Capítulo 5

P

esperté muy temprano, cuando la oscuridad de la noche aún no había retirado por completo del día sus redes. El sol permanecía oculto tras las nubes y de repente lo eché muchísimo de menos. Aunque confiaba en que sobreviviría a aquella batalla al igual que a las anteriores, solo plantearme la posibilidad de no volver a verlo brillar, de no volver a disfrutar del verdor y calor a la llegada de la primavera, hacía que me embargara una cierta claustrofobia.

Me incorporé y miré a mi alrededor distinguiendo con claridad algunas tiendas del campamento que por la noche me habían pasado inadvertidas, pero pese a todo, seguían siendo muy pocas. Pocas tiendas, pocos hombres para hacer frente a tantos. Por muchos turcos que mi padre hubiera aniquilado, seguro que seguían superándonos en número.

Miré a mi caballo y pensé en adelantarme y comprobar por mí mismo la magnitud de las tropas enemigas, pero temía arriesgarme a descubrir nuestra posición. En realidad estaba deseando hacer cualquier cosa útil que demostrara a mi padre que tenía motivos para seguir confiando en mí, para permitirme dirigir a un grupo de sus hombres en la batalla, pero también me preocupaba hacer un movimiento equivocado y terminar de destrozar el concepto que el gran Draculea tenía ahora de mí.

Le di vueltas a la cabeza tratando de encontrar algo que hacer que ayudara en aquella guerra, pero, excluida la avanzadilla, solo se me ocurría introducirme en territorio enemigo y acabar yo mismo con el jefe del ejército otomano, y si bien la primera opción era arriesgada, la segunda era una auténtica locura… y yo todavía no había perdido la cordura hasta aquel extremo.

Un cadáver no sirve para nada más que abonar la tierra y alimentar a las aves.

Por lo tanto, solo podía hacer dos cosas: o quedarme de brazos cruzados esperando que todos despertaran e introducirme en la batalla como uno más, o adelantarme para inspeccionar el terreno.

Elegí lo segundo.

draculsep

Tras volver a colocarme la armadura abandoné el campamento haciendo el menor ruido posible. Corría un gran riesgo dejando allí mi montura, pues en caso de peligro no podría alejarme tan rápido como con ella, pero a caballo llamaría mucho más la atención. Si me lo proponía, podía ser muy sigiloso, mis pasos sobre la nieve apenas se escuchaban a pesar de que caminaba rápido primero, y corría después, y si bien no podía alcanzar la velocidad de un corcel, sí que superaría a cualquier humano corriente. Además, el viento que comenzaba a levantarse también ahogaba mis pisadas.

Para cuando a mis oídos llegaron las primeras voces procedentes del campamento, yo ya estaba lejos del alcance de las miradas. Corrí por la nieve hacia el sur, siguiendo principalmente a mi instinto, puesto que sabía que los otomanos, como buenos guerreros, también habrían intentado pasar lo más desapercibidos posible y ni habrían encendido hogueras ni habrían acampado en un terreno expuesto. Así pues, seguí a una distancia prudencial el curso del Roşu, un afluente del Danubio que en esa estación se encontraba totalmente congelado, y me dirigí hacia un valle cercano que atravesaba. El viento me trajo unas voces y luego, al asomarme, los encontré allí, junto a la cuenca del río.

Oculto tras una pequeña colina, con el cuerpo tan pegado al suelo como mi armadura me permitía, observé, algo desesperanzado, la grandeza del ejército que allí aguardaba, ya en pie y preparándose para la que sería su última gran batalla contra Vlad El Empalador. Decir que nos superaban en número habría sido quedarse muy corto. Sin duda, tenían que haber reunido a más tropas, porque por muy buen guerrero que fuera mi padre, no había forma de que hubiera podido hacerles retroceder hasta allí, causarles tantas bajas como había encontrado en Tîrgoviște, y que todavía quedaran tantísimos soldados. No, no solo nos superaban en número, eran un alud de nieve listo para abalanzarse sobre nosotros y sepultarnos…

O casi.

La única manera de sortear una avalancha natural era apartarse de su camino; no había forma de detenerla. Pero la que nos esperaba a nosotros sí podía contrarrestarse: atacando primero, evitando que se produjera.

Aquel valle podía ser utilizado en su contra si nos dábamos prisa, pues una posición elevada siempre daba ventaja. Lo que había ofrecido cobijo y escondite a aquellas huestes por la noche podía convertirse en una ratonera por el día. Sin duda por eso los turcos estaban preparándose ya para abandonar la zona.

Retrocedí para regresar al campamento de mi padre, arrastrándome para evitar exponerme a la vista del enemigo, pero entonces el viento cambió de dirección, y supe, tanto por mi olfato como por mi oído, que no estaba solo. Despacio, con un movimiento oculto por mi propio cuerpo, conduje una mano hacia la empuñadura de mi espada, pero cuando escuché el característico sonido de la cuerda de un arco al tensarse, supe que con sutilezas no llegaría a tiempo. Rápidamente, agarré mi arma y, utilizando mi propio giro como impulso, la desenvainé y lancé hacia quienquiera que tuviera detrás.

Mi espada ni siquiera tuvo tiempo de dar un giro completo en el aire, pues el arquero se encontraba a pocos pasos de mí; cortó el viento primero y parte de su cuello después, quedando sujeta a él por la hoja. Aún así tuvo tiempo de soltar la flecha, pero afortunadamente esta se desvió a un lado tras recibir mi ataque y acabó errando el impacto contra mi cabeza por unos centímetros.

El arquero abrió mucho la boca, convirtiendo todo su rostro en la representación visual del dolor más acertada que he visto nunca, mientras de sus labios escapaba un extraño sonido gutural. Se llevó una mano al cuello, con la cabeza colgando parcialmente sobre uno de sus hombros, intentando en vano contener la sangre. Yo me acerqué a él tras incorporarme rápidamente, olvidando que delataría mi posición a cualquiera que desde abajo pudiera estar oteando el horizonte o a los vigilantes que sin duda habría, recuperé la espada desencajándola de su cuello y provocando que la sangre manara libremente y con fuerza sobre mí, y volví a asestar un nuevo golpe, decapitándole esta vez.

Limpié la sangre que había caído sobre mi boca, pues ni eso quería probar de ellos, pero apenas el cuerpo del arquero hubo caído sobre la nieve, y casi antes de que esta empezara a teñirse de rojo, alguien dio la voz de alarma y pronto un par de hombres se dirigieron hacia mí a pie, y otros tantos a caballo.

—Hijos de mil víboras… —murmuré.

Esquivé la primera flecha y me enfrenté al primero que llegó hasta mí, derribándole con un par de mandobles. Luego hice lo propio con el segundo, abriéndole el cráneo. Pero no había forma de poder derribar a los dos jinetes sin exponerme en exceso, pues no llevaba ni mi casco ni mi escudo, y de todas formas era cuestión de tiempo que llegaran refuerzos.

Eché a correr tan rápido como pude, sin envainar mi espada. La nieve me dificultaba el avance y tener que ir zigzagueando para no proporcionar a los arqueros un blanco fácil me ralentizaba aún más. Miré atrás justo a tiempo de ver acercarse una flecha y me tiré al suelo rodando sobre mí mismo, esquivándola por escasos centímetros. Me incorporé tan rápido como pude pero perdí unos segundos demasiado preciosos que dieron a los jinetes la oportunidad de avanzar hasta situarse a escasos metros de mí; no había forma de que pudiera esquivar sus flechas desde tan cerca. Me detuve en seco y les planté cara, cortando el viento con mi espada por delante de mí, trazando un arco perpendicular al suelo que les obligó a frenar a sus caballos precipitadamente. Ataqué a los animales y estos se encabritaron, relinchando y alzándose sobre sus cuartos traseros, no quería hacerles daño pero si era la única forma de salvar mi vida, lo haría. Los jinetes, intuyendo mis intenciones, hicieron retroceder a las bestias, pero cambiaron los arcos por sendos sables otomanos y volvieron a arremeter contra mí. Paré sus embates una y otra vez, pero me superaban en número y me aventajaban con su posición, y tuve que volver a correr.

Podía oírles acercarse, cada vez más y más próximos. Sus gritos penetrando en mi cabeza, sus flechas silbando por doquier. ¿Dónde estaba mi campamento? ¿Me habría desviado? Una saeta pasó demasiado cerca y sentí un corte en el cuello seguido de una profunda sensación de quemazón y el posterior cosquilleo de la sangre. Sabía que la próxima vez no fallarían.

Estaban cerca, muy cerca, casi sentía el aliento de sus monturas contra mi cuello.

Y de repente, una voz que me pareció procedente del mismísimo Cielo, aunque en realidad provenía de un poco más abajo.

—¡¡Nic!! —Siempre me alegraba de ver a Stelian pero en ese momento podría haberme echado a llorar de puro júbilo—. ¡Sube!

Se encontraba unos metros por delante de mí, hacia mi derecha, y se acercaba al galope, protegido con su armadura y, él sí, casco y escudo.

Los jinetes que me perseguían se giraron hacia él al suponerle una amenaza mayor, pero al ver que rechazaba la ofensiva de sus flechas con insultante facilidad, haciendo que estas chocaran inútiles contra su escudo, volvieron a fijar su atención en mí. Sin embargo, yo había aprovechado esos instantes para correr con todas mis fuerzas en línea recta, esperando la inminente intercepción de la ruta de Stelian con la mía y, cuando estuvo frente a mí, me agarré a su brazo y salté sobre la grupa de su caballo tras la protección de su escudo.

—¡Has venido! —exclamé entre jadeos.

—Sabía que tendría que salvarte el trasero —bromeó.

—Calla y cabalga, nos alcanzarán.

—Lo tomaré como un «gracias, Stelian, eres un buen amigo, te debo una».

—¡Los jinetes!

—Si son inteligentes, darán media vuelta en tres… dos… uno…

Unos cuantos árboles conocidos y allí, tras sus ramas…

Oí relinchar de nuevo los caballos de nuestros perseguidores y los gritos de los jinetes pasaron de la excitación al pánico. Me giré a tiempo de ver cómo daban media vuelta y huían de regreso a su campamento como si les persiguiera el mismísimo diablo.

Y, en cierto modo, así era.

Volví la vista al frente y allí estaba él, Vlad Draculea, a caballo y escoltado a ambos lados por todo su ejército y, lo que más me avivó el ánimo, el mío. Prácticamente todos los vasallos a los que había reclutado habían venido al final, siguiendo a Stelian.

—Lo lograste… los trajiste… —susurré encajando lentamente lo que aquello significaba, que al final sí que podría seguir mis deseos y los de Vlad.

—Están aquí para seguirte a ti. Igual que yo. —Stelian nos apartó de la mirada inquisitiva de mi padre, que acababa de reparar en nuestra llegada, y dirigió el caballo al galope hacia el árbol en el que seguía atada mi montura, al lado de mi casco y escudo—. Apresúrate o nos iremos sin ti.

Descabalgué y tras colocarme el casco y coger el escudo subí en mi caballo y seguí a Stelian junto a mis hombres.

No había tiempo que perder y tampoco sabía muy bien qué decir, pues el mérito de que aquellos soldados estuvieran allí era de Stelian y no mío. Pero yo era su capitán, al menos como tal se me había designado, y tenía que ser quien les condujera a partir de ahí.

—Tengo que hablar con mi padre —informé a Stelian, intentando recuperar el tono autoritario que se esperaba de mí—. Debe saber lo que nos espera más adelante —aclaré. Luego pasé la mirada sobre mis vasallos, que me miraban expectantes, y volví a mirarle a él—. Que se pongan en marcha. Permaneced en el flanco izquierdo por el momento. Esperad nuevas órdenes.

Asintió y se apresuró a reorganizarles mientras yo sacudía las riendas y me adelantaba para reunirme con Vlad.

—Padre… —le llamé. Él me miró tras su casco, que aún estaba levantado, pero no respondió. Supuse que seguía decepcionado por lo ocurrido la noche anterior y, aunque sin duda debía de haber reparado en la llegada de mis hombres, mantenía una actitud distante y altiva, como si esperara mi próximo movimiento para decidir si debía o no darme otra oportunidad—. Las tropas otomanas cubren el valle del Roşu. Nos superan en número, cuatro o cinco hombres a uno. Pero si nos movemos raudos podremos aprovecharnos de la ventaja que nos otorga esta zona —miré hacia el flanco al que Stelian ya había conducido a mis soldados—. Mis hombres están aquí al fin, a mis órdenes, un centenar de espadas más a vuestro servicio —incliné levemente la cabeza a la espera de su respuesta.

—Confío en que no tendré que volver a creer que me he equivocado depositando mi confianza en ti, Nicolae.

Negué con la cabeza.

—Haré que estéis orgulloso de mí —respondí. Y sin esperar ninguna contestación más, cabalgué junto a mis hombres y luego, con el ejército de mi padre, hasta el valle, hacia su batalla final.