6. Una proposición inesperada


Rothen levantó la vista sorprendido cuando Sonea entró en la habitación.

—¿Ya estás de vuelta? —Sus ojos resbalaron hasta su túnica—. Oh. ¿Qué ha ocurrido?

—Regin.

—¿Otra vez?

—A todas horas.

Sonea dejó caer su libro de notas encima de la mesa. Emitió un ruido de chapoteo y un pequeño charco de agua comenzó a formarse a su alrededor. Lo abrió y encontró que todos sus apuntes estaban empapados y que la tinta se estaba corriendo, mezclada con el agua. Gimió al darse cuenta de que tendría que volver a escribir absolutamente todo. Se dio media vuelta y se encaminó al dormitorio para cambiarse.

En la entrada de la universidad, Kano se había abalanzado sobre ella y le había arrojado un puñado de comida a la cara. Ella se había acercado a la fuente del centro del patio con la intención de lavarse, pero al inclinarse sobre la pileta, el agua se había alzado sobre ella, calándola hasta los huesos.

Tras un suspiro, abrió el armario ropero, sacó una vieja camisa y un par de pantalones y se cambió. Recogió la túnica empapada y regresó a la sala de invitados.

—Lord Elben comentó algo interesante ayer.

Rothen frunció el ceño.

—¿Sí?

—Dijo que voy varios meses por delante de la clase, que voy casi tan bien como la promoción de invierno.

El mago sonrió.

—Tuviste meses de práctica antes de empezar. —Su sonrisa se difuminó cuando vio las ropas que llevaba—. Debes llevar puesta la túnica todo el tiempo, Sonea. No puedes ir a clase así.

—Lo sé, pero no me queda ninguna limpia. Tania me traerá algunas esta noche. —Le extendió la túnica goteante—. A no ser que pudieras secar esta por mí.

—Ya deberías ser capaz de hacer eso tú misma.

—Puedo, pero se supone que no debo utilizar la magia a menos…

—… a menos que te lo ordene un mago —finalizó Rothen, y rió entre dientes—. Esa norma es flexible, Sonea. En general se entiende que si un profesor te ordena practicar lo que te ha enseñado, eres libre de hacerlo fuera de clase salvo que te diga lo contrario.

La muchacha sonrió y bajó la vista a la túnica. El vapor empezó a ascender de la tela como una neblina mientras Sonea la atravesaba con un flujo de calor. Cuando la túnica estuvo seca, la dejó a un lado y se sirvió los restos de un pastel dulce que había sobrado de la comida matutina.

—Dijiste una vez que un aprendiz excepcional puede ser trasladado a una clase superior. ¿Qué me haría falta para eso?

Rothen arqueó las cejas.

—Mucho trabajo. Puede que seas buena practicando la magia, pero tu conocimiento y comprensión de ella tendría que ser mucho mejor.

—Entonces ¿es posible?

—Sí —dijo lentamente—. Si trabajamos todas las noches y los dialibres, podrías superar los exámenes de mitad de año dentro de un mes, más o menos, pero el trabajo duro no terminaría aquí. Una vez que hayas avanzado, sería necesario ponerte al día con los aprendices de invierno. Si suspendes los exámenes de primer año, retrocederás a las clases de verano. Eso significa que tendrías que trabajar muy duro durante dos o tres meses.

—Entiendo. —Sonea se mordió el labio—. Quiero intentarlo.

Rothen la observó detenidamente; después fue hasta las sillas y se sentó.

—Así que has cambiado de idea, entonces.

Sonea frunció el ceño, perpleja.

—¿Cambiado de idea?

—Querías esperar hasta que los otros te alcanzaran.

Ella movió una mano con desdén.

—Olvídalos. No merecen la pena. ¿Tienes tiempo para enseñarme? No quiero distraerte de tus clases.

—Eso no será un problema. Prepararé mis lecciones mientras tú estudias. —Rothen se inclinó hacia delante—. Sé que haces esto para alejarte de Regin. Tengo que apuntar que la siguiente clase puede no ser mejor.

Sonea asintió. Se dejó caer en una silla junto a él y empezó a separar sus notas cuidadosamente.

—He meditado sobre ello. No espero gustarles, solo que me dejen tranquila. Los he observado cuando he podido, y no parece que haya nadie como Regin entre ellos. No tienen a un único aprendiz que los dirija. —Se encogió de hombros—. Puedo vivir siendo ignorada.

Rothen asintió con la cabeza.

—Has pensado en esto detenidamente, por lo que veo. Muy bien. Lo haremos.

Un nuevo sentimiento de esperanza embargó a Sonea. Era una segunda oportunidad. Le brindó una amplia sonrisa.

—¡Gracias, Rothen!

El mago alzó los hombros.

—No en vano soy tu tutor. Darte un tratamiento especial es mi función.

Sostuvo en alto las hojas mojadas de papel y comenzó a secarlas. Las hojas se rizaban a medida que se secaban y la tinta transformaba las letras en grotescos garabatos. Volvió a suspirar ante la idea de reescribirlas.

—Aunque las habilidades de guerrero no es mi área de experiencia —dijo Rothen—, creo que encontrarás útil saber como levantar y mantener un escudo básico. Eso debería bastar para protegerte de travesuras como esta.

—Lo que tú digas —respondió Sonea.

—Y como ya te has perdido el comienzo de la clase, bien podrías quedarte aquí y aprenderlo ahora. Le diré a tu profesor… Bueno, ya pensaré en una buena excusa.

Sorprendida y complacida, Sonea dejó los apuntes secos a un lado. Rothen se puso en pie y empujó la mesa para que no entorpeciera.

—Levántate.

Sonea obedeció.

—Bien, sabes que todo el mundo, magos y no-magos, poseen una frontera natural que protege la zona contenida por nuestro cuerpo. Ningún otro mago puede influir en nada dentro de esa zona sin agotarnos antes. De lo contrario, un mago podría matar a otro simplemente alcanzando su interior y aplastándole el corazón.

Sonea asintió con la cabeza.

—La piel es la frontera. La barrera. La sanación puede atravesarla, pero solo mediante contacto directo de piel con piel.

—Sí. Bien, hasta ahora has extendido tu influencia como un brazo, alargándolo, digamos, para encender una vela o levantar una pelota. Un escudo es como extender toda tu piel hacia fuera, como inflar una burbuja a tu alrededor. Observa, crearé un escudo visible.

La mirada de Rothen adoptó una expresión distraída. Su piel empezó a brillar, y entonces fue como si una capa de esta empujara hacia fuera, estirando, alisando y confundiendo el contorno del cuerpo. Se expandió y formó un globo translúcido de luz alrededor del mago. Luego se replegó y desapareció.

—Eso solo fue un escudo de luz —dijo—. No habría repelido nada. Pero es útil para empezar porque es visible. Ahora quiero que crees el mismo tipo de escudo, pero solo alrededor de tu mano.

Sonea levantó una mano y se concentró en ella. Hacerla brillar fue fácil; Rothen ya le había enseñado a crear una luz suficientemente fría para no quemar nada. Centró su atención en la piel, buscó la sensación de ser una frontera a la influencia de su magia, y luego empujó hacia fuera.

Al principio el brillo se expandió en estallidos erráticos, pero tras varios minutos consiguió controlar su crecimiento para que se extendiera en todas las direcciones al mismo tiempo. Finalmente una esfera brillante rodeó su mano.

—Bien —dijo Rothen—. Ahora inténtalo con el brazo entero.

Lentamente, con alguna vacilación, el globo se alargó hasta el hombro, y después se hinchó hasta formar una esfera mayor.

—Ahora la parte superior del cuerpo.

Fue la más extraña de las sensaciones. Como si ella misma se estuviera expandiendo para ocupar un espacio más grande. Mientras alargaba la esfera para incluir la cabeza, sintió un hormigueo en el cuero cabelludo.

—Muy bien. Ahora toda entera.

Algunas partes de la esfera se colapsaron hacia dentro al concentrarse en las piernas, pero tras ocuparse de ellas se encontró a sí misma rodeada completamente por una bola brillante. Bajó la vista y se dio cuenta de que se extendía por debajo de sus pies, penetrando en el suelo.

—¡Excelente! —dijo Rothen—. Ahora recógela hacia dentro desde todas las direcciones al mismo tiempo.

Pausadamente, y no sin que algunas partes se colapsaran antes que otras, tiró de la esfera hacia dentro hasta que se pegó a su piel. Rothen asintió con aire pensativo.

—Has captado la idea —dijo—. Solo necesitas algo más de práctica. En cuanto lo domines, trabajaremos los escudos repelentes básicos y los contenedores. Ahora, enséñamelo de nuevo.

Cuando la puerta se cerró tras Sonea, Rothen reunió sus libros y papeles. Por lo que había oído, el aprendiz de Garrel era un líder natural. Era un hecho desafortunado, pero no inesperado, que el chico escogiera fortalecer su influencia sobre el grupo volviéndolo contra otro aprendiz. Sonea había sido la víctima obvia. Por desgracia, había destrozado en pedazos todas sus esperanzas de ser aceptada por el resto.

Meneó la cabeza y suspiró. ¿Había trabajado en la erradicación de su vocabulario de las barriadas y le había enseñado buenos hábitos y maneras para nada? Había asegurado a Sonea en innumerables ocasiones que solo necesitaba hacer un amigo o dos para que se olvidara su pasado. Pero se había equivocado. Sus compañeros de clase no solo la rechazaban, sino que se habían vuelto contra ella.

Los profesores tampoco le habían tomado simpatía, a pesar de sus excepcionales aptitudes. Circulaban historias de apuñalamientos y robos infantiles, según Yaldin, el amigo de mayor edad de Rothen. Los profesores no podían descuidar su educación, no obstante. Se aseguraría de eso.

¡Rothen!

Rothen dejó todo lo demás y se concentró en la voz de su mente.

¿Dannyl?

Hola, viejo amigo.

Cuando Rothen centró su atención en la voz, esta se hizo más nítida y adquirió cierta personalidad. Percibió también la presencia de otros magos, cuya atención había sido atraída por la llamada, pero se había desvanecido a medida que apartaban sus mentes de la conversación.

Esperaba que te comunicaras antes. ¿Se retrasó tu barco?

No, llegué hace dos semanas. No he tenido un momento de esparcimiento desde entonces. El primer embajador había concertado tantas presentaciones y reuniones que a duras penas me mantengo en pie. Creo que le decepciona el hecho de que realmente necesite dormir.

Rothen se contuvo de preguntar si el primer embajador del Gremio en Elyne se había puesto tan corpulento como se rumoreaba. La comunicación mental no era completamente privada, y siempre era posible que otro mago pudiera estar escuchando.

¿Has visto mucho de Capia?

Un poco. Es tan bella como dicen. Rothen recibió la imagen de una majestuosa ciudad de piedra amarilla, agua azul y barcos.

¿Ya has estado en la corte?

No, la tía del rey murió hace unas semanas y él ha estado de luto. La visito hoy. Debería ser interesante.

Una sensación de suficiencia acompañó a las palabras, y Rothen supo que su amigo estaba pensando en todos los escándalos, rumores y habladurías que había desenterrado sobre la gente de la corte de Elyne antes de dejar Kyralia.

¿Cómo le va a Sonea?

Sus profesores elogian sus aptitudes, pero tiene a un buscalíos en su clase. Ha congregado en torno a él al resto de los aprendices.

¿Puedes hacer algo? Había simpatía y comprensión tras las palabras de Dannyl.

Acaba de proponerme pasar al siguiente curso.

¡Pobre Rothen! Eso implica trabajo duro, para los dos.

Puedo arreglármelas. Solo espero que no encuentre a los aprendices invernales tan poco amistosos.

Dile que lo siento por ella. La atención de Dannyl fluctuó. Ahora debo irme. Hasta pronto.

Hasta pronto.

Rothen juntó sus libros y echó a andar hacia la puerta de la sala de invitados. Recordando al aprendiz impopular y malhumorado que Dannyl había sido, se sintió un poco mejor. Quizá la situación para Sonea fuese difícil ahora, pero al final se acabaría solucionando por sí misma.

—Tayend de Tremmelin, ¿eh? —Errend, el primer embajador del Gremio en Elyne, cambió de posición en su asiento. La faja sobre la túnica oprimía su impresionante vientre—. Es el hijo menor de Dem Tremmelin. Un académico de la Gran Biblioteca, creo. No le veo mucho por la corte, aunque le he visto con Dem Agerralin. He aquí a un hombre con dudosas relaciones.

¿Dudosas relaciones? Dannyl abrió la boca para pedir al embajador que se explicara, pero el hombretón estaba distraído con los virajes del carruaje.

—¡El Palacio! —exclamó, señalando por la ventana—. Le presentaré al rey, y después relaciónese como le plazca; dependerá de usted. Tengo una cita que abarcará la mayor parte de la tarde, así que siéntase libre de regresar en el carruaje cuando haya tenido bastante. Solo recuerde al conductor que vuelva al anochecer a por mí.

Se abrió la puerta del carruaje y Dannyl siguió a Errend afuera. Estaban a un lado de un patio de grandes dimensiones. Delante de ellos se alzaba el Palacio, una extensa estructura de cúpulas y balcones que se erigía en lo alto de una escalera larga y amplia. Por esta ascendía la gente, pomposamente vestida, o bien descansaba en asientos de piedra colocados a intervalos regulares para tal propósito.

Dannyl se volvió hacia su compañero, y encontró a Errend flotando a ras del suelo junto a él. El primer embajador rió ante la expresión de asombro de Dannyl.

—¡No tiene sentido andar si no es necesario!

Mientras el hombre se deslizaba flotando escalera arriba, Dannyl examinó los rostros de los cortesanos y sirvientes. No parecían sorprendidos por este uso de la magia, aunque algunos echaron un vistazo al embajador y sonrieron. A pesar del carácter alegre de Errend y de ser una mole de hombre, obviamente también era un mago fuerte y diestro. Impresionado, aunque reacio a atraer la atención sobre sí mismo de un modo tan extravagante, Dannyl decidió emplear sus piernas.

Encontró a Errend esperándolo arriba. El hombre hizo un gesto amplio para abarcar todo lo que se extendía ante el Palacio.

—¡Mire qué vista! ¿No es algo maravilloso?

Todavía resoplando profundamente por la ascensión, Dannyl se giró. La bahía entera se desplegaba ante él. Los edificios amarillo pálido brillaban bajo la luz del sol, y el agua exhibía un lustroso color azul.

—«Un collar para un rey», dijo el poeta Lorend en una ocasión.

—Es una hermosa ciudad —asintió Dannyl.

—Llena de gente hermosa —añadió Errend—. Venga adentro. Le presentaré.

Otra fachada porticada se levantaba ante ellos, la más grandiosa que Dannyl había visto hasta el momento. Los arcos tenían varias veces la altura de un hombre; los de los extremos eran los más bajos, y se alargaban progresivamente al avanzar hacia el centro. Detrás del arco más grande, una entrada sin puertas ofrecía acceso al Palacio.

Seis guardias en posición de firmes estudiaron detenidamente a Dannyl cuando este siguió a Errend a una sala cavernosa. El interior era vasto y espacioso. Fuentes y esculturas de piedra habían sido colocadas a intervalos regulares a cada uno de los lados, con pórticos en medio que conducían a más habitaciones y pasillos.

Errend echó a andar por el centro de la estancia. Había varios grupos de hombres y mujeres parados o caminando alrededor, algunos con sus hijos. Todos vestían ropas suntuosas. Al pasar Dannyl le examinaron con curiosidad; los más cercanos se inclinaron en gráciles reverencias.

Vislumbró túnicas del Gremio aquí y allá: mujeres de verde, hombres de rojo o púrpura. A los magos que miraban en su dirección y asentían, les devolvía el gesto con una educada inclinación de cabeza. Guardias con uniforme flanqueaban cada puerta, observándolo todo con atención. Músicos solitarios vagaban por allí, tocando instrumentos de cuerda y cantando sosegadamente. Un mensajero llegó a la carrera, con el rostro brillante por el sudor.

En el otro extremo de la sala, Errend atravesó otro arco hacia una habitación más pequeña. Enfrente del arco se erguían un par de puertas decoradas con la marca del rey de Elyne: un pez saltando sobre un racimo de uvas. Un guardia que llevaba el mismo símbolo en el peto dio un paso adelante para preguntar el nombre de Dannyl.

—Lord Dannyl, segundo embajador del Gremio en Elyne —respondió Errend.

«Suena a grandeza», pensó Dannyl. Sintió un arrebato de excitación mientras seguía a Errend a través de la habitación. Dos cortesanos fueron ahuyentados de un largo banco con cojines, y el guardia indicó a los magos que debían sentarse. Errend se aposentó y suspiró.

—Aquí es donde toca esperar —dijo.

—¿Por cuánto tiempo?

—Tanto como sea necesario. Se le susurrarán nuestros nombres al rey en cuanto termine con su audencia actual. Si desea vernos enseguida, nos llamarán. Si no… —Errend se encogió de hombros y señaló con la mano a la gente de la habitación—. Esperamos nuestro turno o nos vamos a casa.

Unas voces y risas femeninas llenaron la habitación. Un grupo de mujeres sentadas en el banco frente al de Dannyl escuchaban el murmullo de un músico de vestimentas alegres posado en el suelo con las piernas cruzadas. Un instrumento descansaba en la rodillas del hombre, quien deslizaba los dedos por las cuerdas, produciendo un ocioso hilo de notas. Mientras Dannyl miraba, el hombre se volvió para canturrear algo a una de las mujeres, y esta se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa.

Como si presintiera que estaba siendo observado, el hombre levantó la vista y se topó con la mirada de Dannyl. Se puso en pie con un grácil movimiento y empezó a puntear las cuerdas, arrancando una melodía. Para asombro de Dannyl, lo que había supuesto que era una camisa se trataba en realidad de un extraño traje con cinturón y una falda corta. Las piernas del músico estaban enfundadas en leotardos de brillantes colores verde y amarillo.

—Un hombre con toga. Un hombre con toga. El hombre con la toga, él se queda en nuestra alcoba.

El músico atravesó la sala danzando, y se paró delante del banco. Se encorvó un poco y miró directamente a los ojos de Dannyl.

—Un hombre con un vestido. Un hombre con un vestido. El hombre del vestido, él le dejará afligido.

Indeciso, sin saber cómo reaccionar, Dannyl miró inquisitavamente a Errend. El embajador observaba con aburrida tolerancia. El músico hizo una pirueta y adoptó una pose dramática.

—Un hombre barrigón. Un hombre barrigón… —El músico hizo una pausa y olisqueó el aire—. El hombre barrigón, su fragancia causa sensación.

La boca de Errend se torció en una media sonrisa cuando se oyeron unas cuantas risas aisladas alrededor. El músico ejecutó una reverencia, luego giró sobre tus talones y atravesó a la carrera la habitación en dirección a las mujeres.

—En Capia mi amante tiene el pelo rojo, rojo, y ojos como el mar más hondo —cantó con voz dulce y rica en matices—. En Tol-Gan mi amante tiene brazos fuertes, fuertes, y a mi alrededor los enrosca siempre.

Dannyl soltó una risita.

—He escuchado otra versión de esta canción cantada por marineros vindeanos, pero no sería en absoluto aceptable para los oídos de estas jóvenes damas.

—Sin duda la canción que oíste se trataba de la original; esta se ha suavizado para la corte —respondió Errend.

El músico entregó el instrumento a unas de las damas de forma excesivamente ceremoniosa, y luego empezó a dar volteretas hacia atrás.

—Qué hombre tan extraño —dijo Dannyl.

—Practica el arte de la adulación con el único propósito de insultar. —Errend agitó una mano en un gesto de indiferencia—. Ignórelo. A menos que, claro, lo encuentre entretenido.

—Lo cierto es que sí, aunque no estoy seguro de por qué.

—Lo superará. Una vez que…

—Embajadores del Gremio en Elyne —llamó con voz atronadora el guardia del rey.

Errend se levantó y cruzó la sala a grandes zancadas, con Dannyl siguiéndole un paso por detrás. El guardia les hizo una seña para que esperaran, y desapareció tras la puerta.

Dannyl oyó anunciar el título de Errend, y a continuación el suyo. Se produjo una pausa, y entonces el guardia regresó y los hizo pasar.

La cámara de audiencias era más pequeña que la sala anterior. Dos mesas se alineaban a ambos lados, y en ellas se encontraban varios hombres de mediana y tercera edad: los consejeros del rey. En el centro había otra mesa, con documentos, libros y una bandeja con dulces dispuestos sobre ella. Detrás de esta mesa central, en un enorme trono lleno de cojines, se hallaba el rey. Dos magos, de pie tras él, captaban con sus perspicaces ojos cada movimiento de la sala.

Siguiendo el ejemplo de Errend, Dannyl se detuvo y apoyó una rodilla en el suelo. Habían pasado muchos años desde la última vez que se arrodilló ante un rey, y eso había ocurrido cuando, de niño, su padre le llevó a la corte de Kyralia a modo de regalo. Como mago, daba por descontado que todos, salvo otros magos, se inclinarían ante él. Aunque no sentía especial deseo de que la gente le tributara tal homenaje, si no lo hacían se sentía extrañamente desairado, como si se hubieran infringido las normas elementales de cortesía. Las señales de respeto eran importantes aunque solo fuera por mantener los buenos modales.

Pero arrodillarse delante de otro era en cierto modo humillante, y esa era una emoción que no estaba acostumbrado a experimentar. No podía evitar pensar lo satisfactorio que debía de ser para un rey, en esos tiempos, ser una de las pocas personas de las Tierras Aliadas ante quien los magos harían una genuflexión.

—En pie.

Dannyl se enderezó, y al levantar la vista, notó que el rey le examinaba con interés. Con más de cincuenta años, el cabello castaño rojizo de Marend estaba veteado de blanco. Su mirada, sin embargo, era despierta e inteligente.

—Bienvenido a Elyne, embajador Dannyl.

—Gracias, alteza.

—¿Cómo fue el viaje?

Dannyl consideró la pregunta.

—Buen viento. Sin tormenta. Plácido y sin incidentes.

El hombre soltó una risita.

—Habla como un marinero, embajador Dannyl.

—Fue un viaje muy instructivo.

—¿Y en qué planea ocupar su tiempo en Elyne?

—Cuando no esté tratando los asuntos y peticiones que se me presenten, exploraré la ciudad y sus alrededores. En particular, estoy deseando ver la Gran Biblioteca.

—Desde luego —dijo el rey sonriendo—. Los magos parecen tener un hambre insaciable de conocimiento. Bien, es un placer conocerle, embajador Dannyl. Estoy seguro de que nos encontraremos de nuevo. Puede marcharse.

Dannyl inclinó la cabeza respetuosamente y a continuación siguió a Errend hacia una puerta lateral. Entraron en una habitación más pequeña, donde había algunos guardias hablando tranquilamente. Otro hombre de uniforme les hizo pasar a un pasillo que conducía a una de las puertas laterales de la gran sala a la que habían entrado primero.

—Bien —dijo Errend—. Fue rápido y no muy emocionante, pero ya tiene una buena imagen suya, y ese era el objetivo de esta pequeña visita. Ahora, le dejo aquí. No se preocupe. He dispuesto que alguien… Ah, aquí llegan.

Dos mujeres se acercaron. Hicieron una solemne reverencia después de que Errend las presentara. Dannyl asintió, sonriendo al recordar un cotilleo particularmente interesante que había desenterrado sobre aquellas dos hermanas.

Cuando la mayor se enganchó al brazo de Dannyl, Errend sonrió y se excusó. Las hermanas guiaron a Dannyl por la habitación, presentándole a varios cortesanos elyneos famosos. Dannyl pronto puso cara a muchos de los nombres que había memorizado.

Todos aquellos cortesanos parecían genuinamente ansiosos por conocerle, y descubrió que le embargaba una sensación casi de inquietud por este interés. Finalmente, cuando el sol empezó a arrojar largos rayos de luz al interior de la sala y viendo que otros se marchaban, Dannyl decidió que podría excusarse sin parecer descortés. Una vez que se desembarazó de las hermanas, se encaminó hacia la entrada del Palacio, pero antes de alcanzarla, un hombre apretó el paso y le abordó.

—¿Embajador Dannyl? —El hombre era delgado, con el cabello muy corto, y sus ropas eran de un verde oscuro que parecía sombrío en comparación con los colores del resto de la corte de Elyne.

Dannyl asintió.

—¿Sí?

—Soy Dem Agerralin. —El hombre hizo una reverencia—. ¿Cómo le fue su primer día en la corte?

Aquel nombre le resultaba familiar, pero Dannyl no pudo recordar por qué.

—Agradable y entretenido, Dem. He conocido a muchas personas.

—Pero veo que se dirige a casa. —Dem Agerralin dio un paso atrás—. Le haré llegar tarde.

De repente Dannyl recordó dónde había oído aquel nombre. Dem Agerralin era el hombre de «dudosas relaciones» del que había hablado Errend. Dannyl le observó con detenimiento. Dem era un hombre de mediana edad, calculó. No había nada en él que lo hiciera destacar de modo evidente.

—No tengo prisa —dijo Dannyl.

Dem Agerralin sonrió.

—Ah, eso es bueno. Hay una pregunta que desearía formularle, si me lo permite.

—Desde luego.

—Es un asunto privado.

Dannyl, intrigado, le indicó que continuara. Dem pareció sopesar las palabras y a continuación hizo un ademán de disculpa.

—Hay poco que escape a la atención de la corte de Elyne y, como ya se habrá imaginado, nos fascinan el Gremio y los magos. Sentimos mucha curiosidad hacia usted.

—Me he dado cuenta.

—Por tanto, no debería sorprenderle que hayan llegado hasta nosotros ciertos rumores que le atañen.

Un escalofrío aguijoneó la piel de Dannyl. Adoptó cuidadosamente una expresión de sorpresa y desconcierto.

—¿Rumores?

—Sí. Antiguos, pero yo y algunos otros hemos tenido motivos para recordarlos y recapacitar sobre ellos desde que nos enteramos de que se trasladaba a Capia. No se alarme, amigo mío. Aquí esos asuntos no se consideran… eh… tabú, como en Kyralia, aunque no siempre es sabio hacerlo del dominio público. Todos sentimos mucha curiosidad, así que ¿me permite el atrevimiento de preguntar si tales rumores encierran algo de verdad?

La voz del hombre sonaba esperanzada. Dannyl se dio cuenta de que lo estaba mirando con desconfianza, y se obligó a apartar la vista. Si un cortesano hiciera una pregunta semejante en Kyralia, daría pie a un escándalo capaz de arruinar la reputación de un hombre y rebajar la posición de su Casa. Dannyl debería sentirse ultrajado, y dejar bien claro a Dem que semejante pregunta resultaba inapropiada.

Pero la ira y la amargura que en una ocasión sintiera hacia Fergun por hacer circular esos rumores se había desvanecido desde que el guerrero fue castigado por chantajear a Sonea. Y además, a pesar de no haber encontrado una esposa que disipara para siempre esas persistentes sospechas, los magos superiores le habían elegido para ser embajador del Gremio.

Dannyl meditó cómo debía responder. Tenía dudas de si ofendería al hombre. Los elyneos quizá eran menos reservados que los kyralianos, pero ¿cuánto? El embajador Errend había definido a Dem Agerralin como un hombre de «dudosas relaciones». En cualquier caso, sería de necios crearse un enemigo en su primer día en la corte.

—Ya veo —dijo Dannyl despacio—. Creo que sé a qué rumor se refiere. Parece que nunca me desprenderé de él, aunque han pasado diez… no, quince años desde que se originó. El Gremio, como debe de saber, es un lugar muy conservador, y por esta razón el aprendiz que hizo circular ese rumor me causó graves problemas con mis compañeros. Era propenso a inventar toda clase de historias sobre mí.

El hombre asintió, dejando caer los hombros.

—Ya veo. Bien, por favor, perdóneme por sacar a relucir un tema doloroso. Había notado que el antiguo aprendiz del que habla vive ahora en las montañas, en un fuerte, creo. También nos hemos hecho preguntas sobre él, pues a menudo aquel que denuncia en voz alta lo más probable es que a menudo sea…

Un hombre se aproximaba, y Dem Agerralin dejó la frase en el aire. Dannyl se sorprendió al ver a Tayend. Una vez más, quedó impresionado por la apariencia llamativa del académico. Vestido de azul oscuro, con el pelo rubio rojizo recogido detrás, Tayend no parecía en absoluto fuera de lugar en la corte. El académico hizo una grácil reverencia y después sonrió a ambos.

—Embajador Dannyl, Dem Agerralin —dijo saludando con una inclinación de la cabeza—. ¿Cómo está, Dem?

—Bien —respondió el hombre—. ¿Y usted? Llevamos una temporada sin verle por la corte, joven Tremmelin.

—Lamentablemente, mis obligaciones en la Gran Biblioteca me mantienen aislado. —Tayend no daba en absoluto la impresión de estar arrepentido—. Me temo que debo robarle al embajador Dannyl, Dem. Hay un asunto que necesito discutir con él.

Dem Agerralin miró a Dannyl con expresión indescifrable.

—Ya veo. Entonces me despido de usted, embajador. —Hizo una reverencia y se marchó con aire despreocupado.

Tayend esperó hasta que el hombre estuvo a una distancia desde la que no pudiera oírle, y entonces entrecerró los ojos en dirección a Dannyl.

—Hay algo que debería saber con respecto a Dem Agerralin.

Dannyl sonrió con ironía.

—Sí, creo ha dejado claro de qué se trata.

—Oh. —Tayend asintió—. ¿Y sacó a colación los rumores que le conciernen a usted? —Cuando Dannyl frunció el ceño consternado, el académico volvió a asentir con la cabeza—. Supuse que lo haría.

—¿Todo el mundo habla de ello?

—No, solo unas pocas personas en ciertos círculos.

Dannyl no estaba seguro de si debía sentirse aliviado por esa información.

—Han pasado años desde que se lanzaron aquellas acusaciones. Me sorprende incluso que llegaran hasta la corte de Elyne.

—No debería sorprenderle. La idea de que un mago kyraliano pueda ser un doncel, que es el término cortés que empleamos aquí para hombres como Agerralin, es divertida. Pero no se preocupe. Parece el típico insulto entre niños. Si me permite decirlo, está sorprendentemente tranquilo, para ser kyraliano. Casi temía que reduciría al pobre Agerralin a cenizas.

—No conservaría mi cargo de embajador del Gremio por mucho tiempo si lo hiciera.

—No, pero es que ni siquiera parece enfadado.

Dannyl, nuevamente, meditó la respuesta.

—Cuando pasas media vida negando tales rumores, llegas a simpatizar con la clase de personas que algunos dicen que eres. Tener inclinaciones que son inaceptables, y tener que negarlas o emprender elaboradas medidas para ocultarlas, debe de ser una manera de vivir terrible.

—Así es en Kyralia, pero no aquí —dijo Tayend sonriendo—. La corte de Elyne es terriblemente decadente, pero también es maravillosa por su libertad. Presumimos que todo el mundo tiene unos cuantos hábitos interesantes o excéntricos. Nos encantan los cotilleos, pero no damos demasiado crédito a los rumores. De hecho, tenemos un dicho: «Siempre hay una parte de verdad en un rumor; lo difícil es averiguar qué parte es». Por lo tanto, ¿cuándo vendrá a la biblioteca?

—Pronto —respondió Dannyl.

—Espero con impaciencia su visita. —Tayend se separó un paso—. Pero, por ahora, tengo otro asunto que atender. Hasta entonces, embajador Dannyl. —Hizo una reverencia.

—Hasta entonces —respondió Dannyl.

Dannyl sacudió la cabeza mientras observaba al académico alejarse a trancos. Había acumulado rumores y especulaciones sobre los cortesanos de Elyne como pequeños tesoros, sin pensar en ningún momento que ellos estarían haciendo lo mismo con respecto a él. ¿Conocía la corte entera el rumor que Fergun había iniciado tantos años atrás? Saber que todavía se hablaba de eso inquietaba a Dannyl, pero solo podía confiar en que Tayend estuviera en lo cierto, y que la corte no se tomaría en serio tales historias.

Dejó escapar un suspiro, atravesó la entrada del Palacio y comenzó a descender la larga escalera hasta el carruaje del Gremio.