Rosslyn, 3 de febrero del Año

de Nuestro Señor de 1141

A la atención del reverendo

Silvio de Agrigento

Estimado hermano en Cristo:

Al fin consigo escribir. Hace ya más de diez días que llegamos a las tierras de los Saint Claire y hasta ahora no había conseguido ponerme en contacto con su Paternidad. He sido muy prudente a la hora de buscar a alguien que hiciera de correo en estas tierras, pues los Saint Claire son familia preeminente en el proyecto y debía actuar con cautela y tacto. De hecho había pensado haceros llegar esta misiva a través del cura de la aldea, pero enseguida descubrí que también era el capellán de la hacienda familiar, y que les debe la mayor parte de sus ingresos en estas tierras de paganos y alejadas de las enseñanzas de Cristo. Cena dos veces a la semana en la Casa Grande, como llaman aquí al castillo de Rosslyn, y me consta que forma parte de la camarilla de Henry Saint Claire. Mi fiel Toribio fue el encargado de hallar a alguien en el pueblo que os pudiera hacer llegar esta misiva, y así fue como encontró al tal Owen que ha realizado el encargo, pues viaja a menudo a Dun Eideann, como llaman estos bárbaros a Edimburgo.

Nuestro viaje por mar fue desastroso, horrible y se me hizo eterno. Llegamos a desembarcar en un lugar llamado Cove. Era de noche y hacía un frío atroz. Desde el desembarco no hemos vuelto a vestir los ropajes de la orden para no llamar la atención. Allí nos esperaba el mayordomo de los Saint Claire, Charles, un tipo alto, desabrido y malcarado que, con dos criados y las monturas pertinentes, nos llevó a Rosslyn. Tuvimos que cubrir el trayecto de esta manera en lugar de desembarcar en Dun Eideann porque queríamos evitar el paso por localidades demasiado concurridas. A mayor discreción, más posibilidades de que el Temple respete la vida de este pobre desgraciado de Robert.

Estas tierras son frías y húmedas, muy húmedas. No ha dejado de llover desde que llegué y hay poca luz durante el día. Estamos lejos de todas partes y los lugareños parecen bárbaros. Visten faldas como las mujeres, llevan los pelos largos, sucios y greñosos y sus vergüenzas al aire, bajo el kilt, que así llaman a sus refajos.

Llegamos tras dos días de camino; era de noche y lloviznaba. El castillo de Rosslyn se adivinaba como una mole oscura y amenazante en lo alto de una colina. Se accede al mismo por un estrecho puente de piedra que hace una curva y que discurre por encima de un altísimo acantilado repleto de árboles. Bajaron el puente levadizo de madera y entramos en el patio, pasando bajo una arcada que atraviesa un primer pabellón con tejado de pizarra. Allí, en medio del patio empedrado, nos recibió el mismísimo Henry Saint Claire envuelto en pieles. Parece viejo y decrépito; debe de tener más de setenta años. Su mujer Elisa, más joven, se abalanzó sobre el joven Robert al que colmó de besos, pero éste no la reconoció.

De inmediato llevaron al demente a sus habitaciones de juventud, en un inmenso y confortable pabellón que queda a la izquierda y que habita la familia que domina estas tierras. Al fondo se adivinaba un inmenso torreón de sección circular que cierra el imponente recinto amurallado. Las piedras que integran el castillo son rojizas y parecen rezumar agua, como toda esta tierra. Henry Saint Claire nos hizo pasar al salón principal, donde ardía un buen fuego, y allí nos dieron de cenar. Me preguntó por mí, sabía lo mucho que había ayudado a su hijo pequeño y me lo agradeció de veras. La señora de la casa no volvió a cumplimentarnos, quizá permanecía en la estancia de Robert. Nos fuimos pronto a dormir.

A la mañana siguiente, desayuné en la cocina y salí a dar una vuelta con Tomás y Toribio; comprobé que estas tierras son de una belleza sin igual. Poca gente vive por aquí, cosa que me tranquilizó, pues sólo se ven unos rebaños aquí y allá, y no creo que Robert vaya a desvelar muchos secretos a estos pastores que aún parecen más paganos que las familias del proyecto.

A la luz del día el rojizo castillo me pareció imponente. Es un lugar cómodo en el que vivir, de fácil defensa e imposible asalto. El puente de acceso está interrumpido por una torre que comunica con el pabellón principal por un levadizo de madera. Dicho pabellón tiene tres alturas y está coronado por un voladizo en el que hay tres torres pequeñas con saeteras para una mejor defensa del conjunto. Cierra el edificio un picudo y oscuro tejado de pizarra que protege dicha construcción, que aparece adosada en forma de L al pabellón familiar. El amplio patio está asegurado por una inmensa muralla que queda cerrada por el impresionante torreón circular que vi en la oscuridad a mi llegada, de más de cinco alturas y último bastión al que retirarse en caso de asalto. Todas las estancias se asoman al empinado barranco que rodea por todas partes al castillo. Es inexpugnable.

Aquella misma mañana pude saludar como corresponde a la dama del castillo, la madre de Robert, y me presentaron a su hermana, Lorena, de extraordinaria belleza. Allí estaban también su hermano mayor, Arnold, su esposa embarazada y sus cinco hijos. También conocí a Theobald, el hijo del mítico Hugues de Payns, y a su madre, mujer de mediana edad, madura y sobrina de Henry Saint Claire, la que unió a la familia con el fundador del Temple. Comimos todos juntos en el salón principal. Bajaron a Robert al evento, pero sólo dijo incoherencias sobre margaritas y no sé qué escarabajo. Aquello desmoralizó a la familia, por lo que el tono inicial, que era más bien festivo, dejó paso a un ambiente más propio de un velatorio.

Aquella tarde salí a cazar con el hermano de Robert y con Theobald. Ambos se deshicieron en elogios hacia mí. Hemos vuelto a salir de caza a diario. Parecen caballeros rurales y no hablan ni de proyectos ni del Temple. De hecho, ninguno de los dos ingresó en la orden, como se hubiera esperado.

Supe que se preparaba una gran fiesta para celebrar el retorno de Robert y que acudirían a ella gentes preeminentes de la orden. Será pasado mañana.

De momento, nada me hace pensar que Robert pueda resultar peligroso para la orden, no porque no pueda pecar de indiscreto —es obvio que sí—, sino porque en estas tierras dejadas de la mano de Dios nadie puede escucharle. Asistiré a la fiesta como se me ha pedido —no quiero caer en falta con mis anfitriones— y volveré a Chevreuse a continuar con mi misión.

Vuestro amigo y servidor en Cristo,

Rodrigo de Arriaga