26. Un rival celoso


Mientras el carruaje se movía alejándose de la Casa del Gremio, Dannyl repasó todo lo que sabía de Bel Arralade. Viuda de mediana edad, era la cabeza de una de las familias más ricas de Elyne. Sus cuatro vástagos —dos hijas y dos hijos— habían contraído matrimonio con descendientes de familias poderosas. Aunque la propia Bel nunca había vuelto a casarse, los rumores hablaban de numerosos encuentros amorosos entre Arralade y otros miembros de la corte de Elyne.

El carruaje viró en una esquina, luego en otra, y se detuvo. Dannyl miró por la ventanilla y vio que se había unido a una larga fila de vehículos decorados ostentosamente.

—¿Cuánta gente asiste a estas fiestas? —preguntó.

El embajador Errend se encogió de hombros.

—Trescientas o cuatrocientas personas.

Impresionado, Dannyl contó los carruajes. La fila se extendía más allá de lo que alcanzaba la vista, por lo que no pudo deducir su longitud. Emprendedores vendedores callejeros caminaban por la calle arriba y abajo, ofreciendo sus mercancías a los ocupantes de los carruajes. Vino, dulces, pasteles y toda suerte de diversiones estaban disponibles. Había músicos que tocaban y acróbatas que realizaban su número. Los mejores de ellos eran persuadidos con un flujo constante de monedas relucientes para que permanecieran al lado de cortesanos aburridos.

—Podríamos ir andando y llegaríamos antes —dijo Dannyl.

Errend rió entre dientes.

—Sí, podríamos intentarlo, pero no llegaríamos lejos. Alguien nos llamaría e insistiría en que viajáramos con él, y rehusar sería de mala eduación.

Errend compró una cajita de dulces, y mientras la compartían, le contó historias de fiestas anteriores celebradas por Bel Arralade. En momentos como ese Dannyl agradecía que el primer embajador del Gremio fuera nativo de esa tierra, y que pudiera, pues, explicarle las costumbres elyneas. Dannyl se sorprendió al oír que se permitía la asistencia de niños pequeños.

—Aquí los niños son muy consentidos —advirtió Errend—. A nosotros los elyneos nos gusta mimarlos cuando son jóvenes. Por desgracia, pueden ser un poco tiranos con los magos, esperando de nosotros que actuemos como animadores.

Dannyl sonrió.

—Todos los niños creen que la función principal de un mago es divertirles.

Mucho más tarde, la puerta del carruaje se abrió. Dannyl bajó tras Errend y se plantó ante una típica mansión capiana. Sirvientes bien vestidos les recibieron y les dirigieron a través de una magnífica arcada. A continuación había una sala grande, abierta a los elementos igual que el patio delantero del palacio. El aire era frío, y los invitados que habían entrado por delante de ellos se apresuraban hacia las puertas del extremo más alejado.

Más allá había una sala circular, aún más grande, abarrotada de gente. La luz de varias arañas caía sobre la miríada de colores brillantes de los trajes. Un constante zumbido de voces era devuelto por el eco desde el techo abovedado, y la mezcla de fragancias de flores, fruta y especias era casi embriagadora.

Las cabezas se giraron hacia ellos, la mayoría solo el tiempo suficiente para ver quién llegaba. Dem y Bel de todas las edades estaban presentes. Había unos cuantos magos entre ellos. Niños, vestidos con versiones en minuatura de las prendas adultas, corrían de un lado a otro o se amontonaban en los bancos. Había sirvientes por doquier, todos vestidos de amarillo y portando bandejas de comida o botellas de vino.

—Qué admirable mujer debe de ser Bel Arralade —murmuró Dannyl—. Si pusieras juntos a tantos miembros de las Casas kyralianas, fuera de la corte, las espadas estarían desenvainadas en menos de media hora.

—Sí —coincidió Errend—. Pero esta noche se desenfundarán las armas, Dannyl. Nosotros los elyneos encontramos las palabras más afiladas que las espadas. Y no destrozan el mobiliario.

Una majestuosa escalera conducía a una balconada que rodeaba la sala por completo. Al alzar la mirada, Dannyl vio a Tayend observándolo desde la barandilla. El académico le dirigió una ligera reverencia. Resistiendo la tentación de sonreír ante su rígida formalidad, Dannyl inclinó la cabeza en respuesta.

Al lado de Tayend había un joven musculoso. Al ver la semireverencia de su compañero, el hombre frunció el ceño y miró hacia abajo. Cuando divisó a Dannyl, sus ojos se abrieron de par en par y rápidamente desvió la mirada.

Dannyl se volvió hacia Errend. El embajador se estaba sirviendo comida de una bandeja que le ofrecía uno de los sirvientes ataviados con brillantes colores.

—Pruebe esto —le instó Errend—. ¡Está delicioso!

—¿Qué viene ahora? —preguntó Dannyl, tomando uno de los rollitos de pasta.

—Nos mezclamos. Quédese conmigo y le presentaré a la gente.

Por tanto, durante las horas siguientes Dannyl siguió a su colega embajador por la sala y se concentró en memorizar nombres y títulos. Errend le explicó que no se serviría comida, que la última moda en agasajar invitados era que estos degustaran los manjares directamente de las bandejas que circulaban. A Dannyl le dieron una copa de vino, pero se la rellenaron tantas veces que, finalmente, para mantener la mente despejada, la depositó con disimulo en una de las bandejas cuando el sirviente no miraba.

Una mujer que lucía un elaborado vestido amarillo se aproximó a ellos, y Dannyl supo al instante que se trataba de la anfitriona. Su rostro no tenía tantas arrugas en el retrato que había estudiado mientras se preparaba para el nuevo cargo, pero la mirada brillante y alerta de ella le indicó que seguía siendo la formidable Bel de la que tanto había oído hablar.

—Embajador Errend —dijo, haciendo una ligera reverencia—. Y este debe de ser el embajador Dannyl. Gracias por venir a mi fiesta.

—Gracias por invitarnos —respondió Errend, inclinando la cabeza.

—No podía celebrar una fiesta sin incluir al embajador del Gremio en mi lista de invitados —dijo, sonriendo—. Los magos han sido siempre los invitados más entretenidos y con mejores modales. —Se volvió hacia Dannyl—. Bien, embajador Dannyl, ¿ha disfrutado de su estancia en Capia hasta ahora?

—Sí, desde luego —respondió Dannyl—. Es una ciudad muy bella.

La conversación continuó de esta forma durante varios minutos. Una mujer se les unió e introdujo a Errend en la charla. Bel Arralade exclamó que ya tenía los pies cansados, y llevó a Dannyl aparte, a un banco situado en un hueco de la pared.

—He oído que le ha dado por investigar la magia ancestral —dijo.

Dannyl la miró sorprendido. Aunque él y Tayend habían evitado hablar del tema de su investigación con nadie excepto el bibliotecario Irand, era posible que alguien a quien hubieran conocido en su viaje hubiera percibido su interés. ¿O Tayend había decidido que ya no era necesario mantener el secreto ahora que no estaban reuniendo información para Lorlen, sino «ayudando» a Rothen con su libro?

En ese caso, una negación solo provocaría las sospechas de la mujer.

—Sí —respondió—. Me interesa particularmente.

—¿Ha descubierto algo nuevo y fascinante?

Dannyl se encogió de hombros.

—Nada emocionante. Solo un montón de libros y pergaminos escritos en antiguas lenguas.

—Pero ¿no ha viajado recientemente a Lonmar y a Vin? Seguro que habrá recopilado algunas historias interesantes allí.

Dannyl decidió ser impreciso.

—Vi unos pergaminos en Lonmar y tumbas en Vin, pero no eran mucho más emocionantes que los viejos libros mohosos que he estado leyendo. Me temo que la aburriré si empiezo a describirlos en detalle… ¿qué dirá la gente si el nuevo embajador envía a la anfitriona a dormir en su propia fiesta?

—Eso debe evitarse, a cualquier coste. —Se echó a reír, luego sus ojos se empañaron—. Oh, pero el tema me trae recuerdos placenteros. Su Gran Lord vino aquí para una investigación similar hace muchos años. Era un hombre muy guapo. En ese entonces no era Gran Lord, desde luego. Podría haber hablado durante horas sobre magia ancestral, y yo habría escuchado solo por tener la oportunidad de admirarlo.

¿Era esa, entonces, la razón del interés por parte de la mujer?

Dannyl soltó una risita.

—Por fortuna para usted, milady, sé que no soy lo suficientemente guapo para compensar las divagaciones sobre mi investigación.

Bel Arralade sonrió, con los ojos centelleando.

—¿Que no es guapo? Yo no diría eso. Otros dirían todo lo contrario. —Hizo una pausa, y su expresión se tornó pensativa—. Pero no piense que el Gran Lord fue descortés. Aunque he dicho que le habría escuchado hablar durante horas, nunca lo hizo. Asistió a mi fiesta de cumpleaños, pero apenas acababa de regresar de Vin cuando se marchó a las montañas, y nunca más lo he visto desde entonces.

¿Las montañas? Aquello era nuevo.

—¿Aceptaría que le enviara un saludo de su parte? —se ofreció él.

—Oh, dudo que me recuerde —dijo ella, agitando una mano.

—¡Tonterías! Ningún hombre olvida la belleza, incluso aunque simplemente se vislumbre de pasada.

La mujer le brindó una amplia sonrisa y le palmeó ligeramente el brazo.

—Ah, me gusta usted, embajador Dannyl. Ahora, cuénteme: ¿qué opina de Tayend de Tremmelin? Fue su compañero de viaje, ¿no es cierto?

Consciente del modo en que lo observaba por entre sus largas pestañas, Dannyl repasó las respuestas que había discutido con Tayend.

—¿Mi asistente? Resultó ser extremadamente valioso. Posee una memoria asombrosa, y su dominio de los idiomas es impresionante.

Bel Arrelade asintió.

—¿Y como persona? —añadió—. ¿Halló en él una compañía agradable?

—Sí. —Dannyl hizo una mueca—. Aunque no se adapta bien a los viajes, debo decir. Nunca he visto a una persona tan mareada por culpa del mar.

La mujer titubeó.

—Dicen que tiene algunos intereses poco convencionales. Algunas personas, especialmente las damas, lo encuentran poco… interesante.

Dannyl asintió lentamente.

—Pasar los días bajo tierra, rodeado de libros, y hablar lenguas muertas no hace a un hombre atractivo a los ojos de las damas. —Le dirigió una mirada calculadora—. ¿Está jugando a casamentera, Bel Arralade?

Ella sonrió con timidez coqueta.

—¿Y si lo hago?

—Entonces debería advertirle que no conozco a Tayend lo suficiente para ser de utilidad. Si alguna dama ocupa su mente, se ha guardado el tema para sí mismo.

La anfitriona, de nuevo, titubeó.

—Bien, entonces respetaremos su intimidad —dijo ella, con un asentimiento de cabeza—. Jugar a casamentera, cuando no es deseado, es un hábito tan malo como cotillear. Oh, aquí está Dem Dorlini. Esperaba su llegada, pues tengo algunas preguntas para él. —La mujer se levantó—. Ha sido un placer hablar con usted, embajador Dannyl. Espero que podamos volver a conversar pronto.

—Sería un honor, Bel Arralade.

Tras unos minutos, Dannyl descubrió el peligro de permanecer quieto en el mismo sitio y solo. Un trío de jovencitas, con sus infantiles vestidos cortesanos manchados de comida, lo rodeó. Las mantuvo entretenidas con ilusiones hasta que sus padres lo rescataron. Se levantó y echó a andar hacia Errend; entonces se detuvo al oír pronunciar su nombre.

Se volvió y vio que Tayend se aproximaba, con el hombre musculoso a su lado.

—Tayend de Tremmelin.

—Embajador Dannyl. Este es Velend de Genard. Un amigo —dijo Tayend.

La boca del hombre se curvó, pero la sonrisa no alcanzó sus ojos. Hizo una reverencia rígida y de mala gana.

—Tayend me ha hablado de sus viajes —dijo Velend—. Aunque por sus descripciones, no creo que encuentre Lonmar de mi agrado.

—Es un país caluroso e imponente —replicó Dannyl—. Estoy seguro de que sería posible aclimatarse, si uno se quedara allí el tiempo suficiente. ¿Es usted también un académico?

—No —respondió el hombre—. Mis intereses se centran en el manejo de la espada y las armas. ¿Practica usted, embajador?

—No —respondió Dannyl—. Los muchachos que se unen al Gremio disponen de poco tiempo para tales actividades. —Manejo de la espada, pues. Se preguntó si esa era la razón por la que había sentido esa instantánea antipatía hacia aquel hombre. ¿Le recordaba Velend demasiado a Fergun, quien también era partidario del uso de armas pesadas?

—He encontrado algunos libros que podrían ser de interés, embajador —dijo Tayend, con un tono de voz formal y serio. Mientras Tayend empezaba a describir los libros, su antigüedad y contenidos, Dannyl observó que Velend cambiaba el peso de un pie a otro y paseaba la mirada entre la multitud. Finalmente, el hombre interrumpió a Tayend.

—Si me disculpan, Tayend, embajador Dannyl. Hay alguien con quien debo hablar.

Cuando se alejó, Tayend sonrió maliciosamente.

—Sabía que no tardaría mucho en librarme de él. —Hizo una pausa cuando una pareja se acercó, y volvió al tono formal—. Hemos estado mirando libros antiguos, pero decidí probar con algunos más recientes. A veces, cuando un Dem muere, su familia envía a la biblioteca cualquier diario o libro de visitas que poseyera. En uno de estos diarios encontré unas referencias interesantes a… Bien, no entraré ahora en detalles, pero indican que podríamos encontrar más información en las bibliotecas privadas de otros Dem. Sin embargo, no estoy seguro de quién o dónde.

—¿Alguno de ellos vive en las montañas? —preguntó Dannyl.

Los ojos de Tayend se abrieron completamente.

—Unos cuantos. ¿Por qué lo pregunta?

Dannyl bajó la voz.

—Nuestra anfitriona rememoraba una fiesta de cumpleaños de hace una década a la que asistió un joven mago en particular.

—Ah.

—Sí. Ah. —Al ver que Velend se aproximaba, Dannyl frunció el ceño—. Ya vuelve ese amigo tuyo.

—No es un amigo, en realidad —corrigió Tayend—. Más bien, un amigo de un amigo. Me ha traído a la fiesta.

Velend se movía de forma sigilosa, con los andares de un limek, el perro salvaje que causaba problemas a los granjeros y que a veces mataba peregrinos en las montañas. Para alivio de Dannyl, el hombre se detuvo a hablar con otro cortesano.

—Debería avisarte —agregó Dannyl—. Es posible que Bel Arralade esté tratando de encontrarte una joven dama.

—Lo dudo. Me conoce demasiado bien.

Dannyl frunció el ceño.

—Entonces ¿por qué hizo comentarios sobre tu atractivo para las mujeres?, me pregunto.

—Probablemente te estaba poniendo a prueba, para ver lo que sabías de mí. ¿Qué le dijiste?

—Que no te conocía lo suficiente para aventurar si tenías a alguien en mente.

Tayend alzó las cejas.

—No, claro que no, ¿verdad? —dijo en voz baja—. Me pregunto si te molestaría enterarte de que hubiera una persona.

—¿Molestarme? —Dannyl negó con la cabeza—. No… pero quizá eso dependería de quién fuera. ¿Debería interpretar, entonces, que hay alguien?

—Quizá. —Tayend sonrió torciendo la boca—. Pero no te lo voy a decir… todavía.

Divertido, Dannyl miró por encima del hombro de Tayend hacia Velend. No, seguramente no…

Un rostro se volvió hacia él, y alguien agitó una mano. Al reconocer al embajador Errend, Dannyl le saludó a modo de respuesta.

—El embajador Errend quiere que me una a él.

Tayend asintió.

—Y yo seré acusado de ser un aburrido si me paso la noche hablando de trabajo. ¿Te veré pronto en la biblioteca?

—En unos días. Creo que es posible que tengamos que planear otro viaje.

Sonea recorrió con un dedo los lomos de los libros. Encontró un hueco y deslizó allí el volumen que faltaba. El otro libro que sostenía era grueso y pesado. Al darse cuenta de que pertenecía a una estantería del otro lado de la biblioteca, se lo metió bajo el brazo y empezó a cruzar la sala.

—¡Sonea!

Se internó por otro pasillo y caminó a grandes zancadas hacia la parte delantera de la biblioteca, donde estaba lady Tya sentada tras un pequeño escritorio.

—¿Sí, milady?

—Llegó un mensaje para ti —dijo la bibliotecaria—. El Gran Lord quiere verte en la sala de entrenamiento de lord Yikmo.

Sonea asintió, con la boca repentinamente seca. ¿Qué querría Akkarin? ¿Una demostración?

—Será mejor que me vaya, entonces. ¿Le gustaría que volviera mañana por la noche?

Lady Tya sonrió.

—Eres como un sueño hecho realidad, Sonea. Nadie se cree la cantidad de trabajo que hace falta para mantener este lugar. Pero tú debes de tener mucho que estudiar.

—Puedo dedicarle una o dos horas. Y me ayuda a saber qué hay aquí, y dónde encontrarlo.

La bibliotecaria asintió.

—Si tienes tiempo de sobra, entonces bienvenida sea la ayuda. —Agitó un dedo en dirección a Sonea—. Pero no quiero oír a nadie diciendo que estoy distrayendo de sus estudios a la predilecta del Gran Lord.

—No lo hará. —Tras dejar el libro, Sonea recogió su caja y abrió la puerta—. Buenas noches, lady Tya.

Los pasillos de la universidad estaban silenciosos y en calma. Sonea echó a andar hacia el cuarto de lord Yikmo.

A cada paso que daba sentía crecer el temor. A lord Yikmo no le gustaba enseñar por las noches. Las razones del mago vindeano tenían algo que ver con la religión de su tierra natal. Sin embargo, no podía rehusar una petición del Gran Lord.

Incluso así, era una hora tardía para empezar cualquier tipo de lección o demostración. Quizá Akkarin tenía otro motivo para llamarla al cuarto de Yikmo. Quizá Yikmo ni siquiera estaría allí…

Pegó un salto cuando un aprendiz salió de un pasillo lateral delante de ella. Cuando intentó sortearle, este se movió para bloquearle el camino, y tres aprendices más aparecieron para plantarse a su lado.

—Hola, Sonea. ¿Recibiste mi mensaje?

Se dio la vuelta, y sintió que se le encogía el corazón. Regin estaba de pie al frente de un pequeño pelotón de aprendices, bloqueando el pasillo detrás. Reconoció a unos pocos miembros de su antigua clase, pero los demás le eran solo vagamente familiares. Esos otros, comprendió, eran aprendices mayores. La miraban fríamente, y se acordó de los comentarios que había oído de pasada el día que se reanudaron las clases. Si había tantos que pensaban que no se merecía haber sido escogida por el Gran Lord, Regin no habría necesitado mucho para persuadirlos de que se unieran a él.

—Pobre Sonea —dijo Regin arrastrando las palabras—. Ser la predilecta del Gran Lord debe de hacerte sentir muy sola. Sin amigos. Sin nadie con quien jugar. Pensamos que a lo mejor te gustaría algo de compañía. Quizá un jueguecito. —Miró a uno de los chicos mayores—. ¿A qué deberíamos jugar?

El muchacho sonrió burlonamente.

—Me gustaba tu primera idea, Regin.

—¿Un juego de «Purga», entonces? —Regin se encogió de hombros—. Supongo que servirá de práctica para el trabajo que en algún momento de nuestra vida tendremos que realizar. Pero creo que hará falta más que fogonazos y escudos de barrera para sacar a este tipo de indeseables de la universidad. —Miró a Sonea con los ojos entornados—. Tendremos que utilizar medios más persuasivos.

Sus palabras hicieron que la ira se agitara en el interior de Sonea, pero cuando Regin levantó las manos, se tornó en incredulidad. Seguro que no se ponía a lanzarle azotes. No allí. No en la universidad.

—No te atreverás a…

El muchacho sonrió con aire burlón.

—¿No? —Un relámpago de luz brotó de su mano, y ella levantó un escudo—. ¿Qué vas a hacer al respecto? ¿Contárselo a tu tutor? No sé por qué, pero creo que no lo harás. Creo que le tienes demasiado miedo.

Regin se acercó, y ráfagas de magia de color blanco salieron disparadas de ambas manos.

—¿Cómo puedes estar seguro? —replicó—. ¿Y si alguien nos encuentra luchando en los pasillos? Conoces las normas.

—No creo que eso ocurra —dijo Regin con una sonrisita—. Lo hemos comprobado. No hay nadie por aquí. Incluso lady Tya ya se ha ido de la biblioteca.

Era fácil protegerse de sus azotes. Unas descargas de poder y podría detenerlo. Pero resistió la tentación, recordando la charla de Yikmo sobre la responsabilidad de los magos para evitar hacer daño a otros.

—Llama a tu tutor, Sonea —la instó—. Pídele que te rescate.

Sonea sintió que un escalofrío le recorría la espalda, pero lo ignoró.

—¿De ti, Regin? No vale la pena molestar al Gran Lord por eso.

Echó un vistazo a los aprendices situados alrededor.

—¿Habéis oído eso? Piensa que no somos dignos de la atención del Gran Lord. Nosotros, los mejores de las Casas. ¿Y ella sí, una simple chica de las barriadas? Enseñémosle quién es digno. Vamos.

La atacó de nuevo. Al percibir que el escudo estaba siendo asaltado también por detrás, volvió la mirada y vio que Kano e Issle habían pasado al frente del otro grupo de aprendices. Pero los mayores fruncían el ceño. Sonea escrutó sus rostros y vio duda.

—Os lo aseguro —dijo Regin entre un azote y otro—. No se lo contará.

Aun así, los aprendices mayores seguían vacilando.

—Si lo hace —agregó Regin—, asumiré la responsabilidad. Estoy dispuesto a hacerlo, solo para demostrároslo. ¿Qué tenéis que perder?

Sonea sintió más azotes, y al echar otro vistazo por encima del hombro vio que se habían sumado más aprendices al ataque. Ahora hacía falta más poder para mantener el escudo. Cada vez más preocupada, miró a uno y otro lado, considerando las opciones. Si pudiera llegar al corredor principal… Empezó a andar, obligando a retroceder a Regin y a sus compañeros.

—Si no os unís a nosotros ahora —prácticamente gritó Regin a los pocos aprendices que aún dudaban—, escapará. Como también se está saliendo con la suya por coger lo que por derecho es nuestro. ¿Vais a ponerla en su sitio, o a pasar el resto de vuestras vidas inclinándoos ante una chica de las barriadas? —exclamó.

Los aprendices que se encontraban junto a él dieron un paso adelante, aunque con cierta renuencia, y atacaron con azotes de fuerza. Intentar moverse ante un azote de fuerza en contra requería más energía que un simple escudo, y aunque consiguió avanzar, su progreso era lento y costoso.

Se detuvo y lo reconsideró. ¿Tendría suficiente fuerza para alcanzar el corredor? No estaba segura. Sería mejor conservarla. Con suerte se agotarían, y entonces sería capaz de abrirse paso a empujones fácilmente.

Siempre y cuando ella no se cansara primero.

Con el fin de reducir el tamaño del escudo, se arrimó de espaldas a la pared. Mientras el ataque continuaba, pensó en cuál sería su propósito. Había asumido que Regin había congregado a un grupo tan grande para tener una audiencia mayor… y protección si ella contraatacaba. ¿Esperaba agotarla, también? En ese caso, ¿qué pretendía hacer una vez que la hubieran desgastado? ¿Matarla? Seguro que no merecería la pena ir a prisión por una chica de las barriadas, ¿no? No, probablemente pretendía cansarla para las lecciones del día siguiente.

Los azotes la estaban debilitando, pero, alarmada, sintió que su propia fuerza empezaba a desfallecer. Se acercaba el final. Se acercaba demasiado. Cuando el escudo empezó a vibrar, Regin alzó los brazos.

—¡Basta!

Los azotes cesaron. En el silencio, Regin miró a los demás, uno a uno, y sonrió burlonamente.

—¿Véis? Pongámosla ahora en el lugar que le corresponde.

Cuando se giró para observarla, ella vio un brillo malintencionado en sus ojos, y comprendió que agotarla no era sino la primera parte de su plan. Deseó haber continuado empujando hacia el corredor principal. Pero cuando lo hizo, supo que no habría conseguido llegar tan lejos.

Regin envió otro azote, cauto, a su escudo. Uno a uno, los demás imitaron aquella cuidadosa embestida. La mayoría de los azotes eran débiles, pero mientras invocaba más y más su reserva de poder para mantener el escudo, comprendió que de todas formas estaba sentenciada. Incluso aunque todos ellos terminaran demasiado exhaustos para usar sus poderes, diez aprendices podrían seguir atomertándola felizmente sin recurrir en absoluto a la magia.

Con creciente temor, sintió que su poder se desvanecía. El escudo brilló con luz trémula, y desapareció, dejando nada excepto aire entre ella y Regin. Este sonrió a los otros, con una cansada pero triunfante mueca.

Entonces un haz de luz roja brotó de la palma de Regin. El dolor floreció en el pecho de Sonea y se difundió hacia fuera, provocándole un temblor en brazos y piernas y clavándose en su cabeza. Sintió que sus músculos se contraían espasmódicamente, y su espalda resbaló por la pared.

Abrió los ojos cuando la sensación desapareció, y se encontró a sí misma acurrucada en el suelo. El rubor se agolpó en su cara. Humillada, trató de levantarse, pero otro estallido de dolor sometió sus sentidos. Apretó los dientes, resuelta a no llorar.

—Bueno, siempre me he preguntado qué efecto causaría un azote de paro —oyó decir a Regin—. ¿Os gustaría probar?

Se oyó un gemido de aversión, y Sonea sintió una momentánea esperanza cuando dos de los aprendices intercambiaron una mirada de consternación, dieron media vuelta y se alejaron. Pero todos los demás lucían expresiones ansiosas, y su esperanza se desvaneció cuando un azote de paro tras otro enviaron oleadas de dolor a través de su cuerpo.

La pulla de Regin le cruzó la mente.

«Llama a tu tutor, Sonea. Pídele que te rescate.»

Solo haría falta una breve llamada mental; una imagen de Regin y sus cómplices…

No. Nada de lo que dijera Regin podría ser tan horrible como tener que pedir ayuda a Akkarin.

«¡Pues a Rothen!»

«No me está permitido hablar con él.»

«¡Tiene que haber alguien!»

Pero una petición de auxilio la oiría Akkarin… además de otros magos. El Gremio al completo pronto sabría que su aprendiz había sido hallada exhausta y derrotada en los pasadizos de la Universidad.

No había nada que hacer.

Se acurrucó hecha un ovillo, y esperó a que los aprendices gastaran todo su poder, o acabaran aburriéndose de su juego, y la dejaran en paz.

Era bien pasada la medianoche cuando Lorlen finalmente terminó la última carta. Se levantó, se estiró y caminó hasta la puerta, apenas fijándose en los alrededores mientras candaba automáticamente el cerrojo mágico. Cuando se disponía a dirigirse hacia el corredor, oyó un ruido en el vestíbulo de la universidad.

Se detuvo, planteándose si investigarlo o no. Había sido un sonido tenue, quizá una hoja muerta arrastrada por el viento. Acababa de decidir ignorarlo cuando se repitió el sonido.

Se acercó, con el ceño fruncido, a la entrada del vestíbulo. Un movimiento atrajo su atención hacia uno de los portones. Algo se deslizó por la antigua madera. Dio un paso adelante, y entonces respiró ahogadamente.

Sonea se sostenía contra la enorme puerta como si fuera a caerse sin su apoyo. La chica dio un paso y después se detuvo, tambaleándose en lo alto de la escalera. Lorlen se abalanzó sobre ella y la sujetó por un brazo. La chica le miró sorprendida y obviamente consternada.

—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó.

—Nada, milord —dijo ella.

—¿Nada? Estás exhausta.

La chica se encogió de hombros, y era evidente que incluso eso le supuso esfuerzo. Toda su fuerza se había esfumado. Como si… como si se la hubieran drenado…

—¿Qué te ha hecho? —jadeó Lorlen.

Sonea frunció el ceño y negó con la cabeza. De repente le flaquearon las rodillas y se dejó caer en la escalera. El mago se sentó a su lado, soltándole el brazo.

—No es lo que usted piensa —dijo; acto seguido se dobló hacia delante y reposó la cabeza en las rodillas—. No quien usted cree. No fue él. —Suspiró y se frotó la cara—. Nunca antes me había sentido tan cansada.

—Entonces ¿qué ha provocado que estés así?

Sonea dejó caer los hombros, pero no respondió.

—¿Fue algo que un profesor te mandó hacer?

La chica negó con la cabeza.

—¿Intentaste algo que requería más poder del que esperabas?

Volvió a negar con la cabeza.

Lorlen trató de imaginar otra forma por la que sus poderes pudieran haberse agotado. Pensó en las pocas veces que había empleado toda su fuerza. Tuvo que remontarse a muchos años atrás, a su época en la universidad. A sus combates con Akkarin en habilidades de guerrero. Pero ella declaraba que no había sido Akkarin.

Entonces se acordó. En una ocasión, el profesor había enfrentado a varios aprendices contra cada miembro de la clase. Había sido una de las pocas veces que salió derrotado.

Pero era demasiado tarde para una clase. ¿Por qué habría estado luchando Sonea contra otros aprendices? Lorlen torció el gesto cuando un nombre asaltó su mente.

Regin.

El muchacho probablemente habría reunido a sus seguidores y la había abordado en algún sitio. Era atrevido y arriesgado. Si Sonea hablaba a Akkarin del hostigamiento…

Pero ella no lo haría. Lorlen miró a Sonea y sintió que se le partía el alma. Al mismo tiempo sintió un inesperado orgullo.

—Ha sido Regin, ¿verdad?

Sonea abrió los ojos, parpadeando. El administrador asintió cuando detectó recelo en ellos.

—No te preocupes. No se lo contaré a nadie a menos que me autorices. Informaré a Akkarin de lo que está pasando, si quieres.

«Si está escuchando ahora, ya lo sabrá.»

Bajó la mirada al anillo, y la desvió rápidamente.

Sonea meneó la cabeza.

—No. No lo haga. Por favor.

Por supuesto. Sonea no quería que Akkarin se enterara.

—No lo esperaba —agregó—. Los evitaré a partir de ahora.

Lorlen asintió lentamente.

—Bien, si no lo consigues, entonces has de saber que puedes llamarme solicitando ayuda.

Sonea levantó la comisura de la boca en una irónica sonrisa, luego respiró hondo y empezó a ponerse en pie.

—Espera. —La chica se detuvo cuando la tomó de la mano—. Un momento —dijo—. Esto ayudará.

Envió una delicada corriente de energía sanadora desde la palma de la mano hacia el cuerpo de Sonea. Los ojos de la chica se abrieron de golpe cuando la notó. Eso no restauraría su poder, pero aliviaría la debilidad física. Los hombros se pusieron derechos y la pálidez abandonó su rostro.

—Gracias —dijo ella. Se puso en pie, y cuando miró hacia la residencia del Gran Lord, dejó caer los hombros de nuevo.

—No será siempre así, Sonea —dijo el mago con suavidad.

La chica asintió con la cabeza.

—Buenas noches, administrador.

—Buenas noches, Sonea.

Se quedó mirando mientras la muchacha se alejaba, con las esperanza de que sus palabras resultaran ser ciertas, pero cuestionándose si eso sería posible.