7 de mayo del Año

de Nuestro Señor de 1140

A la atención de su Paternidad

Silvio de Agrigento

Estimado señor, os escribo desde la ciudad de Rodez, en cuya posada pernoctamos para recuperar a las bestias y a nos de la fatiga del camino. Como podéis comprobar, la misión —tal y como vos gustáis de llamar a este encargo— ha comenzado con muy buen pie. Mi buen amigo Jean de Rossal se ha mostrado muy feliz con nuestro reencuentro y mucho más con mi decisión de engrosar las filas del Temple. Me siento culpable al comprobar con qué entusiasmo me presenta a sus confreres, que se deshacen en elogios al saber que serví con el Batallador, ya que mi antiguo señor, mi Rey, simpatizaba de veras con esta militia y ellos saben que los quería bien.

Jean es el comendador de una minúscula encomienda situada a apenas una jornada de París, hacia el sur de la urbe. Allí nos dirigimos. Tengo que cumplir un período de prueba, al igual que mis acompañantes, Giovanno, Toribio y Tomás. No he podido contactar hasta ahora con vos porque siempre hemos pernoctado en encomiendas y hospederías de la orden, pero he aprovechado nuestra estancia en esta posada para sobornar a un mozo para que entregue esta carta al cura del pueblo y que él os la haga llegar.

De momento no me permiten lucir la túnica o la sobreveste blanca que visten los milites templi porque estoy a prueba, aunque me consta —según dice Jean— que a las altas jerarquías de la orden les ha alegrado mucho mi incorporación. La cesión de las propiedades de mi padre —si levantara la cabeza— ha supuesto, como dijisteis vos, un retoque perfecto a mi candidatura, un añadido que, por lo que sé, no les ha desagradado. Los recursos que se necesitan para combatir en Tierra Santa son enormes y cualquier aportación es recibida con alegría por la orden. Es curioso, pero en el camino, en todos los pueblos por los que pasamos, hasta en los villorrios más deprimidos, los campesinos nos salen al paso y nos entregan sus pocas joyas, sus exiguas monedas, la cruz de la abuela, trigo, animales… todo para que luchemos contra el infiel y mantengamos en manos pías el Santo Sepulcro de Nuestro Señor. Jean no rechaza ninguna donación por pobre que sea el donante. Parece como si sirviera a un fin superior que no obedece ni repara en las vidas de los insignificantes hombres y mujeres que habitan este valle de lágrimas. Todos los caballeros, sargentos y armigueros parecen imbuidos por ese ideal, que los hace semejar superiores, soldados místicos, monjes guerreros con una sola misión: combatir al infiel aun a costa de sus propias vidas o las de los demás. Viajamos acompañados por cinco sargentos y quince peones, así como por varios armigueros que se encargan de bregar con las bestias y hacer funciones de escuderos de nos, de Jean y otros dos caballeros templarios de la encomienda de Chevreuse que nos acompañan. Uno, de nombre Robert Saint Claire, viene de las islas Británicas y parece gozar de cierto predicamento pese a su juventud. Al parecer, es de familia influyente. El otro, que rondará la cuarentena, es de origen milanés, se llama Gregorio de Bratava y parece tener malas pulgas.

Mi amigo Jean parece entusiasmado y feliz con mi presencia. En parte me hace sentir culpable. Os tendré informado.

Vuestro hermano en Cristo,

Rodrigo de Arriaga