5. Habilidades útiles


Mientras esperaba a que comenzara la clase, Sonea abrió su cuaderno de notas y empezó a leer. Una sombra cruzó su pupitre, y dio un salto cuando una mano apareció como un relámpago delante de ella y cogió una de las hojas de papel. Hizo un desesperado intento por recuperarla, pero fue demasiado lenta. La mano se llevó ágilmente el papel.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —Regin pasó al frente de la clase y se apoyó de espaldas en la mesa del profesor—. Los apuntes de Sonea.

Ella le miró fríamente. Los otros aprendices observaban con interés. Regin estudió rápidamente la página y rió con deleite.

—¡Mirad qué letra! —exclamó, sosteniéndolo en alto—. Escribe como una niña. Oh, y ¡qué ortografía!

Sonea sofocó un gemido cuando el muchacho empezó a leer, haciendo un fingido alarde de su «pugna» por descrifrar las palabras. Se detuvo tras unas cuantas frases y se preguntó en voz alta sobre cuál sería su significado. Ella oyó varias risas medio ahogadas, y sintió que su rostro comenzaba a arder. Regin sonrió burlón y empezó a exagerar los errores de la página pronunciando cada palabra literalmente, y el eco de risas desenfrenadas se propagó por la habitación.

Sonea hincó un codo sobre la mesa, apoyó la barbilla en la mano y trató de aparentar serenidad, mientras su cuerpo entero se calentaba y se enfriaba una y otra vez, al ritmo con que la rabia y la humillación iban alternándose.

De repente Regin se irguió y volvió apresuradamente a su sitio. Cuando las risas quedaron apagadas, pudo oírse el sonido de unos pasos. Una figura con túnica púrpura apareció en el umbral. Lord Elben inspeccionó la clase por encima de su larga nariz, y después se dirigió a su puesto y colocó una caja de madera sobre la mesa.

—El fuego —empezó— es como una criatura viviente y, como tal, tiene necesidades.

Abrió la caja y extrajo una vela y un pequeño plato. Con un movimiento rápido clavó la vela en un púa que sobresalía en el centro del plato.

—El fuego necesita aire y alimento, igual que todas las criaturas. No asumáis que es una criatura. —Soltó una risita—. Eso es de necios, pero tened presente que a menudo se comporta como si poseyera mente propia.

Alguien estranguló una risa tras Sonea. Ella volvió la cabeza. Por el rabillo del ojo vio que Kano pasaba algo a Vallon, y se le revolvió el estómago. Escapando a la visión de lord Elben, su caligrafía era motivo de entretenimiento para la clase entera.

Resignada, inspiró una profunda bocanada de aire y suspiró en silencio. La segunda semana de clases no mostraba signos de mejora con respecto a la primera. Todos los aprendices —excepto Shern, que había desaparecido por completo tras un extraño arrebato durante el cual declaró que había visto la luz del sol atravesando el techo— se reunían en torno a Regin a la menor oportunidad. Estaba claro que ella no era bienvenida en su pequeña pandilla, y que Regin pretendía convertirla en blanco de todas sus mofas y chiquilladas.

Ella era una paria. Pero a diferencia de los chicos que fracasaban en su intento de ser aceptados en la banda de Harrin, no encontraría ningún otro lugar al que ir. Estaba obligada a permanecer con ellos.

Por tanto, recurrió a la única defensa que se le ocurrió: ignorarles. Si no entretenía a Regin y a los demás reaccionando a sus pullas, tarde o temprano se aburrirían y la dejarían en paz.

—Sonea.

Pegó un saltó y descubrió que lord Elben la miraba con el ceño fruncido en un gesto desaprobatorio. Su corazón empezó a palpitar con fuerza. ¿Le había hablado? ¿Había estado ella tan absorta compadeciéndose de sí misma que no le había oído? ¿La reprendería delante de toda la clase?

—¿Sí, lord Elben? —dijo, preparándose para una nueva humillación.

—Harás el primer intento de encender esta vela —anunció—. Antes, te recuerdo que la producción de calor resulta más fácil cuando…

Aliviada, Sonea enfocó su voluntad hacia la vela. Casi pudo oír la voz de Rothen mientras repetía sus instrucciones mentalmente.

«Invoca un poco de magia, extiende tu voluntad, enfoca tu mente hacia la mecha, conforma la magia, y libérala…»

Sintió que una esquirla de su poder saltaba hacia la mecha, y entonces una llama cobró vida con un chisporroteo.

Lord Elben parpadeó, todavía con la boca abierta.

—… gracias, Sonea —concluyó. Miró al resto de la clase—. Tengo velas para todos vosotros. Vuestra tarea para esta mañana es aprender a encenderlas, y después practicar para hacerlo a mayor velocidad, con el menor pensamiento posible.

Sacó más velas de la caja y las distribuyó entre los aprendices. De inmediato se pusieron a contemplar fijamente las mechas. Sonea observaba, con creciente regocijo al ver que ninguna vela, ni siquiera la de Regin, empezaba a arder.

Elben regresó a su escritorio y sacó una esfera de cristal llena de un líquido azul. La llevó a la mesa de Sonea y la puso encima.

—Este es un ejercicio que te enseñará delicadeza —le dijo—. La sustancia de este contenedor es sensible a la temperatura. Si la calientas lenta y uniformemente, se tornará roja. Si no, se formarán burbujas, que tardarán varios minutos en disiparse. Quiero ver el color rojo, no las burbujas. Llámame cuando lo consigas.

Sonea asintió con la cabeza y esperó hasta que Elben hubo regresado a su escritorio. Después se concentró en la esfera. A diferencia del encendido de la vela, solo se requería energía para calentarla. Con una profunda inspiración, conformó la magia en una moderada niebla, de manera que esta pudiera calentar el cristal uniformemente. Cuando la liberó, el líquido se oscureció y adquirió un intenso color rojo.

Satisfecha, levantó la mirada y encontró a Elben hablando con Regin.

—No entiendo —decía el chico.

—Vuelve a intentarlo —dijo Elben.

Regin miró fijamente la vela que sostenía en la mano, con los ojos estrechos como rendijas.

—¿Lord Elben? —se atrevió a decir Sonea. El profesor se irguió y empezó a girarse hacia ella.

—Entonces ¿es como proyectar la magia hacia la mecha? —preguntó Regin, atrayendo la atención de Elben de nuevo hacia él.

—Sí —respondió Elben, con una nota de impaciencia en su voz. Mientras Regin contemplaba la vela, el profesor se volvió para mirar la esfera de Sonea. Movió la cabeza en señal de negación—. No está lo bastante caliente.

Al bajar la mirada a la esfera, Sonea se dio cuenta de que el líquido se estaba enfriando y adquiriendo una tonalidad púrpura. Con el ceño fruncido, volvió a enfocar su voluntad, y el púrpura se iluminó de nuevo, tornándose rojo.

Regin pegó un salto en su silla, y profirió un alarido de sorpresa y dolor. La vela había desaparecido, y tenía las manos cubiertas con cera derretida, que intentaba quitarse frenéticamente. Sonea notó que una sonrisa curvaba sus labios, y se tapó la boca con la mano.

—¿Te has escaldado? —preguntó Elben con preocupación—. Puedes visitar a los sanadores si lo deseas.

—No —dijo Regin rápidamente—. Estoy bien.

Elben enarcó las cejas. Se encogió de hombros, cogió otra vela y la depositó en el pupitre de Regin.

—Volved al trabajo —dijo bruscamente al resto de la clase, pues todos miraban las manos enrojecidas de Regin.

Elben se acercó a la mesa de Sonea, miró la esfera y asintió.

—Adelante —dijo—. Enséñamelo.

Una vez más, Sonea se concentró en la esfera, y el líquido se calentó. Elben asintió con la cabeza, satisfecho.

—Bien. Tengo otro ejercicio para ti.

Mientras el mago regresaba a donde estaba la caja, Sonea vio que Regin la observaba. Otra sonrisa curvó sus labios, y vio que él apretaba los puños. Entonces Elben dio un golpe en la mesa del chico al pasar.

—Volved al trabajo, todos vosotros.

Apoyado en la barandilla de la cubierta, Dannyl respiraba el salobre aire con deleite.

—Tripa enferma no tan mal fuera, ¿yai?

Se volvió y vio que Jano se aproximaba; aquel hombre pequeño caminaba por la oscilante cubierta con facilidad. Cuando Jano alcanzó la borda, se giró y apoyó la espalda en ella.

—Los magos no se ponen enfermos en los barcos —observó Jano.

—Sí que lo hacemos —admitió Dannyl—. Pero podemos sanar. Aunque requiere concentración, y no podemos mantener nuestra mente en ello todo el tiempo.

—Así… ¿no te pones malo cuando piensas en no ponerte malo, pero no poder pensar siempre en no ponerte malo?

Dannyl sonrió.

—Sí, eso es.

Jano asintió. Desde lo alto del mástil, un miembro de la tripulación hizo sonar una campana y gritó unas cuantas palabras en lengua vindeana.

—¿Ha dicho Capia? —preguntó Dannyl, volviéndose para mirar arriba.

—¡Capia, yai! —Jano se dio media vuelta y miró a lo lejos. A continuación apuntó con el brazo—. ¿Ves?

Dannyl miró en la dirección que su compañero señalaba, pero no pudo ver nada salvo la línea salpicada de nubes de una indistinguible costa. Negó con la cabeza.

—Tienes mejor vista que yo —dijo.

—Vindeano tener buenos ojos —afirmó Jano con orgullo—. Por eso ser jinetes del mar.

—¡Jano! —bramó una voz severa.

—Tengo que irme.

Dannyl observó al marinero vindeano alejarse a toda prisa, luego se volvió para contemplar la costa. Todavía incapaz de divisar la capital de Elyne, dirigió la vista hacia abajo y miró cómo la proa cortaba las olas, dejando entonces que sus ojos vagaran sobre la superficie del mar. Durante la travesía había descubierto que el constante vaivén del agua era relajante y bastante hipnótico, y había quedado fascinado por el modo en que cambiaba de color dependiendo de la hora del día y de la meteorología.

Cuando levantó de nuevo la mirada, la tierra se hallaba más cerca, y pudo distinguir hileras de diminutos cuadrados pálidos sobre las construcciones distantes de la orilla. Un escalofrío le recorrió la piel, y notó que el latido de su corazón se aceleraba. Tamborileó con los dedos en la barandilla mientras contemplaba la costa cada vez más cercana.

Un largo hueco entre los edificios resultó ser la entrada a una bahía, bien protegida del azote de las olas del mar. Las casas eran mansiones de un tamaño descomunal, rodeadas por jardines amurallados que descendían escalonadamente hasta una playa blanca. Todas estaban construidas con piedras de un color amarillo pálido que brillaba cálidamente bajo la luz de la mañana. Cuando el barco llegó a la altura de la entrada de la bahía, Dannyl contuvo el aliento. Las casas, a cada lado, conformaban los brazos de una ciudad que rodeaba la bahía entera. En ella pudo ver construcciones grandiosas que se alzaban sobre un alto muro de contención. Detrás había abultadas cúpulas y torres que se elevaban hacia el cielo, algunas unidas por grandes arcos de piedra.

—El capitán le quiere con él, milord.

Dannyl asintió con la cabeza al tripulante que le había hablado, y atravesó la cubierta en dirección al capitán, que permanecía de pie junto a un enorme timón. Los marineros corrían de un lado a otro, comprobando cabos y lanzándose los unos a los otros palabras en vindeano.

—¿Solicitó mi presencia, capitán?

El hombre asintió.

—Solo para que se quede aquí, fuera del paso, milord.

Dannyl se colocó donde Numo le había señalado y observó al hombre mientras este oteaba alternativamente primero la costa y después el mar. Entonces Numo, en su lengua nativa, dio una orden a voz en cuello y empezó a girar el timón. De inmediato la tripulación entró en acción. Los hombres tiraron de las jarcias. Las velas se agitaron, cayendo flácidas cuando dejaron de atrapar el viento. El barco se meció y escoró al virar hacia la costa.

Entonces las velas se desplegaron en un rápido movimiento, hinchadas de nuevo por el viento. La tripulación ató los cabos en nuevas posiciones, pidiéndose confirmación los unos a los otros, y aguardó.

Cuando el navío se acercó de forma considerable a la costa, la escena se repitió. En esta ocasión el barco los llevó a través de la entrada de la bahía. El capitán se volvió para mirar a Dannyl.

—¿Ha estado en Capia antes, milord?

Dannyl meneó la cabeza.

—No.

Numo se volvió y señaló la ciudad con la barbilla.

—Bonita.

Ahora se veían fachadas simples de arcos y columnas. A diferencia de las mansiones de Kyralia, pocos edificios poseían una decoración intrincada, aunque había algunas torres y cúpulas esculpidas en sutiles espirales o con diseños en forma de abanico.

—Mejor con puesta de sol —le dijo Numo—. Contrate bote una noche para ver.

—Lo haré —respondió Dannyl tranquilamente—. Definitivamente.

La boca del capitán se retorció en un gesto que era lo más cercano a una sonrisa que Dannyl había visto hasta el momento. Se esfumó rápidamente cuando el hombre empezó a dar nuevas órdenes a gritos. Se enrollaron las velas en la base para reducir su tamaño. El barco aminoró la marcha, poniendo rumbo hacia un hueco entre los miles de embarcaciones ancladas en la bahía. Delante había varios barcos amarrados al alto muro de contención.

—Coja las cosas de habitación ahora —dijo Numo, mirando a Dannyl por encima del hombro—. Llegamos pronto, milord. Envíe hombre para decir a su gente que está aquí. Venir a buscarle.

—Gracias, capitán.

Dannyl atravesó la cubierta y bajó a su camarote. Mientras recogía la habitación y comprobaba su equipaje, sintió que el barco detenía su avance y se mecía. Le llegaron unas órdenes amortiguadas a través del techo, y entonces todo vibró; el casco había chocado con la pared del muelle.

Cuando volvió a salir a cubierta, la tripulación estaba amarrando el barco a unas pesadas anillas de hierro que pendían del muro. Unos sacos grandes y abultados colgaban en el costado del barco, para protegerlo del muelle. Una estrecha cornisa corría junto a la pared, con escaleras en cada extremo que conducían arriba.

El capitán y Jano estaban juntos al lado de la barandilla.

—Puede ir en su camino ahora, milord —dijo Numo con un asentimiento de cabeza—. Fue honor transportarle.

—Gracias —respondió Dannyl—. Ha sido un honor viajar con usted, capitán Numo —agregó en lengua vindeana—. Buena travesía.

Los ojos de Numo se agrandaron ligeramente por la sorpresa. Se inclinó con fría formalidad y a continuación se alejó a grandes zancadas.

Jano sonrió abiertamente.

—Le gusta. Magos no intentan ser educados de nuestra forma.

Dannyl asintió con la cabeza. Eso no le sorprendía. Cuando cuatro marineros aparecieron con sus arcones, Jano hizo una seña a Dannyl para que le siguiera, y después caminaron por la pasarela hasta la cornisa. Dannyl se detuvo tras unos pocos pasos, desconcertado por el modo en que la pared parecía moverse y oscilar bajo sus pies. Se hizo a un lado para que los marineros que cargaban con los arcones pudieran pasar. Jano miró hacia atrás y, notando la expresión de perplejidad de Dannyl, se echó a reír.

—Tiene que acostumbrar piernas a tierra otra vez —explicó—. No dura mucho.

Dannyl, con una mano apoyada en la pared, siguió a los marineros por la cornisa y subió la escalerilla. Arriba se encontró al lado de una amplia y ajetreada carretera que discurría junto al borde del muelle. Los marineros depositaron los arcones en el suelo y después se encaramaron en la pared, aparentemente complacidos de no hacer nada salvo observar el tráfico.

—Tuvimos buen viaje —dijo Jano—. Buen viento. Sin tormenta.

—Sin sanguijuelas marinas —agregó Dannyl.

Jano se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Eyomas no. Nadar en mares de norte. —Hizo una pausa—. Eres buen hombre para practicar hablar esta lengua. Aprender muchas palabras nuevas.

—También he aprendido unas cuantas palabras en vindeano —respondió Dannyl—. No podré utilizarlas mucho en la corte de Elyne, pero me vendrán bien si alguna vez visito una casa de bebida vindeana.

El hombrecillo sonrió abiertamente.

—Si venir a Vin, ser bienvenido a quedarse con familia de Jano.

Dannyl se volvió a mirar al hombre, sorprendido.

—Gracias —dijo.

Jano señaló el tráfico con los ojos entrecerrados.

—Viene su gente, creo.

Siguiendo la dirección que señalaba, Dannyl buscó un carruaje negro con los símbolos del Gremio pintados en los costados, pero no vio ninguno. Jano dio un paso hacia la escalerilla.

—Me iré ahora. Buena travesía, milord.

Dannyl se giró hacia el hombre y sonrió.

—Buena travesía, Jano.

El marinero le devolvió una sonrisa abierta y luego se precipitó escalerilla abajo. Dannyl se volvió hacia la calle y frunció el ceño al ver que un carruaje de lustrosa madera roja se detenía delante de él, bloqueando su vista. Entonces lo comprendió: uno de los marineros del barco saltó desde el asiento del conductor y empezó a ayudar a los otros miembros de la tripulación a cargar los arcones en una plataforma de la parte trasera del vehículo.

Se abrió la puerta del carruaje y un hombre lujosamente vestido salió de él. Durante un momento Dannyl quedó desconcertado. Había visto anteriormente a cortesanos elyneos, y había confiado en que no tendría que adoptar las ridículas galas que estaban de moda en la corte de Elyne. Aunque tuvo que admitir que ese atuendo, elaborado y ceñido, favorecía al hermoso joven.

«Con un rostro como ese —caviló Dannyl—, este joven debe de ser uno de los predilectos entre las damas.»

El hombre dio un paso indeciso hacia delante.

—¿Embajador Dannyl?

—Sí.

—Soy Tayend de Tremmelin. —El hombre se inclinó en una grácil reverencia.

—Es un honor conocerle —dijo Dannyl.

—El honor es mío, embajador Dannyl —respondió Tayend—. Debe de estar cansado tras el viaje. Le llevaré directamente a su casa.

—Gracias. —Dannyl se preguntó por qué había sido enviado aquel hombre en lugar de los sirvientes, y observó a Tayend con atención—. ¿Pertenece a la Casa del Gremio?

—No —contestó Tayend sonriendo—. A la Gran Biblioteca. El administrador Lorlen concertó el encuentro.

—Ya veo.

Tayend señaló la puerta del carruaje.

—Después de usted, milord.

Al subir, Dannyl dejó escapar un pequeño suspiro de asombro ante el lujoso interior. Después de tantos días viviendo en un camarote diminuto, con escasa privacidad y menos comodidades aún, estaba deseando tomar un baño y comer algo más sofisticado que sopa y pan.

Tayend se ubicó en el asiento opuesto y dio un golpe en el techo como señal para el conductor. Mientras el carruaje rodaba alejándose del muelle, la mirada de Tayend se deslizó por la túnica de Dannyl y luego revoloteó alrededor. Miró por la ventana, tragó saliva audiblemente y se frotó las manos en los pantalones.

Reprimiendo una sonrisa ante el nerviosismo del hombre, Dannyl repasó lo que había aprendido de la corte de Elyne. No conocía a Tayend de Tremmelin, aunque había leído acerca de otros de la misma familia.

—¿Cuál es su posición en la corte, Tayend?

El joven hizo un gesto para quitarse importancia.

—Una posición menor. Yo la evito, principalmente, y ella me evita a mí. —Miró a Dannyl, luego sonrió medio inconscientemente—. Soy un académico. Paso la mayor parte del tiempo en la Gran Biblioteca.

—La Gran Biblioteca —repitió Dannyl—. Siempre he querido verla.

El rostro de Tayend se iluminó con una amplia sonrisa.

—Es un lugar maravilloso. Le llevaré allí mañana, si lo desea. Sé que los magos aprecian los libros como jamás lo harán la mayoría de los cortesanos. Su Gran Lord pasó muchas semanas allí en una ocasión… mucho antes de que fuera nombrado Gran Lord, desde luego.

Dannyl miró al joven, con el pulso acelerado.

—¿De verdad? ¿Qué podría haberle interesado tanto?

—Toda clase de cosas —respondió Tayend, con ojos brillantes—. Fui su ayudante durante unos días. Irand, el bibliotecario mayor, no podía mantenerme alejado de la biblioteca cuando yo era un niño, así que me contrató para traer y llevar. Lord Akkarin leyó todos los libros más antiguos. Buscaba algo, pero nunca descubrí qué era exactamente. Todo un misterio. Entonces un día no llegó a su hora habitual, ni tampoco al día siguiente, así que preguntamos por él. Había empaquetado sus cosas y se había marchado de improviso.

«Qué interesante —caviló Dannyl—. Me pregunto si ya habría encontrado lo que andaba buscando.»

Tayend miró por la ventana.

—Oh, ya casi estamos en su casa. ¿Le gustaría que le recogiera mañana…? Oh, querrá ir a la corte primero, ¿verdad?

Dannyl sonrió.

—Aceptaré su oferta, Tayend, pero no puedo decir en qué momento. ¿Le envío un mensaje cuando lo sepa?

—Desde luego. —Una vez que el carruaje se detuvo, Tayend descorrió el pestillo de la puerta y la empujó—. Envíe una nota a la Gran Biblioteca… o simplemente venga. Estoy siempre allí durante el día.

—Muy bien —dijo Dannyl—. Gracias por recogerme en el muelle, Tayend de Tremmelin.

—Ha sido un honor, milord —respondió el joven.

Dannyl bajó del carruaje y se encontró de pie ante una amplia casa de tres pisos. Varias columnas, de las que arrancaban arcos, soportaban una profunda veranda. El espacio entre las columnas centrales era más ancho que el resto, y allí la veranda se curvaba hacia arriba para formar un arco que recordaba la entrada de la universidad. Más allá había una réplica de las puertas de la universidad.

Cuatro sirvientes habían sacado los arcones del carruaje. Otro se adelantó y se inclinó.

—Embajador Dannyl. Bienvenido a la Casa del Gremio en Capia. Por favor, sígame.

Dannyl oyó a su espalda una voz culta repetir el título en susurros. Resitió el impulso de girarse y mirar a Tayend; en cambio, sonrió para sí mismo y siguió al sirviente al interior de la casa. El joven académico estaba obviamente más que un poco intimidado por la presencia del mago.

Entonces se puso serio. Tayend había conocido y ayudado a Akkarin diez años atrás. Lorlen había dispuesto que el académico se encontrara con él. ¿Coincidencia? Lo dudaba. Era evidente que Lorlen pretendía que Dannyl reclutara a Tayend para que le asistiera en su investigación sobre magia antigua.

En el pequeño jardín el aroma de las flores era casi insoportablemente dulce. Una fuente diminuta golpeteaba en algún lugar al fondo, oculta por las sombras de la noche. Lorlen se sacudió los pétalos que habían caído en su túnica.

La pareja sentada en el banco de enfrente eran parientes lejanos y miembros de la misma Casa que Lorlen. Él había crecido junto al hijo mayor de ambos, Walin, antes de entrar en el Gremio. Aunque Walin vivía ahora en Elyne, a Lorlen le gustaba visitar a los padres de su viejo amigo de tiempo en tiempo, en especial cuando el jardín de Derril se hallaba en todo su esplendor.

—A Barran le va bien —dijo Velia. Sus ojos brillaban bajo la luz de la antorcha—. Seguro que el año próximo es ascendido a capitán.

—¿Tan pronto? —replicó Lorlen—. Ha conseguido mucho en los últimos cinco años.

Derril sonrió.

—Ciertamente. Es agradable ver a nuestro hijo pequeño convertido en un hombre responsable, a pesar de que Velia lo malcríe tanto.

—Ya no lo malcrío —protestó ella. Y añadió con seriedad—: Me sentiré aliviada, no obstante, cuando ya no tenga que patrullar las calles. —Su sonrisa repentinamente se esfumó.

—Hummm. —Derril miró a su esposa con el ceño fruncido—. Debo dar la razón a Velia. La ciudad es más peligrosa cada año que pasa. Esos asesinatos recientes son motivo más que suficiente para que incluso el hombre más valiente cande su puerta por la noche.

Lorlen arrugó la frente.

—¿Asesinatos?

—¿No lo has oído? —Derril alzó las cejas—. Vaya, están causando un gran revuelo por toda la ciudad.

Lorlen meneó la cabeza.

—Puede que me hayan informado, pero los sucesos del Gremio han tenido mi mente ocupada en los últimos tiempos. No he prestado mucha atención a los asuntos de la ciudad.

—Deberías sacar la cabeza de ese lugar más a menudo —dijo Derril con desaprobación—. Me sorprende que no te hayas interesado por esto. Dicen que es la peor ola de asesinatos que se ha visto en la ciudad desde hace cien años. Velia y yo sabemos algo más sobre ellos; por supuesto, gracias a Barran.

Lorlen sofocó una sonrisa. A Derril no solo le entusiasmaba contar a la gente la información «secreta» que su hijo le transmitía, sino que disfrutaba por ser el primero en enterarse de cualquier cosa. Debió de resultar altamente satisfactorio para él ser el primero en informar de aquellos crímenes al administrador del Gremio de los Magos.

—Será mejor que me hables de ellos, entonces… antes de que cualquier otro se dé cuenta de mi ignorancia —le animó Lorlen.

Derril se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.

—Lo más escalofriante de este asesino es que realiza algún tipo de ritual mientras mata a sus víctimas. Una mujer fue testigo de uno de los asesinatos hace dos noches. Había estado recogiendo ropa cuando oyó a su patrón forcejeando con un extraño. Cuando se dio cuenta de que la pareja se dirigía hacia la habitación, se escondió dentro de un armario.

»Dijo que el extraño ató a su patrón, luego sacó un cuchillo y le abrió la camisa. Hizo unos cortes en el cuerpo del hombre, cinco en cada hombro. —Derril separó los dedos sobre su hombro—. Por esos cortes sabe la Guardia que el autor de los asesinatos es el mismo hombre. La mujer dijo que el asesino puso los dedos sobre los cortes y empezó a salmodiar en susurros. Cuando acabó lo que fuera que estuviera diciendo, lo degolló.

Velia emitió un sonido de desagrado y se levantó.

—Perdonadme, pero esto me pone la piel de gallina —dijo, y se marchó a toda prisa.

—La sirvienta dijo algo más —agregó Derril—. Dijo que pensaba que el hombre estaba muerto antes de que lo degollara. Barran dice que los cortes en los hombros no bastaban para matar a nadie, y que no había rastro de veneno. Creo que su conclusión es que el hombre se desmayó. Yo mismo estaría medio muerto del terror… ¿Estás bien, Lorlen?

Lorlen obligó a sus rígidos músculos faciales a esbozar una sonrisa.

—Sí —mintió—. Es que no puedo creer que no me haya enterado de esto todavía. ¿Proporcionó la mujer alguna descripción del asesino?

—Nada de utilidad. Dijo que era difícil ver algo porque estaba oscuro y miraba a través del ojo de la cerradura, pero que el hombre tenía el pelo oscuro e iba vestido con ropas muy gastadas.

Lorlen inspiró hondo y expulsó el aire lentamente.

—Y cantaba, dijiste. Qué extraño.

Derril mostró su conformidad con un gruñido.

—Hasta que Barran se unió a la Guardia, no tenía ni idea de que en el mundo hubiera gente tan retorcida y perturbada. ¡Las cosas que hacen algunas personas!

Lorlen asintió, pensando en Akkarin.

—Me gustaría saber más de esto. ¿Me informarás si oyes algo?

Derril sonrió de oreja a oreja.

—He captado tu interés, ¿verdad? Por supuesto que lo haré.