo recto con el tiempo y, simultáneamente, con las tres dimensiones espaciales. Como ellos iban a ninguna-distancia, no tenían un tiempo para saltar. Por consiguiente, no disponían de sendas para viajes estelares.
Por razones de seguridad, las naves saltaban de estrella a estrella; si, por cualquier motivo, una se extraviaba, sus salvadores sólo tenían que estudiar la ruta en una carta y registrar las estrellas a lo largo del camino. Y, como no todas las estrellas tenían planetas habitados, a lo largo de esas sendas frecuentadas, como las llamaban, se hallaban las estrellas-baliza. Una nave que saltase dentro de este sistema de balizas debía comprobar si había llegado a Kappa Whale, transmitir su diario de a bordo a las grabadoras de la baliza, y partir. Periódicamente, naves de patrulla examinaban esas grabaciones para asegurarse de que no había ocurrido ninguna desgracia.
Pero habían transcurrido varios días y no llegaba ninguna nave. Naturalmente, si aparecía una al otro lado de Kappa Whale, ellos no podrían detectarla en la banda electromagnética hasta que hubiese saltado. No obstante, el transmisor-receptor de hiperonda funcionaba lo bastante bien como para detectar una nave que se comunicase con la baliza desde cualquier punto de aquel sistema estelar. Derec y Wolruf estaban de acuerdo en esto. Por tanto, eventualmente, los encontrarían y los salvarían.
Wolruf terminó su comida, destapando el plato y lamiéndolo eficazmente.
—Yo estar pensando —observó— que tal vez la conmoción de la onda de salto ha cambiado algo en nuestra antena de hiperondas.
—¿Trastocando los elementos?
Derec asintió, aunque dubitativo. No recordaba dónde se había educado, pero poseía amplios conocimientos técnicos con cierta especialización en robótica, cosa que no era rara en un joven espacial, como suponía que era. Pero la tecnología de la hiperonda era otra cosa, y bastante más difícil de aprender.
—¿Tú tener… o conocer cosas para medirlos?
Derec había visto una caja de herramientas en el esquema de la nave, antes de salir a reparar el sistema de reciclaje.
—Podría ser.
Así era. Unos minutos más tarde, con Ariel atenta a los detectores y Wolruf a los comunicadores, Derec salió al exterior, seguido de Mandelbrot.
La antena de hiperondas podía estar en cualquier parte de la nave, puesto que el hiperátomo no respetaba las leyes del espacio-tiempo, pero tenía que estar bien resguardada, para que el cable posterior no dañase los instrumentos de la pequeña nave, o incluso a la tripulación. Por eso, en los modelos Buscadores de Estrellas, la antena solía estar en un ensanchamiento de proa, lo más lejos posible de todo lo demás.
La antena era como una serie de pedazos de metal malformados y de cables retorcidos, y el equipo de comprobación simplemente enviaba una corriente a través de cada elemento por separado. Las lecturas entraban dentro de los valores normales, a juzgar por el manual que Derec había leído antes de salir.
—No lo entiendo —se quejó el joven, recordando la definición clásica del Infierno el lugar donde todos los instrumentos son perfectos, pero ninguno funciona—. ¿Cómo puedo repararla, si no está averiada?
—Yo pensar —indicó Wolruf—, que el doctor Avery resintonizar la antena.
—¿Resintonizada? —repitió Derec. Nunca había oído esta palabra, pero lo cierto era que sabía muy poco sobre el tema—. Pensaba que todas las comunicaciones de los espaciales se daban en la misma longitud de onda. ¿Acaso Avery intenta captar a los colonizadores? ¿O qué?
—Quizás a Aránimas.
«Quizá», pensó Derec. «Sí, quizá». Aquel pirata bien armado estaba decididamente interesado en los trabajos de Avery, aunque tal vez no supiese quién o qué era el tal doctor Avery.
Derec permaneció de pie, contemplando el espacio caliente generado por Kappa Whale, y se estremeció. Por primera vez se le ocurrió pensar «¿Y si la primera nave que se acercase fuese la de Aránimas? Debe estar registrando sistemáticamente todas las estrellas-baliza».
Una presión en su brazo casi le hizo saltar del casco de la nave.