Hace años, cuando estaba en la Universidad de Chicago, mi habitación daba sobre las tribunas oeste del Stagg Field. Un atardecer pude contemplar una tormenta que parecía jugar sobre la pista que circunda el campo de deportes.
La naturaleza estaba desatada. El trueno no rugía ni retumbaba; gemía débilmente, cuatro segundos después de cada relámpago. Si el rayo hubiera podido rasguear los carriles del tren elevado de Chicago, pensé, hubiera arrancado de ellos un sonido similar. Varias personas lo oyeron y se estremecieron como yo.
Pasados diez años, expertos en electrónica descubrieron que en ciertas ocasiones el rayo genera una radioseñal que da la vuelta a la tierra y regresa a su punto de partida con un sonido audible.
Tal vez fuera ése el gemido que yo oí.
Pero también pasados diez años se construyó bajo las tribunas oeste del Stagg Field el horno atómico de grafito que por primera vez distribuyó a la tierra la energía de los soles. Tal vez las moléculas sintieron aquella llegada y gimieron en son de bienvenida.
Sea como fuere se trata de un mundo inquietante y maravilloso. Basta pensar en un universo infinito, estrellas que son bombas vivas de hidrógeno, trillones de mundos atómicos en un grano de polvo, selvas en una gota de agua, negros mares de espacio alrededor de cada planeta, oscuros bosques freudianos alrededor de la mente consciente… A veces pienso que los poderes que crearon el universo tenían especial interés en resaltar su misterio.
Por eso escribo ciencia ficción.
Fritz Leiber