Los días pasaban plácidos en Clairvaux. Rodrigo había redescubierto la satisfacción del estudio, se sentía joven, rememorando, quizá, sus días de aplicado estudiante en París. Toribio desaparecía horas y horas por los alrededores del monasterio donde, según suponía Rodrigo, aplacaba sus ardores con las mozas del lugar. Había multitud de viviendas extramuros, aquí y allá, apenas a media legua del cenobio donde residían los menestrales que entraban durante el día a trabajar para los monjes. La demanda de artesanos, artistas y jornaleros era considerable, pues pese a que los cistercienses se aplicaban al máximo al duro trabajo, las dimensiones de Clairvaux eran tales que reclamaba manos y espaldas fuertes para sacar adelante aquellas enormes instalaciones. Tomás, el joven e inexperto boceto de hombre de Iglesia, parecía haberse aficionado a la lectura y pasaba horas y horas entre la biblioteca y el claustro leyendo añosos volúmenes, algunos raros y exóticos y otros proscritos por la Santa Madre Iglesia, que allí, bajo la tutela de Bernardo de Claraval, habían sido traducidos del griego y el árabe o remozados para que no se perdieran. El zagal parecía fascinado con Platón y Aristóteles, leía a Avicena, a Séneca o recitaba poemas. Rodrigo sabía que escribía a escondidas. Quizás algún día contara su historia. Una historia amarga, emocionante, viva…
Dada la nueva afición del zagal y que él se hallaba ocupado en el reaprendizaje del hebreo, decidió encargar al bueno de Tomás que dirigiera sus estudios hacia el Templo de Salomón, la gnosis y todo lo que pudiera encontrar en la fabulosa biblioteca del monasterio sobre ritos esotéricos, que no había de ser poca cosa.
Rodrigo avanzaba en su relación con Isaías. Sentía que la simpatía del rabí hacia él crecía por momentos. Al parecer Moisés Ben Gurión le había escrito deshaciéndose en elogios hacia Rodrigo, así que, con semejante recomendación, más el esfuerzo del templario, el maestro Guior había comenzado poco a poco a mirarlo con buenos ojos.
Rodrigo aprovechaba las lecciones y reflexionaba. ¿Qué habría sido de los sabios raptados en París? Había pasado mucho tiempo desde aquello y hasta era probable que ya estuvieran muertos. ¿Qué sentido tenía llevarse a varios hombres, todos expertos en textos judaicos, si ya había sabios judíos trabajando en Clairvaux?
La respuesta era clara: los templarios tenían algo secreto que no querían enseñar a nadie. Ese algo requería de la ayuda de sabios judíos, y era obvio que no querían compartirlo ni siquiera con sus amigos cistercienses. ¿Sabría algo Bernardo de Claraval de aquello? Seguro. Estaba al corriente del proyecto, tenía que saberlo todo.
Una mañana, después de un mes de estancia en Clairvaux y hablando del bueno de Moisés Ben Gurión con su maestro en el despacho de las tenerías, Rodrigo se arriesgó a preguntar.
—Mi maestro tenía un hermano erudito como él mismo y vos, ¿llegasteis a conocerle?
—No —contestó el rabí—. He oído que era más joven que Moisés, pero mucho más brillante. Una mente privilegiada —dijo señalándose la cabeza.
—Desapareció —repuso el alumno.
—Sí, algo oí de eso.
—Él y otros seis sabios.
Se hizo un silencio. Era evidente que el judío no quería hablar de aquello. Rodrigo se dio cuenta de que era un templario y decidió cambiar de tema.
—Maestro, ¿qué es la gnosis?
Isaías Guior pareció sorprendido. Lo miró con ojos escrutadores.
—Vaya, ¿no sois un…?
—¿Un iniciado? No, rabí, no lo soy.
—Pero Bernardo me…
—Lo sé, creo que aquí piensan que soy más importante en la orden de lo que la realidad impone.
El rabí lo miró con desconfianza, así que Rodrigo añadió:
—Supongo que tienen grandes planes para mí, pero de momento me encuentro al comienzo del camino, un largo camino.
Los profundos y cansados ojos azules del maestro lo miraron de nuevo y Guior dijo:
—Pensaba que erais uno de ellos. Un iniciado, vaya. Pero ahora veo que no. Por eso me habéis preguntado por el hermano de Moisés Ben Gurión, ¿no? ¿Por qué preguntáis? Algún día, al final del camino se os revelarán todas estas cosas.
—Ya, pero ¿y si todo esto no es algo lícito? ¿No creéis que tengo derecho a saber en qué me estoy metiendo?
—Entonces… dudáis.
—Sí, en efecto.
—El hombre cabal debe dudar de todo.
—¿Sabéis de la suerte de David Ben Gurión?
—No. Pero creo que el Temple estuvo tras ese asunto.
—¿Cómo lo sabéis?
—Entre la gente de mi pueblo se rumoreó.
—Pero vos no sabéis nada.
—No. ¿Por qué os interesa este tema?
—Porque mi maestro, Moisés Ben Gurión, me pidió que le ayudara.
—¿Y si con ello perjudicarais a vuestra orden?
—Entonces tendría que decidirme. Pero me gustaría conocer su paradero.
—Me temo que no os puedo ayudar. En aquel momento, me refiero a la desaparición de los siete de París, todos los miembros de la comunidad nos escribieron alarmados. Se hacían una idea de la naturaleza de nuestro trabajo aquí y pensaron que podíamos saber algo.
—¿La naturaleza de vuestro trabajo?
—Sí, llevamos aquí mucho tiempo, trabajando para Bernardo de Claraval; desde la fundación misma del monasterio, diría yo. Siempre nos ha tratado bien teniendo en cuenta la animadversión que, en general, muestran los cristianos hacia nuestro pueblo.
—¿Y para qué os necesitaba?
—Al parecer tenía algunos textos que quería traducir.
—¿Qué clase de textos?
—Antiguos textos judaicos.
—¿Sobre qué trataban?
—Es un misterio, nos daban fragmentos sueltos. Cada uno traducía trozos separados y luego ellos, los monjes, los unían.
—Ya, pero aun así, algo deduciríais.
—Sí, algo.
—¿Y bien?
—Hablaban del Templo.
—¿El Templo?
—Sí, el Templo de Salomón. Y de su caída ante las tropas de Tito. Viejas historias.
—Ya.
—También había otros textos de los esenios, una suerte de anacoretas de Palestina que se entregaban al ayuno y la meditación. Compararon esos textos con algunos que ellos tenían de su mitología. Bernardo estuvo viviendo con ellos antes de profesar. Fue tomando lo que necesitaba de cada culto.
—¿Con ellos? ¿Con quién, con David?
—Con los druidas. Vivió con ellos en los bosques de sus tierras. Conoce a la perfección la mitología celta y sus secretos.
—¿Tienen algo que ver con la gnosis?
—Más o menos. Mirad, Rodrigo: gnosis, en griego, como bien sabréis, significa conocimiento. Conocimiento claro, exhaustivo, conocimiento profundo de algo.
—¿De qué?
—Es difícil de entender. A través del conocimiento trascendental del hombre y del universo, y siguiendo ciertos ritos, se puede llegar a la autorrealización del ser, es decir, de las infinitas posibilidades del alma y la mente humanas. Desde antiguo han existido corrientes gnósticas en Egipto, en el judaismo, en el culto celta… Bernardo parecía muy interesado en ello. Él y sus amigos tenían textos antiguos que habían sacado de no se sabe dónde. Textos en hebreo.
—¿Y qué decían?
—Cosas… yo sólo recuerdo retazos de los fragmentos que tuve que traducir. Algo así como que aquello era la vía para conocerse a uno mismo, para renacer, resucitar y saber qué somos, qué éramos y hacia dónde vamos. Al conocerse uno a sí mismo al nivel más profundo se termina conociendo a Dios.
—Vaya. Y eso, ¿cómo se consigue?
—Vos lo comprobaréis. Os enseñarán, sois uno de ellos. Creo que abandonando el cuerpo, dominándolo en una primera fase, sacudiéndose del yugo de nuestra envoltura mortal. Luego, una vez conseguido esto, se llega a alcanzar la iluminación en otra fase: el renacimiento.
—¿Renacimiento?
—Sí. Al parecer, para alcanzar la gnosis, la iluminación, hay que regenerarse nuevamente, recrearse. Recuerdo cierta frase… «Algo viejo debe morir en el hombre y nacer algo nuevo». Ésa era la resurrección de los nazareos; entonces se vestían de blanco como estos cistercienses o vuestros templarios…
—¿Los nazareos?
—Sí, vuestro supuesto Mesías lo era. Él resucitó así, nació a la gnosis. San Pablo no entendió nada y lo resucitó físicamente. Creyó que Jesucristo había resucitado, que había vuelto de la muerte, pero no fue así.
Rodrigo comenzó a asustarse de veras ante el cariz que estaba tomando la conversación.
—Pero esos nazareos… —comenzó a decir en el momento en que se abrió la puerta y se presentó allí el cirellero.
—Os llaman, Rodrigo. El abad os quiere comunicar algo. Parece que se os reclama en París. Quieren trasladar al joven Saint Claire a Escocia y dicen que sois el hombre idóneo para acompañarle. Venid conmigo.
Rodrigo lamentó vivamente aquella interrupción. Estaba avanzando de veras en la resolución del enigma.
El secretario de Bernardo de Claraval entregó a Arriaga una esquela que acababa de llegar de París: se le reclamaba inmediatamente en el Temple.
Al parecer, Bernardo de Claraval había utilizado sus influencias y se había ordenado el traslado del joven Robert Saint Claire a su tierra natal, Rosslyn.
No le agradó tener que interrumpir su estancia en Clairvaux pero, al menos, suspiró de alivio al ver que su joven y demente amigo iba a salvar la vida y lo habían elegido a él para escoltarlo de vuelta a casa.
Le costó trabajo encontrar a Toribio. Tomás estaba donde siempre, leyendo en el scriptorium. Era casi media tarde cuando dio con su antiguo escudero, que se estaba beneficiando a una moza en un cobertizo junto al estanque. Ni el hecho de vestir el uniforme de sargento de la orden ni hallarse dentro del cenobio lo habían frenado.
Cuando Rodrigo pateó la puerta de la frágil construcción, se encontró con su poco agraciado amigo poseyendo por detrás a una moza no muy favorecida y entrada en carnes. Sostenía sus enormes pechos entre sus manos a la vez que le decía groserías al oído. No tenía remedio. La moza se bajó la falda avergonzada y salió huyendo, mientras Toribio se subía el calzón entre los empellones de su amo, que se mostró enfadado de veras con él.
De camino al dormitorio de invitados para hacer el petate, Rodrigo recriminó su lascivia a aquel sátiro, que le aclaró que estaba «trabajando en la misión».
—¿Qué? —repuso el templario sonriendo. No podía creerlo.
—Sí, sí, Rodrigo. Esa moza es nada menos que la sobrina de don Isaac, uno de los compañeros de vuestro maestro, un judío catalán que acabó afincado en Lyon. La dejan entrar al monasterio durante las horas del día para hacer de sirvienta de los traductores judíos y para que limpie y mantenga ordenadas sus habitaciones junto a las tenerías.
—Pues no hace demasiado bien su trabajo —espetó el templario recordando el desorden de los aposentos de los maestros.
—El caso es que me propuse sonsacarla.
—Difícil y sacrificada misión, tratándose de vos.
—Lo cierto es que la moza es ardiente, sí —dijo Toribio sonriendo con malicia y frunciendo su frente uniceja—. El caso es que hoy mismo me he enterado de algo.
—¿Y bien?
—Su tío, el tal don Isaac, era pariente lejano de uno de los siete sabios desparecidos en París.
—¿Y?
—Cuando se produjo la desaparición, toda la comunidad judía se empleó a fondo para dar con el paradero de los siete sabios. En primer lugar pensaron que los habían traído aquí porque sabían que Bernardo de Claraval tenía sabios judíos trabajando para él.
—Es lógico.
—Bien, pues aquí no los trajeron —continuó relatando Toribio—. Todos los judíos de Francia se conjuraron para dar con los sabios, sin suerte. Parecía que se los hubiera tragado la tierra hasta que un buen día, dos años después de la desaparición, un comerciante judío que comía en una taberna vio entrar a un rabí acompañado por dos templarios, y se sentaron a una mesa apartada. Creo que hubo una trifulca y los dos milites se levantaron a poner orden. Entonces, el rabí se acercó al comerciante y con disimulo le dio una esquela. Los templarios parecían llevarlo preso, pues, al parecer, se sentaron uno a cada lado del misterioso hebreo. Cuando pudo salir de la taberna el comerciante leyó la esquela. Era de un sabio judío, en efecto, que decía haber sido secuestrado por el Temple y que pedía que le hicieran llegar a su familia la noticia. La esquela decía que estaba vivo y que lo mantenían retenido en La Rochelle.
—Era el pariente de don Isaac.
—En efecto.
—¿Y dieron con ellos?
—Lo intentaron, pero el Temple cuenta con varias fortalezas allí y la orden es hermética, como bien sabéis.
—Eres tremendo, Toribio… no sé cómo recompensarte.
—No se merece, no se merece —contestó aquel depravado encaminándose a su catre para hacer el equipaje.