20. La buena fortuna de Sonea


Cuando se abrió la puerta de su despacho, el rector levantó la vista de su escritorio hacia los recién llegados. Era la primera vez, hasta donde Sonea podía recordar, que la expresión agria de Jerrik se desvanecía. Se puso en pie de un salto.

—¿Qué puedo hacer por vos, Gran Lord?

—Desearía discutir el entrenamiento de Sonea. He leído su informe, y me preocupa su carencia de habilidades en ciertas áreas.

Jerrik parecía sorprendido.

—El progreso de Sonea ha sido más que satisfactorio.

—Sus calificaciones en habilidades de guerrero son mediocres, en el mejor de los casos.

—Oh. —Jerrik echó un vistazo a Sonea—. No es inusual que un aprendiz muestre menos aptitudes en alguna de las disciplinas en esta fase. Aunque no sobresale en habilidades de guerrero, sus resultados han sido aceptables.

—No obstante, quiero tratar esta debilidad. Creo que lord Yikmo sería un profesor adecuado.

—¿Lord Yikmo? —Jerrik alzó sus generosas cejas y luego las juntó arrugando la frente—. Él no enseña por la noche, pero si Sonea asiste a clases nocturnas en otras materias, eso le proporcionaría tiempo durante el día.

—Tengo entendido que faltó ayer a su prueba en habilidades de guerrero.

—Sí —respondió Jerrik—. Generalmente concertaríamos otra tras el período de asueto, pero pienso que una evaluación por parte de lord Yikmo serviría igualmente. —Echó una ojeada a la mesa—. Puedo programar el calendario de Sonea para el próximo año ahora, si lo deseáis. No llevará mucho tiempo.

—Sí. Dejaré a Sonea aquí para organizarlo. Gracias, rector.

La presencia a su lado se alejó. Cuando la puerta se cerró, Sonea respiró hondo y exhaló despacio. Se había ido. Por fin.

Jerrik se dejó caer en su asiento y se oyó un golpe suave. Señaló con la mano una silla de madera próxima al extremo de su escritorio.

—Siéntate, Sonea.

Ella obedeció. Volvió a inspirar profundamente, y sintió que sus músculos se relajaban.

Todo lo que había sucedido después de dejar a Rothen parecía un mal sueño. Había seguido a Akkarin hasta su residencia, donde un sirviente le había mostrado una habitación en el segundo piso. No mucho después, había llegado un arcón con sus pertenencias procedente del alojamiento de los aprendices. Otro sirviente le había llevado un plato de comida, pero Sonea se encontraba demasiado nerviosa para tener apetito. Así que se sentó junto a una de las pequeñas ventanas, y sin fijarse apenas en los magos y aprendices que caminaban por los jardines, buscó una salida a su situación.

Primero, se había planteado huir a las barriadas. Los ladrones estarían ansiosos de protegerla ahora que poseía Control sobre su magia. Habían conseguido ocultar a Senfel, el mago descarriado al que Farén no había logrado persuadir para enseñarla. Ellos también podrían ocultarla a ella.

Sin embargo, si desaparecía, Akkarin le haría algo a Rothen. Pero si este recibía el aviso con suficiente antelación, podría contar al resto del Gremio que Akkarin practicaba magia negra antes de que el Gran Lord se diera cuenta de que ella se había ido. Tendría que avisar además a Lorlen, pues el administrador también se hallaría en peligro si se marchaba. Sí, Akkarin no tendría oportunidad alguna de evitar que Lorlen y Rothen hablaran si los advertía de su marcha y calculaba bien el momento.

¿Y entonces qué? El Gremio se enfrentaría a Akkarin. Lorlen había creído que no podrían ganar semejante batalla, y él conocía a Akkarin mejor que cualquier otro mago. Así que, si se fugaba, podría provocar una confrontación que devastaría el Gremio, y posiblemente Kyralia entera.

Entonces se le pasó por la cabeza que el destino del Gremio descansaba en sus manos. Ella, una simple chica de las barriadas. Pero ese repentino poder no la complació. Al contrario, se sintió desfallecer, presa de la frustación y el miedo.

Un tiempo después de que los jardines hubieran desaparecido en las sombras de la noche, el sirviente había regresado con una bebida. Al reconocer el aroma de una suave medicina inductora del sueño, Sonea se la había tomado; se acurrucó en la cama extraña, demasiado blanda, y dio la bienvenida al aturdimiento que lentamente se abatió sobre ella.

Por la mañana, unos meticulosos sirvientes le habían llevado túnicas nuevas y más comida. Logró tomar unos bocados, pero se arrepintió cuando llegó Akkarin. Con náuseas a causa del miedo, le había seguido hasta la universidad. Al despacho de Jerrik. ¿Había pasado al lado de otros aprendices por el camino? ¿Se habrían callado al verlo aparecer, como siempre hacían? No lo recordaba.

Los movimientos de Jerrik eran apresurados; tenía las cejas contraídas en un gesto de concentración. Las pocas veces que había visto al Gran Lord en compañía de otros magos había notado que se le trataba con respeto, hasta cierto punto con reverencia. ¿Esa veneración se debía a su posición de Gran Lord? ¿O había algo más? ¿Le temían instintivamente, sin saber la razón?

Observando a Jerrik, sacudió la cabeza. Calendarios y exámenes parecían ahora triviales. Si Jerrik supiera lo que había sucedido realmente, no le interesaría en absoluto todo ese jaleo de papeles y clases. No tendría ningún respeto por Akkarin.

Pero él no lo sabía, y ella no podía contárselo.

Jerrik se puso en pie bruscamente. Se dirigió a un aparador y sacó tres cajas: una verde, una roja y otra púrpura. Se acercó a las puertas altas y estrechas que cubrían una pared de la habitación y pasó la palma de la mano sobre el picaporte de la primera. Se produjo un clic y la puerta se abrió, revelando una serie de estantes.

Recorrió con el dedo el primero de estos, se detuvo y sacó una carpeta bien ordenada. La puso encima de la mesa, y Sonea vio su nombre escrito con pulcritud en la tapa. Eso incitó su curiosidad. Mientras, él abrió la carpeta y leyó varias hojas de papel.

«¿Qué habrá ahí? —se preguntó Sonea—. Seguro que los comentarios de los profesores. Y el informe sobre la pluma que supuestamente robé.»

Jerrik abrió las tres cajas. Dentro había más hojas de papel con los nombres de los profesores y con unas tablas dibujadas. Seleccionó algunas, extrajo una hoja en blanco de su escritorio y empezó a dibujar otra tabla. Durante unos minutos lo único que se oyó en el despacho fue la respiración de Jerrik y el rasgueo de su pluma.

—Esto ha sido un golpe de buena fortuna para ti, Sonea —dijo sin levantar la mirada.

Sonea asfixió un repentino y amargo impulso de echarse a reír.

—Sí, rector —se las arregló para decir.

Jerrik alzó la vista hacia ella y frunció el ceño; luego volvió a centrar su atención en la escritura. Terminó la tabla, sacó otra hoja en blanco y empezó a hacer una copia.

—No vas a disponer de mucho tiempo para ti misma el próximo año —dijo—. Lord Yikmo prefiere enseñar durante el día, por lo que a cambio tendrás que tomar clases particulares de alquimia. Tendrás los dialibres para estudiar. Si trabajas de manera eficiente, puede que seas capaz de reservar las mañanas de los dialibres para tus asuntos personales. —Hizo una pausa y estudió su obra, mientras iba negando tristemente con la cabeza—. Si lord Yikmo está satisfecho con tu progreso, quizá puedas disponer de algunas tardes para ti.

Sonea no respondió. ¿De qué le serviría ahora tener tiempo libre? Akkarin le había prohibido hablar con Rothen y no tenía amigos entre los aprendices. La amedrentaban las semanas venideras. Sin clases a las que asistir hasta el próximo año, ¿qué iba a hacer ella? ¿Quedarse en su nueva habitación en la residencia de Akkarin? Se estremeció. No, se mantendría tan lejos de allí como le fuera posible.

Siempre y cuando él se lo permitiera. ¿Y si quería tenerla cerca?

«¿Y si quiere utilizarme para sus maldades?»

Se dispuso a apartar aquel pensamiento, pero se refrenó. Por terrible que fuera, tenía que considerar la posibilidad. Podía obligarla a cualquier cosa con la amenaza de hacer daño a Rothen. El miedo le atenazó el estómago. Cualquier cosa…

Le dolían las manos. Bajó la mirada y abrió los puños. Cuatro marcas sangrantes en forma de media luna se distinguían en cada palma. Se frotó las manos contra la túnica y tomó nota mentalmente de recortarse las uñas cuando volviera a su habitación.

Jerrik permanecía totalmente absorto en sus papeles. Sonea se quedó mirando mientras la pluma iba completando la página. Cuando llegó al final, el rector resopló con satisfacción y le entregó la hoja.

—Como predilecta del Gran Lord se te concederá un tratamiento preferente, pero también se esperará de ti que demuestres que su elección fue correctamente tomada. No dudes en sacar partido de tu nueva posición; lo necesitarás si deseas cumplir sus expectativas.

Ella asintió.

—Gracias, rector.

—Puedes irte.

Tragando saliva con dificultad, se levantó, hizo una reverencia y caminó hasta la puerta.

—Sonea.

Al mirar por encima de su hombro, descubrió que Jerrik esbozaba una rara sonrisa que le izaba las comisuras de la boca.

—Sé que añorarás tener a Rothen como tutor —dijo—. Puede que Akkarin no sea tan amigable, pero al escogerte ha hecho mucho para mejorar tu situación. —La sonrisa se desvaneció—. Puedes irte.

Se forzó a responder con un asentimiento de cabeza. Mientras cerraba la puerta, vio que Jerrik la observaba, con expresión meditabunda. Dio media vuelta, deslizó el calendario en la caja y echó a andar por el ancho pasillo, ya familiar.

Algunos aprendices remoloneaban en las puertas. La observaron al pasar. Turbada por sus miradas, aceleró el paso.

«¿Cuánta gente lo sabrá? —se preguntó—. Seguro que todo el mundo. Han tenido un día entero para enterarse.»

La noticia de que el Gran Lord había finalmente escogido a un predilecto se habría propagado por el Gremio más rápido que una tos de invierno. Un profesor surgió de un pasillo. La miró con aire dubitativo, y luego sus ojos se posaron en una manga. Enarcó las cejas y movió la cabeza ligeramente en un gesto de incredulidad.

Sonea bajó la mirada hasta el pequeño cuadrado dorado de la manga de su túnica. Los incales eran los símbolos familiares lucidos por miembros de las Casas. Los magos no los llevaban porque una vez que se unían al Gremio supuestamente dejaban atrás la familia y las ataduras políticas. El sirviente que le había llevado las túnicas le había explicado que el Gran Lord lucía el símbolo del Gremio como incal porque su posición era vitalicia. El Gremio se convertía en su familia y Casa.

Y ella era su aprendiz.

Se dobló la manga hacia dentro para ocultar el incal, y se aproximó a la puerta del aula. Hizo una pausa justo antes de entrar, para reunir el coraje suficiente.

—Buenos días, Sonea.

Al volverse vio a lord Elben, que avanzaba a trancos por el pasillo hacia ella. El profesor sonrió abiertamente, pero sus ojos seguían siendo fríos.

—Enhorabuena por tu nuevo tutor —la felicitó cuando llegó a su lado.

Sonea se inclinó.

—Gracias, lord Elben.

Entró en el aula con paso enérgico. Armándose de valor, Sonea le siguió.

—Tomad asiento, por favor —bramó Elben—. Tenemos mucho que hacer hoy.

—¡Ah! —Una voz se alzó por encima del traqueteo y el arrastramiento de sillas—. La predilecta del Gran Lord se ha dignado honrar a esta humilde clase con su presencia.

Se hizo el silencio en el aula. Todos los rostros se volvieron hacia Sonea. Al reparar en la incredulidad reflejada en sus caras, sintió un sarcástico regocijo. Qué irónico que sus propios compañeros de clase fueran los últimos en enterarse. Todos menos uno, se corrigió. Regin se hacía el remolón apoyado en una mesa, con una mueca de satisfacción ante el efecto que la noticia había causado en la clase.

—Por favor, toma asiento, Regin —gruñó Elben.

Regin se apartó de la mesa y se acomodó en su silla. Sonea se acercó a su sitio y depositó la caja en el pupitre. Cuando lo hizo, la manga quedó libre, y oyó cerca un gritito ahogado. Levantó la mirada; Narron tenía los ojos clavados en el incal.

—Sonea —dijo Elben—. Te he reservado un sitio delante.

Se percató de que, efectivamente, había un sitio libre en la primera fila de la clase. El sitio de Poril. Se volvió y vio que su viejo amigo estaba sentado al fondo del aula. Este se ruborizó y rehuyó los ojos de ella.

—Gracias, milord —respondió, volviendo la vista hacia él—. Es muy generoso por su parte, pero preferiría quedarme aquí.

El mago entornó los ojos. Dio la impresión de que argumentaría algo, pero echó un vistazo a la clase y pareció pensárselo mejor.

—Muy bien. —Se sentó en su silla y posó una mano en una pila de papel que tenía sobre el escritorio—. Hoy seréis examinados de vuestros conocimientos de alquimia —dijo a la clase—. Os entregaré ahora una lista de preguntas que debéis responder, y más tarde los ejercicios a completar. Tras el descanso de enmedio, os someteréis a las pruebas prácticas.

Mientras repartía las hojas por la clase, Sonea sintió que regresaba una antigua ansiedad casi olvidada. Los exámenes. Dejó que sus ojos leyeran por encima las preguntas y suspiró con alivio. A pesar del desdén de los profesores, a pesar de las largas horas de estudio, a pesar de todos los intentos de Regin para obstaculizarla, había logrado asimilar las lecciones. Sintiéndose mejor, sacó una pluma de la caja y empezó a escribir.

Horas más tarde, cuando sonó el gong que marcaba el final del examen, la clase lanzó un unificado suspiro de alivio.

—Eso es todo —concluyó Elben—. Podéis iros.

Como uno solo, los aprendices se levantaron y se inclinaron ante el profesor. Sonea captó varias miradas en su dirección mientras salían en fila del aula. Recordó por qué, y el sentimiento de pánico le revolvió el estómago.

—Aguarda, Sonea —dijo Elben cuando ella pasó junto a su mesa—. Me gustaría hablar contigo.

Esperó a que el aula estuviera vacía antes de hablar.

—Después del descanso de enmedio —le dijo—, me gustaría que ocuparas el sitio que he dispuesto para ti.

Sonea tragó saliva. ¿Era eso lo que Jerrik había querido decir cuando comentó que los profesores le otorgarían un tratamiento preferente? ¿Debería sacar partido de ello, como había sugerido el rector?

Pero ¿qué iba a ganar trasladándose al frente del aula? Solo la certeza de que Poril perdería aún más prestigio en la clase a causa de ella.

Negó con la cabeza.

—Prefiero el sitio junto a la ventana.

Elben frunció el ceño.

—Sería más apropiado que ahora te sentaras al frente de la clase.

¿Apropiado? Sintió un arrebato de ira. No se trataba de ayudarla a aprender, se trataba de hacer ver que la aprendiz del Gran Lord era favorecida. El mago probablemente esperaba de ella que informara a Akkarin de todos los favores, por pequeños que fueran. Ahogó una risa amarga. Contaría a su nuevo tutor lo menos posible.

Si había aprendido algo en los últimos seis meses era a evitar alterar el nimio orden social establecido en la clase. Ocupar el sitio de Poril significaría más que un simple cambio de asientos. Ella ya disgustaba a los aprendices; no tenía necesidad de darles más motivos para hacerlo. Miró a Elben, de pie con los brazos cruzados, y sintió que su ira se convertía en rebeldía.

—Me quedaré en mi sitio de costumbre —dijo.

Elben entornó los ojos, pero pareció ver algo en la mirada de Sonea que le hizo detenerse. Arrugó los labios en actitud reflexiva.

—Delante se ve y se oye mejor —apuntó.

—No estoy sorda, lord Elben, ni soy corta de vista.

El mago apretó las mandíbulas.

—Sonea —dijo, acercándose y hablando en voz baja—, si no ocupas el asiento de delante, como profesor tuyo, podría ser visto como… neglicencia por mi parte…

—Tal vez deba decir a Akkarin que usted no me permite sentarme donde deseo.

Los ojos de Elben se abrieron al máximo.

—No le molestarías por una nimiedad así…

Sonea sonrió.

—Dudo que al Gran Lord le interese dónde me siento…

La contempló en silencio, y finalmente asintió.

—Muy bien. Puedes sentarte donde desees. Vete.

Cuando salió al pasillo notó que el corazón le latía aceleradamente. ¿Qué había hecho? Los aprendices nunca discutían con sus profesores.

Entonces se dio cuenta de que el pasillo se hallaba inusualmente silencioso. Levantó la mirada y se percató de que aprendices de todos los cursos la observaban sin hablar. Toda la satisfacción por su conversación con Elben se evaporó. Tragó saliva y echó a andar hacia la escalera.

—Es ella —cuchicheó una voz a su derecha.

—Ayer —masculló alguien—. Sin previo aviso…

—… Gran Lord…

—¿Por qué ella? —dijo alguien con desdén, un comentario que claramente iba destinado a que lo oyera—. Es solo una chica de las barriadas.

—… no está bien.

—… debería haber sido…

—… insulto a las Casas.

Ella resopló con suavidad.

«Si conocieran el verdadero motivo por el que me ha escogido —pensó—, no estarían tan…»

—¡Abran paso a la predilecta del Gran Lord!

Se le revolvió el estómago cuando reconoció la voz. Regin se plantó en el pasillo y le bloqueó el paso.

—¡Grandísima! —gritó a voz en cuello—. ¿Se me permitiría pedir un minúsculo favor, infinitesimalmente pequeño, de alguien tan admirado e influyente?

Sonea le contempló con recelo.

—¿Qué quieres, Regin?

—¿Os importaría… si no supone una ofensa muy grande para su elevada posición?, claro está —dijo forzando una sonrisa empalagosa—, arreglarme los zapatos esta noche. Verá, sé que vos estáis capacitada para tan grandes y valiosos cometidos y, bueno, si he de arreglar mis zapatos, lo debería hacer la mejor zapatera de las bar… eh… del Gremio. ¿No opináis lo mismo?

Sonea sacudió la cabeza.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre, Regin?

Salvó el obstáculo del muchacho y continuó por el pasillo. Un ruido de pasos la persiguió.

—Oh, pero Sonea… quiero decir… Oh, Grandísima. Sería para mí un hon…

La voz se interrumpió bruscamente. Frunciendo el ceño, resistió la tentación de echar la vista atrás.

—Es la aprendiz del Gran Lord —dijo alguien entre dientes—. ¿Eres estúpido? Déjala en paz.

Sonea reconoció la voz de Kano y se quedó sin aliento por la sorpresa. ¿Era eso lo que Jerrik había querido decir cuando le aseguró que Akkarin había mejorado su situación? Alcanzó la escalinata, descendió al vestíbulo y, tras franquear las puertas, echó a andar hacia el alojamiento de los magos.

Entonces de detuvo. ¿Adónde iba? ¿A las habitaciones de Rothen? Trató de poner en orden sus pensamientos.

El hambre decidió por ella. Iría al refectorio. ¿Y después de las pruebas de la tarde? A la biblioteca. Si se quedaba hasta que cerrara, podría evitar tener que regresar a la residencia del Gran Lord hasta tarde. Con suerte, Akkarin ya se habría retirado, y podría llegar a su habitación sin encontrarse con él. Tomó aire para armarse de valor, y plantando cara a las inevitables miradas y cuchicheos, regresó a la universidad.

Los aposentos de Lorlen estaban en la planta baja del alojamiento de los magos. Pasaba poco tiempo en ellos, pues se levantaba temprano y regresaba mucho después de que el resto del Gremio se hubiera retirado a descansar. De día en día, apenas si se fijaba en ningún otro elemento de sus habitaciones que no fuesen la cama y su armario ropero.

Pero el anterior había redescubierto muchas cosas de su espacio privado. Adornos y objetos que había olvidado que poseía ocupaban las estanterías. Recuerdos del pasado, de la familia y de sus logros, que solo le traían remordimientos y dolor. Le hacían acordarse de gente a la que amaba y respetaba. Gente a la que había fallado.

Lorlen cerró los ojos y suspiró. Osen no estaría preocupado aún. Solo había pasado un día y medio. No era tiempo suficiente para que a su ayudante le entrara pánico ante la creciente lista de tareas sin atender. Y Osen llevaba años tratando de persuadir a Lorlen para que se tomara un descanso de sus obligaciones.

«Ojalá solo se tratara de un descanso…»

Lorlen se frotó los ojos y deambuló hasta el dormitorio. Quizá ahora estuviera lo bastante cansado para dormir. No había sido capaz las últimas dos noches, no desde…

Los recuerdos regresaron en cuanto se tumbó. Gimió y trató de apartarlos de su mente, pero estaba demasiado cansado para combatirlos, y sabía que, en cualquier caso, regresarían de nuevo tan pronto como se relajara.

«¿Cómo empezó? Dije algo sobre que el embajador de Vin esperaba alojarse en la residencia…»

—Se sorprendió al enterarse de que el Gran Lord ya no recibe invitados, pues su padre se alojó aquí con tu predecesor —recordó haber explicado Lorlen.

Akkarin había sonreído ante eso. De pie junto a la mesita donde servía las bebidas, miraba a través de la ventana los jardines amortajados por la noche.

—El mejor cambio que jamás he hecho.

—Tú valoras tu privacidad —había dicho Lorlen distraídamente.

Akkarin posó entonces un dedo sobre una botella de vino, como meditando si tomarse otra copa. Había girado el rostro, algo que Lorlen agradeció cuando Akkarin habló a continuación.

—Dudo que el embajador se sintiera cómodo con mis… hábitos.

«¡Ahí! Otro de aquellos extraños comentarios. Como si me estuviera poniendo a prueba. Pensé que estaba a salvo, dado que me daba la espalda y no pudo ver mi reacción…»

—¿Hábitos? —Lorlen había adoptado un tono de incredulidad—. Dudo que le importe si te acuestas tarde por las noches o si bebes demasiado. Es solo que temes que se beba tu vino favorito.

—Eso también. —Akkarin había abierto entonces la botella—. Pero no podemos dejar que nadie descubra todos mis secretitos, ¿cierto?

Una imagen de Akkarin cubierto con harapos ensangrentados había cruzado fugazmente la mente de Lorlen en ese punto de la conversación. Se había estremecido y la había desechado, agradeciendo de nuevo que Akkarin le diera la espalda.

«¿Era eso lo que Akkarin percibió? ¿Estaba escuchando mis pensamientos en ese momento?»

—No —había replicado Lorlen y, deseando cambiar de tema, le había preguntado por las noticas de la corte.

En ese punto, Akkarin levantó un objeto de la mesa. Al captar un destello de gemas, Lorlen miró con mayor detenimiento. Era una daga. La daga que Sonea había visto usar a Akkarin en el ritual de magia negra. Con sorpresa y terror, Lorlen respiró hondo y se atragantó con el vino.

—Se supone que tienes que beber el vino, amigo mío —dijo Akkarin, sonriendo—. No respirarlo.

Lorlen apartó la mirada, ocultándose tras las manos mientras tosía. Trató de recobrar la compostura, pero ver a Akkarin sosteniendo la daga había sido como revivir el recuerdo de Sonea. Se preguntó por qué habría llevado Akkarin el arma a la sala de invitados.

Entonces, cuando se le ocurrió la idea de que Akkarin podría tener intención de utilizarla, su sangre se heló.

—¿Qué noticias tengo? —Akkarin caviló—. Déjame pensar.

Lorlen se obligó a sí mismo a observar a su amigo con calma. Cuando Akkarin se volvió hacia la botella, Lorlen captó un movimiento similar en la mesa. Una bandeja de plata pulida apoyada en otra botella había reflejado los ojos de Akkarin. Ojos que lo observaban.

«Así que me estuvo observando todo el tiempo… Tal vez no había intentado leer mis pensamientos superficiales en ese punto de la conversación. Solo mi reacción a sus comentarios, y la daga, le habrían convencido de que yo sabía algo…»

—He recibido noticias de Dannyl a través de amigos de Elyne y Lonmar —había dicho Akkarin a continuación, apartándose bruscamente de la mesa—. Hablan bien de él.

—Es bueno saberlo.

Akkarin se había detenido entonces en el centro de la habitación.

—He estado siguiendo sus progresos con interés. Es un investigador muy eficiente.

Así que sabía que Dannyl estaba investigando algo. ¿Sabía de qué se trataba?

Lorlen se obligó a sonreír.

—Me pregunto qué habrá atraído su atención.

Akkarin entornó los ojos.

—¿No te ha mantenido informado?

—¿A mí?

—Sí. Tú, no en vano, le pediste que indagara en mi pasado.

Lorlen meditó cuidadosamente sus siguientes palabras. Akkarin debía de saber que Dannyl estaba siguiendo la misma ruta que él, pero ¿cómo podía saber por qué, cuando Dannyl lo desconocía?

—¿Eso es lo que dicen tus amigos?

—Espías sería un término más apropiado.

Akkarin había movido la mano, y Lorlen se asustó al ver que todavía empuñaba la daga. Comprendiendo que Akkarin no habría pasado por alto su reacción, Lorlen lo miró abiertamente.

—¿Qué es eso?

—Algo que conseguí durante mis viajes —respondió Akkarin, alzando el arma—. Algo que reconoces, creo.

A Lorlen le embargó entonces una fugaz sensación de triunfo. Akkarin había admitido todo excepto que había aprendido magia negra durante sus viajes. Aún era posible que la investigación de Dannyl resultara de utilidad…

—Me es extrañamente familiar —dijo Lorlen—. Tal vez haya visto algo parecido antes en un libro, o en una colección de antigüedades; un objeto con un aspecto tan fiero seguro que se me habría grabado en la memoria.

—¿Sabes para qué se empleaba?

El recuerdo de Akkarin haciendo un corte en el brazo de su sirviente pasó como un relámpago por la mente de Lorlen.

—Es una daga, así que posiblemente no se usara para nada agradable.

Akkarin, para alivio de Lorlen, depositó el arma en una mesa lateral, pero el alivio disfrutó de una corta vida.

—Te has mostrado extrañamente cauto conmigo estos últimos meses —dijo Akkarin—. Evitas la comunicación mental, como si tuvieras miedo de que detectara algo tras tus pensamientos. Cuando mis contactos me hablaron de la investigación de Dannyl, me quedé intrigado. ¿Por qué le pediste que indagara en mi pasado? No lo niegues, Lorlen. Tengo pruebas.

A Lorlen le dejó abatido que Akkarin hubiera descubierto las órdenes de Dannyl. Pero se había preparado para esa pregunta. Fingió estar avergonzado.

—Tenía curiosidad, y tras nuestra conversación sobre tu diario pensé que podría recuperar parte de lo que perdiste. No eres libre para recopilar de nuevo la información, así que… No sería tan satisfactorio como ir tú mismo, desde luego, pero albergaba la esperanza de que fuera una grata sorpresa.

—Ya veo. —La voz de Akkarin sonaba más dura—. Ojalá pudiera creerte, pero no. Verás, esta noche te he hecho algo que nunca antes he hecho, y que nunca quise hacer. Mientras hablábamos, leí tus pensamientos superficiales. Han revelado mucho, mucho más. Sé que mientes. Sé que has visto cosas que nunca deberías haber visto, y debo saber cómo ha ocurrido.

»Dime, ¿cuánto tiempo hace que sabes que practico magia negra?

Solo unas palabras, y todo cambió. ¿Había algo de remordimiento o culpa en su voz? No. Solo ira…

Consternado, y con no poco terror, Lorlen se había aferrado a un último y desesperado intento de evasión. Había mirado horrorizado a su amigo.

—¿Que practicas qué?

La expresión de Akkarin se ensombreció.

—No seas necio, Lorlen —había dicho él con brusquedad—. Lo he visto en tus pensamientos. Sabes que no puedes mentirme.

Comprendiendo que no podía negarlo, Lorlen dirigió la mirada hacia la daga depositada sobre la mesa. Se preguntó qué sucedería a continuación. Si estaría a punto de morir. Cómo lo explicaría Akkarin. Si Rothen y Sonea sospecharían la verdad y desvelarían el crimen de Akkarin…

Demasiado tarde, se dio cuenta de que Akkarin podría haber leído aquellos pensamientos. Levantó la mirada, pero el semblante de Akkarin no había mostrado ninguna señal de alarma o sospecha, solo expectación, y eso le dio una pequeña esperanza.

—¿Cuánto tiempo? —había insistido Akkarin.

—Algo más de un año —confesó.

—¿Cómo?

—Vine aquí una noche. La puerta estaba abierta y vi una luz procedente de la escalera, así que empecé a bajar. Cuando vi lo que estabas haciendo… fue una conmoción. No supe qué pensar.

—¿Qué viste exactamente?

Con dificultad, y sin necesidad de fingirla, Lorlen le había descrito lo presenciado por Sonea. Mientras hablaba, había buscado algún indicio de vergüenza en la expresión del Gran Lord, pero solo captó un parpadeo de irritación.

—¿Lo sabe alguien más?

—No —respondió Lorlen rápidamente, con la esperanza de evitar traicionar a Sonea y a Rothen, pero Akkarin entrecerró los ojos.

—Me estás mintiendo, amigo mío.

—No lo hago.

Akkarin había suspirado entonces. Lorlen recordaba ese suspiro, vívidamente.

—Una respuesta desafortunada.

Lorlen se había levantado entonces para mirar cara a cara a su viejo amigo, decidido a convencer a Akkarin de que su secreto estaba a salvo.

—Akkarin, debes creerme. No he contado esto a nadie. Provocaría demasiados conflictos en el Gremio. Yo… yo no sé por qué estás jugando con esta… esta magia prohibida. Solo puedo confiar en que tengas una buena razón. ¿Piensas que estaría aquí si no lo hiciera?

—¿Confías en mí, pues?

—Sí.

—Entonces muéstrame la verdad. Debo saber a quién estás protegiendo, Lorlen, y cuánto has averiguado.

Akkarin había alargado entonces las manos hacia la cabeza de Lorlen. Conmocionado, Lorlen comprendió que Akkarin pretendía leerle la mente. Asió las manos de Akkarin y se las retiró con un movimiento brusco, consternado por el hecho de que su amigo pudiera demandarle semejante cosa.

—No tienes derecho a…

Y entonces murió el último retazo de confianza que Lorlen había depositado en su amigo: Akkarin flexionó los dedos en un gesto familiar. Una fuerza había empujado a Lorlen hacia atrás. Cayó en la silla y sintió que la magia le aprisionaba.

—¡No lo hagas, Akkarin!

Pero la boca del Gran Lord estaba contraída en una fina línea.

—Lo lamento, mi viejo amigo, pero debo saber.

Entonces los dedos de Akkarin habían tocado las sienes de Lorlen.

«¡No debería haber sido posible! Era como si no estuviera ahí, pero lo estaba. ¿Cómo hace esa lectura mental?»

Temblando ante el recuerdo, Lorlen abrió los ojos y se quedó mirando las paredes de su dormitorio. Cuando apretó los puños notó un ardiente anillo de metal presionando la piel alrededor de un dedo. Levantó la mano, y sintió que su estómago se retorcía cuando una gema roja brilló en la penumbra.

Todo había sido desvelado: lo que Sonea había presenciado, la lectura de la verdad, la implicación de Rothen, y todo lo que Dannyl había aprendido o descubierto. Ni un indicio de los pensamientos o emociones de Akkarin se habían filtrado. Solo más tarde había vislumbrado el estado mental del Gran Lord mientras Akkarin se paseaba por la sala de invitados, rumiando en silencio durante una hora, quizá más. Era evidente que lo que había descubierto le preocupaba enormemente, pero su porte denotaba que no había perdido nada de la seguridad en sí mismo.

Finalmente, la magia restrictiva que sujetaba a Lorlen a la silla se había retirado. Akkarin recogió la daga de la mesa. De haber tenido más tiempo para pensar, Lorlen habría temido por su vida, pero en cambio miró incrédulo a Akkarin mientras este deslizaba la hoja sobre su propia palma.

Con la sangre acumulándose en una mano, Akkarin cogió la copa vacía de Lorlen y la estrelló contra la mesa. Recogió uno de los fragmentos y lo lanzó al aire.

El trozo de cristal se había detenido frente a los ojos de Akkarin y empezado a rotar sobre sí mismo, con los afilados bordes irradiando destellos rojizos a medida que se fundía. Cuando se enfrió nuevamente, había adquirido la forma de una esfera multifacética. Akkarin levantó la mano sangrante y dobló los dedos alrededor de la esfera. Cuando volvió a abrir la mano, el corte había desaparecido y una brillante gema roja yacía en su palma.

A continuación, la voluntad de Akkarin había convocado hasta su mano una cuchara de plata desde el armario de las bebidas. Se había retorcido, fundido y plegado hasta formar un círculo de gran grosor. Akkarin cogió la gema entre dos dedos y la colocó en la parte de mayor espesor del anillo, que se cerró alrededor como una flor.

Entonces le había tendido el anillo a Lorlen.

—Póntelo.

Lorlen se había planteado negarse, pero sabía que Akkarin estaba dispuesto a utilizar la fuerza para conseguir sus propósitos, y podía imaginar unas cuantas maneras desagradables de hacer que un anillo se llevara puesto permanentemente. Prefería la opción de poder quitárselo algún día, así que cogió el anillo y de mala gana lo deslizó en su dedo medio.

—Seré capaz de verlo y oírlo todo a tu alrededor —había dicho Akkarin—. Y seremos capaces de comunicarnos sin que nadie nos oiga.

«¿Está Akkarin mirando ahora? ¿Me observa mientras doy vueltas en mis habitaciones? ¿Tiene algún remordimiento por lo que ha hecho?»

Aunque Lorlen se sentía herido y traicionado por los actos de Akkarin, era el destino de Sonea lo que más lo atormentaba. ¿Había estado Akkarin observando cuando, al mirar por la ventana hacía unos minutos, Lorlen vio a Sonea saliendo de la universidad? La chica se había parado súbitamente, y el dolor en sus ojos, al recordar que ya no podía regresar a las habitaciones de Rothen, resultaba evidente.

No estaba seguro de si quería que Akkarin la hubiera visto. No estaba seguro de si su «amigo» era capaz de tener remordimientos o sentimientos de culpa. Por lo que Lorlen sabía, Akkarin podría haber disfrutado contemplando su miseria.

Pero, a pesar de todo, aún quería creer que no era así.