29 de junio del Año

de Nuestro Señor de 1140

A la atención de su Paternidad,

Silvio de Agrigento, de parte de Rodrigo de Arriaga

Estimado hermano en Cristo:

En primer lugar es mi obligación pedir disculpas por no haber podido escribir antes a su Paternidad, pero la disciplina que se vive en esta casa es férrea y ni yo ni mis ayudantes hemos podido ausentarnos de la encomienda sin llamar la atención. Ha sido gracias a los vicios de uno de mis confreres por lo que he podido quedar a solas unos momentos y hacer llegar esta carta a Beatrice, una moza que sirve las mesas en la posada del pueblo, quien se ha comprometido a hacerla llegar a vuestras manos a cambio de unos pocos dineros.

En segundo lugar os diré que este negocio se me antoja difícil. No creo que llegue nunca a acercarme a los grandes misterios que según vos y vuestro amo guarda la orden del Temple, y es que incluso el ser nombrado caballero del Temple me parece una tarea casi imposible. De momento, he de ganarme su confianza y para ello lograr el ingreso en esta milicia guerrera, por lo que me aplico sobremanera al afán de aprender sus usos y respetar la regla que nos rige. Mi buen amigo Jean es hombre ocupado y lleno de obligaciones, por lo que me ha asignado una suerte de tutor o compañero, pues es costumbre en la orden que los caballeros vayan por estos mundos de dos en dos.

Robert Saint Claire, a pesar de su juventud, se encarga de mi instrucción. Cada día tratamos uno o dos de los capítulos de la regla y debo decir que hacemos progresos. Aquí la vida es sencilla, como en un monasterio; se habla poco, cosa que me importuna aunque me escapo cuando puedo a las cuadras y charlo con Tomás, Giovanno o mi fiel Toribio. A éstos se les hace difícil la vida aquí, y a mí, otro tanto. Sobre todo acuso la falta de sueño, pues las oraciones nocturnas rompen el descanso del hombre y quebrantan su cuerpo —y, si se me apuráis, el espíritu—. El oficio de maitines me resulta especialmente duro; tras éste, volvemos a dormitar otro rato y después del rezo de laudes desayunamos. Entrenamos y luchamos hasta la hora prima; luego repasamos los pertrechos y reparamos el material de guerra hasta la hora tercia, tras la cual comemos; descansamos hasta la hora sexta y vuelta al entrenamiento. Después, vísperas y, tras el rezo, la cena, luego completas y al catre. A pesar de que nuestro régimen de vida es monástico, se nos permite comer carne tres veces a la semana y legumbres otras dos o tres, porque hemos de estar fuertes para el combate. Los viernes, por supuesto, vigilia.

Los hermanos que se hallaban fuera llegaron y somos un total de catorce caballeros en la encomienda. Todos, excepto un servidor, visten la túnica blanca del Temple. Son ascéticos y resignados y cumplen la regla a rajatabla. Sólo en un aspecto he hallado cierta relajación y es en lo referente a los cabellos. Dice la regla que el buen milites templi no debe lucir melenas ni adornos en el pelo como las damas, así que estos deben llevar el pelo rasurado y portar barba. Sólo unos siete caballeros van de esta guisa, que, debo decir, se me antoja temible. Algunos llevan el pelo no largo, pero sí hasta por debajo de las orejas. Yo mismo me lo he cortado un poco. Hay dos o tres que exhiben inmensos bigotes a la costumbre de los francos. Todos tenemos una sola montura, y aunque la regla dice que se nos permiten hasta tres, tan sólo Jean tiene dos. Debo decir que en realidad nada es nuestro, nada tenemos, todo es de la orden y es el hermano procurador, Gustavo, de origen eslavo, quien nos da y nos quita.

Yo visto una túnica marrón, aunque me han proporcionado el resto del ajuar que corresponde a un caballero, esto es: dos camisas, dos pares de calzas de burel, dos calzones, un sayón, una pelliza, una capa, dos mantos —uno de invierno y otro de verano—, una túnica que en mi caso es marrón, un cinturón de cuero, un bonete de fieltro y otro de algodón. También me han dado un trapo para las comidas, una toalla, un jergón, dos sábanas, una manta de verano y otra de invierno y, por supuesto, las armas y el utillaje de caballero, que incluyen cota de malla, calzas de hierro, casco, yelmo, zapatos, espada, lanza, escudo, tres cuchillos, gualdrapa para el caballo con los colores del Temple, un caldero, un cuenco y tres pares de alforjas. Ellos visten túnicas blancas bajo la capa, con mangas estrechas y faldón algo corto para que no moleste en el combate. Casi todos llevan la cruz roja en el pecho. Dormimos todos juntos en el dormitorio comunal, en el primer piso del donjon. Según la regla las velas deben estar prendidas —para evitar contactos contra natura— y hemos de dormir con la camisa y el calzoncillo puestos por si el combate se hiciera necesario. No se permiten los adornos en monturas, riendas ni gualdrapas que no sean los de la orden, y tampoco los lujos en espuelas, escudos o armas.

Estos caballeros son un ejemplo de voluntaria renuncia. No veo, de momento, nada raro en ellos. Lo único impuro que he detectado hasta el momento es la relación, que según me cuentan Toribio y Tomás, existe entre el hermano cirellero, un caballero llamado Beltrán procedente de la Gascuña, y uno de los armigueros de la encomienda. Además, claro, debo relatar el asunto de mi compañero o «tutor», Robert Saint Claire. Como ya sabéis, el joven inglés ocupa un lugar preeminente y, según me dijo mi buen amigo Jean, tiene un brillante futuro en la orden. El padre de Robert no fue templario como el de Jean, pero está, si cabe, mejor relacionado que aquél. Según me contó mi comendador Henry Saint Claire, el padre de Robert, acompañó al fundador de la orden, Hugues de Payns, en la cruzada, o sea, en su primer viaje a Palestina. Al parecer surgió una gran simpatía entre ambos hombres, una amistad tal que Hugues de Payns desposó a la sobrina de Henry Saint Claire, o sea, a la prima de mi compañero Robert. En la dote se incluían tierras en Escocia, de manera que el primer Gran Maestre del Temple pasó mucho tiempo con los Saint Claire, con los que estrechó aún más los lazos. Los Saint Claire son una familia de origen normando que pasó a Inglaterra desde Francia con las huestes de Guillermo el Conquistador, y poseen un feudo en un lugar llamado Rosslyn. Como veis, me hallo rodeado de hombres que descienden de personajes importantes en la creación del Temple, y aunque no comparto vuestra teoría de la conspiración contra la Iglesia, debo reconocer que éste parece un negocio dominado de inicio por unas pocas familias. Como os decía, Robert Saint Claire tiene un problema: fue inducido por su padre a profesar, y hasta hace un tiempo se hallaba contento con su futuro destino de gerifalte del Temple, pero un obstáculo se cruzó en su camino, la joven hija de un burgués afincado en Chevreuse con la que lleva viéndose cerca de un año. Está enamorado hasta los tuétanos, según me confesó después de pasar un mes sin poder ver a su amada, ya que no tenía permiso para separarse de mí, mientras charlábamos en una de nuestras rondas por estos dominios. El joven me lo confesó todo y debo decir que depositó en mí una confianza digna de encomio, porque si yo hubiera sido de otra manera el castigo hubiera sido durísimo. Quiere dejar la orden pero no sabe cómo planteárselo a su padre, que se lo tomaría como una auténtica deshonra familiar. Gracias a que él se está viendo con su amada en este mismo momento y en esta posada, os he podido escribir estas letras. De momento, poco más os puedo contar; no sé cuándo podré volver a enviaros una misiva. Espero que sea pronto.

Hasta la fecha no veo motivos para pensar que estos Pobres Caballeros de Cristo pretendan atentar contra Nuestra Santa Madre Iglesia. Por cierto, he planteado a mi comendador mi deseo de ir a Tierra Santa y me ha desilusionado diciendo que no se está en la orden para cumplir deseos personales y que si uno quiere ir a un lugar te envían a otro. No obstante, ha insistido en que puedo ser muy útil. Me intriga por qué razón.

Vuestro Servidor en Cristo,

Rodrigo de Arriaga