La mente araña

Las manecillas de las horas y los minutos del curioso relojillo gris estaban casi en las doce, hora de Horn, y la tercera manecilla, guiada por los mismos invariables y pequeños impulsos radiactivos, se apresuraba por adelantar a la otra. Morton Horn tomó nota. Apagó el libro, encendió un cigarrillo negro y se recostó placenteramente en el campo de fuerza en forma de silla de montar que combinaba las sensaciones de edredón y de cuero sin curtir.

Cuando las tres manecillas estuvieron juntas, oprimió el interruptor de la cajita negra en forma de cubo que llevaba en el bolsillo de su mono. Una mirada expectante asomó a su rostro moreno y agradable, como si estuviese a punto de recibir una visita.

Al oprimir el interruptor, el muro estático de ondas cerebrales que rodeaba su mente se desvaneció. Imperceptible mientras estaba activado, porque era un tono mental sin valor —una especie de gris mental—, una vez disipada la estática dejaba tras de sí un gran silencio y un vacío interior. Para Morton era como si su mente estuviese en cuclillas en la cima de una montaña, oteando el infinito.

—Hola, Mort. ¿Somos los primeros?

Inaudibles para un hipotético acompañante presente en la habitación, estas palabras eran para Mort el saludo más alegre y amistoso que imaginarse pueda: palabras cristalinas, libres del áspero cortejo de ruidos que empañan el habla ordinaria. Sonaban como sabe el chocolate.

—Eso parece, hermanita —respondió su pensamiento—. A menos que los demás hayan empezado un contacto ensombrecido en sus puntas.

Su mente absorbió delicadamente una visión del estudio que su hermana Grayl tenía en el piso superior, tal como ella lo veía: una esquina de la mesa de trabajo plagada de pistolas de pintar y latas de tinte y ácido; el caballete, con una capa a medio hacer del cuadro multinivel que estaba nebulizando, y que ahora se veía nublado por humo de cigarrillo; en primer término, la curva de la falda gris y la belleza hábil de las manos, tan próximas —sobre todo cuando acercaban el cigarrillo— que le parecían las suyas; el leve contacto de la ropa contra la piel; el tono tenso de sus músculos; al fondo, sólo suelo y cielo nublado, porque las paredes de crisplas del estudio no refractaban.

La visión parecía al principio algo fantasmagórica, una etérea proyección superpuesta a las sólidas paredes de su propia biblioteca. Pero a medida que el contacto entre sus mentes profundizaba, se fue haciendo más real. Por un momento, las dos imágenes visuales se mantuvieron yuxtapuestas pero separadas, igualmente reales, como si cada ojo tratase de enfocar una. Al momento siguiente su habitación se transformó en la habitación fantasma, y la de Grayl en la real, como si él se hubiese convertido en ella. Levantó el cigarrillo que Grayl tenía en la mano hacia sus labios e inhaló el agradable humo, más suave que su rompepecho[1]. Luego saboreó los dos al mismo tiempo y disfrutó la mezcla mental del Virginia de su hermana y su mexicano.

Desde las profundidades de la mente de ella… de él… de ellos, Grayl se rió con buen humor.

—Oye, oye, no te pasees por todo mi yo —le dijo—. Se le debería permitir cierta intimidad a una chica.

—¡Ah!, ¿sí? —preguntó Morton irónicamente.

—Por lo menos deja los dedos. ¿Qué hubiese sucedido si Fred estuviese de visita?

—Sabía que no estaba —dijo Morton—. Nunca invadiré tu cuerpo mientras estés con tu amorcito no telépata, hermanita.

—¡Qué disparate! En el fondo te encantaría hacerlo, viejo hedonista. Y no creo que yo te hubiese fastidiado el experimento, ¡sobre todo si al mismo tiempo me dejas estar con tu encantadora Helen! Pero ahora, por favor, sal de mí. Por favor, Morton.

Se retiró obediente hasta que sus pensamientos se unieron sólo en los extremos. Pero había notado algo extraño e incontrolable en la reacción de Grayl. Había un toque de histeria, incluso en la risa y en el chiste, y con toda seguridad en la petición fiscal. Y sentía una punzada como de miedo en su esternón. Se lo preguntó. Tan suavemente como los pensamientos de una persona, surgió el diálogo mental.

—¿De verdad tienes miedo a que tome control de ti, Grayl?

—Por supuesto que no, Mort. Estoy tan preparada como cualquiera de vosotros para los experimentos de intercambio de control, sobre todo cuando intercambio con un hombre, pero… estamos tan expuestos, Mort, que a veces me irrita.

—¿Qué quieres decir exactamente?

—Ya sabes, Mort. La gente normal está protegida. Sus mentes están tapiadas desde el nacimiento, y detrás de las paredes quizá se esté mal ventilado, pero se está muy seguro. Tan seguro que ni siquiera se dan cuenta de que hay paredes, que hay fronteras mentales igual que hay fronteras materiales, y que hay cosas que pueden llegar a través de esas fronteras.

—¿Qué tipo de cosas? ¿Fantasmas, marcianos, ángeles, espíritus malignos? ¿Voces del más allá? ¿Nubes estáticas negras y malvadas? —Sus preguntas fueron burlonas—. Sabes lo rotundamente que hemos fallado al intentar establecer contactos en esa dirección. Como médiums somos un fracaso total. Nunca hemos recibido la más mínima insinuación de alguna mente telépata, excepto de las nuestras. Nada en todo el universo mental, sino silencio y alguna que otra nube de sonido estático y el sonido de cuernos distantes,[2] si me permites un juego de palabras familiar.

—Ya lo sé, Mort. Pero somos un manojo muy pequeño de mentes. El universo es enorme y espantoso, y tal vez existan en él cosas extrañas y espantosas. Ayer mismo estaba leyendo una vieja novela rusa de los Años del Estruendo y uno de los personajes dijo algo que mi memoria fotografió. ¿Dónde lo habré metido? ¡No, salte de mis líneas, Mort! Lo tengo en algún sitio. Aquí está.

Un rectángulo blanco surgió en su mente. Morton leyó las letras negras que lo cruzaban:

«Siempre nos imaginamos la eternidad como algo más allá de nuestra comprensión. ¡Algo vasto, vasto! ¿Pero por qué tiene que ser vasto? ¿Qué pasaría si en lugar de todo ello se tratase de un pequeño cuento, una casita de campo, negra, sucia, con arañas en todos los rincones? A veces pienso que la eternidad es así».

—¡Brrr! —pensó Morton, intentando que el estremecimiento hiciese gracia a Grayl—. Los viejos rusos blancos y rojos tenían sin lugar a dudas mentes negras. ¿Andreyev? ¿Dostoyewsky?

—O Svidrigailow o algo así. Pero no fue el libro lo que me molestó. Fue que hace como una hora encendí mi caja estática para sentir el silencio y por primera vez en la vida tuve la sensación de que había algo molesto y exterior en el infinito y que me estaba mirando, como las arañas de la casita de campo. Algo que había dormido durante siglos pero que ahora despertaba. ¡Apagué en seguida la caja!

—¡Jo, jo! ¡El poder de la sugestión! ¿Estás segura de que el ruso no se llamaba Svengali, querida hermana susceptible de autohipnosis?

—¡Deja de burlarte! Era real, te lo aseguro.

—¿Real? ¿Cómo? Me suena a la realidad de un estado de ánimo. Anda, no tengas tantas cosquillas y déjame hacer un piel a piel.

Empezó a explorar sus memorias en broma, pensando que una peleita amistosa podría ser lo que ella necesitaba, pero Grayl alejó los zarcillos mentales con insistencia horrorizada y tremendamente seria. Luego la vio tirar decididamente la colilla y sintió un repentino escalofrío silenciado en los sentimientos de Grayl.

—No es nada, de verdad, Mort —dijo nerviosamente—. Sólo un estado mental, me imagino, como tú dices. No tiene sentido convocar una conferencia familiar por un estado mental, por muy oscuro y demoníaco que sea.

—Hablando del demonio y sus cohortes, aquí estamos. ¿Podemos entrar?

La estructura de los pensamientos que habían interrumpido era sincera aunque irónica, extraordinariamente individual. Sabía a café negro, no a chocolate. Incluso si Mort y Grayl no estuviesen familiarizados con su tono y su ritmo, hubiesen sabido que pertenecía a una tercera persona. Era como si una tercera dimensión se hubiese añadido a sus mentes compartidas. La reconocieron inmediatamente.

—Estás en tu casa, tío Dean —le saludó Grayl—. Nuestras mentes son tuyas.

—Muy agradable sin duda —respondió el recién llegado con un tono alegre—. Haré lo que me dices, querida. Se está bien de nuevo dentro de los demás.

Vieron unas nubes estratificadas en un cielo azul acero, que se deslizaban sobre el bosque verde—gris de abajo. El trabajo de guardia forestal del tío le mantenía en su revoloteador gran parte del día.

—Entra Dean Horn —anunció solemnemente, y en seguida añadió—: Tenéis un saloncito mental encantador, le dijo la mosca a la araña.

—¡Tío Dean! ¿Qué te ha hecho pensar en arañas? —La pregunta de Grayl fue extraordinariamente ansiosa.

—No tengo la más mínima idea, querida. Supongo que el recordar el tiempo en que nos turnábamos para hacer sentadas mentales con Evelyn hasta que se repuso de su miedo infantil a las arañas. O es más probable que haya reflejado simplemente una fluctuación mental surgida de tu inconsciente o del de Morton. ¿Por qué esta racha de miedo?

En ese momento se les unió una cuarta mente, de sabor resinoso como el vino griego.

—Entra Hobart Horn.

Vieron un laboratorio oscuro con aparatos de química.

Luego la quinta, de sabor a manzana agridulce.

—Entra Evelyn Horn. Sí, Grayl, tarde como siempre. Treinta y siete segundos según la hora de Horn. No me perdí tu pensamiento de censura.

La mordacidad de la recién llegada no era maliciosa. Vieron la gran oficina en la que trabajaba Evelyn y, sobre la mesa, la micromáquina de escribir y varios rollos de sus cintas de correspondencia.

—Pero pensad que alguien tenía que ser el último, y estoy haciendo horas extras —continuó Evelyn—. Sin embargo siempre conviene hacer una conferencia familiar. ¿Luego tomarás control de mi, Grayl, y me harás un poco de este trabajo a máquina? Estoy agotada de verdad, y no quiero dejar el cuerpo demasiado tiempo en automático. Se hace hostil al automático y me duele cuando intento entrar de nuevo. ¿Puedes hacerlo?

—Lo haré —prometió Grayl—. Pero no te acostumbres. No sé lo que diría tu jefe si supiera que te escapas mil kilómetros para ponerte a fumar en mi estudio. ¡Y luego me dejas la garganta destrozada!

—Todos presentes e identificados —señaló Mort—. Evelyn, Grayl, tío Dean, Hobart y yo. La condenada familia en pleno. ¿Os importaría compartir primero mis experiencias del día? Os advierto, es una preciosa sesión de sillón. ¿O mejor hacemos un libro para todos de cinco dimensiones? ¿Un quinteto para los Horn? Oye, Evelyn, deja de disparar pensamientos de cuatro letras a la silla.

Con esto la conferencia profundizó. Cinco mentes que en un sentido eran una sola, porque estaban totalmente abiertas a las demás, y, en otro sentido, veinticinco mentes, porque había cinco montajes de senso-memoria a disposición de cada uno. Cinco individuos separados, algunos a miles de kilómetros, viendo cada uno una parte del mundo de la Primera Democracia Global. Cinco paisajes visuales separados —el estudio, la biblioteca, el laboratorio, la oficina y la inmensidad del cielo salpicado de nubes—, todos ellos existiendo en un espacio mental, ya superpuesto a los demás, ya reemplazándolo, ya empujándose uno a otro como dos ideas pueden empujarse en una mente individual no telépata. Cinco paisajes auditivos. El latido de las astas del revoloteador era el tono dominante y a su alrededor los demás ruidos se ondulaban a contrapunto. En una palabra, cinco paisajes sensibles, completos, abiertos a la inspección mutua.

Cinco montajes ideológicos también. Cinco conceptos de la verdad, la belleza y el honor, de lo bueno y lo malo, de la sabiduría y la locura, y de todas las demás abstracciones con las que hombres y mujeres orientan sus vidas. Todos distintos pero, sin embargo, más próximos que los no telépatas, que en realidad no pueden compartir nunca sus pensamientos. Cinco ideas diferentes de la vida, mezcladas como los dados en un cubilete.

Pero no había confusión. Los dados estaban disciplinados. Las cinco mentes se deslizaban y salían unas de otras con la gracia y la educación teatral de los diplomáticos en un té. Porque estas conferencias diarias se celebraban desde que el abuelo Horn descubrió que podía comunicarse mentalmente con sus hijos. Hasta entonces no había sabido que era un telépata mutante, puesto que antes que naciesen sus hijos no había habido otra mente con la que comunicarse. Incluso el extraño silencio mental, interrumpido de vez en cuando por nubes de estática, le había hecho temer que fuese un psicótico. Ahora ya había muerto el abuelo Horn, pero las conferencias continuaban entre los miembros del círculo progresivamente ensanchado por sus descendientes directos, de momento cinco, aunque la mutación había resultado ser dominante parcial. Las conferencias de los Horn seguían siendo tan secretas como las primeras. La Primera Democracia Global ignoraba que la telepatía era un hecho establecido desde hacía tiempo —entre los Horn—. Los Horn creían que, si alguna vez se sabía que estaban en posesión de una capacidad que jamás podrían esperar los demás hombres, lo único que obtendrían del mundo serían celos, sospechas y odio salvaje. O serían explotados como «radios» interplanetarios. Por eso, de cara al mundo exterior, incluso los maridos y las esposas no telépatas, los corazoncitos y los amigos, se trataba de relaciones normales dentro de un grupo consanguíneo, no más «psíquicas» que las mantenidas por cualquier grupo de hermanos, hermanas y primos muy unidos. Tenían sin embargo una cierta fama de «soñadores despiertos», eso era todo. Aparte de enriquecer sus personalidades y experiencias, la telepatía de los Horn no les era de gran utilidad. No podían leer las mentes de los animales o de otros humanos y carecían de clarividencia, clariaudiencia, telecinesis, rememoración del pasado o previsión del futuro. Sus poderes telepáticos eran, en una palabra, como tener un teléfono familiar privado y todo—sentido.

La conferencia —era mucho más un parloteo hiperíntimo— continuó.

—Mi caja estática se estropeó durante unos segundos esta mañana —dijo Evelyn comentando las naderías de las últimas veinticuatro horas.

Las cajas estáticas eran un invento del abuelo Horn. Generaban una nube diminuta de ondas cerebrales sin valor. Sin estas pantallas mentales individuales, había mucho mayor peligro de una pérdida total de la personalidad individual (una vez el abuelo Horn se «transformó» en su hija durante varias horas, al tiempo que permanecía en sí mismo. Su mente desprotegida casi quedó permanentemente perdida en su propio subconsciente). Las cajas estáticas proporcionaban un muro mental tras el cual sus mentes podían crecer y funcionar con seguridad. Era un muro similar al que permanentemente recubre las mentes ordinarias.

A pesar de las cajas, los Horn compartían pensamientos y emociones hasta un grado sorprendente. Su unión mental era tan real y misteriosa —y tan increíble— como el mismo pensamiento… La conferencia de hoy era cándida, íntima y feliz como la de una familia de carne y hueso reunida en una habitación convencional alrededor de una mesa corriente. Cinco mentes, reunidas en la oscura vastedad mental que envuelve a todas las mentes. Cinco mentes abrazándose en busca de sosiego y seguridad en medio de la infinita soledad mental que se extiende por el cosmos.

Continuó Evelyn:

—Todas vuestras cajas estaban funcionando, por supuesto, de forma que no pude llegar a vuestros pensamientos. Sólo veía los borrones de vuestras cajas como si se tratase de viejas estrellas grises. Pero esta vez tuve una sensación incómoda y extraña, como si una araña me recorriese la… ¡Grayl! ¡No sientas tan salvajemente! ¿Qué sucede?

Entonces, en el momento en que Grayl empezaba a pensar la respuesta, algo surgió de la vasta oscuridad y la infinita soledad cósmica que rodeaba las cinco mentes de los Horn.

Grayl fue la primera en notarlo. Sus pensamientos horrorizados serpentearon como en la histeria.

—¡Ahora somos seis! Sólo debería haber cinco, pero hay seis. ¡Contad! ¡Contad! ¡Somos seis!

A Mort le pareció que una araña gigante recorría la tela de los pensamientos de su familia. Sintió que las manos de Dean se aferraban convulsivamente a los controles del revoloteador. Sintió que el cuerpo helado de Evelyn temblaba en la mesa y que Hobart tanteaba ciegamente, dejando caer un matraz con un tintineo de cristales. Como si estuviesen sentados a cenar y de repente se diesen cuenta de que había un sexto sitio y que una silueta alta envuelta en sombras lo ocupaba.

Una silueta que para Mort exhalaba un sabor omnipresente y olor a cobre, una amarga pestilencia metálica.

Entonces habló la silueta. La mayor parte de los pensamientos de la intrusa eran extraños, ininteligibles, expresión de un poder y un hambre no terrenos, horrorizantes.

La parte inteligible de sus palabras parecía un frío y amargo saludo amenazador, hasta donde esta sensación podía estar determinada por las referencias y el estado emocional.

—Yo, la Mente Araña, como me denomináis, la que no muere, la eterna exiliada, la eterna enjaulada, esto, al menos creen mis confiados enemigos, voy a entrar.

Mort intuyó el peligro y se lanzó sobre la caja metálica de su bolsillo.

En lo que pareció sólo un instante, vio cómo las mentes de sus compañeros eran atrapadas y envueltas en los pensamientos de la intrusa, exactamente igual que la araña teje su tela alrededor de su víctima. Vio que los negros pensamientos medio inteligibles de la intrusa se lanzaban hacia él a velocidad vertiginosa, sintió el impacto de un poder indómito y sintió que su voluntad desfallecía.

Se oyó un clic. Los dedos habían cumplido su cometido. El muro mental gris rodeaba su mente y, gracias a Dios, parecía que la intrusa no podía traspasarlo.

Mort se sentó jadeando, convulsionándose, con los ojos nublados por el choque. El contacto mental directo con un absoluto inhumano no es algo que se pueda eludir u olvidar fácilmente. Es algo que hiere. Varios minutos después un hombre no puede ni siquiera pensar.

Y la pestilencia cobriza se extendía por toda su conciencia, con un hedor a poder y melancolía satánicos.

Cuando se levantó no lo hizo porque hubiese razonado las cosas, sino porque había oído un leve sonido tras de sí, y supo con una certeza escalofriante que significaba muerte.

Era Grayl. Llevaba una pistola de pintura como si se tratase de un revólver. Se había descalzado.

Balanceándose en el marco de la puerta, era la encarnación de la astucia, de la tensión. Parecía haberse quitado la piel de siglos de civilización en un segundo, dejando el núcleo primero del homicida de la jungla.

Pero su rostro era lo peor, lo más revelador. Estaba pálido e inmóvil, casi como el de un cadáver.

Sólo lo animaba una implacabilidad de araña, cuyo origen Mort conocía muy bien.

Le apuntó con la pistola a los ojos. Mort saltó a un lado. Su rápido movimiento le salvó del chorro oleoso que escupía el pitorro, pero una parte se estrelló contra su mano y sintió una mordedura ácida. Se precipitó sobre Grayl, evitando que el chorro que de nuevo dirigía hacia él le alcanzase. La cogió por la muñeca, luego todo el cuerpo, y la tumbó en el suelo.

Ella soltó la pistola de pintura y luchó, con dientes y garras, como un gato. Sólo que no era un animal peleando instintivamente, sino esperando órdenes y obedeciéndolas.

De repente se quedó lacia. La estática de la caja de Mort había actuado sobre Grayl. Prefirió tener doble seguridad y encendió la de su hermana.

Grayl tardó en recuperarse, pero cuando empezó a hablar lo hizo atropelladamente, como si de repente se hubiese dado cuenta de que cada minuto era vital.

—Tenemos que detener a los demás, Mort, antes de que la suelten. La… ¡la Mente Araña, Mort!

Ha estado encerrada eones, años cósmicos. Primero flotando en el espacio, luego en la Antártida.

Sus enemigos, en realidad sus jueces, tuvieron que enjaularla, porque es algo que no se puede matar. No puedo hacerte entender por qué la enjaularon. —Su rostro se ensombreció—. Para ello tendrías que experimentar los pensamientos de la criatura. Pero tenía que ver con la perversión y la destrucción de las cubiertas vitales de más de un planeta.

Incluso bajo la tensión del horror, Mort tuvo tiempo de darse cuenta de lo extraño que era oír las palabras de Grayl en vez de sus pensamientos. Nunca utilizaban palabras excepto cuando estaban entre gente normal. Era como actuar en una comedia. De repente se le ocurrió que no podrían volver a compartir los pensamientos. Con que sus cajas estáticas fallasen unos cuantos segundos, como sucedió con la de Evelyn aquella mañana…

—Ahí es donde ha estado —continuó Grayl—. Encerrada en el corazón de la Antártida, soñando sus sueños seculares de evasión y venganza, alimentando día a día la cólera contra el cautiverio, y torturando su mente con miles de esquemas, y buscando, buscando, ¡siempre buscando!

Buscando contactos telepáticos con seres capaces de operar los cerrojos de su prisión. Y ahora, ¡los ha encontrado! Ha despertado de su último éxtasis de cincuenta años.

Morton asintió y tomó entre las suyas las manos temblorosas de Grayl.

—¿Sabes dónde está situada la prisión de la criatura? —preguntó.

Grayl le miró asustada.

—Si. Imprimió las coordenadas del lugar en mi mente, como si mi cerebro fuese papel carbón. ¿Sabes? La criatura tiene una percepción incolora que le permite ver fuera de su prisión. Ve a través de la roca igual que ve a través del aire, y mide lo que ve. Estoy segura de que lo sabe todo sobre la Tierra, porque sabe exactamente lo que quiere hacer con ella, empezando por la evolución forzada de nuevas formas de vida dominantes que surjan de los insectos y los arácnidos, y otros organismos cuyo tono sensitivo le agrada más que el de los mamíferos.

Mort asintió de nuevo.

—De acuerdo —dijo—. Eso deja muy claro lo que tú y yo tenemos que hacer. Dean, Hobart y Evelyn están bajo su control. Al menos es lo que tenemos que suponer. Puede soltar a uno e incluso a dos de ellos para acabar con nosotros, igual como intentó usarte para acabar conmigo.

Pero lo que es seguro es que está guiando hasta su prisión a uno de ellos, a la máxima velocidad humanamente posible, para que la libere. No podemos llamar a la Policía Interplanetaria ni buscar ayuda en ningún sitio. El problema es que somos telépatas, y sólo convencerles de eso nos llevaría días. Tenemos que solucionarlo nosotros solos. Ni un alma puede ayudarnos. Tenemos que alquilar un revoloteador todo terreno que pueda hacer el viaje, e ir allí. Mientras estabas inconsciente hice algunas llamadas. Evelyn se ha ido de la oficina. No ha ido a casa. Hobart debería estar en el laboratorio, pero no está. La estación central de Dean no se puede poner en contacto con él. No podemos confiar en interceptarles a mitad de camino. Había pensado denunciarles a la policía para que los detuviese, pero seguramente acabarían deteniéndonos a nosotros. El único sitio donde podemos encontrarles, y detenerles, es allí, donde está la cosa.

—Y debemos estar preparados para matarles.

Durante milenios de milenios, los temporales de las cumbres de la Tierra, los del continente más frío y más solitario, habían estrellado bloques de hielo contra el opaco metal sin marcarlo, sin oxidarlo, incluso sin pulirlo. Como un templo horrorizante, dedicado a dioses despiadados, en el centro del barranco antártico se alzaba una bóveda almenada con escaleras y una plataforma en su parte superior como si fuese un altar. Un templo construido para la eternidad imperecedera.

Parecía que aquella estructura era más vieja que la Tierra, más antigua que el Sol. Aquella cárcel parecía haber conocido fríos ante los que aquello era un calor estival, que había conocido la presión de fuerzas ante las que aquellas tormentas de granizo como puños eran brisas juguetonas, que había conocido una soledad ante la que aquella vastedad blanca estaba rebosante de vida.

No sentían lo mismo las dos diminutas figuras que se dirigían con dificultad hacia la bóveda desde uno de los tres revoloteadores posados en la nieve y ya casi completamente cubiertos por ella. Cada uno de sus movimientos delataba una frágil humanidad. Tropezaban y resbalaban, empujados por el viento. A veces una ráfaga les separaba, pero una y otra vez se reponían.

Aunque su vestimenta parecía adecuada —el tipo de ropa polar que se puede encontrar en cinco minutos en una zona templada— era obvio que no podrían sobrevivir mucho tiempo en aquel territorio helado. Pero eso no parecía preocuparles. Les seguían otras dos siluetas diminutas, surgidas de otro revoloteador. Lentamente, muy lentamente, alcanzaron a las dos primeras.

Entonces, tras un ventisquero, apareció una quinta figura, que se dirigió a la segunda pareja.

—¡Quietos ahora, quietos! —gritó Dean Horn contra el viento, levantando su lanzallamas—. ¡Mort! ¡Grayl! Por vuestras vidas, ¡no os mováis!

Por un momento estas palabras sonaron en los oídos de Mort con la fuerza inhumana y ululante del temporal antártico. Pero le alcanzó la débil esperanza de que Dean no hubiese hablado así estando bajo el control de la criatura. No se hubiese preocupado de hablar en absoluto.

El vendaval aulló. Mort rodeó con un brazo los hombros de Grayl buscando soporte mutuo.

Dean se abrió paso hacia ellos, siempre con el lanzallamas levantado. En la otra mano tenía un cubo negro: su caja estática, reconoció Mort. La empuñó («como una cruz», pensó Mort), y cuando llegaba a ellos la levantó sobre sus cabezas («como si estuviese exorcizando demonios», pensó Mort). Sólo entonces Dean descendió el cañón de su lanzallamas.

Mort le dijo:

—Me alegro de que el viento no te derribase.

Dean sonrió amargamente.

—Yo también me escapé de la cosa —explicó—. Pude encender mi caja estática, supongo que igual que vosotros. Pero no tenía forma de saberlo, así que cuando os vi tuve que asegurarme de que…

La ráfaga ondulada de un lanzallamas se estrelló silbando contra el ventisquero que tenían a la espalda. La nube de vapor hizo un hueco de un metro de diámetro en la pared. Mort empujó a Dean y a Grayl, sacándoles de la línea de tiro.

—¡Hobart y Evelyn! —Señaló con el dedo—. ¡En ese hueco! Dispara para que no salgan de allí, Dean. No tardaré mucho en hacer lo que tengo en mente. Grayl, quédate junto a Dean… ¡Y dame tu caja estática!

Se arrastró por la nieve, dando un rodeo que le llevó hasta el hueco. Veía frente a él, en el borde anterior del hueco, la nieve que se transformaba en nubes de vapor a causa de la energía liberada por el lanzallamas de Dean. Por fin vio un hombro, una capa y un cuello vuelto.

Calculó la distancia, levantó sobre su hombro la caja estática y, deduciendo la velocidad del viento, la lanzó. Cesaron las ráfagas disparadas desde el hueco. Mort salió corriendo hacia allí, haciendo señas a Dean y Grayl.

Hobart estaba sentado en la nieve, mirando estúpidamente el arma que sostenía en la mano, como si ella pudiera explicarle por qué había actuado como lo había hecho. Elevó hacia Mort sus ojos empañados. La caja estática se había alojado en el cuello de su abrigo y Mort sintió una oleada de optimismo al ver la poco frecuente puntería de su lanzamiento.

Pero no vieron a Evelyn. Por encima del labio del hueco, y muy cerca ahora, se veía la bóveda almenada, que brillaba opacamente como la curva ascendente de algún asteroide diminuto y de futuro incierto. Una frialdad que iba más allá de la del viento helado atravesó el cuerpo de Mort.

Cogió el lanzallamas de Hobart y echó a correr. Los otros le gritaron, pero sólo se volvió una vez para hacer un gesto desesperado.

El metal de los peldaños parecía absorber calor hasta del viento que, como un tigre de hielo, arañaba la espalda de Mort. Los peldaños estaban inclinados como en una pesadilla y parecían inacabables, como si a su paso creciesen y se multiplicasen. Se sorprendió a sí mismo preguntándose si los peldaños materiales y mentales se podrían mezclar alguna vez.

Llegó a la plataforma. En el momento que su cabeza alcanzaba el borde vio, a menos de un metro de él, el rostro de Evelyn, azul de frío, pero también con la misma expresión inmóvil que ya había visto otra vez en Grayl.

Levantó el lanzallamas, pero en ese momento el rostro desapareció. Oyó un golpe metálico.

Trepó hasta la plataforma y arañó, impotente, la placa circular que cubría la entrada por la que Evelyn se había desvanecido. Todavía estaba en cuclillas cuando le alcanzaron los demás.

El viento demoníaco había muerto, como si fuese un aliado de la Mente Araña que ya había realizado su cometido. Aquel sosiego era como el preludio para el fin de un planeta. Y las desnudas palabras de Hobart, pronunciadas atropelladamente, eran como la sentencia de muerte.

—Hay dos puertas. La cosa nos lo dijo mientras estábamos bajo su control. La primera se abriría, debíamos franquearla y cerrarla tras nosotros. Eso es lo que ha hecho Evelyn. La ha cerrado desde dentro, no había más que correr el pestillo… Pero nos impedirá llegar a ella mientras activa los cerrojos de la segunda puerta, la verdadera. Recibiríamos las instrucciones… de cómo hacerlo… cuando estuviésemos dentro.

—Retiraros —dijo Dean apuntando su lanzallamas contra la compuerta. Pero lo dijo débilmente, sabiendo de antemano que no resultaría.

Las ráfagas de calor ondularon la superficie blanca que tenían frente a sí. Pero el metal no cambió de color. Cuando Dean apartó su lanzallamas, dejó caer sobre la compuerta un puñado de nieve que no se derritió.

Mort se sorprendió a sí mismo preguntándose si se podría hacer un metal con pensamientos helados. Por su mente aterrada desfilaron los ricos paisajes de campos y mares de la Democracia Global que habían sobrevolado el día anterior: las blancas estaciones enmarcadas en el verde del Orinoco, las fabulosas ciudades caminantes de la cuenca amazónica, las bases de lanzamiento de reactores atómicos en el Gran Chaco, el Instituto Oceanográfico de las islas Falkland. Un mundo amaneciente, se podría decir. Vagamente se preguntó si otros mundos amanecientes habrían luchado también una o dos horas para llegar a la mañana y luego caer en manos de cosas como la Mente Araña.

—¡No!

La palabra brotó como la orden oída en un sueño. Levantó los ojos y vio que era Grayl quien había hablado. Notó, con estúpida diversión, que los ojos de su hermana centelleaban odio.

—No, todavía hay una forma de entrar e intentar detenerla. De la misma forma que ella nos controló. ¡El pensamiento! Nos cogió por sorpresa, no tuvimos tiempo de preparar la resistencia.

Estábamos aterrorizados y nos ha infundido un miedo permanente. Sólo podíamos pensar en cruzar nuestros muros mentales y en cómo hacerlo, y una vez allí nunca nos atreveríamos a salir de nuevo. Tal vez si ahora nos mantenemos todos firmes cuando abramos nuestros muros… Sé que es una posibilidad insignificante, una posibilidad disparatada…

Mort también lo sabía. Y Dean. Y Hobart. Pero algo dentro de él, y dentro de ellos, se alegró al oír las palabras de Grayl, algo se alegró de la perspectiva de enfrentarse con la cosa, aunque sin esperanzas, en su propio terreno, mente a mente. Sin dudarlo, sacaron sus cajas estáticas y, a una señal de Dean, las encendieron.

Este acto les sacó de la vastedad material de nieve y de cielo yermo nublado, y les hundió en una vastedad de pensamiento sin sol, sin dimensiones. Como una solitaria fortaleza en medio de una llanura inacabable, sus mentes se unieron, en cuatro esquinas, esperando el asalto. Y como un monstruo de pesadilla, los pensamientos de la criatura que había tomado el nombre de Mente Araña se lanzaron contra ellos a través de aquella llanura, amenazando con dominarles con la satánica soberbia que el egoísmo absoluto y la máxima crueldad confieren. La pestilencia cobriza de su ser era como una nube de veneno.

Se mantuvieron firmes. Los pensamientos de la Mente Araña les rodearon, buscando un punto débil. Luego parecieron asentarse en todas partes, envolviéndoles, como una tela de araña seca y negra.

Lo extraterrestre contra lo humano, la mente egocéntrica asesina contra las mentes mutuamente leales. Y fueron la mutua lealtad y la unión las que cambiaron el curso de la marea, dando a cada uno un poder de resistencia cuadruplicado. Los pensamientos de la Mente Araña se retiraron y los suyos empezaron a presionar. Sintieron que un rincón de la Mente Araña no era realmente suyo. Insistieron sobre aquel punto, intentando cortarlo y separarlo. Hubo un momento de desesperada resistencia. De repente dejaron de ser cuatro mentes contra la Araña. Fueron cinco.

Se abrió la escotilla. Era Evelyn. Por fin podía encender sus muros de pensamiento, buscar refugio tras las paredes de gris mental y prepararse para el camino de vuelta hacia los revoloteadores que salvarían sus cuerpos.

Pero antes había que decir algo, algo que Mort hizo por los demás.

—El peligro sigue existiendo y seguramente no podremos destruirlo nunca. Ellos no pudieron destruirlo; de otra forma no habrían construido esa prisión. No podemos contárselo a nadie. Los no telépatas no creerían lo que sucedió y desearían saber qué hay ahí dentro. Nosotros, los Horn, tenemos la obligación de ser carceleros de un monstruo. Tal vez algún día seamos capaces de practicar de nuevo la telepatía, tras cierta clase de esferas estáticas. Tenemos que prepararnos para ese día y tomar muchas precauciones, tales como cerrar con llave nuestras cajas estáticas de forma que al encender una se enciendan todas. Pero la Mente Araña y su prisión serán nuestro deber y nuestro secreto… para siempre.