El soldado veterano

Aquel a quien llamábamos el Lugarteniente bebió un largo sorbo de su Lowensbrau negra.

Acababa de describir una batalla de cohetes de infantería en el frente oriental, mientras las posiciones alemanas y rusas ardían estrepitosamente.

Max agitó la cerveza dentro de la botella verde, y sus ojos adquirieron una mirada perdida al decir:

—Cuando los cohetes sembraron la muerte a miles en Copenhague, iluminaron el cielo con un encaje de fuegos, y los campanarios de la ciudad y los mástiles y palos desnudos de las naves británicas como un campo de cruces.

—No sabía que hubiese habido desembarcos e n Dinamarca —apuntó alguien, con expectante indiferencia.

—Fue durante las guerras napoleónicas —explicó Max—. Los ingleses bombardearon la ciudad y capturaron la flota danesa. Fue en mil ochocientos siete.

—¿Estabas allí, Maxie? —preguntó Woody, mientras el grupo de la barra ahogaba las carcajadas.

Tomarse unas copas en una taberna puede ser un pasatiempo monótono, y por eso uno agradece estas pequeñas bromas.

—¿Por qué palos desnudos? —preguntó alguien.

—De esa forma había menos posibilidades de que los cohetes incendiasen los buques —respondió Max—. Las velas prenden rápidamente y los barcos de madera arden como yesca…

Por eso los barcos de tiro corto nunca prosperaron. Los cohetes y los mástiles desnudos ya eran bastante malos. Sí, y fueron cohetes Congreve los que provocaron el «fulgor rojo» en Fort McFlenry, mientras que las «bombas que estallaban en el aire» eran los primeros obuses de artillería de precisión disparados por morteros o cañones. El himno norteamericano es un compendio de la historia de las armas.

Miró sonriente en derredor.

—Sí, estuve allí, Woody —prosiguió—. Igual que estuve con los sudmarcianos cuando invadieron Copérnico en la segunda guerra colonial. Igual que estaré en una trinchera de las afueras de Copeybawa dentro de mil millones de años, cuando las ondas explosivas de los vehículos espaciales venusinos agiten el suelo y remuevan el fango y tenga que volver a cavar.

Esta vez el grupo soltó una de sus atronadoras carcajadas. Woody agitó la cabeza mientras repetía:

Copérnico, Copenhague y… ¿cuál era el tercero? ¡Oh, la imaginación de este hombre!

Y el Lugarteniente estaba diciendo:

—Ya, estabas allí…, en los libros.

Por mi parte, yo pensaba: «Gracias a Dios por los chalados, sobre todo los valientes que nunca se vuelven atrás, que nunca pierden el buen humor ni echan a perder su número, hasta el punto de que no se sabe bien si se trata de una broma o expresan su más profunda convicción. Ninguno de éstos se toma a Max en serio ni en un uno por ciento, pero todos le quieren porque nunca abandonará su puesto…».

—Sólo trataba de demostrar cómo el estilo de las armas evoluciona en forma cíclica —continuó Max cuando pudo hacerse oír.

—¿Los romanos utilizaban cohetes? —preguntó la misma voz que había dicho lo del desembarco en Dinamarca y los mástiles desnudos.

Identifiqué a Sol detrás de la barra.

Max negó con la cabeza.

—En absoluto. Las catapultas fueron su especialidad. —Achicó los ojos—. Aunque ahora que lo mencionas, recuerdo que un tipo me dijo que Arquímedes utilizó algunos cohetes accionados por fuego griego para quemar las velas de los barcos romanos en Siracusa, en contra de la leyenda de la lupa gigante.

—¿Quieres decir que hay más mirones además de ti en esa lucha «a lo largo y ancho del universo y hasta el fin del tiempo» —preguntó Woody.

Su voz cascada por el whisky sonaba solemne y respetuosa como pocas veces.

—Naturalmente —dijo Max, decidido—. ¿Cómo si no imaginas que se libran y se vuelven a librar las guerras?

—¿Para qué hay que volverlas a librar? —preguntó Sol frívolamente—. Con una sola vez debería ser bastante.

—¿Supones acaso que alguien puede viajar a través del tiempo y no ensuciarse las manos con guerras? —preguntó Max.

Puse mi granito de arena:

—Entonces eso significa que los cohetes de Arquímedes fueron con mucho los primeros cohetes a combustible líquido.

Max me miró a los ojos, con algo malicioso en su sonrisa.

—Sí, supongo que sí —dijo tras unos segundos—. En este planeta, al menos.

Las carcajadas habían ido decayendo, pero este comentario las resucitó, y mientras Woody se decía a sí mismo en voz alta: «Me gusta eso de volver a combatir…, en eso somos buenos», el Lugarteniente preguntó a Max con un acento del norte de Chicago:

—¿Así que has luchado realmente en Marte?

—Sí —dijo Max al cabo de un rato—. Aunque el jaleo que mencioné sucedió en nuestra luna…

Fuerzas expedicionarias del Planeta Rojo.

—¡Ah, sí! Y ahora déjame preguntarte algo… ¿Saben?, lo que dije de los chiflados es verdad. Me da igual si son adictos a los platillos volantes o entusiastas de la percepción extrasensorial, maniacos religiosos o musicales, filósofos o psicólogos chiflados, o simplemente resultan ser soñadores vacuos o improvisadores como Max… Por mi dinero que son ellos los que mantienen viva la individualidad en esta época de conformismo. Son los únicos que resisten los embates de los medios de comunicación, de las investigaciones de motivación y del hombre masa. Lo único realmente malo del majaretismo y de la chifladura (igual que de la droga y la prostitución) es la gente de sangre fría que saca dinero del asunto. Por eso les digo a todos los chiflados: «Sigue a tu manera, no cojas ni una perra y no des ni un duro. Sé prudente y valiente». Como Max.

El Lugarteniente y Max estaban enfrascados en una discusión sobre los inconvenientes de la artillería en el espacio sin aire y a baja gravedad, demasiado técnica para mantener el puchero hirviendo. Así que Woody se levantó y observó:

—Vamos a ver, Maximilian: si tienes que participar en tantas guerras por cielos e infiernos, debes de tener una agenda de lo más ocupada. ¿Cómo es que tienes tiempo para venir a beber con una pandilla de holgazanes?

—A menudo me lo pregunto —le respondió él melancólicamente—. El caso es que, a consecuencia de un fallo en el transporte, cuento con una especie de permiso imprevisto. Cualquier día de éstos vendrán a recogerme y me devolverán a mi puesto. Es decir, si el enemigo subterráneo no llega antes a mí.

Justo en aquel instante, mientras Max decía lo del enemigo subterráneo, mientras volvían las carcajadas, mientras Woody gritaba: «Ahora el enemigo subterráneo. ¿Os gusta, muchachos?», mientras yo pensaba en todo lo que Max me había dado en aquel par de semanas —un hombre con un destello casi poético para la reconstrucción histórica, pero también con muchas otras cosas…—, justo en aquel instante, repito, vi los dos ojos rojos casi en el borde inferior del cristal de la ventana, escudriñando el interior desde la oscura calle.

Todo en la Norteamérica moderna ha de tener alguna gran ventana, desde las mansiones suburbanas, las oficinas de los directores generales y los rascacielos de apartamentos, hasta las barberías, los salones de belleza y las destilerías. Incluso hay gimnasios que rodean sus piscinas de cristaleras y las exponen a populosas avenidas. El tabernucho de Sol no iba a ser la excepción.

Por lo demás, creo que existe una ley que lo hace obligatorio.

Pero daba la casualidad de que yo era el único del grupo que estaba mirando en ese momento por aquella ventana. Fuera hacía una noche fría y tempestuosa. Era una calle sucia, y frente a lo de Sol había muchos otros cristales laminados que a veces reflejan cosas extrañas, así que cuando vi aquella cabeza negra deforme con dos ojos como brasas a través de la pirámide de botellas vacías, creo que no tardé ni un segundo en pensar que debía de tratarse de un par de colillas avivadas por el viento o, más probablemente, del reflejo de las luces de algún coche que doblaba la esquina. La visión duró un instante —acaso el coche había completado su giro o el viento había arrastrado las colillas—, pero por un momento sentí un desagradable escalofrío, provocado en parte también por aquella mención al enemigo subterráneo.

Algo debió de traslucirse en mi semblante, porque Woody, que es muy observador, me llamó la atención:

—¡Eh, Fred! La gaseosa que bebes te está pudriendo los nervios. ¿O acaso es ese enorme montón de mentiras que nos cuenta Max lo que te descompone?

Max me miró profundamente, y creo que también notó algo, porque acabó la cerveza y dijo:

—Será mejor que me vaya.

No se dirigió a mí en particular, pero siguió mirándome mientras hablaba. Asentí y dejé la botella verde, todavía con un tercio de la gaseosa, que me parecía excesivamente dulce, aunque era la más ácida que tenía Sol en su almacén. Max y yo nos pusimos los abrigos. Abrió la puerta, y una racha de viento penetró en la estancia, haciendo tintinear las latas apiladas.

—Mañana por la noche diseñaremos un rifle espacial más perfeccionado —dijo el Lugarteniente a Max.

—No os metáis en líos —nos recomendó rutinariamente Sol.

—Hasta pronto, soldados espaciales —nos despidió Woody.

(Y lo pude imaginar diciendo detrás de la puerta cerrada: «Este Max tiene más miga que un pan.

Y Freddy no anda lejos. ¡Mira que beber gaseosa! ¡Uf!».) Max y yo echamos a andar, los ojos entornados para protegernos del polvo que levantaba el viento. Tres bloques de casas nos separaban de la chabola de Max (nombre que aquel raquítico apartamento merecía sin ningún otro intento de forzar el lenguaje).

No había perros grandes de pelo hirsuto y ojos rojos, aunque tampoco esperaba que los hubiese.

El porqué Max y su cuento del «soldado de la historia», así como nuestra pequeña camaradería, significaban tanto para mí es algo que tiene sus raíces en mi infancia. Yo fui un niño solitario y tímido, sin hermanos ni hermanas con los que ensayar las batallas de la vida. Tampoco pasé por las etapas habituales de las pandillas de amigos. Y además crecí en una familia liberal hasta la médula, «odié la guerra» con un furor místico durante el período 1918—1939. En la segunda contienda asumí una actitud contraria al servicio militar, aunque simplemente trabajando en una planta de material bélico cercana a casa, y no mediante el arduo y heroico camino del pacifismo militante.

Luego vino la inevitable reacción, favorecida por la tara liberal de ser capaz, a pesar de todo y aunque demasiado tarde, de ver las dos caras de cualquier asunto. Empecé a sentir curiosidad y a admirar con cautela a la soldadesca y a los soldados. Sin quererlo al principio, llegué a comprender la necesidad y la poesía que encerraban los lanceros, esos vigías, a menudo tan solitarios como yo mismo, de los peligrosos campos de la civilización y la fraternidad en un universo negro y hostil… Vigías necesarios, pese a la verdad de la acusación de que la guerra conduce a la irracionalidad y al sadismo y sólo sirve a los fabricantes de armas y a la reacción.

Empecé a comprender que mi odio a la guerra era una manera de disfrazar mi cobardía, y empecé a buscar alguna forma de honrar en mi vida la otra cara de la verdad. Aunque no es fácil sentirse valiente sólo porque de repente uno desea serlo. Las obvias oportunidades de ser obviamente valientes son muy pocas en nuestra gran cultura civilizada; de hecho, son contrarias a los impulsos de autoconservación, a los ajustes normales, a la buena ciudadanía en tiempos de paz y a todo lo demás, y aparecen principalmente en la primera parte de la vida del hombre. La persona que desea ser valiente con retraso se arriesga a esperar la oportunidad durante seis meses, para ver cómo asoma, pequeñita, y se desvanece en seis segundos.

Pero por muy lamentable que pueda parecer, ésa fue la reacción a mi pacifismo, como ya he dicho. Al principio sólo afectó a la lectura. Devoré libros de guerras, actuales o históricas, reales o imaginarias. Traté de asimilar los aspectos y las jergas militares de todas las épocas, la organización y las armas, la estrategia y las tácticas. Personajes como Tros de Samotracia y Horacio Hornblower se convirtieron en mis héroes secretos, junto con los cadetes espaciales de Heinlein y Bullard y otros muchos valientes comandos de las rutas espaciales.

Sin embargo, al poco tiempo la lectura no fue suficiente. Necesitaba tener soldados de carne y hueso, y por fin los encontré en la taberna de Sol, en la tertulia que se reunía allí todas las noches. Es curioso, pero a veces las bodegas que sirven bebidas tienen una clientela con más personalidad y camaradería que la mayoría de los bares modernos. Tal vez sea la ausencia de máquinas tocadiscos, de trofeos de acero inoxidable, de máquinas de bolos, de mujeres que mendigan un vaso y —junto con ellas— de hombres que buscan la pelea y el olvido. De una u otra forma, fue en la taberna de Sol donde encontré a Woody, al Lugarteniente, a Bert, a Mike, a Pierre y al mismo Sol. El cliente ocasional no hubiese visto en ellos más que borrachos inofensivos, soldados nunca, desde luego, pero yo olfateé una o dos pistas y empecé a dejarme caer por allí, sin despertar sospechas, tomándome mi gaseosa más bien simbólica, y pronto empezaron a abrirse y a hablar de África del Norte, de Stalingrado, de Anzio, de Corea, y de cosas así, y yo me sentí muy feliz por lo menos en un sentido.

Luego, hace aproximadamente un mes, apareció Max, el hombre al que yo estaba buscando realmente. Un soldado genuino con mis mismos puntos de vista históricos sobre las cosas… Sólo que él sabía mucho más que yo; a su lado yo era un vulgar aficionado. Max tenía un atractivo especial y, además, quería hacerse mi amigo. Varias veces me invitó a su casa, de forma que podía considerarle algo más que un contertulio. Max era bueno para mí, aunque todavía no tenía la menor idea de quién era o a qué se dedicaba.

Naturalmente, Max no se había abierto a la tertulia las primeras noches. Como yo, se limitaba a tomar su cerveza y se sentaba tranquilamente, tanteando el ambiente. Pero tenía tal aspecto de soldado que la tertulia estuvo dispuesta desde el principio a aceptarle. Era un hombre bajo y fornido, de manos fuertes, rostro curtido y sonrientes ojos cansados, que parecían haberlo visto todo alguna vez en su vida. La tercera o cuarta noche, Bert dijo algo de la batalla de las Ardenas, y Max empezó a contar cosas que había visto allí, y por las miradas que Bert y el Lugarteniente intercambiaron comprendí que Max había «aprobado». Era ya el séptimo miembro aceptado de la tertulia, contándome a mí, el espectador de aspecto clerical. Yo nunca oculté mi total inexperiencia militar.

Al poco tiempo —no debían de haber pasado más de una o dos noches—, Woody arriesgó un par de faroles, y Max le replicó poniéndose a su altura. Ese fue el principio del cuento del «soldado del tiempo y del espacio». El cuento estaba bien. Supongo que sin duda pensamos que Max era un apasionado por la historia y que le gustaba exponer su afición de una forma pintoresca. Pero Max era tan vívido en sus descripciones de otros lugares y tiempos, y tan casual a la vez, que uno sentía que tenía que haber algo más. A veces, sus ojos se quedaban tan perdidos y nostálgicos al hablar de cosas sucedidas a cincuenta millones de kilómetros o hacía quinientos años que Woody casi se moría de risa, lo cual era en realidad el tributo más sincero que se podía rendir a la elocuencia de Max.

Max incluso mantenía el cuento cuando estábamos él y yo solos, caminando o en su casa —nunca venía a la mía—, aunque entonces hablaba con nostalgia, de modo que más que convencerte de que era un soldado de una Potencia luchando a lo largo de todos los tiempos para cambiar la historia, parecía querer dar a entender que nosotros, los hombres, éramos criaturas con imaginación, y que nuestra principal tarea era intentar sentir lo que podía haber existido en otros tiempos, lugares y cuerpos. Una vez me dijo:

—El crecimiento de la conciencia lo es todo, Fred: la conciencia envía sus semillas a través del espacio y del tiempo. Pero puede enraizar de muchas maneras, tejiendo su tela de mente en mente como la araña, o haciendo madrigueras en la oscuridad inconsciente como una serpiente.

Las peores guerras son las guerras del pensamiento.

Pretendiera lo que pretendiese, yo le seguía la corriente, lo cual creo que es la forma más correcta de comportarse con otro hombre, chiflado o no, mientras puedas hacerlo sin atentar contra tu propia personalidad. Otro hombre trae un poco de vida y aventura al mundo. ¿Por qué matarla? Es una simple cuestión de educación y estilo.

Pensé mucho sobre el estilo desde que conocí a Max. «No importa tanto lo que hagas en la vida —me dijo una vez—, seas soldado o burócrata, cura o ratero, sino que lo hagas con estilo. Es mejor fracasar con elegancia que triunfar en lo mediocre. Nunca disfrutarás los éxitos de la segunda alternativa.»

Max parecía comprender mis problemas sin que tuviera que confesárselos. Me decía que el soldado se entrena para la valentía. Según Max, el objeto de la disciplina militar es que uno se lance a la gesta sin vacilar cuando la prueba de seis segundos se presenta una vez cada seis meses. El soldado no tiene ninguna virtud especial, ni la virilidad que le falta al civil. Y en cuanto al miedo, todos los hombres tienen miedo, dijo Max, excepto unos cuantos psicópatas o tipos suicidas, y ellos solamente no tienen miedo a nivel consciente. Pero cuanto mejor se conoce uno a sí mismo, a los hombres que le rodean y las situaciones con las que tiene que enfrentarse (aunque nunca pueden conocerse a fondo y a veces sólo se tiene de ellas una idea general), mejor preparado se está para vencer el miedo. Hablando en términos generales, si uno se prepara mediante la autodisciplina diaria de pensar honestamente sobre la vida, si se piensan con realismo los problemas y oportunidades que pueden presentarse, cada vez son mayores las posibilidades de no fallar en la prueba. Por supuesto, yo había leído y oído esas cosas antes, pero pronunciadas por Max significaban mucho más para mí. Como ya he dicho, Max era bueno para mí.

Así que, aquella noche en que Max habló de Copenhague, Copérnico y Copeybawa, y que yo imaginé ver un gran perro negro con ojos rojos, aquella noche, cuando caminábamos por las calles desiertas, hundidos en nuestros abrigos, mientras el reloj de la universidad desgranaba once campanadas…, bien, aquella noche yo no pensaba nada especial, sólo que estaba con mi querido compañero el chiflado y que pronto estaríamos en su casa tomando un tentempié. El mío sería un café.

Definitivamente, no esperaba nada.

Hasta que, al doblar la esquina barrida por el viento, justo delante de su casa, Max se detuvo de golpe.

La destartalada habitación y media con vistas a la calle de Max estaba en un edificio de ladrillo de tres pisos, cuya planta baja ocupaban unos almacenes abandonados. Una escalera de incendios recorría la fachada, bordeando las ventanas. El tramo inferior, contrapesado, era de los que se balancean hasta el suelo cuando alguien baja por él…, es decir, si alguien se atreve a hacerlo.

Cuando Max se detuvo de golpe, yo me detuve también, por supuesto. Max miraba en dirección a su ventana. Estaba oscura y no pude ver nada especial, excepto el hecho de que él, o alguna otra persona, había dejado lo que parecía un fardo grande y negro, que se recortaba junto a ella en la oscuridad. No sería ésta la primera vez que alguien utilizaba el rellano de la escalera de incendios para guardar trastos o incluso, contraviniendo todas las normas de seguridad, para tender ropa.

Max permanecía inmóvil, observando.

—Oye, Fred —dijo lentamente—. ¿Qué te parece si vamos a tu casa, para variar? ¿Sigue en pie tu invitación?

—Por supuesto, Max. ¿Por qué no? —contesté inmediatamente, en el mismo tono que él—. Llevo siglos proponiéndotelo.

Mi casa estaba dos manzanas más allá. No teníamos más que doblar la esquina, y estaríamos en la dirección correcta.

—De acuerdo —dijo Max—. Vamos.

Su voz tenía un dejo de impaciencia que no había oído nunca. Parecía muy ansioso por doblar la esquina. Me sujetó el brazo.

Max ya no miraba hacia la escalera de incendios, pero yo sí. El viento se había calmado de golpe y todo estaba inmóvil. Mientras doblábamos la esquina —para ser exactos, mientras Max me empujaba—, el gran fardo se levantó y me miró con ojos que parecían brasas.

No dejé escapar ningún grito ni dije nada. No creo que Max se diese cuenta de que yo había visto algo, pero me sentí muy inquieto. Ahora no podía achacar la visión a colillas o a las luces traseras de algún coche. Algo así era difícil de situar en el tercer rellano de una escalera de incendios. En aquella ocasión mi mente iba a tener que racionalizar con mucha más inventiva para dar con una explicación. Y mientras ésta no llegase no tenía más alternativa que creer que algo…, bueno, anormal, sucedía en esa parte de Chicago.

Las grandes ciudades tienen sus amenazas naturales: artistas del atraco, muchachitos drogados, sádicos perturbados, en fin, todas esas cosas para las que uno está más o menos preparado.

Pero uno no está preparado para algo anormal. Si te despierta un rumor en la planta baja, puedes suponer que son ratas y bajar a investigar. Lo que no esperas hallar son arañas carnívoras amazónicas.

El viento no se había levantado todavía. Estábamos a una tercera parte de la manzana cuando oí detrás de nosotros, débil pero muy claramente, un herrumbroso chirrido que culminó en un choque metálico. No podía ser otra cosa que el primer tramo de la escalera de incendios que había descendido hasta la acera.

Seguí andando, pero mi mente se escindió en dos: una se mantuvo en tensión escuchando por encima de mi hombro, mientras la otra trataba de imaginarse algo anormal, tal vez que Max era un refugiado, huido de algún campo de concentración inimaginable al otro lado de las estrellas.

Si existiesen tales campos de concentración dirigidos por una especie de SS sobrenaturales, me dije en mi fría histeria, tendrían perros como el que creía haber visto… Y, a fuer de sincero, no dudaba que lo vería trotar a nuestras espaldas si miraba ahora por encima del hombro.

Era difícil dominarse y mantener el paso, no echar a correr, con aquella locura o lo que fuese revoloteando por mi mente; y el hecho de que Max no dijera nada no ayudaba precisamente.

Por fin, cuando empezamos a recorrer la segunda manzana, me dominé y conté tranquilamente a Max lo que creía haber visto. Su respuesta me sorprendió.

—¿Cómo está distribuido tu apartamento, Fred? Es un tercer piso, ¿no?

—Sí. Bueno…

—Empieza por la puerta por la que entraremos —me indicó.

—Da al cuarto de estar. De allí arranca un pequeño pasillo, que lleva hasta la cocina. El piso es como un reloj de arena, con el cuarto de estar y la cocina en los extremos y el pasillo en el cuello. En el cuarto de estar hay dos puertas: la de la derecha, según se entra, es la del cuarto de baño; la de la izquierda da a un dormitorio pequeño.

—¿Ventanas?

—Dos en el cuarto de estar, una junto a la otra —le dije—. En el cuarto de baño ninguna. Una en el dormitorio, que da a un patio de ventilación. Y dos en la cocina, separadas.

—¿Hay puerta trasera en la cocina? —preguntó.

—Sí, da al patio posterior. Con cristal en la mitad superior. No lo había pensado. Eso hace tres ventanas en la cocina. —¿Están las persianas bajadas ahora?

—No.

Las preguntas y respuestas habían sido formuladas rápidamente, sin dejarme apenas tiempo para pensar. Tras una pausa, Max dijo:

Mira, Fred, no pido que ni tú ni nadie crea las cosas que he estado contando en la taberna de Sol.

Pero, por lo menos, creerás en ese perro negro, ¿no? —Me apretó el brazo en señal de advertencia—. No, no mires atrás.

Tragué saliva.

—Creo en él ahora —dije.

—Muy bien. Sigue andando. Siento meterte en esto, Fred, pero ahora tengo que intentar sacarnos a los dos. Lo mejor que puedes hacer es prescindir de esa cosa, fingir que no te has dado cuenta de que sucede algo anormal… Entonces la bestia no sabrá si te he dicho algo y vacilará en molestarte, tratará de llegar a mí sin tocarte, e incluso se mantendrá alejada un rato si cree que de esa manera me tendrá. Pero no se mantendrá alejada eternamente…; es sólo imperfectamente disciplinada. Lo mejor que puedo hacer yo es ponerme en contacto con el cuartel general, es algo que he estado posponiendo; ellos me sacarán. Podré hacerlo en una hora, tal vez menos. ¿Me puedes conceder ese tiempo, Fred?

—¿Cómo? —le pregunté.

Estábamos subiendo los escalones hacia el vestíbulo. Me pareció oír, muy débiles, unos pasos ligeros detrás de nosotros. No miré.

Max cruzó la puerta que yo le sujetaba y empezamos a subir la escalera.

—En cuanto entremos en tu apartamento —dijo—, enciende todas las luces del cuarto de estar y de la cocina. Deja las persianas abiertas. Luego empieza a hacer lo que harías si estuvieras levantado a esta hora de la noche. Leer o escribir a máquina, por ejemplo. O comer algo, si puedes arreglártelas. Hazlo tan naturalmente como seas capaz. Si oyes cosas, si sientes cosas, intenta no hacerles caso. Sobre todo, no abras las puertas ni las ventanas, ni mires por ellas; procura mantenerte alejado de ellas si te es posible… Sin duda algo te llamará la atención y te sentirás muy tentado a acercarte. Actúa simplemente con naturalidad. Si puedes mantenerlos… mantenerlo alejado de esta manera durante media hora o algo así, digamos hasta medianoche, si me puedes conceder todo ese tiempo, podré arreglármelas para salir. Y recuerda: eso es lo mejor que tú y yo podemos hacer. Una vez que yo esté fuera de aquí, tú estarás a salvo.

—Pero tú… —dije, mientras sacaba la llave—. Tú ¿qué…?

—En cuanto entremos, me meteré en tu dormitorio y cerraré la puerta. No me hagas caso. No me sigas, oigas lo que oigas. ¿Hay un enchufe en tu dormitorio? Necesitaré algo de corriente.

—Sí —le dije, girando la llave—. Pero la luz se va a menudo últimamente; hay alguien que funde los plomos.

—Magnífico —gruñó, siguiéndome dentro.

Encendí las luces del cuarto de estar, fui a la cocina, hice lo mismo allí y regresé. Max estaba todavía en el cuarto de estar, inclinado sobre la mesa junto a mi máquina de escribir. Había escrito algo en una hoja de papel verde claro que debía de haber traído consigo, un renglón arriba y otro abajo. Se incorporó y me tendió la hoja.

—Dóblala y guárdatela en el bolsillo. Llévala contigo durante los próximos días —dijo.

Era una hoja muy fina de crujiente papel verde claro, con «Querido Fred» escrito arriba y «Tu amigo, Max Bournemann» abajo, sin nada en medio.

—Pero… —balbuceé, mirándole.

—¡Haz lo que te digo! —me espetó.

Luego, al ver que yo retrocedía unos pasos, me sonrió…, una gran sonrisa de camaradería.

—Bien, vamos a trabajar —dijo.

Entró en el dormitorio y cerró la puerta tras de sí.

Doblé la hoja de papel tres veces, me quité el abrigo, y la guardé en el bolsillo superior. Luego me dirigí hacia la biblioteca y cogí un tomo del estante superior —mi estante de psicología, recordé de inmediato—, me senté y abrí el libro, y miré una página sin ver lo impreso.

Ahora tenía tiempo para pensar. Desde que había hablado de los ojos rojos a Max no había tenido tiempo más que para oír, recordar y actuar. Ahora tenía tiempo para pensar.

Mis primeros pensamientos fueron: «Esto es ridículo. Vi algo extraño y aterrador, no hay duda, pero fue en la oscuridad, no pude ver nada con claridad, debe de haber alguna sencilla explicación natural para lo que fuera que estaba en la escalera de incendios. Vi algo extraño; Max captó que yo estaba asustado, y cuando se lo conté decidió gastarme una broma que estuviese en consonancia con esa mentira eterna en la que vive. Ahora mismo apostaría a que está tumbado en la cama riéndose y preguntándose cuánto tiempo pasará hasta que yo …».

La ventana que estaba a mi lado crujió como si el viento se hubiese levantado de nuevo. El crujido se hizo más violento, y luego se sostuvo con una sensación de tensión, como si el viento o algo más material estuviese manteniendo la presión sobre el marco. Pero no volví la cabeza para mirar, aunque (o tal vez porque) sabía que no había escalera de incendios ni ningún otro soporte en el exterior. Sentí más fuerte la sensación de una presencia y, aun sin verlo, fijé la vista en el libro que tenía en las manos, mientras el corazón me retumbaba y la piel se me helaba y erizaba.

Entonces comprendí que el escepticismo de mi reflexión había sido, pura y simplemente, una huida, y que, como había dicho a Max, creía con toda mi alma en el perro negro. Creía en todo el asunto hasta donde podía imaginarlo. Creía que había poderes inimaginables guerreando en este universo. Creía que Max era un viajero parado en el tiempo y que en mi dormitorio estaba batallando afanosamente con algún aparato extraterreno para pedir ayuda al cuartel general desconocido. Creía que lo imposible y lo mortífero vagaban por Chicago.

Pero mis pensamientos no podían ir más lejos que eso. Giraban y giraban, siempre lo mismo, cada vez más rápido. Mi mente se sentía como un motor cayéndose a pedazos. El impulso de volver la cabeza y mirar por la ventana me invadió y creció.

Me concentré en la página que tenía delante, y leí:

Los arquetipos de Jung traspasan las barreras del tiempo y del espacio. Más que eso: son capaces de romper las cadenas de las leyes de la causalidad. Están dotados de facultades místicas «prospectivas». El alma misma, según Jung, es la reacción de la personalidad ante el inconsciente, e incluye en cada persona elementos tanto masculinos como femeninos, el animus y el anima, lo mismo que la persona, o la reacción de la persona ante el mundo exterior…

Creo que leí la última frase una docena de veces, rápidamente al principio, luego palabra por palabra, hasta que fue una mezcla sin sentido y no pude forzar más la vista para recorrerla.

Entonces el cristal de la ventana a mi lado rechinó.

Dejé el libro y me levanté, con la vista al frente, y entré en la cocina, donde cogí un puñado de galletas y abrí el frigorífico.

El crujido, que parecía haber enmudecido con una tensión expectante, comenzó de nuevo. Lo oí primero en una de las ventanas de la cocina, luego en la otra, y luego en el cristal superior de la puerta. No miré.

Volví al cuarto de estar, dudé un momento frente a la máquina de escribir, que tenía dispuesta una hoja en blanco, luego me senté de nuevo en el sillón junto a la ventana, dejando las galletas y el envase de cartón de leche en la mesita de al lado. Cogí el libro que había intentado leer y lo coloqué sobre mis rodillas.

El crujido regresó conmigo…, inmediatamente, rotundo y autoritario, como si algo estuviese cada vez más impaciente.

Ya no podía centrar por más tiempo mi atención en las palabras impresas. Cogí una galleta y la dejé. Tomé el helado envase de cartón de leche, pero la garganta se me contrajo y retiré la mano.

Miré a la máquina de escribir, y entonces pensé en la hoja de papel verde. El motivo del extraño proceder de Max me pareció obvio: si le sucedía cualquier cosa aquella noche, quería que yo escribiese a máquina un mensaje que me exonerara delante de su firma. Digamos, la carta de un suicida. Si le sucedía cualquier cosa…

La ventana que estaba a mi lado se agitó violentamente, como sacudida por una terrible ráfaga.

Pensé que si bien no debía mirar hacia la ventana buscando algo al otro lado del cristal (contra eso era contra lo que Max me había prevenido), sí podía pasar la vista por ella, por ejemplo, volviéndome para mirar el reloj que estaba detrás de mí. «Sin embargo —me dije—, no debo detenerme ni reaccionar si veo algo.»

Intenté serenarme. Al fin y al cabo, pensé, quedaba la bendita posibilidad de no ver nada sino un cuadrado de oscuridad.

Volví la cabeza y miré el reloj.

Lo vi dos veces, a la ida y a la vuelta, y aunque mi mirada ni se detuvo ni titubeó, mi sangre y mis pensamientos empezaron a retumbar como si el corazón y la mente fuesen a estallarme.

La cosa estaba a medio metro de la ventana…, un rostro, una máscara o un hocico de un negro más brillante que la oscuridad que lo rodeaba. Era un rostro mezcla de perro, pantera, murciélago gigante y hombre. Un rostro de bestia humana, despiadada y desesperada, un rostro animado por un destello de inteligencia pero muerto con monstruosa melancolía y monstruosa maldad. Había un centelleo de dientes blancos y afilados. Ojos como brasas latían con monótono destello.

Mi mirada no se detuvo ni titubeó ni retrocedió, y mi corazón y mi mente no estallaron, pero me levanté, me dirigí tambaleante hacia la máquina de escribir, me senté ante ella y empecé a oprimir teclas. Al cabo de un rato me detuve confuso y me puse a leer lo que había escrito. Las primeras palabras eran: la rápida zorra roja saltó sobre el loco perro negro…

Seguí escribiendo. Era mejor que leer. Escribiendo hacía algo, descargaba la tensión. Escribí una riada de fragmentos: «Ahora es el momento para todos los hombres buenos…», las primeras palabras de la Declaración de Independencia y de la Constitución, el anuncio de Winston, seis líneas del monólogo de Hamlet «Ser o no ser», sin puntuación, la Tercera Ley del Movimiento de Newton, «Mary tenía un corderito…».

Mientras tecleaba, se dibujó en mi mente la esfera del reloj que había mirado. Antes lo había mirado sin verlo. Las agujas señalaban las doce menos cuarto.

Cambié la hoja en la máquina y escribí la primera estrofa de El cuervo de Poe, el Juramento de Fidelidad a la Bandera Norteamericana, un fragmento de Thomas Wolfe, el Credo y el Padrenuestro, «La belleza es verdad; la verdad, oscuridad…».

El crujido recorrió todas las ventanas —aunque no oí nada en la del dormitorio, nada en absoluto—, y por fin se instaló en la de la cocina. La madera parecía astillarse, y los cristales a punto de estallar.

Pensé: «Estás de guardia. Estás de guardia por ti y por Max». Y luego vino el segundo pensamiento: «Si abres la puerta, si le recibes, si abres la puerta de la cocina y luego la del dormitorio, te dejará en paz, no te hará nada».

Una y otra vez luché contra este segundo pensamiento y la urgencia que lo impulsaba. No parecía venir de mi mente, sino de fuera. Escribí Ford, Buick, las marcas de coches que pude recordar, Overland Moon, todas las palabras de cuatro letras, escribí el alfabeto, en mayúsculas y en minúsculas, escribí los números y los signos de puntuación, escribí todas las teclas del teclado, de izquierda a derecha, de arriba abajo, alternadas… Rellené la última hoja amarilla hasta que saltó de la máquina, y yo seguí oprimiendo teclas mecánicamente, produciendo marcas brillantes en el monótono rodillo negro.

Entonces el impulso se hizo irresistible. Me puse en pie y, en medio de un silencio repentino, crucé el pasillo hasta la puerta del fondo, mirando al suelo y resistiendo, retrasando cada paso tanto como podía.

Mis manos asieron el picaporte y la larga llave de la cerradura. Afiancé mi cuerpo contra la puerta, que parecía venir a mi encuentro, de forma que pensé que era sólo mi presión lo que evitaba que se abriese, que reventase con una lluvia de astillas de afilados cristales.

Muy lejos, como algo que sucediese en otro universo, oí el reloj de la universidad tocando una…, dos…

Entonces no pude resistir más y giré la llave y el picaporte. Las luces se apagaron.

La puerta se abrió en la oscuridad, y un soplo helado, un chorro de viento negro con ráfagas incandescentes, pasó a mi lado.

Oí que la puerta del dormitorio se abría de golpe. El reloj completó sus campanadas. Once…, doce…

Nada… Nada en absoluto. Desaparecieron todas las presiones.

Sólo sentí que estaba solo. Radicalmente solo. Lo sentí, muy profundamente.

Al cabo de algunos minutos, creo, cerré y eché el pestillo de la puerta. Abrí un cajón, busqué una vela, la encendí, y recorrí el apartamento. Entré en la habitación.

Max no estaba allí. Sabía que no iba a estar. Ignoraba qué consecuencias tendría el haberle fallado. Gimoteando, me eché en la cama. Luego me dormí.

Al día siguiente le comenté al portero lo de las luces. Me miró de una forma curiosa.

—Ya lo sé —dijo—. Esta misma mañana he puesto plomos nuevos. Nunca había visto ningunos fundidos de esa manera. La caja había saltado y estaba rociada de gotas de metal.

Aquella tarde recibí el mensaje de Max. Había ido a pasear por el parque, y estaba sentado en un banco junto al lago, viendo cómo el viento rizaba el agua, cuando sentí que algo me quemaba contra el pecho. Por un momento pensé que había dejado caer el cigarrillo encendido dentro de mi abrigo. Metí la mano y toqué algo caliente en el bolsillo. Lo saqué. Era la hoja de papel verde que Max me había dado. De ella surgían hilillos de humo.

La abrí y leí unas garabateadas palabras humeantes que iban ennegreciéndose poco a poco: Supongo que te gustará saber que crucé bien. Con el tiempo justo. Estoy de nuevo con mi uniforme. No está demasiado mal. Gracias por la acción de retaguardia.

La letra (¿escritura mental?) de las palabras ennegrecidas correspondía a la del encabezamiento y la firma.

Entonces la hoja estalló en llamas. La solté. Dos chicos que botaban un barquito de vela se quedaron mirando el papel que ardía, se ennegrecía, blanqueaba, se desintegraba…

Mis conocimientos de química me permiten saber que el papel bañado en fósforo blanco húmedo se quema cuando se seca por completo. Y sé que hay tipos de tinta invisible que aparecen con el calor. Existen todas esas posibilidades. Escritura química.

Pero también está la escritura mental, que no es sino un término acuñado por mí. Escritura a distancia…, literalmente un telegrama.

Y puede que haya una combinación de ambas: escritura química activada mediante pensamientos a distancia…, a gran distancia.

No sé. Simplemente no sé. Cuando recuerdo aquella última noche con Max hay cosas de las que dudo. Pero de una parte de lo sucedido nunca dudaré.

Cuando en la tertulia me preguntan: «¿Dónde está Max?», me alzo de hombros.

Pero cuando se ponen a hablar de retiradas que han cubierto y de retaguardias en las que han participado, recuerdo la mía. Nunca les he contado nada, pero nunca he dudado de que sucedió.