Uno a uno, los aprendices desfilaron ante la mesa de lord Elben, cogiendo cada uno un tarro de cristal. Sabiendo que recibiría miradas hostiles si se arrimaba a ellos, Sonea esperó. Para su disgusto, Regin fue el último en acercarse a la mesa. Este la miró, vaciló, y entonces se adelantó y se hizo con los dos últimos tarros. Lord Elben frunció el ceño mientras Regin examinaba ambos, pero cuando el profesor abrió la boca, Regin tendió uno de los tarros a Sonea.
—Toma.
Ella alargó la mano para cogerlo, pero justo antes de que sus dedos tocaran el tarro, el muchacho lo soltó. El frasco se hizo añicos en el sueño.
—Oh, lo siento —exclamó Regin. Retrocedió apartándose de los fragmentos de cristal—. Qué torpe que soy.
Lord Elben miró por encima de su larga nariz a Regin, y luego a Sonea.
—Regin, ve en busca de un sirviente para que limpie esto. Sonea, tendrás que observar esta lección.
Sonea regresó a su sitio, de ningún modo sorprendida. El «robo» de la pluma de Narron había hecho más que cambiar la opinión que los aprendices tenían de ella. Antes del «robo», Elben le habría dicho a Regin que le diera a ella el último tarro, o le habría enviado a buscar uno nuevo.
El «robo» solo había confirmado lo que los aprendices y profesores ya sospechaban. Su castigo oficial había sido pasar una hora cada tarde ordenando libros en la biblioteca de los aprendices, lo que había resultado ser bastante ameno… siempre y cuando Regin no estuviera merodeando por allí para dificultarle la tarea. El castigo había finalizado el pasado cuartodía, pero tanto los aprendices como los profesores seguían tratándola con recelo y desprecio.
La mayor parte del tiempo era ignorada en clase. Pero cuando se acercaba demasiado a otro aprendiz, o cuando se atrevía a hablar con alguien, recibía gélidas miradas. No trató de unirse a ellos en el refectorio. En su lugar, regresó a su vieja costumbre de saltarse el almuerzo, o comía con Rothen.
No todo había cambiado para peor, sin embargo. Ahora que sabía que sus poderes eran mucho más fuertes que los del resto de los aprendices, había descubierto una nueva confianza en sí misma. No necesitaba reservar su fuerza para los ejercicios de clase, como habían aconsejado a los aprendices, por lo que era capaz de mantener levantado un resistente escudo para protegerse de proyectiles, empujones y demás vilezas. Esto además implicaba que podía abrise paso fácilmente a empellones entre Regin y sus seguidores si estos la cercaban en los pasillos.
La puerta de su habitación estaba protegida por su propio escudo, igual que la ventana y su caja. Empleaba la magia día y noche, pero aun así nunca se sentía cansada ni sin fuerzas. Ni siquiera después de alguna clase de habilidades de guerrero particularmente extenuante.
Pero se encontraba sola. Mirando el asiento vacío delante de ella, lanzó un suspiro. Poril se había lesionado una semana antes, al quemarse las manos mientras estudiaba. Lo echaba de menos, en especial porque no parecía importarle que supuestamente se hubiera demostrado que ella era una ladrona.
—¿Lord Elben?
Sonea levantó la vista. Había una mujer con una túnica verde en el umbral. Se echó a un lado e hizo pasar a un aprendiz bajito con un gentil empujón. Sonea sintió que se le levantaba el corazón.
—He decidido que Poril ya se encuentra suficientemente recuperado para asistir a las clases. Todavía no es capaz de hacer nada con las manos, pero puede observar.
La mirada de Poril se dirigió directamente a Regin. Apartó la vista rápidamente, se inclinó ante lord Elben y luego corrió hacia su asiento. La sanadora asintió en dirección al profesor y abandonó el aula.
Mientras Elben empezaba a instruir a la clase, la atención de Sonea se desviaba de cuando en cuando a la espalda de su amigo. Poril no parecía prestar atención a la lección. Estaba sentado muy rígido, mirándose ocasionalmente las manos, que estaban enrojecidas por las recientes cicatrices. Cuando sonó el gong del descanso de enmedio unas horas más tarde, esperó hasta que el resto de los aprendices se hubieron marchado, y entonces se levantó rápidamente y corrió hacia la puerta.
—Poril —lo llamó Sonea, yendo tras él. Hizo una apresurada reverencia a Elben y alcanzó al muchacho con cuatro pasos—. Bienvenido. —Sonea sonrió cuando el chico la miró—. ¿Necesitas algo para ponerte al día?
—No. —Frunció el ceño y apresuró el paso.
—¿Poril? —Sonea extendió una mano y le asió por el brazo—. ¿Algo va mal?
Poril la miró, y luego echó un vistazo al resto de la clase que se alejaba por el pasillo. Regin se mantenía en la retaguardia del grupo, volviendo la vista por encima de su hombro y sonriendo de un modo que a Sonea le puso la piel de gallina.
Poril se estremeció.
—No puedo hablar contigo. No puedo —dijo, quitándose de encima la mano de Sonea con una sacudida.
—Pero…
—No, déjame en paz. —Se dio media vuelta, pero la chica le agarró de nuevo por el brazo y lo sujetó con firmeza.
—No voy a dejarte en paz hasta que me digas qué pasa —dijo rechinando los dientes.
El muchacho titubeó antes de responder.
—Es Regin.
Al escudriñar el pálido rostro de Poril, sintió que se le encogía el estómago. Seguía mirando a los demás aprendices, y supo que no quería decirle nada más. Tan solo deseaba alejarse de ella.
—¿Qué te dijo? —le presionó.
Poril tragó saliva.
—Dice que ya no puedo hablar contigo. Lo siento…
—¿Y vas a hacer lo que él diga y ya está? —No era justo, lo sabía, pero también ardía de furia—. ¿Por qué no le dijiste que se fuera y se tirara al río Tarali?
El chico levantó las manos llenas de cicatrices.
—Lo hice.
La furia de Sonea se convirtó en hielo. Miró fijamente a Poril.
—¿Él te hizo eso?
El asentimiento de cabeza de Poril fue tan leve que casi lo pasó por alto. Echó un vistazo al pasillo, pero la clase ya había alcanzado la escalera y había desaparecido.
—Eso es… ¿Por qué no se lo contaste a nadie?
—No puedo demostrarlo.
Una lectura de la verdad lo demostraría. ¿Tenía Poril algún secreto que ocultar, igual que ella? ¿O simplemente le aterraba tanto la idea de que un mago leyera su mente que haría cualquier cosa para evitarlo?
—No puede librarse de haberte quemado las manos solo porque seas amigo mío —gruñó ella—. Si vuelve a amenazarte, dímelo. Haré… haré…
—¿Qué? No puedes hacer nada, Sonea. —Ahora su rostro estaba encendido—. Lo siento, pero no puedo. Sencillamente no puedo. —Se dio media vuelta y echó a correr por el pasillo.
Sonea sacudió la cabeza y le siguió a distancia. Alcanzó la escalera y descendió lentamente. Al llegar a la planta inferior oyó un débil ronroneo. Al mirar por el pasillo hacia el Gran Salón, parpadeó sorprendida.
La sala estaba llena de magos, de pie en parejas o en grupos, hablando. Sonea se detuvo, preguntándose qué habría traído a tantos por allí. No era día de Reunión, por lo que debía de existir otro motivo.
—Yo que tú, no atraería la atención sobre mí —le dijo una voz al oído.
Reculando, se giró y miró a Regin.
—Podrían llegar a la conclusión de que se les ha escapado uno —dijo este, con los ojos brillantes de regocijo.
Sonea dio un paso atrás, desconcertada pero segura de no querer saber de qué estaba hablando. Los ojos del muchacho centellearon deleitados al percibir su falta de comprensión, y se acercó un poco más.
—Oh, no lo pillas, ¿eh? —Su mueca era horrible—. ¿Lo has olvidado? Hoy es el día más festivo del año en las barriadas para la basura como tú. El día de la Purga.
La comprensión la golpeó como un mazazo. La Purga. Cada año, desde la primera Purga treinta años antes, el rey enviaba a la Guardia y al Gremio a limpiar las calles de la ciudad de «vagabundos y bellacos». El objetivo —así declaraba el rey— era hacer las calles más seguras eliminando a los mezquinos ladrones. En realidad, el evento apenas causaba inconvenientes a los ladrones; tenían sus propias vías de escape. Solo la gente pobre y sin hogar era expulsada a las barriadas como si fuera ganado. Y, como en el caso de la familia de Sonea el año anterior, aquellas personas que alquilaban habitaciones en «abarrotadas e inseguras» casas de queda. Se había enfurecido tanto aquel día que se unió a una banda de jovenzuelos que tiraban piedras a los magos, y su poder se había liberado por primera vez.
Regin rió con deleite. Sonea, sintiendo que crecía la ira en su interior, se obligó a darse la vuelta y alejarse. Regin la adelantó para bloquearle el camino. Una sensación de triunfo y de cruel satisfacción distorsionaba su rostro, y Sonea agradeció que los aprendices no acudieran a la Purga. Entonces pensó en el futuro y se estremeció. Estaba claro que Regin esperaba con impaciencia el día en que pudiera utilizar sus poderes para echar a los mendigos indefensos y a las familias pobres fuera de la ciudad.
—No te vayas todavía —dijo Regin, señalando con la cabeza hacia el salón—. ¿No quieres preguntar a tu tutor si se ha divertido?
«¿Rothen? Él no…»
Convencida de que simplemente la estaba picando, se dio media vuelta. Al examinar los rostros, encontró uno familiar en un grupo cercano. Rothen.
Se quedó fría. ¿Cómo podía haber ido cuando conocía sus sentimientos hacia la Purga? Pero él no podía rehusar las órdenes del rey…
«¡Sí que pudo! No todos los magos van. ¡Pudo haberse negado y dejar a otro en su lugar!»
Como presintiendo su mirada, Rothen alzó la vista y la miró a los ojos. Su atención se desvió hacia Regin, y frunció el ceño.
Regin soltó una risita. De repente, lo único que deseaba Sonea era marcharse. Se giró y salió de la universidad a grandes zancadas, dejando atrás a Regin. Este la siguió, provocándola todo el camino hasta el alojamiento de los magos, donde finalmente se detuvo y dejó que entrara sola. Se sintió aliviada al encontrar vacíos los aposentos de Rothen. No quería ver a Tania en ese preciso momento, por si debido a la frustración hablaba con brusquedad a la sirvienta.
Se paseaba arriba y abajo por la habitación cuando poco tiempo después se abrió la puerta.
—Sonea.
Rothen exhibía una expresión contrita. Ella no le respondió; se detuvo junto a la ventana y miró hacia fuera.
—Lo lamento, sé que esto te parece una traición —dijo—. Quería contarte que asistiría. Lo estuve posponiendo, y no me enteré de que hoy nos mandarían afuera hasta esta mañana temprano.
—No tenías por qué ir —dijo Sonea. Su voz sonaba como la de una extraña, oscura de ira.
—Tenía que hacerlo —dijo el mago.
—No. Pudo haber ido cualquier otro en tu lugar.
—Cierto —concedió él—. Pero esa no es la razón. —Se acercó, hablando con voz baja y dulce—. Sonea, tenía que estar allí, para garantizar que no se cometían errores. Si no hubiera ido y sucediera algo… —Lanzó un suspiro—. Todo el mundo estaba inquieto esta vez. Puede que fuera difícil de percibir, pero la confianza del Gremio en sí mismo se vio afectada por lo ocurrido el año pasado. Que fuera por miedo a cometer un error o… —Rió entre dientes—. O por miedo a que otro habitante de las barriadas ejerciera la magia, eso no importa. El Gremio necesitaba a alguien vigilando.
Sonea bajó la mirada. Tenía sentido. Notó que su ira se desvanecía. Suspiró, lo miró y se las arregló para asentir. El mago sonrió esperanzado.
—¿Me perdonas?
—Supongo —dijo ella a regañadientes. Miró hacia la mesa y vio que Tania había dejado panecillos y otras viandas frías. Claramente un menú preparado por una persona que no estaba segura de cuándo iría alguien a comer.
—Ven a almorzar, Sonea —dijo Rothen.
Aceptando la invitación, ella se acercó a una silla y se sentó.
El carruaje del Gremio se detuvo frente a un sencillo edificio de dos plantas. Lorlen se bajó del vehículo, ignorando las miradas curiosas y asustadas de la gente que andaba por la calle. Caminó con paso enérgico hasta la entrada del Primer Cuartel de la Guardia Ciudadana, y cuando un sirviente le abrió la puerta, pasó a un estrecho vestíbulo.
La antesala estaba decorada con gusto pero sin lujos. Unas cómodas sillas estaban dispuestas en grupos bordeando la habitación. A Lorlen le recordó el Salón de Noche del Gremio. Un pasillo que salía de la antesala daba acceso al resto del edificio.
—Administrador.
Lorlen se volvió y vio que el hijo de Derril se levantaba de una de las sillas.
—Capitán Barran. Enhorabuena por su nuevo cargo.
El joven sonrió.
—Gracias, administrador. —Señaló hacia el pasillo—. Venga a mi despacho y le informaré de las últimas noticias.
Barran guió a Lorlen hasta una puerta cerca del final del pasillo. Tras ella había una habitación pequeña, pero aun así confortable. Una pared estaba revestida de cajones, y un escritorio dividía el espacio en dos partes iguales. Barran señaló un par de sillas, y cuando Lorlen se sentó, el guardia ocupó la otra.
—Su padre me ha dicho que ha cambiado de idea respecto a la mujer de la que hablamos —apuntó Lorlen—. Que ahora piensa que fue un asesinato.
—Sí —respondió Barren—. Se han producido varios presuntos suicidios demasiado parecidos a ese. En cada caso, el arma había desaparecido y había signos de la presencia de un intruso. Todas las víctimas tenían huellas de dedos o de una mano en las heridas. Es una coincidencia demasiado extraña. —Hizo una pausa—. Esos suicidios comenzaron más o menos un mes después de que se interrumpieran los asesinatos rituales, casi como si el asesino se hubiera dado cuenta de que estaba llamando la atención y hubiera decidido cambiar sus métodos con la esperanza de que la gente lo tomara por un suicidio.
Lorlen asintió.
—O quizá es un asesino diferente.
—Quizá. —Barran titubeó—. Hay algo más, aunque puede que no esté relacionado. Pregunté a mi predecesor si alguna vez había visto algo tan extraño como esto. Me contó que se habían estado produciendo series de asesinatos, de manera intermitente, durante los últimos cuatro o cinco años. —Soltó una risita—. Dijo que este era el precio que pagamos por vivir en ciudades.
Un escalofrío recorrió la espalda de Lorlen. Akkarin había regresado de su viaje hacía cinco años precisamente.
—¿No había pasado antes nada como esto?
—No lo creo. Me lo habría contado, de haber sido el caso.
—Entonces ¿los asesinatos eran idénticos?
—Solo se parecen en que siguieron un patrón durante un tiempo y luego cambiaron a otro. Mi predecesor sospechaba al principio que uno de los ladrones estaba acabando con una banda rival. Podrían haber estado marcando las víctimas de una cierta forma para que sus rivales supieran quién había cometido el asesinato. Pero las víctimas no parecían tener ninguna conexión entre ellas, ni con los ladrones.
»Después consideró la posibilidad de que fuera un asesino que estaba labrándose una reputación con muertes fácilmente reconocibles. Sin embargo, pocas de las víctimas tenían deudas, y tampoco existía ningún otro móvil evidente para su asesinato. Mi predecesor no pudo encontrar ningún móvil común entre las muertes, igual que yo ahora.
—¿Ni siquiera un vulgar robo?
Barran negó con la cabeza.
—Algunas víctimas fueron robadas, pero no todas.
—¿Testigos?
—De vez en cuando. Las descripciones varían, aunque tienen un detalle en común. —Los ojos de Barran se iluminaron—. El asesino lleva un anillo con una gran gema roja.
—¿En serio? —Lorlen frunció el ceño. ¿Había visto alguna vez a Akkarin llevando un anillo? No. Akkarin nunca llevaba joyas. Eso no significaba que no pudiera ponerse un anillo en el dedo cuando nadie le veía. Pero ¿por qué haría tal cosa?
Lorlen suspiró y movió la cabeza de lado a lado.
—¿Existe algún indicio de que las víctimas hayan sido asesinadas con magia?
Barran sonrió.
—Padre encontraría eso muy emocionante, pero no. Hay algunos aspectos extraños en algunos de los asesinatos, pero ninguna señal de quemaduras de azotes, ni de cualquier otra cosa para la que no hayamos encontrado una explicación más mundana.
Desde luego, una muerte producto de la magia negra no dejaría ninguna huella que Barran pudiera reconocer. Lorlen ni siquiera estaba seguro de si algún mago sería capaz. Debería, no obstante, enterarse de tantos detalles como le fueran posibles.
—¿Qué más puede contarme?
—¿Quiere conocer los detalles de cada asesinato?
—Sí.
Barran señaló la pared de cajones.
—He hecho trasladar aquí todo los informes de asesinatos en serie. Hay mucho que cubrir.
Lorlen contempló los cajones con consternación. Tantos…
—¿Los más recientes, entonces?
Barran asintió. Se acercó a la pared y sacó una gruesa carpeta de uno de los cajones.
—Es bueno saber que el Gremio está dispuesto a interesarse en asuntos como este —dijo.
Lorlen sonrió.
—Mi interés es primordialmente personal, pero si hay algo en lo que el Gremio pueda ayudar, hágamelo saber. Por otra parte, tengo la certeza de que la investigación está en manos del más cualificado para resolverla.
Barran esbozó una irónica sonrisa.
—Eso espero, administrador. Ciertamente, eso espero.
Sobre la barrera abovedada de la Arena, unas nubes de color gris oscuro se deslizaban lentamente hacia la Cuaderna Septentrional. Los árboles de los jardines eran fustigados por el viento que atrapaba sus ramas. Estas se habían oscurecido a medida que se avecinaba la estación fría, pero las últimas hojas que colgaban de ellas lucían brillantes colores rojo y amarillo.
En el interior de la Arena, el aire estaba en calma. El escudo protegía del viento, pero no del frío. Sonea resistió el impuso de envolverse con sus brazos y presionar las capas de la ropa interior de algodón en contacto con su cuerpo. Lord Vorel les había ordenado que bajaran cualquier escudo existente, incluidos los de color.
—Recordad estas leyes de la magia —dijo—. Una: un escudo bajo ataque requiere más esfuerzo para mantenerlo frente a un azote que el azote utilizado contra él. Dos: un azote con trayectoria curva o alterada requiere mayor esfuero que uno con una trayectoria recta. Tres: la luz y el calor viajan más rápido y más fácilmente que la fuerza; en consecuencia, un azote de fuerza requiere mayor esfuerzo que un azote de fuego.
Lord Vorel estaba plantado frente a la clase, con las piernas firmemente apuntaladas y los brazos en jarras. Miraba a Sonea.
—Los azotes son fáciles. Esa es la razón por la que es tan común que los magos abusen de ellos. Esa es la razón por la que los escudos son la habilidad más importante de un guerrero, y la razón por la que los aprendices pasan la mayor parte de su tiempo practicándolos. Recordad las reglas de la Arena. En cuanto vuestro escudo exterior haya caído, habréis perdido el combate. No se necesita ninguna prueba adicional.
Sonea se estremeció, y supo que el temblor no se debía exclusivamente al frío. Aquella sería la primera lección en la que los aprendices lucharían entre sí. Todos los avisos que Vorel les había dado atravesaron velozmente su cabeza. Observó los rostros de los demás aprendices.
La mayoría de ellos presentaban un aspecto encendido y exaltado, pero Poril estaba blanco como la nieve. Dado que Poril y ella siempre formaban pareja en los ejercicios de clase, lord Vorel probablemente los enfrentaría entre sí. Decidió que se lo tomaría con calma y tendría cuidado con su amigo.
—Seréis emparejados inicialmente según vuestra fuerza —les dijo Vorel—. Regin, tú lucharás con Sonea. Benon, tú lucharás con Yalend. Narron se enfrentará a Trassia. Hal, Seno y Poril, iréis rotando entre vosotros.
Sonea sintió que la sangre se le helaba.
«¡Me ha emparejado con Regin!»
Pero tenía sentido. Eran los dos aprendices más fuertes de la clase. De repente deseó haberlo previsto y haber fingido ser más débil de lo que era en realidad.
«No, no debo pensar así.»
Vorel les había dicho en muchas ocasiones que una batalla ya estaba perdida de antemano si un mago la empezaba convencido de la derrota.
«Derrotaré a Regin —se dijo a sí misma—. Soy más fuerte. Será mi venganza por las heridas de Poril.»
No fue fácil aferrarse a esa determinación cuando lord Vorel la llamó para que se situara junto a Regin. El mago puso una mano sobre su hombro, y Sonea sintió que su magia la rodeaba creándole un escudo interior. Un segundo guerrero, lord Makin, blindó a Regin.
—Los demás, salid —ordenó.
Mientras los aprendices obedecían y salían en fila por el túnel, Sonea se obligó a sí misma a encontrar la mirada de Regin. Los ojos de este brillaban y las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba en una maliciosa sonrisa.
—Ahora —dijo Vorel cuando los aprendices se sentaron en las gradas del exterior de la Arena—. Ocupad vuestras posiciones.
Tragando saliva con fuerza, Sonea se dirigió a un lado de la Arena. Regin caminó con aire despreocupado hasta el otro y se giró para encararla. Vorel y Makin retrocedieron hasta el borde, y Sonea los sintió cuando ellos mismos crearon escudos a su alrededor. Su corazón latía aceleradamente.
Vorel pasó la mirada de ella a Regin, y luego efectuó un rápido gesto.
—Empezad.
Sonea levantó un resistente escudo y se preparó para el ataque, pero la descarga de azotes que esperaba no se produjo. Regin permanecía con todo su peso apoyado en una pierna y los brazos cruzados. Esperando.
Sonea entornó los ojos. Se suponía que el primer azote poseía cierta relevancia, y que revelaba el carácter del combatiente. Cuando se fijó mejor, reparó en que Regin ni siquiera había levantado un escudo. Cambió el peso de pierna, tamborileó con los dedos sobre el brazo, dio unos golpecitos con el pie, y luego miró al profesor inquisitivamente.
Sonea arriesgó una mirada a lord Vorel. El guerrero observaba atentamente, en apariencia impasible ante la falta de lucha.
Regin lanzó un suspiro lo bastante fuerte para que incluso los aprendices situados en el exterior de la Arena pudieran oírlo. Entonces bostezó, y Sonea reprimió una sonrisa. No era un combate de magia, era una batalla para ver quién perdía antes la paciencia.
Se llevó las manos a los labios, luego alzó la mirada hacia los aprendices, sin preocuparse ya de mantener la atención en Regin. Algunos observaban fijamente, otros parecían confundidos o aburridos. Volvió a mirar al profesor. Lord Vorel le dirigió una fría mirada.
Tal vez podría tender una trampa a Regin para que atacara primero.
«A lo mejor si bajo mi escudo…»
Con cautela, dejó que el escudo protector externo se disolviera. Inmediatamente el mundo se incendió con un fuego blanco. El apresurado escudo que levantó para repeler los azotes resistió unos segundos, luego empezó a vibrar y colapsó. El calor le picó la piel cuando la magia de Regin alcanzó el escudo interior de Vorel.
—¡Alto!
Los azotes se disiparon, dejando manchas oscuras en la visión de Sonea. Parpadeó en dirección a lord Vorel mientras este avanzaba con paso enérgico hasta el centro de la Arena.
—Regin es el vencedor —anunció.
Una débil ovación llegó procedente de los demás aprendices. Sonea sintió que le ardía el rostro mientras Regin hacía una elegante reverencia.
—Sonea. —Lord Vorel se volvió hacia ella—. Bajar el escudo no es aconsejable a menos que seas diestra para levantarlo otra vez rápidamente. Si tienes intención de emplear de nuevo esta estrategia, deberías practicar más tu defensa. Podéis iros los dos. Benon y Yalend, seréis los siguientes.
Sonea se inclinó en una reverencia, y después caminó a grandes zancadas hacia el portal, tan rápido como pudo. Mientras se adentraba en el pasadizo, cierta melancolía se abatió sobre ella.
«Es solo el primer combate», se dijo.
No podía esperar ganar todo el tiempo, especialmente no contra Regin, cuyo tutor era, después de todo, un guerrero.
Si iban a estar siempre emparejados según su fuerza, tendría que pelear con Regin en cada lección. Ya había quedado claro que Regin prefería la disciplina de habilidades de guerrero, y había oído decir a Hal algo acerca de que Regin estaba tomando lecciones privadas. Como ella no tenía un deseo real de convertirse en una guerrera, ni de recibir clases extra, estaba segura de que él sería siempre mejor que ella en ese campo.
Sin embargo, Vorel había dicho que inicialmente la parejas se formarían según la fuerza de cada uno. Si los emparejamientos cambiaban dependiendo de la habilidad y el talento, y si demostraba ser menos diestra que Regin, Vorel la haría medirse contra otro de los aprendices.
Eso le dejaba dos opciones: intentar mejorar y con el tiempo acabar siempre luchando contra Regin, o fallar a propósito para evitarle.
Tras un suspiro, Sonea trepó por la grada y se unió a los aprendices que estaban sentados en los travesaños que rodeaban la Arena. De cualquier modo, era probable que sufriera muchas más derrotas humillantes. Con añoranza, pensó en la Cúpula, la antigua estructura redonda de piedra próxima al alojamiento de los aprendices. Antes de que se construyera la Arena, los aprendices habían entrenado en ella. Los gruesos muros habían protegido a la gente del exterior de los azotes perdidos descargados por los combatientes en el interior, y habían restringido la contemplación de la batalla al profesor y al alumno. Aunque fuera un recinto mal ventilado y opresivo, al menos había ofrecido privacidad.
El asalto entre Benon y Yalend aburrió rápidamente a Sonea. No entendía cómo aquellas lecciones, con todas sus reglas, podían preparar a los magos para una auténcia guerra. No, aquellos guerreros se pasaban la vida entera recreándose en un peligroso juego cuando su magia podía ser destinada a un uso mejor… como la sanación.
Sonea meneó la cabeza. Cuando llegara el momento de elegir una disciplina, sabía que no tomaría la túnica roja.