Rosslyn

Después de terminar la carta para Silvio de Agrigento, Rodrigo se la entregó a Beatrice y ella lo volvió a guiar a su cuarto. Los dos amantes se reencontraron con anhelo. El templario se sintió como si conociera a la joven de toda la vida; con ella todo era natural, instantáneo, como si siempre hubieran estado juntos, amándose de aquella manera inconsciente y desesperada, como si fuera la última vez. Se dio cuenta de lo mucho que había añorado su voz, sus gemidos, el olor de su pelo, su tacto suave como la piel de un melocotón. Después de alcanzar el clímax permanecieron abrazados largo rato. Ella se lamentó de que tuviera que volver a partir. Rodrigo le prometió que volvería a por ella.

Llegó al Château al amanecer. Jean quería verlo, así que se dirigió a sus dependencias.

Cuando llegó, De Rossal se hallaba enfrascado en la lectura de unos documentos.

—Ah Rodrigo, pasad, pasad.

—Perdonad, estaba en las cuadras.

—No os disculpéis, amigo, estáis sometido a una gran tensión, con tanto viaje… comprendo que un pequeño desahogo se hace necesario. —Parecía demasiado comprensivo, era obvio que sabía de dónde venía—. Sin embargo, cuando volváis de Escocia nos aplicaremos a vuestra instrucción espiritual y eso deberá terminar, ¿de acuerdo?

Rodrigo pensó que nada le haría dejar de ver a Beatrice, pero asintió para no despertar las sospechas de su amigo.

—Ay, Rodrigo, Rodrigo. Os habéis empleado a fondo; sabía que vuestra incorporación al Temple era valiosa pero no podía imaginar que en tan poco tiempo podríais llegar a prestar servicios tan importantes como los que habéis brindado hasta ahora. Lo de la golfa ésa de la posada es una nadería, de momento. Salvasteis la vida del joven Saint Claire, lo llevasteis con discreción a París, habéis causado una excelente impresión a Bernardo de Claraval, ¡nada menos!; vuestro maestro, ése judío…

—Guior.

—Guior, sí, ha informado favorablemente sobre vuestros progresos, y ahora, desde muy arriba, se os encomienda una misión delicada, difícil y que requiere de mucho tacto y discreción. Sabed que Robert Saint Claire os debe la vida…

—Yo no diría tanto.

—Sí, sí. Es cierto. Bernardo pensó que vuestra propuesta era la más juiciosa. Debéis trasladar a ese idiota de Saint Claire a Rosslyn, con cuidado de que no hable con nadie. Lo último que sé es que está como una cabra, ido.

—No tengáis miedo, no hablará.

—Bien, al llegar a Rosslyn permaneceréis allí durante dos semanas. Estad atento y vigilad el comportamiento del joven y sus familiares. Es muy importante que tengamos la certeza de que no hablará. No debe salir de las tierras de sus mayores ni verse con gente importante. Transmitídselo así a los Saint Claire.

—Así lo haré.

—Si os cabe la menor duda de que se pueda ir de la lengua, si no lo veis claro, id al pueblo. Allí hay una posada, preguntad por Ian y entregadle esto. —De Rossal tendió un pequeño pergamino lacrado con su sello personal—. Él nos informará y enviaremos ayuda. Mientras tanto, vos solucionaréis el problema de manera expeditiva.

—¿Cómo?

—El joven Saint Claire debe morir si juzgáis que puede revelar secretos, si habla con gente inconveniente o pensáis que su familia no lo vigila como prometió. ¿Tenéis aún vuestra bolsa de medicinas?

—Sí.

—Pues en caso de que sea necesario, actuad; algo rápido y que no deje rastro.

—Pensaba que no tendría que volver a utilizar ese tipo de artimañas…

—Si queréis servir bien a la orden deberéis hacerlo cuando se os ordene.

—De acuerdo, pero ¿y si el joven Saint Claire está bien vigilado, no sale de la finca paterna o simplemente mejora?

—Entonces volved a Chevreuse e iniciaremos vuestro camino a la iluminación. Dos semanas, aguardad dos semanas antes de decidir.

—De acuerdo —convino Rodrigo.

Jean se levantó y le dio un abrazo de despedida.

—Confío en vos ciegamente —dijo.

Antes de pasar por el Temple de París, Rodrigo acudió a hacer una visita a su maestro Moisés Ben Gurión. Mientras Toribio y Tomás quedaban fuera con los caballos, Arriaga fue conducido al cuarto de su viejo mentor. Moisés estaba enfermo, según le dijo la sirvienta, Melisenda. Tenía flemas y era rara la noche que no lo consumía la fiebre. El médico no era optimista.

Cuando Rodrigo llegó a los pies de la cama del anciano, éste abrió los ojos y, levantando la mirada, sonrió.

—Siéntate, hijo —dijo, señalándole su propio lecho. Su respiración era agitada.

—¿Cómo estáis, maestro? —preguntó el templario sentándose a la cama de su viejo profesor.

—Cansado, Rodrigo, cansado. ¿Ya habéis terminado vuestros estudios? —Respiraba con dificultad.

—De momento, sí. Me envían a acompañar a Escocia a un confrere que ha perdido el juicio.

—Ese joven Saint Claire al que trajisteis la otra vez.

—En efecto.

—Estáis de paso, entonces.

—Así es, maestro, pero quería hablar con vos un momento. ¿Recordáis vuestro encargo?

El viejo rabí puso cara de no saber de qué le hablaba.

—Lo de vuestro hermano, el caso de los siete sabios desaparecidos.

—Ah… eso. Decidme, decidme.

—Sé a dónde los llevaron. A La Rochelle.

—Vaya.

—Pero no sé el lugar exacto. Los templarios tienen multitud de encomiendas y fortalezas en la zona. Me llevará tiempo averiguar dónde pueden estar.

—Si viven.

—Si viven, en efecto.

—No os veo muy optimista al respecto, hijo.

—Si os soy sincero, no. Sospecho que los secuestraron para traducir textos que hallaron bajo la mezquita de Al-Aqsa, en el antiguo Templo de Salomón, y no creo que quisieran dejar vivos a aquellos que pudieran contar algo.

—¿Y qué crees que encontraron?

—No lo sé, rabí, no lo sé, pero algo grande. Mirad, desde hace tiempo Bernardo de Claraval dispone de un buen equipo de traductores. Hay judíos, árabes… en fin, durante años les encargaron traducir viejos textos judaicos que al parecer aportaban ciertas familias de lo más granado de Europa. No sé cómo, pero esos textos debían de ser algo así como un legado familiar. Los sabios judíos traducían fragmentos, trozos sin sentido. Más tarde, al parecer a raíz de la información obtenida, el fundador del Temple Hugues de Payns y su señor, el poderoso Hugues de Champagne, fueron a Palestina varias veces y trajeron más documentos que siguieron traduciendo en Clairvaux. Isaías Guior me proporcionó un fragmento, escuchad —leyó el párrafo a Moisés Ben Gurion—: «En la mina que linda con el norte, en una cavidad que se abre en dirección al norte, y enterrada en su entrada: una copia de este documento, con una explicación sobre sus medidas, y un inventario de cada objeto, y otros objetos».

—Vaya —dijo el Rabí.

—¿Os suena? Guior hizo referencia a un Manuscrito de Cobre

El rabí quedó pensativo durante un rato. Entonces habló:

—Después de que tradujeran esos textos, se fundó el Temple, ¿no?

—Sí.

—Y consiguieron que los emplazaran en las ruinas del Templo de Salomón, en la mezquita de Al-Aqsa.

—En efecto.

—Esa gente sabía lo que buscaba, no hay duda. Dios los maldiga.

—¿Por qué decís eso, rabí?

—Tienen el tesoro de mi pueblo.

—¡¿Cómo?!

—Ponedme un poco de vino, hijo.

Arriaga hizo lo que le decía el anciano, quien bebió un trago y dijo:

—Gracias. Veamos, la secuencia es ésta, si yo no me equivoco. Bernardo de Claraval funda un monasterio en el que se traducen textos judaicos, al parecer antiguos, aportados por varias familias europeas.

—Correcto.

—Luego Hugues de Champagne, que por lo visto es el alma máter del proyecto, trae más textos de Palestina y hace un reconocimiento del terreno nada menos que durante tres viajes.

—Sí.

—Después se funda el Temple y excavan bajo la mezquita de Al-Aqsa. Y, entonces, desaparecen los siete sabios de París…

—Exacto.

—Pero la pregunta es: ¿por qué no usaron a los traductores que Bernardo tenía en Clairvaux? ¡Porque habían hallado algo que nadie debía conocer!

—Sí, pero ¿qué?

—Rodrigo, sabéis que cuando las legiones de Tito asolaron Jerusalén destruyeron el Templo, ¿verdad?

—Sí, algo sé.

—Roma siempre fue dura con los sediciosos y Palestina se había convertido en tierra abonada para las revueltas, así que quisieron dar un auténtico escarmiento. La ciudad fue destruida, pero bajo el Templo había multitud de subterráneos y pasadizos. Muchos escaparon por allí y escondieron el tesoro de mi pueblo en diversas ubicaciones. Imaginaos la situación, el Pueblo Elegido ante la debacle. Nadie, ni en sus peores pesadillas, podía imaginar algo así: que unos paganos, unos gentiles como Tito y sus legiones, fueran a acceder al Templo, y no sólo eso sino también al sanctasanctórum, donde sólo entraba el Sumo Sacerdote. Todo estaba perdido, el lugar donde durante años había morado el Arca de la Alianza iba a ser profanado. Mis antepasados lucharon como fieras, eran hombres desesperados que peleaban por su fe, por sus familias, por su tierra y por su Dios. Todos creían que Yahvé les auxiliaría en el último momento, que su cólera barrería a las legiones romanas para evitar la profanación del Templo. Pero nada ocurrió. Hicieron lo que pudieron y ocultaron los tesoros. Todo quedó minuciosamente registrado en un documento del que se hicieron varias copias, según se dice en el Manuscrito de Cobre.

—Del que Isaías Guior me suministró un pequeño fragmento.

—Es evidente que los templarios se hicieron con una copia de él o que tenían muchos fragmentos del mismo, pero el caso es que excavaron bajo el Templo y hallaron el tesoro de mi pueblo.

—¿Y por eso son tan ricos? ¿Qué incluía dicho tesoro?

—Todo: la Mesa de Salomón, el Arca de la Alianza, todos los saberes recopilados por mi gente durante milenios; conocimientos herméticos sobre construcción de templos que nos acercan a Dios y a las fuerzas telúricas; cartas de navegación que conducen a tierras extrañas, ignotas y desconocidas en las que manan la plata y el oro; el Shem Semaforash, el nombre de Dios, la palabra cuya sola pronunciación permite vencer a los enemigos y alcanzar el saber infinito de Dios; oro, plata, riquezas; la Menorah, el candelabro de siete brazos… Algunos de esos objetos fueron llevados a Roma por Tito y cuando dicha ciudad fue saqueada por Alarico, un visigodo, parece que se hizo con ellos. A pesar de esto, no sabemos cuánto ocultaron mis ancestros ni si lo que llegó a Roma era una simple réplica, pues muchos secretos debieron de quedar ocultos en los sótanos del Templo y en la Genizáh, y eso es lo que halló el Temple.

—¿La Genizáh?

—Una suerte de vertedero para objetos sagrados.

—¿Qué había allí? ¿Para qué servía?

—Mirad, Rodrigo, por el Libro del Éxodo sabemos que el Arca era un cofre de madera de acacia revestido de oro interior y exteriormente. No era demasiado grande, y tenía cuatro querubines cuyas alas se tocaban para formar el trono de Dios. Era tan sagrada que sólo tocarla provocaba la muerte. Pero lo importante no era el Arca en sí, Rodrigo, sino su contenido. Al parecer guardaba un recipiente con el maná, el verdadero maná que vino de Yahvé; la vara de Aarón y, sobre todo, las Tablas de la Ley, la Ley de Dios grabada en piedra. Éstas eran realmente únicas, pues eran fuente de saber y de poder; nada menos que la ley divina. En ellas estaban grabadas las tablas del Testimonio, la ecuación cósmica, la ley del número, medida y peso que la Cábala permitiría descifrar. Las Tablas de la Ley suponen la posibilidad de acceder al conocimiento de la Regla que rige los mundos. Es evidente que Moisés no engañaba a mi pueblo cuando prometía el dominio de la Tierra.

Rodrigo permanecía con la boca abierta.

—Y en cuanto a la Genizáh… los alimentos de las ofrendas entraban en contacto en el sanctasanctórum con la Torah, los rollos de la Ley y con la propia Arca, y los sacerdotes no querían que dichos alimentos fueran arrojados fuera del Templo; para ello se tiraban en una cueva, bajo el Templo, la Genizáh. Allí debieron de ocultar el Arca de las legiones de Tito, así como la verdadera Menorah, la Mesa de Salomón y todos los objetos rituales…

—Vaya, rabí. Me temo que este asunto me supera. Creo que empiezo a sentirme algo asustado.

—¡No! —dijo el anciano agarrando con fuerza la mano de Rodrigo—. No os rindáis. Hacedlo por mí.

Tras dejar los caballos en el Temple de París y recoger al joven Saint Claire, los expedicionarios bajaron por el Sena en una barcaza. No llevaban escolta para que el traslado resultara lo más discreto posible. Rodrigo intentó charlar con su amigo Robert, más para sonsacarle que para otra cosa, pero el joven apenas si farfullaba incoherencias y tonterías. Estaba extraordinariamente flaco, su cara se había tornado pálida como la de un cadáver, sus ojos brillaban al fondo de las profundas cuencas y sus pómulos se marcaban a causa de las innumerables sangrías que los doctores le habían prescrito. Todo aquello, así como los fármacos y hierbas que debían de haberle suministrado, había terminado por debilitar su cuerpo y más aún su ya de por sí desequilibrada mente.

Decidió darle una buena dosis de adormidera para evitar que le creara problemas durante el viaje. Hacía mucho frío y la humedad del río calaba los huesos.

Se situó a proa de la ancha barcaza, donde los rayos de sol le reconfortaban un tanto, y se abandonó a sus propios pensamientos. Se sentía obsesionado por aquel enigma. Nunca había trabajado en una misión como aquella.

Cuando Silvio de Agrigento lo reclutara en su casa del Pirineo todo parecía una locura. Ahora, en cambio, hubiera querido que aquello fuera, en realidad, producto de su mente.

Parecía evidente que el Temple había presionado, por no decir chantajeado, al menos a dos Papas. ¿Qué sabían?

La orden se había dedicado en sus primeros años a cavar en los subterráneos del Templo en lugar de proteger a los peregrinos que acudían a miles a Tierra Santa. Buscaban algo concreto, era evidente. Todo formaba parte de un gran plan, un «proyecto» como ellos lo llamaban. Hugues de Champagne había aupado a Bernardo de Claraval. Luego, a través de su siervo Hugues de Payns, había apoyado la fundación del Temple, y luego Bernardo había dado una regla a la orden. Algunas familias europeas estaban implicadas en el asunto. Durante años habían estado traduciendo viejos documentos judaicos en Clairvaux y el mismo Hugues de Champagne había hecho varios viajes a Tierra Santa, para inspeccionar el terreno, sin duda.

Fundaron la orden para poder excavar en el Templo.

¿Qué encontraron? Fuera lo que fuese, necesitaron secuestrar a siete sabios judíos para traducirlo.

Se habían hecho ricos. ¿Tenían el Arca de la Alianza? ¿La piedra filosofal? ¿El nombre de Dios, el Shem Semaforash? ¿Las Tablas de la Ley? ¿La Mesa de Salomón?

Eran una secta herética. ¿Qué quería decir aquello de «ha resucitado» que alguien gritó en su iniciación? ¿Por qué negaban a Cristo?

Isaías Guior había dicho que los nazareos, una vieja secta judía, vestían de blanco y «resucitaban», y que San Pablo había malinterpretado el término con respecto a Jesucristo.

Los nazareos vestían de blanco, como los templarios y los cistercienses. Tenía que averiguar más cosas sobre dicha secta judía. Tenía que acercarse a La Rochelle a indagar sobre lo ocurrido a los sabios judíos secuestrados.

¿Por qué había construido el Temple un puerto de tamaña magnitud en el Atlántico? No tenía sentido.

Por no hablar del misterioso Baphomet, una cabeza adorada por sus confreres que hacía florecer los campos. ¿Era por eso que eran tan ricos los templarios?

¿Y qué había de la gnosis? Su conversación con Bernardo de Claraval le había descubierto que había un camino espiritual que seguir hacia la iluminación, un camino que llevaba a ser un iniciado.

¿Serían todos los templarios iniciados?

Seguro que no.

Estaba convencido de que sólo unos pocos estaban al tanto de aquel negocio que «iba a cambiar el mundo». Y era evidente que todo aquello apuntaba en una dirección: algo sabían sobre Jesucristo o su mensaje que había asustado nada menos que a dos papas de Roma.

Perdido en estos pensamientos y algo abrumado, decidió echarse un rato bajo el pequeño toldo a descansar. Saint Claire dormía como un niño.

Subieron a un bote que los trasladó a una galera, una nave templaría recia y bragada que había de llevarles a Escocia. Las galeras que surcaban el Atlántico habían sido desprovistas de remos y su casco era de mayor calado. Eso debía asegurar una navegación algo más tranquila en aquellas agitadas aguas.

Marie, se llamaba aquella embarcación. Nada más partir, unas nubes grises amenazaron el horizonte; luego empezó a llover y el viento arreció. Aquella nave se movía como una cáscara de nuez en medio del Canal de la Mancha, así que dobló la ración de adormidera al reo y se dispuso a aguantar el tremendo mareo que lo invadió. Tanto él como Toribio y Tomás vomitaron hasta la bilis, para deleite de los marineros, que parecían divertidos ante el malestar de sus insignes pasajeros. Los truenos comenzaron a retumbar en medio de la tormenta y los rayos caían aquí y allá. El capitán decidió enfilar en dirección a la desembocadura del Támesis, a la que llegaron casi arrastrados. Comenzaba a clarear de nuevo, así que decidieron esperar unas horas barajando la posibilidad de remontar el río y, desde Londres, emprender camino a Escocia a caballo. El capitán, un bretón de nombre Tancredo, juzgó oportuno hacer un último intento, pues decía que al fin pasaría aquella tormenta. Parecía saber de qué hablaba, así que se hizo como decía y, navegando cerca de la costa, lograron llegar a aguas menos agitadas. Al fin pudieron dormir.

Varias horas después, Arriaga despertó y pudo ingerir algo de sopa. Permaneció expectante mirando la costa durante un buen rato y se acurrucó para volver a caer en un profundo sueño.

Cuando despertó —no sabía cuánto tiempo había estado en brazos de Morfeo—, se hallaban cerca de la orilla. Era noche cerrada y le pareció escuchar algo así como «habría que tirarlo por la borda».

Al día siguiente comprobó que los marineros, gente supersticiosa sin duda, se mostraban temerosos por llevar a un loco a bordo, creían que daba mala suerte y le atribuían el mal tiempo que los acompañaba. Tuvieron que ponerse a cubierto en un par de abrigos que encontraron por el temporal que volvía a asolarles. Aquella noche, y aprovechando una leve mejoría del tiempo que les permitió reanudar el camino, Rodrigo salió del pequeño aposento en que dormían Saint Claire, él mismo y sus amigos y bajó en silencio a la pequeña bodega del barco. Se abrió paso entre las hamacas de los marineros y contempló que, justo al fondo, un tipo de tez morena y pelo largo, el que más protestaba por la presencia del loco en el barco, jugaba a los dados con dos compañeros. Antes siquiera de que advirtieran su presencia, Rodrigo lanzó su daga y clavó el pelo del hombre a una gruesa columna de madera. Se hizo un silencio sepulcral mientras se acercaba. El marinero, de aspecto meridional, permaneció sentado; apenas podía moverse con el pelo clavado a la viga de roble.

—He oído por ahí que hacéis comentarios indebidos sobre el hombre que traslado a Escocia —comenzó a decir Arriaga—. Sobre todo tú, sabandija. ¡Dime tu nombre!

—Alonso Contreras, señor —farfulló el otro.

—Bien. Sabed que mi amigo no se encuentra bien, vuelve a casa a reponerse tras servir a la orden para la que vosotros también trabajáis. Sabed que pertenece a una familia de mucha, ¡mucha! influencia en el Temple. Sabed que no quisiera tener que informar a mis superiores de vuestros nombres ni el de vuestras familias, no quisiera tener que contar que habéis puesto en peligro una misión encomendada por el Gran Maestre Robert de Craon con vuestras estupideces y cuentos de viejas…

Se hizo un solemne silencio. Pudo leer el terror en sus caras.

—¿Entendido?

Todos asintieron.

Rodrigo tiró de la daga y la limpió con su manto. Un hilillo de sangre caía por la frente del marinero, que aún permanecía paralizado por el pánico.

Se sintió tranquilo tras poner a aquella gentuza en su sitio y se fue a dormir.

A la mañana siguiente el tiempo mejoró y cesaron definitivamente los vómitos de sus compañeros. Era de noche cuando llegaron a su destino. Hacía un frío horrible. El capitán les indicó que bajaran a un bote que los esperaba. Cargaron con Robert como con un saco y, tras ayudar a remar a dos tipos que habían venido a recogerlos, llegaron a la orilla. Los tres amigos se arrojaron de rodillas a besar el suelo al hallarse en tierra firme.