Capítulo 7
eseé arrojarme contra los jenízaros supervivientes, aquellos que ahora se entretenían en saquear los cuerpos de los valacos caídos en combate, cobrándose el botín que les correspondía por sus servicios. Tuve que hacer verdaderos esfuerzos por no lanzarme contra ellos, pero todavía conservaba algo de cordura y sabía que aquella idea era suicida, pues los hombres de mi padre que habían sobrevivido al ataque ya habrían huido o sido hecho prisioneros. Si no había conseguido ocuparme en solitario de un puñado de otomanos, menos aún de los restos de un ejército como aquel. Había recibido un gran golpe de humildad en aquella batalla, haciéndome consciente de que no era tan invencible como pensaba, que aún con mis características sobrehumanas todavía no llegaba a ser ni la sombra de mi padre, y no cometería la estupidez de caer dos veces en el mismo error. Si me mataban allí no solo no podría rescatar a los prisioneros ni vengar a mi padre y a Stelian, sino que tampoco podría cumplir la promesa que acababa de hacerle a este último.
Sobrevive hoy para volver a luchar mañana…
Pero tampoco podía alejarme sin más y dejarles allí, expuestos a las alimañas carroñeras como animales, mendigos o criminales. Ninguno de mis hombres merecía aquel destino, pero menos aún mi padre y mi mejor amigo, quien había sido más hermano para mí que mis verdaderos hermanastros.
Guardándome el orgullo junto con la sed de venganza, en algún lugar escondido en mi interior pero a mano, para recuperarlos tan pronto saliera de allí, y envuelto en el penetrante aroma de la sangre, que cubría el ambiente haciendo del aire una prolongación del suelo taraceado de cadáveres, dejé caer mi cuerpo de nuevo sobre la nieve, dándole a la vez tiempo para que se recuperara y sanara del todo, y esperé hasta que cesó el sonido de cascos y las voces de los otomanos.
Por el escaso tiempo que me pareció que había transcurrido mientras estuve en el suelo y el hecho de que apenas había escuchado un par de voces acercarse a saquear por mi zona, deduje que regresarían, tal vez cuando hubieran realizado un balance de las pérdidas sufridas y se recuperaran de la batalla.
No tenía tiempo que perder. Me incorporé, volví a envainar mi espada y, tras asegurarme de que Stelian seguía en el suelo a mi lado, intenté localizar el cuerpo sin vida de mi padre. Me inquietó no encontrarlo, ni cuerpo ni cabeza, pero supuse que estaría semioculto entre los cadáveres y me centré en lo que era más apremiante: localizar una montura con la que poder transportar ambos cadáveres. Rastreé el horizonte en busca de un caballo, el mío o cualquier otro. A simple vista fui incapaz de dar con ninguno, pero mi oído me condujo a un pequeño grupo de árboles situado a varios metros de distancia tras el que un hermoso ejemplar zaino permanecía atrapado, con las riendas enredadas en una rama. No era de los nuestros, y al verme levantó la cabeza con brusquedad repetidas veces intentando soltarse, pero solo consiguió enredarse más.
—Shhh… tranquilo… —me desprendí de uno de mis guanteletes de metal y el guante de cuero y acaricié su cuello suavemente, el animal se calmó un poco, permitiéndome liberar las riendas de entre las ramas—. Buen chico… —susurré dándole unos golpecitos en el lomo—. Ya está… ¿ves?
Tras asegurarme de que no había rastro de los jenízaros, tiré de las riendas y conduje al caballo de vuelta al campo de batalla. Agradecí la presencia de los cuervos, aunque no me gustara por lo que implicaba y porque también iban a alimentarse de mis gentes, pero sus graznidos ahogaban el sonido de nuestras pisadas en la nieve y nos ocultarían ante posibles enemigos que pudieran estar vigilando no muy lejos.
Guie al animal junto al cuerpo de Stelian y, tras desprender a este de su armadura, lo tumbé sobre su lomo. Detestaba tener que dejar su indumentaria de batalla allí pero no podía cargar al caballo con tanto peso, y aún faltaba otro cadáver… Una vez me hube asegurado de que mi compañero estaba bien sujeto en lo alto de la montura, la conduje hasta el lugar en el que debía de encontrarse la cabeza de mi padre. Fruncí el ceño al no verla. La última vez que había visto su cuerpo había sido en lo alto del montículo en el que me hirieran, pero su testa había caído rodando hasta quedarse a escasos metros de donde a mí me arrojaran. Sin embargo, por allí ya no estaba. Subí a lo alto de aquella pequeña colina, donde se suponía que debía de hallar el resto del cuerpo, para intentar avistarla desde allí, pero no pude encontrar ninguna de ambas partes. Su cadáver no seguía donde lo había visto por última vez y allí abajo solo veía otros, pero ninguno relacionado con Vlad.
Bajé del montículo sintiendo cómo mi corazón volvía a acelerarse y tuve que obligarme a disminuir la tensión con la que apretaba mis dientes, pues comenzaba a dolerme la mandíbula. La posibilidad de que aquellos otomanos me arrebataran a mi padre dos veces en el mismo día comenzaba a mellar mis ánimos. Busqué a mi alrededor por si, en la barahúnda de la batalla, los restos de mi padre hubieran sido desplazados o sepultados entre la nieve u otros cuerpos, pero no los encontré; ya debían de habérselos llevado. Apreté los puños reprimiendo las ganas de maldecir a gritos a aquellas indeseables sabandijas. Barajé la posibilidad de coger el caballo e ir en su búsqueda, de arrasar con tantos como pudiera, recuperar el cuerpo y la cabeza del Empalador y volver, pero también descarté aquella insensatez. No podía arriesgarme a que me cogieran y, aún si no lo hacían y lograba huir, tendría que dejar allí el cadáver de Stelian.
Respiré hondo y me obligué a no pensar en el destino que esperaba al cuerpo y, especialmente, la testa de Vlad Draculea, que con toda probabilidad pasaría a adornar una pica en poder del Sultán.
Solo es un pedazo de piel y huesos… no es Vlad, no es mi padre ya…
Puesto que iba a tener más sitio en el caballo al llevar solo un cadáver, recogí la espada de Stelian y la até a la montura; por lo menos su familia podría conservar aquel recuerdo suyo o decidir enterrarlo con él. Después subí al caballo tras el cuerpo de mi amigo y, sin perder más tiempo, cabalgué rumbo a su hogar, convirtiéndome en mensajero de la Muerte.
Hay quien podría preguntarse por qué decidí acabar con la vida de mi compañero, por qué no le convertí en uno de los míos… Si la oportunidad se me hubiera dado unos años después, quizás lo hubiera hecho, pero por aquel entonces lo único que sabía a ciencia cierta sobre mí era que tenía habilidades sobrehumanas y que mi cuerpo podía regenerarse tras sufrir heridas, eso era todo. Todavía no había alcanzado la plenitud de mi crecimiento y desconocía que mi cuerpo dejaría de envejecer tras alcanzar la treintena.
Todavía ignoraba que evitaría a la Muerte y viviría durante siglos, y que podría haberle conseguido a Stelian el mismo salvoconducto si no me hubiera alimentado de él hasta el último extremo. De haber sido consciente de ello, sin duda le habría salvado la vida. Tal vez ahora no, pues el tiempo me ha enseñado que la eternidad, dependiendo del momento y la persona, lo mismo puede ser un milagro maravilloso que un purgatorio interminable, pero sí en aquella ocasión. Stelian no se merecía una muerte tan prematura, menos aún después de haber hecho tanto por mí, de congraciarme a ojos de mi padre consiguiendo traer a mi ejército, y, por supuesto, después de haberme salvado la vida. Había demostrado tener más dotes de capitán que yo, y sin embargo para mí había sido el ascenso, y para él sería el descenso a la tumba.
Cabalgué durante horas, parando únicamente para dejar recuperar fuerzas al caballo, y al día siguiente por la mañana devolví a su hogar a mi compañero, dejándole en manos de una mujer rota que, lejos de agradecerme haberle llevado de vuelta, me reprochó con la mirada que no hubiera sido yo el cadáver y su marido quien entrara caminando en su hogar. No pude culparla por ello, ni siquiera aunque quien había movilizado a Stelian no había sido yo sino mi padre, y quien había aceptado acompañarme de buen grado, y no por obligación, él mismo.
La dejé sola con el dolor y el cadáver de su esposo, tras prometerle que me encargaría de que tuviera una sepultura digna y de que a ella no le faltara de nada, pues le debía la vida a su marido. No quise entrar en detalles en aquel momento, ya que ni sus ojos parecían ver más allá del cuerpo inerte de Stelian, ni sus oídos escuchar más allá de sus propios lamentos. Ya le escribiría más adelante. Dejé la espada de mi amigo sobre una mesa y abandoné su hogar sintiendo que al cerrar la puerta de la casa cerraba también un capítulo importante de mi vida, tal vez incluso el de toda mi juventud, y que al montar en aquel caballo extraño, regalo inadvertido de mi enemigo, daba realmente los primeros pasos hacia la vida adulta.
Mi padre había muerto, pero no permitiría que su muerte fuera en vano. Sus hermanastros habían resultado ser unos traidores o no tener el arrojo o interés suficiente para defender su patria, por lo menos hasta el momento… A los míos aún no les había conocido y por ello no sabía qué podía esperar de ellos. Sólo tenía controlado a Mihnea, quien más adelante sería conocido como Mihnea cel Rău (Mihnea el Malo) y con solo catorce años todavía no me había dado motivos para suponerle una amenaza.
No podía contar con ellos así que todo dependía de mí y, habiendo sido además el último miembro de la familia de Vlad Draculea en verle con vida, cargué sobre mis hombros la responsabilidad de recuperar el control de Valaquia arrebatándoselo a los turcos y la obligación de hacer que su legado y su sueño pervivieran.