El viaje por el tiempo, que no es en absoluto la sana y limpia diversión infantil que muchos imaginan, empezó para mí cuando aquella mujer, con el signo cabalístico impreso en la frente, me miró desde el umbral de la habitación donde me había escondido con las botellas y me preguntó:
—Dígame, Buster: ¿quiere vivir?
Era el tipo de pregunta que hubiese pronunciado cualquier redentor chiflado de los de látigo en ristre, tipo «salve su alma». Pero la mujer no lo parecía. Podría haberle contestado —de hecho casi lo hice —con una burla (un uno por ciento humorística) como «¡Santo dios, no!». O si no —segunda alternativa—, podría haberme quedado estudiando los polvorientos arabescos de la marchita alfombra azul durante un tiempo perversamente largo y haber dicho, condescendiente:
«Bueno, si insiste…».
Pero no lo hice, quizá porque en la situación no parecía haber ni un uno por ciento de humor.
Punto número uno: había estado sin conocimiento más o menos durante la última media hora. La mujer podía haber acabado de abrir la puerta o llevar mirándome diez minutos. Punto número dos: estaba en las fronteras del delírium tremens, intentando salir de una colosal borrachera.
Punto número tres: sabía a ciencia cierta que acababa de matar a alguien, o de dejarle, a él o a ella, al borde de la muerte, aunque no tenía la más mínima idea de quién podía ser o por qué lo había hecho.
Déjenme que describa mi estado mental con más detenimiento. Mi conciencia, la parte medio consciente de mí, era un punto convulsivo en medio de un plano inacabable que vibraba rebosante de miseria y amenazas. Era como un hombre en una barca de rencos a la deriva en pleno Pacífico. O mejor: era un hombre metido en una trinchera del desierto de África del Norte (estuve bajo el mando de Montgomery v cualquier región cercana al delírium tremens es sin duda una tierra de nadie). A mi alrededor, en todas direcciones —recuerden que estoy describiendo mi conciencia—, había kilómetros y kilómetros de arena ardiente, y nada más. Al otro lado del horizonte, dos esposas divorciadas, varios hijos a los que nada me ataba, los trabajos más dispares, y algunos otros naufragios nada excepcionales. Más cerca, pero siempre detrás del horizonte, el hospital estatal (dos veces) y el psiquiátrico (cuatro veces). Muy cerca, muy a mano, enterrada a poca profundidad, o quizá maldiciéndome al aire libre justo detrás de mí en el cráter, estaba la persona a la que acababa de matar.
Pero recuerden que yo sabía que había matado a una persona real. Aquello no era alegórico en absoluto.
Hablemos un poco más de la mujer del «Dígame, Buster». En primer lugar, no parecía formar parte del delírium tremens ni del cortejo que lo rodea, aunque un aficionado hubiese creído lo contrario —sobre todo si hubiese hecho mucho hincapié en el signo cabalístico de la frente—. Pero yo no era un aficionado.
Parecía tener mi edad —cuarenta y cinco—, aunque no podía asegurarlo. El cuerpo parecía más joven, pero la cara más vieja: ambos eran agraciados, y me pareció que habían sufrido mucho desgaste. Llevaba sandalias negras y una túnica negra tipo saco sin cinturón, pero parecía un atuendo de calle. Hasta se me ocurrió —las ideas que se te ocurren cuando estás en las fronteras del delírium tremens— que su traje, excepto por el color, podía encajar en cualquier época histórica: el antiguo Egipto, Grecia, tal vez el Directorio, la primera guerra mundial, Birmania, Yucatán… (¿Debería haberle preguntado si hablaba maya? No lo hice, pero no creo que la pregunta la hubiera inmutado; parecía en conjunto sofisticada, una auténtica cosmopolita…
Pronunció «Buster» como si fuese parte de una jerigonza curiosa, algo ridícula, que estuviese utilizando para impresionar.)
De su brazo izquierdo colgaba un bolso negro cerrado con un lazo y del que sobresalía la punta de un objeto de plata que me intrigó aprensivamente.
Tenía el brazo derecho levantado y doblado, y apoyaba el codo contra el marco de la puerta. Con la mano retiraba de su frente lo, mechones morenos para mostrarme el signo, como si tuviese algún sentido en relación con su pregunta.
El signo era un asterisco de ocho brazos delgados y oscuros, del tamaño de un dólar de plata aproximadamente. Una X superpuesta sobre un signo «más». Parecía indeleble.
Excepto los mechones, tenía el pelo recogido en un moño. Las orejas eran planas, agradablemente formadas, de bordes delgados y lóbulos largos semejantes a los que el arte chino utilizaba para representar a sus filósofos. Las adornaba con unos pequeños pendientes de plata, cuadrados y de redondeados bordes.
Su rostro podía haber sido pintado por Toulouse—Lautrec o por Degas. La piel estaba cruzada por líneas muy finas; los ojos estaban maquillados de oscuro, con un toque verde en los párpados («¿Egipcia?», me pregunté a mí mismo); la boca era grande, tolerante pero realista. Sí, por encima de todo, la mujer parecía realista.
Como ya he dicho, estaba preparado para lo real, así que cuando me preguntó: «¿Quiere vivir?», me las compuse para contener las respuestas impertinentes que me cosquilleaban en la punta de la lengua. Comprendí que era esa vez entre un millón en que la pregunta es hecha sinceramente y tu respuesta cuenta de verdad y no hay segundas oportunidades; comprendí que la línea de mi vida había llegado a uno de esos puntos en que hay un nudo y en el que un falso movimiento (o tal vez el correcto) puede romperla para siempre; y comprendí que, en lo que a mí se refería, la mujer lo sabía todo.
Así que pensé un momento, no mucho, y contesté:
—Sí.
Ella asintió —no como si aprobara o desaprobara mi decisión, sino simplemente como si la aceptara como base para sentarse a negociar—, y dejó que los mechones cayesen sobre su frente.
Luego me sonrió rápida y fríamente, y dijo:
—En ese caso, usted y yo tenemos que salir de aquí y charlar un rato.
Para mí aquella sonrisa fue la primera fisura en la concha, la concha que rodeaba mi conciencia rancia, o tal vez la concha oscura, perforada de estrellas, que rodeaba el continuum espaciotemporal.
—Vamos dijo. No, tal como está. No se entretenga para nada. —Percibió la intención de mi gesto—. Y no mire detrás de usted si realmente desea vivir.
En general, que te ordenen no mirar atrás es un consejo tonto; te hace recordar esos cuentos para niños del «coco que te come» que sólo consiguen que mires hacia atrás automáticamente, aunque sólo sea para demostrar que no eres un crío. También en el caso que nos ocupa yo sentía una auténtica y horrorizada curiosidad: deseaba terriblemente (sí, terriblemente) saber a quién había matado. ¿A una olvidada tercera esposa? ¿A una mujer de la calle? ¿A un marido o un novio celosos? (Aunque ya estaba demasiado entrado en años como para tener asuntos amorosos.) ¿Al conserje del hotel? ¿A un compañero de los bajos fondos?
Pero de alguna forma, como me sucedió con la pregunta del «quiere vivir», sentí que se trataba de una de esas ocasiones en que la sugerencia generalmente estúpida es radicalmente seria, que el significado de su advertencia era literal.
Si miraba hacia atrás, moriría.
Miré con fijeza al frente cuando pasé junto a las marrones botellas desparramadas y la columna de humo que se elevaba del pequeño cráter perforado por una colilla abandonada en la alfombra.
Mientras la seguía hacia la puerta, oí a mis espaldas, procedente de la ventana, el aullido distante de una sirena de policía.
Antes de que llegáramos al ascensor la sirena sonaba más cerca, y me pareció oír también la de los bomberos.
Vi un destello plateado frente a nosotros. Había un gran espejo junto a los ascensores.
—Lo que le advertí acerca de no mirar detrás de usted se refiere también a los espejos —me susurró mi guía—. Hasta que no le indique lo contrario.
Instantáneamente, comprendí que había olvidado mi propio aspecto; no podía imaginarme aquel testimonio horrorizante (acostumbrado a espejos desteñidos de grasientos cuartos de baño) de tantas neblinosas mañanas: mi propio rostro. Una mirada en el espejo…
Pero me dije a mí mismo: «Sé realista». Vi la sombra de unos zapatos marrones y unas sandalias en el gran espejo, nada más.
La cabina del ascensor de la derecha, oscura y vacía, estaba en aquel piso. Una barra de madera atravesada mantenía la puerta abierta. Mi guía la retiró y entramos. La puerta se cerró, y ella oprimió los botones. Me pregunté: «¿Hacia dónde se moverá, hacia los lados?».
No obstante, descendió normalmente. Empecé a tocarme la cara, pero me detuve. Empecé a recordar mi nombre también, pero no seguí. Sería mala táctica, pensé, querer llenar más vacíos en mi mente. Sabía que estaba vivo. Me aferraría a eso durante un rato.
El ascensor descendió dos pisos y medio y se detuvo. La monótona pared púrpura del pozo del ascensor bloqueaba la salida. Mi guía encendió la lucecita del techo y se volvió hacia mí.
—¿Y bien? —dijo.
Puse palabras a mis últimos pensamientos.
—Estoy vivo —dije—. Y estoy en sus manos. Rió ligeramente.
—¿Cree que es una situación comprometida? No va desencaminado. Usted aceptó la vida de mí o, mejor dicho, a través de mí. ¿Le sugiere algo eso?
Puede que mi memoria sea detestable, pero una parte de mi mente, largo tiempo inutilizada, estaba funcionando.
—Cuando quieres algo —dije—, tienes que pagar por ello, y a veces el dinero no basta, aunque sólo me he encontrado en una o dos situaciones en que el dinero no haya ayudado.
—Con ésta serán tres —respondió—. Véalo así: ha topado usted con algo que no juega con dinero, con una organización de la que soy agente. ¿Tal vez prefiere volver a la habitación en donde le recluté? Podríamos arreglarlo.
A través de las paredes de la cabina y el pozo del ascensor me llegaban las sirenas cada vez más estridentes que subrayaban sus palabras.
Negué con la cabeza.
—Cuando contesté a su primera pregunta —dije——, creo que ya sabía que entraba en una organización.
—Se trata de una gran organización —prosiguió, como advirtiéndome—. Llámelo un imperio, o un poder, como prefiera. Por lo que a usted se refiere, siempre ha existido y siempre existirá.
Tiene agentes en todas partes, literalmente. El espacio y el tiempo no son barreras para ella. Sus fines, hasta donde usted podrá conocerlos, son cambiar, para su propio engrandecimiento, no sólo el presente y el futuro, sino también el pasado. Es una organización despiadadamente competitiva y no siente compasión por sus empleados.
—¿I. G. Farben? —dije, con un humor que no tuvo nada de gracioso.
No reprochó mi impertinencia, sino que dijo:
—Tampoco es el Partido Comunista, ni el Ku—Klux—Klan, ni los Ángeles Vengadores, ni la Mano Negra, aunque sus enemigos le dan un nombre más desagradable todavía.
—¿Cuál?
—Las Arañas —dijo.
Aquella palabra me hizo estremecer. Por un momento temí que el signo cabalístico saltaría de su frente, se deslizaría por su rostro y se lanzaría sobre mí… O algo parecido.
Me miró.
—Si le parece mejor, puede llamarla la Cruz Doble —sugirió.
—Bien, por lo menos usted no intenta embellecer su organización.
Fue todo cuanto atiné a decir.
Meneó la cabeza.
—No hay necesidad de hacerlo con los grandes de verdad. Uno nunca sabe si el lado en el que ha nacido o renacido es «bueno» o «correcto»…, sólo que es su lado, e intenta conocer algo de él y formarse una opinión mientras vive y sirve.
—Está hablando de lados —dije—. ¿Hay algún otro?
—Vamos a dejarlo por el momento. Pero si alguna vez se encuentra con alguien con una S grabada en la frente, no es un amigo, no importa lo que haga por usted. Esa S significa Serpientes.
No sé por qué aquella palabra, dicha en aquel preciso instante, me produjo algo más que pánico; fue como si cristalizara todos mis temores. Quizá fuese sólo una insignificancia, como si Serpientes significase delírium tremens. Fuese lo que fuese, sentí que me hundía.
—Tal vez sea mejor que volvamos a la habitación donde me encontró —me oí decir.
No sé si quise decir eso, pero desde luego lo sentía. Las sirenas habían enmudecido, pero podía oír un alboroto general fuera del hotel, y dentro también, creo…, ruidos procedentes del pozo del otro ascensor; me pareció que provenían del piso que acabábamos de abandonar… Pasos rápidos, voces tensas, y algo que era arrastrado. Estaba conociendo el terror aquí, en este ascensor detenido, pero las voces de fuera debían de ser peores.
—Ya es demasiado tarde —me informó mi guía. Entornó los ojos—. ¿Sabe, Buster? Usted está todavía en esa habitación. Si estuviese solo, podría reunirse consigo mismo, pero no con más gente alrededor.
—¿Qué me ha hecho usted? —pregunté lentamente.
—Soy una Resurrectora —dijo con la misma tranquilidad. Extraigo cuerpos del continuum espaciotemporal y les doy la libertad de la cuarta dimensión. Cuando lo resucité, lo corté de su línea de la vida justo en el punto que usted considera el Ahora.
—¿Mi línea de la vida? —interrumpí—. ¿Se trata de algo de la palma de la mano?
—Es usted mismo desde la concepción hasta la muerte —explicó—. Un hilo con su configuración atado al continuum espaciotemporal… De ahí lo corté. O, si prefiere verlo de otra manera, practiqué una bifurcación en su línea de la vida, y ahora se encuentra usted en su rama libre. Pero su otro yo, su yo enterrado, aquel que la gente piensa que es el auténtico usted, está en esa habitación, y tiene las propiedades del resto de los zombies.
—Pero ¿cómo puede usted cortar a la gente de sus líneas de la vida? —pregunté—. Como teoría para una conferencia especulativa, tal vez. Pero para hacerlo en la práctica…
—Puede hacerse si se cuenta con las herramientas adecuadas —dijo, agitando con convicción su bolso—. Cualquier agente puede hacerlo. Una Serpiente podría haberlo hecho con tanta facilidad como una Araña. Quizá haya… Pero no entraremos en eso.
—Entonces, si usted me ha cortado fuera de mi línea de la vida —dije—, ¿por qué permanecemos en el espaciotiempo anterior? Es decir, si este ascensor está todavía en él.
—Lo está —me aseguró—. Seguimos en el mismo espaciotiempo porque todavía no he procedido a extraemos de él. Nos estamos moviendo a través de él a la misma velocidad temporal que el usted que hemos dejado atrás, manteniendo el ritmo con su Ahora. Sin embargo, ambos tenemos un modo adicional de libertad, de momento imperceptible e inoperante. No se preocupe, abriré una puerta y saldremos de aquí con tiempo suficiente si usted supera la prueba.
Me detuve, intentando comprender su metafísica. Tal vez estaba aprisionado entre dos pisos con una maniaca. Tal vez era yo el maniaco. Daba igual; me seguiría aferrando a lo que yo sentía como realidad.
—Veamos —dije—, la persona que maté, o dejé que muriese, ¿también está en la habitación ahora? ¿Usted lo vio… o la vio?
Me miró y luego asintió. Contestó, midiendo sus palabras:
—La persona que usted asesinó o condenó está todavía en la habitación.
Un calambre de dolor me retorció de arriba abajo.
—Tal vez deba intentar volver… —empecé—. Intentar volver y atar los cabos.
—Es demasiado tarde —repitió.
—Pero quiero volver… —insistí—. Hay algo que me arrastra, como si tuviese una cadena atada al cuello.
Sonrió desagradablemente.
—Por supuesto que lo hay —dijo—. Es el vampiro que lleva usted dentro. Es la misma cosa que me arrastró a su habitación o que hubiese arrastrado a cualquier Serpiente o Araña. El olor a sangre de la persona que usted mató o condenó.
Me aparté de ella.
—¿Por qué se empeña en seguir diciendo «o»? —grité—. Yo no miré, pero usted debe de haber visto. Usted debe de saber. ¿A quién maté? ¿Y qué está haciendo mi yo zombie en esa habitación con el cuerpo?
—Ahora no hay tiempo para eso —dijo, abriendo el bolso—. Si supera la prueba, podrá volver más tarde y averiguarlo.
Sacó del bolso un instrumento brillante de color gris pálido que me pareció, sucesivamente, un cuchillo, una pistola, un cetro delgado y un delicado hierro de marcar reses…, sobre todo cuando del extremo surgió una estrella plateada de ocho puntas.
—¿La prueba? —tartamudeé, mirando fijamente a la cosa.
—Sí, para determinar si puede vivir en la cuarta dimensión o solamente morir en ella.
La estrella empezó a girar, despacio al principio, luego cada vez más rápido. Luego se estabilizó, pero algo que era parte de ella, o creado por ella, empezó a girar como una rueda de color de Helmholtz…, un arco iris en espiral, impetuoso y centelleante. Se parecía a las visiones circulares del cerebro cobrando vida, y me asusté porque era idéntico a lo que se ve en las alucinaciones alcohólicas.
—Cierre los ojos —me dijo.
Quise empujarla y escapar, pero no me atreví. Algo podía saltar en mi cerebro si lo hacía. Vi el destello de la espiral a través del resquicio deshilachado de mis pestañas mientras lo acercaba a mí. Cerré los ojos.
Algo parecido al éter me perforó la frente como si fuera hielo, y de golpe sentí que me movía con ágiles ascensos y descensos, como si estuviese en unas montañas rusas. Sentía un ligero latir en los oídos.
Abrí los ojos y la ilusión se desvaneció. Estaba de pie, inmóvil en el ascensor. El único sonido era el continuo griterío que había sucedido a las sirenas. Mi guía me sonreía, animándome.
Cerré los ojos de nuevo. Salí de la oscuridad cabalgando en las montañas rusas. El griterío era un murmullo casi musical que crecía y se desvanecía. Al frente había hermosas luces. Me deslicé a lo largo de una avenida de adoquines en la que varios espadachines con capas, sombreros de ala ancha y floretes balanceándose en sus caderas volvían la cabeza para mirarme pasar, y unas mujeres con vestidos largos y llamativos me contemplaban, medio incitadoras, medio satisfechas.
La oscuridad se los tragó. Una puerta de hierro chirrió delante de mí. Aparecieron unas luces azules y brillantes. Crucé una escena salpicada de barcos plateados. Hombres y mujeres altos, de extremidades largas y vestidos plateados, detuvieron sus ocupaciones o juegos para mirarme…, imperturbables pero un poco tristes, pensé. Los dejé atrás. Otra puerta chirrió. Durante un momento los latidos se transformaron en palabras: «Hay un camino que recorrer. Es un camino extenso…».
Abrí los ojos de nuevo. Estaba en el ascensor, oyendo el griterío apagado, frente a mi sonriente guía. Era muy extraño; una ilusión que podía encenderse o apagarse abriendo y cerrando los párpados. Recordé brevemente el ritmo alfa del cerebro, que se desvanece al abrir los ojos, y me pregunté si las imágenes inmóviles y las montañas rusas no serían este ritmo.
Cuando cerré los ojos esta vez me hundí más en la ilusión. Atravesé muchas escenas: una calle de resplandecientes espadas, el ala central de una fábrica cavernosa llena de máquinas desconocidas, un cenador chino, un club nocturno de Harlem, una plaza llena de estatuas de colores y de hombres ruidosos con togas largas y blancas, un camino de tierra por el que una muchedumbre harapienta de pies sucios escapaba aterrorizada de un templo porticado, el cual se me aparecía tan sólo como gruesas columnas de luz surgiendo de las brumas desde el otro lado de una baja colina…
Y siempre el latido musical que no cesaba. De vez en cuando oía la canción Un camino para caminar, con dos estribillos: unas veces «te conduce rodeando el cosmos al otro lado», y otras «te conduce a la locura o al suicidio».
Al parecer, podía oír el estribillo que quisiera; me bastaba con desearlo.
Entonces se me ocurrió que podía ir a donde quisiera, ver lo que quisiera, con sólo desearlo.
Estaba viajando a lo largo de la misteriosa avenida oscura, balanceándome y ondulando en todas las dimensiones de la libertad; me hallaba en la avenida que conduce a todos los rincones ocultos de la mente inconsciente, a todos los parajes del espacio y del tiempo…, la avenida para el aventurero liberado de todas sus limitaciones.
Abrí los ojos con disgusto.
—¿Es ésta la prueba? —pregunté rápidamente a mi guía.
Ella asintió. Me miraba interrogante y ya no sonreía. Me sumergí ansiosamente en la oscuridad.
En la exultación de mi poder recién estrenado, me deslicé por un universo de sensaciones, lanzándome como un pájaro de escena en escena: una batalla, un banquete, la construcción de una pirámide, un barco maltrecho en el corazón de una tormenta, bestias de todo tipo, un pabellón de condenados a muerte, una cámara de tortura, un baile, una orgía, una leprosería, el lanzamiento de un satélite, una estrella muerta entre galaxias, un androide recién creado surgiendo de una cisterna plateada, una quema de brujas, un nacimiento en las cavernas, una crucifixión…
De repente me asusté. Había ido tan lejos, había visto tanto, tantas puertas se habían cerrado detrás de mí… Y no había el más mínimo indicio de que mi vuelo fuese a detenerse o siquiera a disminuir su velocidad. Podía controlar adónde quería ir, pero no cl ir; tenía que seguir y seguir.
Y seguir. Y seguir.
Mi mente estaba cansada. Cuando uno tiene la mente cansada y quiere dormir, cierra los ojos.
Pero yo los cerraba y comenzaba a caminar de nuevo, seguía adelante…
Abrí los ojos.
—¿Cómo dormiré? —pregunté a la mujer.
Mi voz se había vuelto ronca.
No me respondió. La expresión de su rostro no me dijo nada. De repente me aterroricé. Pero también estaba infinitamente cansado, en cuerpo y mente. Cerré los ojos…
Me hallaba de pie en un estrecho reborde que se movía cada vez que yo intentaba dar un paso hacia uno u otro lado para atenuar los calambres de mis piernas. Tenía las manos y la nuca aplastadas contra una rugosa pared. El sudor me empañaba los ojos y luego se deslizaba por mi cuello. Había una mezcolanza de voces que intentaba no oír. Sonaban lejos y muy abajo.
Miré hacia la punta de mis zapatos, que sobresalían un poco en el extremo del reborde. El cuero marrón estaba polvoriento y desgastado. Estudié las grietas que sesgaban la superficie curtida, todos los pequeños agujeros que la perforaban.
Alrededor de las puntas de mis zapatos se congregaba una gran multitud de gente, pero pequeña, muy pequeña: diminutas caras ovales colocadas sobre cuerpos ovales algo mayores, como una alubia colocada sobre un haba. Entre ellos había rectángulos rojos y negros, proporcionalmente pequeños: coches de policía y camiones de bomberos. Entre las dos puntas de mis zapatos había un espacio gris vacío.
En cuerpo o en espíritu, estaba de vuelta en el yo que había dejado en la habitación del hotel, en el yo que había salido a la ventana y amenazaba con saltar al vacío.
Por el rabillo del ojo vi tras de mí a alguien vestido de negro, en cuerpo o en espíritu. Intenté volver la cabeza para ver quién era, pero en ese momento las invisibles montañas rusas me atraparon de nuevo y me llevaron rodando, esta vez hacia abajo.
Las caras empezaron a aumentar de tamaño. Lentamente.
Oí el grito que ascendió hacia mí. Intenté aferrarme a él, pero no me sostuvo. Seguí cayendo, con la cara por delante.
Los rostros allá abajo siguieron creciendo. Más rápido, mucho más rápido. Y luego…
Uno de ellos era una masa de pelo revuelto excepto en la frente, con una S en ella.
En mi caída pasé frente a aquella cara y luego me detuve a un metro del suelo (pude ver el polvo de las grietas y un pegote de chicle), y volví a subir sin detenerme, como el nadador que llega al fondo y vuelve a subir, o como si hubiese rebotado en un invisible cojín de gomaespuma de varios metros de espesor.
Subí trazando una gran curva. Iba perdiendo velocidad. Aterricé sin una sacudida en el alero del que acababa de caer.
A mi lado estaba la mujer de negro. Una ráfaga de viento agitó sus mechones, y vi en su frente el signo con las ocho puntas.
Sentí una oleada de deseo, la rodeé con mis brazos y atraje su rostro hacia el mío.
Sonrió pero inclinó la cabeza de forma que se unieron nuestras frentes y no nuestros labios.
Un éter helado me conmocionó. Cerré los ojos un instante. Cuando los abrí de nuevo estábamos en el ascensor, y ella se apartaba de mí sonriendo. Me sentía fuerte, fresco y poderoso, como si todas las avenidas estuviesen ahora abiertas sin obligarme a nada, como si el espacio y el tiempo fuesen mi coto privado.
Cerré los ojos y sólo vi oscuridad, muda como una tumba y cerrada como una caricia. No había montañas rusa, no había visiones de rostros surgidos de la nada, no había delírium tremens ni sus secuelas. Me reí y abrí los ojos.
Mi guía estaba junto a los controles del ascensor, y subíamos lenta y suavemente; su sonrisa sardónica era ahora amistosa, como si fuésemos compañeros de profesión.
El ascensor se detuvo y la puerta se abrió a un abarrotado rellano. Salimos del brazo. Mi compañera se detuvo un momento para retirar el cartel de «Averiado» y dejarlo caer detrás del cenicero de arena.
Caminamos hacia la salida. Ahora vi a los zombies que organizaban aquel alboroto: la gente a mi alrededor, los del hotel, los policías, los bomberos. Todos miraban hacia la salida, hacia las puertas giratorias abiertas de par en par, como esperando —una eternidad, si fuese necesario— a que algo sucediese. No nos vieron. O, para ser más exactos, no nos sintieron, excepto dos o tres que temblaron inquietos, como asustados por una pesadilla, cuando pasamos por su lado.
Mientras cruzábamos el umbral, mi compañera me dijo rápidamente:
—Cuando estemos fuera haga todo lo que tenga que hacer, pero cuando le toque en el hombro venga conmigo. Habrá una puerta detrás de usted.
De nuevo sacó el instrumento gris de su bolso, que produjo un remolino a mi lado. No lo miré.
Caminé por una acera vacía, oí el grito lanzado por docenas de gargantas a la vez. Los calientes rayos del sol se estrellaron contra mi cara. Éramos las únicas almas en diez metros a la redonda, luego había un cordón de policías y la muchedumbre que gritaba. Todos miraban hacia arriba, excepto un hombre con la camisa sucia que se abría paso entre policías, con la mirada baja.
¿Conocen el chasquido que se produce cuando el carnicero corta en dos una pieza de carne sobre la tabla de madera? Eso es lo que oí entonces, pero mucho más fuerte. Parpadeé; había un cuerpo tendido de espaldas en medio de la calzada vacía, y un reguero de sangre se deslizaba por los huecos de los adoquines grises.
Me adelanté y me arrodillé junto al cuerpo, vagamente consciente de que el hombre que se abría paso entre los policías estaba haciendo lo mismo por el otro lado. Estudié el rostro del hombre que se había lanzado al encuentro de la muerte.
El rostro estaba intacto, aunque se hallaba mucho más cerca del suelo de lo que habría estado si su nuca no se hubiera aplastado de aquella manera. Era un rostro con barba de una semana que brotaba desde más arriba de las mejillas…; la amplia frente era el único espacio sin pelo. Era el rostro atormentado de un borracho, pero ahora era un rostro en paz. Yo conocía esa cara, de hecho la había conocido siempre. Era la cara que mi guía no me había dejado ver en la habitación, el rostro de la persona que yo había condenado a morir: yo mismo.
Levanté la mano y toqué con ella mi barba de una semana. «Muy bien —pensé—. Les he dado a toda esa gente una excitante media hora.»
Levanté la vista; al otro lado del cuerpo estaba el hombre de la camisa sucia. Era el mismo rostro áspero y barbudo del que estaba en el suelo entre nosotros. Mi mismo rostro áspero y barbudo.
En la frente tenía una S negra que parecía indeleble.
Me miró a la cara —y a la frente— con sorpresa y luego con horror. Sabía que yo estaba reflejando lo mismo mientras le miraba. Una mano me tocó en el hombro.
Mi guía me había dicho que nunca se sabe si el lado en el que has yacido o renacido es «bueno» o «correcto». Ahora, mientras me volvía hacia la brillante puerta plateada que tenía detrás, mientras la mano de la mujer se desvanecía a través de ella, mientras yo mismo la franqueaba rodeado de aterciopelada oscuridad y de estrellas, me aferré a aquel recuerdo, porque sabía que iba a estar luchando eternamente en ambos lados.