Capítulo 6
unque los dos jinetes que me habían intentado alcanzar previamente llegaron a su campamento, pudiendo alertar al mando de su ejército, la velocidad con la que aparecimos nosotros les impidió encontrar una posición menos peligrosa fuera del valle. Mi padre arremetió con la mitad de su ejército por el este y yo me dirigí con mis hombres y su otra mitad por el oeste. A pesar de su mayor número, comenzamos a mermar su poder arremetiendo con una violencia que hasta a ellos pareció sorprender desprevenidos. Intentaban defenderse con sus flechas, pero en el caos y con la violencia de las arremetidas la mayoría acabó en el suelo acompañando a cabezas y miembros turcos cercenados, y pocas atravesando cuerpos valacos.
La victoria parecía que volvería a sonreírnos y, sin embargo, aquella sensación de que algo iba a salir mal volvía a apoderarse de mí, enturbiándome aquel sentimiento de inminente triunfo.
Aún sobre mi caballo, oteé aquel horizonte de brazos con espadas, arcos y salpicaduras de sangre, hasta dar con mi padre. Había descabalgado, voluntaria o involuntariamente, y se abría camino entre los turcos, a base de mandobles, hacia una zona más elevada. Parecía no tener ninguna dificultad en enfrentarse en solitario a tres o cuatro jenízaros a la vez, pero cada vez quedaba menos gente a su alrededor, no solo del bando enemigo sino del nuestro propio, y aquella soledad le convertía en un blanco más destacado y deseable. Vlad era el principal enemigo del Imperio, estaba seguro de que habrían puesto precio a su cabeza, y la cantidad sería suficiente como para que nadie dudara en intentar acertarle como en un juego de tiro.
Lo entendí todo cuando advertí que su repentina posición solitaria no se debía al azar, que a pesar de sus órdenes y las mías para que aquellos de nuestros hombres que se encontraban más cercanos a él avanzaran hacia el frente y arremetieran contra los otomanos, nuestras palabras eran ignoradas por un pequeño grupo de sus propios soldados.
Es una emboscada dentro de otra…
Tiré de las riendas rápidamente, dirigiendo mi caballo hacia la elevación por la que ascendía mi padre, pero algo me golpeó en el escudo y, al no estar pendiente para contrarrestar el golpe con mi cuerpo, me precipité por el lado opuesto de mi montura, quedando sujeto a ella por un pie.
—¡¡NO!!
Boca abajo, el casco se deslizó fuera de mi cabeza, dejándome muy expuesto. Sin él, ni escudo, y arrastrado por mi caballo entre montones de cuerpos que se batían a muerte, era solo cuestión de tiempo que alguna hoja diera conmigo. Intenté incorporarme de nuevo pero el movimiento del caballo y la cercanía de los cuerpos de camaradas y enemigos hacían imposible aquella maniobra, por lo que finalmente tuve que cortar el estribo. Gemí al golpear el suelo con la cabeza, pero no había tiempo para preocuparse por el dolor. Mi padre estaba en peligro.
¿¿Dónde está??
No se trataba solo de mi padre, era la idea que representaba, la esperanza que personalizaba, lo que desaparecería con él si fenecía. Sin perjuicio de que personalmente no quería que muriera, porque le apreciaba, porque, a su manera, se había preocupado de mí y me había cuidado, estaba el hecho de que si él caía, aquella batalla y muy probablemente la guerra, se perderían.
Me abrí paso a estocadas y mandobles entre los turcos, gritando a cada golpe, cercenando miembros con fiereza. No podía perder ni un segundo más de lo necesario. La sangre me salpicaba boca y ojos, pero no importaba. Alguien me golpeó en un costado, atravesando mi armadura con su hoja y llegando hasta mi piel, pero tampoco me importó, contraataqué y cercené la mano con la que me había herido, tomé su espada y la hundí en su cabeza.
Y cuando por fin pude despejar mi camino y localizar a mi padre, recibí el peor golpe posible, el ataque más doloroso que nadie pudiera ejecutar contra mí: contemplar impotente cómo el filo de un acero valaco se abría camino a través del cuello de mi progenitor, cómo la cabeza de Vlad Draculea alcanzaba el suelo y rodaba por la colina hasta detenerse un par de metros por delante de mí.
El asesino supo que solo viviría unos minutos más que su víctima en cuanto escuchó mi grito y nuestras miradas se cruzaron. Ni siquiera echó a correr cuando me vio acercarme a la carrera, ascendiendo por aquel montículo, espada en mano, con mis ojos fijos en los suyos, completamente ciego a cualquier cosa que no fuera él. Intentó defenderse pero tras el segundo golpe su espada salió despedida y la mía se perdió en su bajo vientre una vez, una sola, reteniendo como pude las ganas de provocarle la muerte que él había otorgado a mi padre. Sí, su cabeza yacería separada de su cuerpo en una pica, compartiría el mismo destino que seguramente habrían pensado para el gran Draculea, pero eso solo ocurriría tras una lenta y agónica muerte.
Tan absorto y cegado por la ira estaba que no recordé que las alimañas carroñeras rara vez atacan en solitario, y no reparé en que los traidores que habían confabulado para llevar acabo aquel asesinato se encontraban demasiado cerca de mí. Detuve el segundo ataque, pero el primero me dio de lleno y nada, ni yo, ni mi armadura, pudo impedir que aquel potente hacha se clavara en mi costado izquierdo. Sentí cómo atravesaba piel y huesos, y cómo la sangre comenzaba a manar apresuradamente por mi cadera y mis piernas, pero no estaba dispuesto a que aquellos miserables terminaran también conmigo; no les daría ese placer.
Me defendí como pude, corté y clavé mi espada donde fui capaz hasta que sentí que las fuerzas me abandonaban a la vez que la sangre, pasando a alfombrar la tierra bajo mis pies. Llamé a Stelian con la voz que fui capaz de reunir, la poca que me quedaba. Grité su nombre una, dos, tres y cuatro veces, hasta que mis rodillas se negaron a seguir manteniéndome y caí y rodé, siguiendo el mismo destino de la testa de mi padre, hasta frenar bocabajo sobre una nieve cálida y roja.
Oía el sonido metálico de las armas al chocar entre sí, los gritos de dolor, los relinchos de los caballos, incluso los graznidos de los cuervos que iban reuniéndose en el cielo a la espera de que la acción terminara y solo quedara un gran valle lleno de comida. Pero todo empezaba a sonarme muy lejano, cada vez más, como si ocurriera en otro mundo del que yo fuera un mero espectador.
¿Dónde estaba Stelian? ¿Habría caído también? ¿Cuántos de nuestros hombres quedarían en pie? Y los que aún permanecieran con vida, ¿se habrían enterado de que ninguno de sus capitanes seguía luchando? Era cuestión de tiempo que eso ocurriera, y entonces todo acabaría. ¿Para qué iban a seguir combatiendo sin esperanzas? ¿Por qué enfrentarse a la muerte cuando estabas seguro de su victoria?
—¡¿Nicolae?!
Reconocí la voz de Stelian y sentí un cosquilleo de aliento en el estómago. ¿Era posible que no todo estuviera perdido?
Intenté incorporarme pero las fuerzas me habían abandonado casi del todo y mi espada, aún en mi mano, y la armadura me parecían de repente un yunque imposible de levantar. Solté el arma y apoyé una mano sobre la nieve, hundiendo los dedos en el suelo, pero solo fui capaz de incorporarme unos centímetros y levantar la cabeza lo justo para ver el rostro manchado de sangre de mi compañero.
—¿Puedes moverte? —preguntó. Sus ojos parecían intuir la respuesta, pero se lo confirmé cuando el brazo me fallo y volví a dar con la cara contra la nieve.
—Huye… —murmuré. Sabía que no lo haría, porque yo en su lugar tampoco lo habría hecho y era el amigo más leal que había tenido nunca. Pero sentía que debía intentarlo y realmente deseé que me obedeciera. Porque estaba seguro de que una vez había caído mi padre, ya ninguno de sus hombres estábamos a salvo.
Ya no podíamos confiar en nadie y era cuestión de tiempo que los otomanos se hicieran con la victoria. Nuestra única opción era huir y salvar la vida de forma que, tal vez en un futuro, pudiéramos contraatacar y vengar a nuestros caídos; o permanecer en el campo de batalla y acabar muerto o hecho prisionero. Ninguna de las opciones me gustaba más que la otra.
—Sabes que no haré eso. No malgastes fuerzas. Buscaré una montura y…
Un golpe sordo, de metal contra metal, y Stelian cayó sobre mí. Gemí de dolor, pero aquello no era nada comparado con la punzada que sentí en el corazón ante la posibilidad de que le hubieran alcanzado. Respiré aliviado al notar cómo se incorporaba apartándose de mí y maldiciendo a su atacante.
—¡¿Atacáis por la espalda?! ¡¿Alguno de vosotros sabe lo que es el honor?!
Giré el rostro hacia mi derecha y contemplé cómo se enfrentaba a su adversario sin darle tregua, embistiendo una y otra vez hasta que encontró un hueco desprotegido por el que penetrar con su acero. Pero pronto su contrincante caído fue reemplazado por tres soldados más que le rodearon haciéndole retroceder hacia mí. Stelian frenó al llegar junto a mi cuerpo, negándose a abandonarme, y luchó con valentía y arrojo, pero por cada hombre al que hacía caer aparecían dos más y ambos supimos que era cuestión de tiempo, que su única opción de supervivencia residía en rendirse, deponer su espada y rezar porque el enemigo mostrara piedad y le permitiera vivir. Quizás lo habrían hecho, y puede que la opción pasara por su cabeza al considerar que, tal vez así, podría darnos a ambos la posibilidad de sobrevivir y volver a plantarles cara en un futuro, pero no le dieron la oportunidad. Los turcos no eran estúpidos y sin duda sabrían que si no acababan con nosotros allí, si nos dejaban recuperarnos, volveríamos a enfrentarnos a ellos. Sabían que mientras siguiéramos con vida lucharíamos, y decidieron no correr riesgos. Yo en su lugar tampoco habría cometido esa estupidez.
Alcanzaron a Stelian en una pierna y, cuando cayó de rodillas, le derribaron del todo clavando en su vientre la punta de una alabarda en un rápido movimiento que le penetró de lado a lado y, con la misma velocidad, salió de él.
Grité y les maldije interiormente, pues de mi garganta no salió más que un gruñido que pasó de incógnito entre los sonidos de la batalla. Stelian cayó junto a mí boca arriba, la mirada perdida en algún punto del cielo. Creí que había muerto hasta que, mientras los jenízaros se alejaban, le vi pestañear.
—Lo siento… —susurró, claramente dirigiéndose a mí.
¿Que lo sientes? Soy yo quien se ha quedado en el suelo inmóvil incapaz de hacer nada por ayudarte mientras me protegías. Soy yo quien no ha podido conduciros a la victoria tomando el relevo de mi padre. Soy yo quien va a dejar que su muerte sea en vano.
¿Íbamos a morir allí sin más? Tanto esfuerzo, tantos sacrificios, ¿para nada?
No podía permitirlo.
Reuniendo las escasas fuerzas que me quedaban, sacándolas de cada rincón de mi cuerpo como quien escurre un paño de agua para apurar las últimas gotas, alargué una mano, agarré el brazo de Stelian y tiré de él hacia mí, haciendo que nuestros cuerpos se acercaran un poco más. Arranqué el guantelete de metal de su mano derecha y, a continuación, le despojé del guante de cuero, dejando a la vista su piel.
En condiciones normales jamás se me habría ocurrido hacerle aquello, no a él, ni a nadie a quien quisiera, pero iba a morir, y se trataba de mi única oportunidad de vengar su muerte y, probablemente, evitar la mía, ya que era cuestión de tiempo que alguien me diera la vuelta, reconociera el emblema de la casa de mi padre, y se hiciera con mi cabeza para unirla a la colección junto a la suya. Sin pensarlo más acerqué la mano a mi rostro y clavé los dientes en su muñeca, desgarrándola y abriendo una herida para que la sangre que todavía corría por sus venas no se perdiera en la nieve sino que se conservara dentro de mí, y me diera las fuerzas que necesitaba para hacer que su sacrificio contara.
Sentí cómo se estremecía e, instintivamente, intentaba apartar la mano con un gemido de dolor, pero no le solté: aquello pasaría pronto, más rápido y de manera menos dolorosa que si le dejara desangrarse al ritmo que marcara su propio cuerpo. Succioné y bebí de él lentamente, notando como su cálida esencia, sus fuerzas, se trasladaban de su cuerpo al mío y me daban un nuevo vigor, revitalizándome.
En cuanto fui capaz de incorporarme solté su mano, me limpié la sangre de la boca y me incliné sobre él, acercándome a su oído.
—Ve en paz, Stelian… hermano… —no pude evitar que los ojos se me inundaran de lágrimas, y cuando su mirada se fijó en mí no fui capaz de contenerlas por más tiempo—. Me has salvado la vida y jamás podré saldar esta deuda… pero puedes marcharte tranquilo sabiendo que a tu familia, a tus seres queridos, nunca les faltará de nada… Tienes mi palabra.
Stelian separó los labios para decir algo pero al verse incapaz se limitó a asentir con los ojos, cerrándolos lentamente una vez y volviendo a abrirlos para mirarme. Moví la cabeza en gesto afirmativo, confirmándole la veracidad de mis palabras y que sabía que me lo agradecía, y permanecí junto a él sin soltar su mano hasta que la vida le abandonó por completo.