La nutrida comitiva llegó a su destino al atardecer; cuando el crepúsculo iluminaba en tonos rojizos el hermoso valle donde se hallaba situado Chevreuse, Jean de Rossal quiso dar un rodeo y en lugar de ascender por el sur a la planicie en que se hallaba el castillo, los caballeros atravesaron el valle pasando por el pueblo. Los lugareños parecían contentos con la llegada del comendador y salían a saludarle, pues, según decía el propio Jean, aquella comunidad había prosperado desde que vivían al abrigo de la encomienda del Temple situada en el Château de la Madeleine. Pese a que parecían amables, Arriaga percibió cierto temor en sus ojos cuando saludaban a De Rossal.
Aquellas tierras parecían fértiles y el castillo, a lo alto, imponente. La primavera arrancaba a la tierra miles de florecillas de colores que adornaban los dos lados del camino. Olía a hierba y a tierra mojada. Pararon a dar gracias en la pequeña iglesia del pueblo dedicada a san Nicolás. Rodrigo Arriaga se sintió sobrecogido cuando, rodilla en tierra, todos oraron ante el icono de una virgen negra en la semipenumbra del pequeño templo.
Pensó en Aurora, ardiendo en el infierno en aquel momento. No era justo, un ser tan angelical como ella, tan puro… había muerto sin recibir los últimos sacramentos y yacía en tierra no consagrada. Pensó en la criatura que albergaba en sus entrañas vagando por el limbo. Él tenía la culpa, la había seducido y arrastrado a la muerte. Maldijo a su señor, Alfonso, y se maldijo a sí mismo.
Pensó en los templarios. No creía que Silvio de Agrigento tuviera razón. No pensaba que ocultaran nada. Bien era cierto que Su Santidad el Papa les había otorgado privilegios sin parangón, pero la cristiandad necesitaba a las órdenes militares para mantener Tierra Santa en manos pías. Los grandes nobles del Occidente cristiano y los más acaudalados monarcas no podían soportar la sangría que suponía mantener tropas de continuo en Palestina. El Temple, sí. Y era lógico que el papado los tuviera en alta estima.
—Vamos, Rodrigo —dijo Jean tomándolo por el brazo. Salieron a la plaza empedrada donde habían dejado los caballos y subieron a sus monturas. Mientras ascendían por el empinado sendero de tierra que llevaba al castillo, Arriaga pudo contemplar el valle en todo su esplendor. Aquel lugar era fértil, sin duda, la multitud de casas de labranza que salpicaban el paisaje aquí y allá demostraban que la encomienda que comandaba Jean debía de ser de las más florecientes. El sol se colaba entre las ramas de las hayas y los olmos centenarios, arrancando pequeños destellos de la hierba mojada. Llegaron al pie de las murallas, en la zona norte del château, la que se asomaba al valle. Allí, una empinada escalera daba acceso a una puerta con un rastrillo metálico, pero como aquella entrada no era idónea para las bestias, rodearon el imponente muro por el lado este, junto a una enorme torre de sección circular. Pasaron bajo el muro noroeste —un lienzo de muralla imponente con dos altas torres cuadrangulares a los lados— y entraron en el recinto por el sur, atravesando un pequeño puente levadizo que los llevó al patio cubierto de hierba. Allí los esperaban cuatro caballeros, varios sargentos y unos cuantos armigueros. En el centro del recinto, cercano a la cara oeste, se levantaba un inmenso donjon de tres alturas que cerraba en un gigantesco tejado de pizarra. Un capellán de la orden se acercó a darles la bendición. Vestía una casulla verde con una capa blanca en la que, junto al hombro, se podía observar una cruz roja patada. Todos se arrodillaron y después de que el cura trazara tres veces la señal de la cruz en el aire, rezaron un padrenuestro. Entonces se levantaron y se acercaron los unos a los otros. No parecían efusivos, aunque era evidente que se alegraban de verse. Rodrigo fue presentado a sus nuevos compañeros y un armiguero lo acompañó para que pudiera dejar sus cosas en el dormitorio. Estaba situado en el segundo piso del donjon, la torre del homenaje. Le sorprendió ver que aquel aposento era comunal y que sólo disponía para sí de un pequeño arcón —sin cerradura— al pie de un incómodo catre. Los siete caballeros que había en aquel momento en la encomienda, incluido Jean de Rossal, compartían dormitorio. Según le dijeron, faltaban otros siete que habían acudido al Temple de París a llevar el importe recaudado con el diezmo en los últimos meses.
Llegó la hora y acudieron al refectorio en la planta baja. El capellán inició un padrenuestro antes de partir el pan. Había un mantel blanco sobre la enorme mesa. Se sentaban por parejas para, como prescribía la regla, servirse mutuamente. A Rodrigo le tocó hacerlo con el joven Robert Saint Claire. Nadie habló durante la cena. En aquel castillo se comía en dos turnos, primero los caballeros y luego los sargentos y armigueros o fámulos. Arriaga observó que todos los caballeros arrancaban un trozo a su pedazo de pan, el diezmo, que había de ser entregado al limosnero para los pobres, al igual que las sobras que quedaran tras la comida de los sargentos. Un joven leía textos sagrados mientras los caballeros apuraban una comida espartana: sopa de verduras, pan y manzanas de postre. Al menos hubo vino, aunque aguado y consumido con moderación. Al acabar rezaron otro padrenuestro y, apresurados, acudieron al oficio de completas, pues acababa de oscurecer. Los caballeros hablaron poco o nada entre sí. Cuando Arriaga cayó en su cama, se quedó dormido al instante.