Capítulo 4
l viaje transcurrió en un silencio tenso. La mayoría de los hombres que me acompañaban se habían visto obligados a ello debido al vasallaje que prestaban a mi familia, y sabía que, con toda probabilidad, aún quedarían traidores entre ellos. Tanto unos como otros estaban cansados de los continuos cambios de poder habidos en los últimos años; un día se levantaban sirviendo a un voivoda, al siguiente a otro, un año los otomanos eran el enemigo y al mes siguiente los señores a los que debían pagar tributo.
Mi padre llevaba participando en aquel tira y afloja con los turcos durante años, desde el momento en el que, siendo aún un niño, mi abuelo le dejara en sus manos como prisionero político. Y también llevaba años manteniendo aquella lucha interna contra sus propios compatriotas, los nobles que no se debían a nadie más que al dinero y al poder, y a los que tanto les daba servir bajo una bandera u otra mientras pudieran seguir manteniendo sus privilegios sobre el resto del pueblo.
Años atrás los otomanos habían obligado a mi abuelo a dejar a dos de sus hijos a su cargo, a cargo del enemigo, lejos de su hogar. Mientras tanto, los nobles de su propia tierra natal habían traicionado su confianza asesinándole tanto a él como a su primogénito, el hermano mayor de mi padre. Tras eso, los turcos habían intentado hacer de mi padre su marioneta política, devolviéndole un poder parcial en Valaquia y manteniéndole sometido mediante el pago de tributos. Desde entonces, había luchado por librar a su país del yugo otomano, por mantener su independencia frente a otras potencias, a la vez que intentaba poner orden en su propio territorio. Pero durante todos esos años había perdido el poder en varias ocasiones, momentos en los que otras personas se habían hecho con el mando. ¿Cómo podía esperar que los hombres que me seguían estuvieran dispuestos a dar la vida por mí o por mi padre si se les exigía luchar por un señor distinto tan a menudo?
El verdadero enemigo estaba fuera y eso era lo único que debían entender. Mi padre era más que capaz de gobernar Valaquia, lo había demostrado durante los escasos años en los que había podido hacerlo, años en los que la justicia se había impuesto en sus territorios. Simplemente quería que se le permitiera seguir haciendo aquello, sin tener que doblegarse ante fuerzas externas.
Pero en aquella batalla a la que nos dirigíamos había mucho en juego; no se trataba de una victoria o derrota más de Vlad Draculea, nos jugábamos nuestra libertad, nuestra independencia, y no solo la nuestra y la de Valaquia, Transilvania y Moldavia, sino la de toda Europa, la de todo un conjunto de territorios unidos bajo una religión y los mismos ideales. Si Valaquia caía en poder de los turcos, estos se encontrarían con una puerta abierta hacia el resto de Occidente.
Pero si bien mi padre había desempeñado un papel clave a la hora de mantener a raya al Imperio Otomano, salvando el cuello de otras autoridades de reinos circundantes al impedir que los turcos atravesaran sus fronteras, algunos de dichos gobernantes, como era el caso del rey húngaro Matías Corvino, habían acabado tratándole como poco más que un peón, un perro rabioso al que podían soltar para alejar a vecinos indeseables, y colocar la correa y el bozal una vez el peligro hubiera pasado.
Semanas atrás mi padre se había unido a su primo Esteban III de Moldavia y a Esteban V Báthory, consiguiendo frenar el avance turco en Moldavia y Valaquia y recuperar el trono por tercera vez arrebatándolo de las manos del usurpador Basarab Laiotă. Tras eso, confiados en que los turcos se lo pensarían dos veces antes de intentar un nuevo ataque, ambos habían regresado con sus ejércitos a sus respectivos dominios. Demasiado pronto, en opinión de mi padre, pues le habían dejado en un territorio que llevaba años sin estar bajo su control, y en donde ya con anterioridad había sufrido la traición de sus nobles. Pero los otros monarcas tenían sus propios problemas en sus reinos y realmente no se pararon a pensar que Laiotă fuera a decidir cobrarse su venganza tan pronto.
Sin embargo, había sido así y ahora, apenas un mes después de su último enfrentamiento, mi padre y él volvían a verse las caras. Solo que en esta ocasión Laiotă contaba con un ejército nuevo proporcionado por los turcos, y mi padre únicamente con los restos de sus huestes mermadas por las anteriores batallas, los hombres que Esteban III le había dejado para su defensa y los que yo había podido reunir.
No las tenía todas conmigo, y convencerme de lo contrario habría sido mentirme, pero no existían más opciones; se trataba de rendirse o luchar, de claudicar y dejar que los otomanos vencieran, tirando por la borda todos los esfuerzos que mi padre había realizado durante la mayor parte de su vida, o de enfrentarse a ellos con lo poco que teníamos y, si había que morir, hacerlo peleando.
Mi decisión era firme y mis pensamientos claros, yo no albergaba dudas en cuanto a los pasos a tomar, pero sobre los hombres que me rodeaban flotaba la indecisión, volaba sobre ellos como una rapaz al acecho, preparada para lanzarse contra ellos en el momento en el que su valor bajara la guardia. Si tan solo hubiera tenido unos días más para conocerles, para ganarme su respeto y su confianza, para convencerles de que permitir que los otomanos nos anexionaran como parte de su imperio supondría el fin de nuestra patria, de que eso solo beneficiaría a unos pocos, a los mismos pocos de siempre…
Cabalgábamos al trote por las llanuras del valle de Prahova en dirección a Tîrgoviște, la capital de la corte de mi padre. En mi opinión lo mejor habría sido atraer o dejar avanzar a los otomanos hasta los Cárpatos y emboscarles allí, en un territorio inhóspito, especialmente en el mes de invierno en el que nos encontrábamos, totalmente desconocido para ellos pero familiar para nosotros. Allí nuestro número inferior se habría visto compensado con nuestra experiencia y adaptación al terreno y el clima. Nos habría resultado mucho más fácil reducirles, pues la naturaleza y el tiempo habrían combatido de nuestro lado. Pero allí, en las inmensas llanuras, ¿qué amenaza podíamos suponer nosotros para unas tropas de élite como los temidos jenízaros, quienes además eran ya conscientes de nuestros puntos fuertes y débiles?
Pero mi padre había decidido acudir al encuentro del enemigo en lugar de sentarse a esperar, así que de nada servía preguntarse qué habría pasado si lo hubiera hecho de otra forma. Las últimas noticias recibidas mencionaban Tîrgoviște como la base desde la que se estaba dirigiendo el ataque a los turcos, por eso había puesto rumbo hacia allí. Pero puesto que no había vuelto a recibir ningún mensaje de mi padre desde hacía dos días, ignoraba cual sería la situación que nos encontraríamos al llegar. Esperaba que buena, ya que si hubieran necesitado ayuda ya habría llegado el aviso mediante un ave o un jinete, pero tal y como estaba a punto de descubrir, existían muchas causas por las que un mensaje tan importante podría «perderse» en el camino.
Los oí antes de verlos. Sus graznidos hicieron que un escalofrío recorriera mi espalda, no sin razón eran calificados como pájaros de mal agüero. Al levantar la mirada y dirigirla hacia el origen del sonido pude divisarlos a lo lejos, volando en círculos a varios metros de distancia del camino que recorríamos, por delante de nosotros. Me giré sobre mi montura y Stelian se acercó a mí sin necesidad de que le llamara.
—¿Ocurre algo? —preguntó, situando a su caballo al trote a la par que el mío.
—Eso temo… —confesé—. Pero espero equivocarme…
Siguió mi mirada y reparó en los cuervos.
—Podría ser un animal… —sugirió intuyendo la dirección que habían tomado mis pensamientos.
—Un animal muy grande… —en el cielo había por lo menos una decena de aquellas aves—. Voy a adelantarme.
Sin esperar su respuesta clavé los talones en mi montura y galopé dejando atrás las miradas inquisitivas del resto de mis hombres, escuchando como Stelian evitaba que me siguieran.
Abandoné el camino dirigiéndome hacia el punto que los cuervos sobrevolaban, y poco después mis temores se confirmaron: no se trataba de ningún animal, por el contrario, distinguí rápidamente la flecha que atravesaba el cuerpo de aquel hombre, sobresaliendo por su nuca.
—Maldita sea… —murmuré entre dientes.
No había ninguna razón para que un habitante corriente de aquellas tierras hubiera sido asaeteado…
Y aún menos por flechas turcas.
Cuando descabalgué y me acerqué al cuerpo reconocí aquella saeta. Sin duda era otomana, y no solo por su apariencia sino por la precisión con la que había alcanzado el único hueco libre de coraza, en la parte posterior del cuello. Tras comprobar que aquel hombre estaba muerto, aunque por el calor que aún desprendía su piel no debía de llevar mucho así, arranqué la flecha y le giré dejándole boca arriba. Se trataba de uno de los hombres de mi padre, sin duda; uno de sus mensajeros. Sobre su armadura de cuero aparecía grabado el relieve del dragón alado distintivo de su ejército.
Sentí cómo se me aceleraba el pulso por lo que implicaba que aquel hombre hubiera sido perseguido y detenido para evitar que el mensaje se entregara. No podía ser portavoz de buenas noticias. Me apresuré a registrar su cuerpo en busca del susodicho mensaje. No parecía haber sido levantado por nadie antes de mi llegada, por lo que era probable que el jinete que le hubiera derribado ni siquiera se hubiese molestado en acercarse más, consciente de la letalidad de su tiro. Nada importaba que el mensaje se quedara con él mientras no consiguiera alcanzar al destinatario, y su fantasma no podría hacer la entrega. Encontré un pedazo de papel doblado de cualquier forma y manchado de algo similar a la sangre seca y lo abrí rápidamente haciendo caso omiso de la llamada de Stelian. Cuando reconocí la letra de mi padre y leí el mensaje, el corazón se me desbocó del todo.
—¿Malas noticias?
—Casi las peores —reconocí mientras le pasaba el trozo de papel y volvía a subir a mi caballo.
Ignorando las preguntas de los hombres que se habían adelantado junto a él, busqué una zona algo más sobreelevada desde la que poder dirigirme a todos ellos para explicarles lo ocurrido.
¡Escuchadme! —elevé la voz por encima de los murmullos, que cada vez eran más y en un tono mayor—. ¡Seré breve, pues el tiempo está ya en nuestra contra! —todos dejaron de hablar y fijaron su atención en mí. Mis nervios aumentaron, repentinamente consciente de la magnitud de la empresa que habían puesto en mis manos. Vlad III Draculea, el único hombre que había conseguido frenar el avance otomano dentro de nuestro territorio, estaba en grave peligro y si todos los mensajeros que pudiera haber mandado habían corrido igual suerte que aquel que yacía a unos metros, entonces nosotros éramos su única esperanza: apenas un centenar de hombres más los supervivientes de mi padre contra solo Dios sabía cuantos guerreros otomanos. Las estadísticas no estaban a nuestro favor, pero se habían narrado epopeyas de guerras ganadas en similares circunstancias. Y, después de todo, mi padre ya había dado un fuerte golpe a las tropas del Imperio años antes—. Nuestro voivoda nos necesita. Hemos encontrado una carta que debía haberme sido entregada, pero el mensajero fue interceptado por el enemigo antes de poder hacerlo. En ella reclama ayuda urgente, pues aunque las esperanzas son altas ya que han logrado repeler el primer ataque, impidiendo el avance en Tîrgoviște y haciéndoles retroceder, el infiel otomano les supera en número y no saben cuanto podrán aguantar.
—¡¿Y qué ayuda podremos prestar nosotros?! ¡Somos poco más de un centenar de hombres!
Busqué pero no pude identificar al dueño de aquellas palabras, sin embargo, pronto se le sumaron otras que mostraban las mismas dudas. Elevé la voz para hacerme oír, realizando grandes esfuerzos para controlar los nervios y mantenerla firme, no podía permitirme mostrar ningún atisbo de duda, pero lo cierto es que temía que se rindieran antes incluso de pelear. Entonces sí que todo estaría perdido.
—¡No estaremos solos! ¡Nuestros hermanos de Hungría y Moldavia también han sido llamados! ¡Se reunirán en el frente con nosotros!
Noté sobre mi nuca la mirada de Stelian. Solo él había leído la carta además de mí y ambos sabíamos que en ella no se mencionaba nada de aquello, simplemente me pedían ayuda a mí y mi ejército, pero confiaba en que guardaría el secreto. Aunque estaba seguro de que mi padre habría pedido ayuda también a esos otros reinos, no creía que los jenízaros hubieran sido más benévolos con los portadores de esas cartas, por lo que no esperaba que nadie más excepto nosotros fuera en su apoyo.
No obstante, los murmullos continuaron. Mi intento de infundir ánimos no parecía haber funcionado.
—Creía que había alistado a hombres valientes, pero aquí solo veo mujeres asustadas dispuestas a abrirse de piernas y someterse al invasor porque son demasiado débiles para dejar de llorar y plantar cara. ¿Qué hay de vuestras familias? ¿Con qué dignidad les miraréis a los ojos si regresáis con el rabo entre las piernas?
—¡Por lo menos podremos volver a mirarles!
—¡Las tropas del Sultán son demasiado poderosas!
Iba a replicar, a jugar mis últimas cartas, pero Stelian se me adelantó situándose a mi lado en su caballo.
—¡Os juro que me sorprendéis! ¡¿Habéis olvidado de quién hablamos?! ¡Se trata de Vlad Draculea, el único hombre que ha sido capaz de derrotar al Imperio! ¿Acaso no recordáis cómo les hizo huir aterrorizados como criaturas hace unos años? Muchos estuvisteis allí, y los que aún erais demasiado jóvenes sin duda debéis de haber oído las historias sobre él, acerca de cómo desmoralizó a sus tropas dejándoles sin recursos, exponiéndoles a la visión de bosques de empalados, penetrando en su propio campamento sin que se dieran cuenta hasta que fue demasiado tarde. Obtuvimos mucho gracias a él, y ahora que nos necesita, ¿así vamos a pagárselo?
—Si alguien tan supuestamente invencible y valeroso como él necesita ayuda, no habrá mucho que podamos hacer…
—No se trata de calidad, sino de cantidad, ¡necesita más espadas, más brazos y piernas para cortar cabezas y patear traseros turcos! Y eso es lo que nosotros le proporcionaremos —prosiguió Stelian—. ¿No queréis que también a vosotros os recuerden por esta batalla? Vlad sin duda no olvidará esto. Estáis capitaneados por uno de sus hijos y es un gran guerrero —dijo señalándome—, ha ido al frente en varias ocasiones y en todas ha regresado sin un solo rasguño; yo no me sentiría más seguro con nadie, ni siquiera combatiendo espalda contra espalda con Draculea —aseguró.
Por un instante me sentí mal, porque si no tenía cicatrices de ninguna batalla no era porque nunca me hubieran herido, sino por la velocidad de regeneración de mi cuerpo. Sí que me habían alcanzado en más de una ocasión.
Retomé la palabra, impacientándome al ver que muchos de los rostros seguían indecisos y me estudiaban sin acabar de decidirse. Agradecía el intento de mi amigo y realmente creía que era cuestión de tiempo que accedieran, pero yo no podía esperar más sabiendo que mi padre y sus hombres podían estar siendo masacrados mientras charlábamos.
—Los que aún tengáis algo entre vuestras piernas, reuniros conmigo en Tîrgoviște. El resto podéis regresar a casa a revolcaros en el lodazal del que nunca debisteis salir.
Descendí del montículo a caballo y regresé al camino dispuesto a continuar solo, pero Stelian me siguió.
—¿Qué demonios haces? Casi les había convencido.
—El «casi» podría marcar la diferencia entre la vida o muerte de mi padre y la derrota de sus huestes. No puedo esperar.
—Les necesitamos. Tú solo no le servirás de nada.
—Quédate y convénceles. Yo me adelantaré.
—Pero…
Le miré a los ojos.
—No voy a esperar más, Stelian. Si no consigues convencerles, llévalos de regreso y que se unan a rezar junto a sus mujeres, que por lo menos hagan algo…
Sin darle tiempo a responder, sacudí las riendas enérgicamente y me alejé cabalgando tan rápido como era posible.
Cabalgué al galope durante varias leguas, intentando no pensar en lo ocurrido, manteniendo mi mente entretenida con la búsqueda de posibles señales de vida en los alrededores. Si había arqueros turcos por la zona debía mantener ojos y oídos alerta; puede que mi piel tuviera la capacidad de sanar rápidamente, pero si me clavaban una flecha en la cabeza dudaba que hubiera gran cosa que mi cuerpo pudiera hacer. No, tenía que evitar ser alcanzado y, a ser posible, también ser visto; no me interesaba encontrarme con una comitiva de bienvenida otomana.
Alcancé Tîrgoviște al atardecer pero allí solo quedaba el rastro de la batalla que mi padre había librado poco antes; casas incendiadas, humo y una alfombra de sangre y nieve sobre el suelo… Las calles estaban inundadas de cadáveres. Desde lo alto de mi montura identifiqué cuerpos de ambos bandos e inconscientemente me encontré buscando el de mi padre.
No está aquí, me dije. En la carta decía que habían salvado la ciudad y que marchaban hacia el sur, hacia Giurgiu. Debe de estar tratando de expulsarles de nuestras tierras.
Me aferré a aquella idea y sorteé los cadáveres para continuar mi camino, ignorando las miradas curiosas y desconfiadas de algunos civiles que habían salido de sus refugios tras asegurarse de que ya estaban a salvo. Agradecí el intenso frío y la nieve que hacían que la muerte que en verano habría inundado todo de un hedor insoportable se limitara ahora a dejar una atmósfera cargada de un ligero olor férrico procedente de la sangre, que pronto estaría congelada al igual que los cuerpos.
Advertí unos cuantos cuervos que ya picoteaban algunos cadáveres y me fijé en que ellos eran los únicos saqueadores de aquellos hombres caídos. La población de la zona, pese a vivir mejor que en otras partes por tratarse de la capital de la corte de mi padre, tampoco podía decirse que nadara en la abundancia, y sin embargo nadie había osado, ni creía que osara, acercarse para tomar nada de los cuerpos inertes de los soldados, ni siquiera de los jenízaros. Otra muestra más del respeto o del temor que mi padre infundía en sus súbditos. La gente sabía que las pertenencias de los guerreros valacos estaban destinadas a sus familias, y las de los jenízaros constituirían un botín para los supervivientes o acabarían siendo repartidas por mi padre, y si por alguna razón sospechara que algún civil se había hecho con algo que no le pertenecía… bueno, todos sabían que Vlad no se tomaba a la ligera lo de impartir justicia.
Encontré un abrevadero y decidí bajar del caballo y acercarlo hasta allí; tenía prisa por llegar junto a mi padre pero había exigido mucho a aquel animal desde que saliéramos al amanecer, sin darle apenas descanso en todo el día, y de nada me serviría en el frente si le pedía más de lo que podía dar. Dejé que bebiera agua y comiera un poco de unos arbustos mientras yo aprovechaba para beber en una fuente y comer algo también; no había probado bocado desde el desayuno y necesitaba recobrar energías. Además, así haría tiempo para que el resto me alcanzara… si no habían regresado a sus hogares. Saqué un poco de pan y carne del zurrón que había amarrado a la silla de montar y me senté a almorzar con la vista perdida en el punto por el que había llegado.
¿Y si no vienen? ¿Qué dirá mi padre al verme aparecer solo?
Suspiré. Tal vez se hubiera precipitado al hacerme capitán de una de sus facciones. Ni siquiera había sido capaz de conducirlos al frente, me habían abandonado antes incluso de entrar en combate.
En realidad, los has abandonado tú mismo…
¿Pero qué otra cosa podía hacer? ¿Permanecer allí indefinidamente hasta que la noche se nos echara encima y no pudiéramos seguir avanzando?
Giré la cabeza inmediatamente al escuchar un ruido a mi izquierda y desenvainé mi espada mientras me ponía en pie. El filo de la hoja se detuvo a un par de centímetros del cuerpo de un niño de tres o cuatro años que, asustado, dio de nalgas contra el suelo al intentar apartarse.
—¡Gavril!
Una mujer joven de aspecto humilde se acercó corriendo con un bebé en sus brazos y levantó al niño del suelo con una mano, arrastrándole tras ella.
—¡Lo siento mucho! ¡Perdonadme! No me di cuenta de que había salido de casa —se disculpó. Al reparar en el símbolo de mi armadura se dejó caer de rodillas apretando al bebé contra su pecho.
Aparté la espada y volví a envainarla algo sorprendido por la reacción de la mujer.
—No te preocupes, no ha hecho nada malo…
Enseguida se acercó corriendo un hombre de más edad que yo que levantó a la mujer sujetándola por la espalda y haciéndola retroceder.
—Vete para casa con los niños —le ordenó mirándome con cierto recelo. La mujer no esperó a que se lo repitiera y desapareció con ellos ignorando las protestas del mayor.
—¿Qué queréis de nosotros? Ya hemos dado a vuestro ejército todo lo que teníamos —preguntó quien supuse sería el cabeza de familia.
—No quiero nada, solo estoy descansando… —respondí sin poder evitar el tono defensivo; no me gustaba la forma en la que implicaba que los hombres de mi padre habían saqueado su hogar cuando lo que hacían era intentar librarles del control otomano—. ¿Hace mucho que las tropas de Drácula dejaron la ciudad?
—Hacia mediodía. Si vais tras ellas temo que lleguéis demasiado tarde, en mi opinión tienen esta guerra perdida.
—Nada está perdido mientras nuestro voivoda siga con vida. ¿Se dirigieron hacia Giurgiu? —pregunté mientras apuraba la comida y cerraba el zurrón de mi montura, listo para continuar el camino. Ya había dado tiempo para que Stelian y los demás se me unieran si así lo querían, pero no habían aparecido. No podía esperar más.
El hombre asintió.
—Sí, cabalgaban tras los otomanos hacia el sur, pero no creo que…
—Lo que yo no creo es que merezcas nada de lo que mi padre está haciendo por ti. Lo menos que podrías hacer sería tener un poco de confianza y respeto hacia él y los hombres que están dando su vida porque viváis mejor.
—Solo queremos seguir viviendo tranquilos, no pedimos más…
Monté a lomos de mi caballo.
—¿Vivíais mal cuando Vlad III gobernó estas tierras hace años?
—Todo lo contrario, es cuando mejor hemos vivido, teníamos más por el mismo trabajo que hacemos ahora y estas tierras eran mucho más seguras… pero cuando hay un cambio siempre lo pagamos nosotros, señor, y ahora tampoco vivíamos tan mal con el anterior voivoda…
—Mi padre es el legítimo gobernante de estas tierras, quien más ha defendido al pueblo, no tenéis por qué conformaros con menos. Ni vosotros, ni él, ni mi familia. Derrotaremos al Infiel y haremos que no se atrevan a volver a colocar un solo pie en nuestro territorio. Tienes mi palabra.
Sin más dilación, retomé el camino al galope.
Ya está bien de demoras. Acabemos con esto de una vez.
Pasadas un par de horas alcancé los alrededores de Giurgiu, justo cuando el sol ya se había ocultado por el horizonte y la fría noche invernal me rodeaba implacable con sus gélidos brazos.
Distinguí el sonido de caballos, de sus cascos haciendo crujir la nieve bajo ellos y sus resoplidos inquietos mientras intentaban conservar el calor unos junto a otros. No había rastro de la luna en el cielo, como si ella también intentara ocultarse a ojos del enemigo, pero afortunadamente mi visión nocturna no tenía nada que envidiar a la de los felinos, y distinguí con facilidad las tiendas de los hombres de mi padre entre sus estandartes mucho antes de que ellos pudieran oír las pisadas de mi montura.
—¡Alto! ¡¿Quién va?! —una voz imperiosa rompió el prácticamente total silencio y no pude evitar contener un resoplido.
—Por el bien de la misión y el tuyo propio, espero que el plan de mi padre no fuera pasar inadvertido para un ataque sorpresa nocturno —comenté.
El hombre entrecerró los ojos mientras descubría una lámpara y la dirigía hacia mí para enfocarme. Dejé que viera el emblema de mi coraza y mi rostro, y su expresión cambió de inmediato apresurándose a envainar la espada que sujetaba con la mano contraria.
—Os ruego me disculpéis, mi señor, pero estamos muy cerca del campamento enemigo, toda precaución es poca…
—¿Dónde está tu comandante? —pregunté.
El soldado se apresuró a conducirme junto a la tienda en la que se encontraba mi padre. Nada más pedirme que le siguiera sentí una deliciosa sensación de alivio al comprobar que no había llegado tarde, que él seguía con vida y, además, deseoso porque llegara el alba para poner fin a aquel último asalto contra los otomanos.
Le hallé debatiendo las acciones a tomar con algunos de sus hombres, estudiando la forma en la que llevarían a cabo el ataque al día siguiente. Al cruzar la entrada de su tienda permanecí mirándole durante unos segundos, esperando que reparara en mi presencia, pero estaba demasiado enfrascado en los preparativos del día siguiente.
Vlad Draculea era bastante parecido a como los libros y representaciones posteriores le recogerían, pero en persona presentaba un aspecto mucho más intimidante y regio. Si bien no era muy alto, sí corpulento. Tenía esa espalda ancha y fuerte y ese «cuello de toro» con el que se le definiría en libros de siglos venideros, sus manos eran grandes y robustas, callosas como las de un labriego, pero curtidas por la espada en lugar de la tierra. Sus brazos musculosos estaban ocultos bajo la cota de malla y se mantenían fijos sobre una tabla de madera mientras estudiaba con atención un mapa. Su rostro fino se encontraba enmarcado por unos mechones de cabello color castaño oscuro, casi negro, trenzados parcialmente para evitar que cayeran sobre su cara. Sus ojos, del mismo verde intenso de los míos, revelaban astucia y decisión, y apartaron su atención del papel que estudiaban para encontrarse con los míos pasados unos instantes.
Jamás olvidaré el orgullo y el alivio que se esbozaron sobre su cara al verme, pero en ese momento no fui capaz de alegrarme ante su reacción, pues suponía que contaba con que trajera conmigo al gran ejército que le ayudaría a alcanzar la victoria… y no era así.
—Nicolae… —se acercó hacia mí con pasos lentos, dignos, y yo me tensé.
A pesar de ser mi progenitor, nunca había mostrado hacia mí el tipo de cariño que cabría esperar de un padre como los de ahora. Nada de abrazos ni besos ni gestos de amor paternal gratuitos. Pero tampoco podía echárselo en cara debido a la época que nos había tocado vivir. En medio de guerras y traiciones cualquier momento que pudiera ser perdido en un beso era mejor empleado en enseñar un nuevo movimiento de espada.
—Padre…
—Tu llegada no podía efectuarse en un momento más oportuno. Justo a tiempo para dar el golpe final a esos engreídos y traicioneros turcos.
Respiré hondo.
—En realidad… traigo malas noticias —tragué saliva al ver cómo el halo de esperanza de la mirada de mi padre se transformaba en uno de suspicacia que solo era la avanzadilla de la decepción que le invadiría después—. Hice como me pedisteis, reuní un ejército de más de cien hombres y lo conduje hasta la mitad del camino, pero nos encontramos con un mensajero abatido y al descubrir la petición de ayuda… Bueno, no conseguí infundirles coraje suficiente para llegar hasta aquí, lo lamento…
Mi padre enarcó una ceja y una neblina de confusión empañó su rostro.
—¿Quieres decir que no has traído a nadie contigo? —preguntó, lo que tuve que corroborar negando con la cabeza—. Entonces, ¿qué haces aquí?
La pregunta me cogió desprevenido, creía que era obvio que había venido a ayudarle combatiendo a su lado.
—Yo sí lucharé mañana… —aclaré. ¿Habría pensado que únicamente venía a ejercer de mensajero?
—¿De qué me sirve tener a mi lado a un capitán sin compañía? De hecho, sin hombres a tu mando ni siquiera eres tal cosa…
—Pero puedo capitanear a parte de vuestras huestes si me lo permitís, estoy preparado.
—¿Por qué habría de querer entre mis tropas a un capitán incapaz de convencer a sus hombres para que le sigan al campo de batalla? ¿Qué crees que vas a conseguir de ellos en plena lucha si no puedes ni conducirlos de un lado a otro de nuestras tierras? Un pastor con su rebaño sería más útil que tú.
Se giró dándome la espalda para regresar tras la mesa junto a sus hombres y sentí que se me enrojecían las mejillas al notar sus miradas fijas en mí. Mi padre acababa de dejarme en evidencia delante de ellos… y lo peor de todo era que tenía razón: todo cuanto me echaba en cara era cierto. ¿Cómo podía pedirle que confiara en mí si no había logrado que nadie me siguiera hasta allí? Tener un capitán al que sus hombres ignoran no solo es tan absurdo como soltar una liebre en mitad del campo a la espera de que vuelva a tus manos por propia voluntad, sino que también es peligroso, pues los hombres que no muestran lealtad ante nadie son imprevisibles; igual pueden abandonarte en el peor momento, como incluso volverse en tu contra.
Suspiré sin saber muy bien qué hacer, sintiéndome estúpido, enfadado conmigo mismo por mi falta de autoridad y arrojo.
—¿Qué queréis que haga entonces, padre? Decídmelo y no dudaré.
Él, que ya había vuelto a dirigir la vista al mapa que observaba cuando entré, se encogió de hombros sin mirarme.
—Tanto me da. Sin tus vasallos no me sirves más que cualquiera de mis soldados.
Los hombres que le rodeaban eran demasiado inteligentes como para osar reírse de mí en presencia de mi padre, pero noté la burla en sus ojos. O tal vez la comprensión que se le dedica a un niño pequeño que todavía es demasiado joven para saber lo que hace. Ambas opciones me desagradaron por igual, por lo que me despedí y salí de allí tragándome y sepultando en lo más profundo de mis entrañas las ganas de gritar y romper a llorar como un niño. Llevaba años esperando aquella oportunidad, ansiando el día en que dirigiría mi propio ejército y los hombres me respetarían y temerían, me amarían y narrarían mis hazañas, y yo mismo había arrojado todo a la basura.
Sabía lo que mi padre habría hecho en mi lugar, yo mismo había barajado la opción ante la primera duda de mis hombres, pero no había tenido coraje para llevarlo a cabo. El deber de los hombres que había reunido bajo mi mando era seguirme, y si el pago por su cumplimiento era un buen botín y, posiblemente, un puesto permanente en el ejército de mi padre, el incumplimiento se pagaba con un castigo ejemplar o incluso la muerte. Así de sencillo. Yo no había querido llegar a aquel extremo y ahora tendría que ser quien pagara por ello. No sabía si mi padre llegaría tan lejos en la ejecución de mi castigo, probablemente no puesto que le había servido bien durante todos los años anteriores, pero solo el hecho de haberle decepcionado y haber perdido su confianza en mí, una confianza que tanto me había costado ganar, ya era suficiente penitencia.
Nunca en mi vida me había sentido más estúpido. ¿Qué esperaba conseguir yendo hasta allí en solitario cuando mi padre me había hecho llamar para que reclutara un ejército con el que apoyarle? ¿Esperaba llegar en plena batalla, cual Cid Campeador, y cambiar el rumbo de la contienda conduciéndole a la victoria con mi sola intervención? Me había comportado como un necio, como un niño caprichoso y engreído, y merecía que me dejaran de lado como tal.
Me dirigí junto a mi caballo y permanecí de pie a su lado, barajando todas mis posibilidades: podía quedarme allí y combatir como un soldado más, como en cualquiera de las batallas en las que ya había participado, o podía dar media vuelta y obligar a mis hombres a acudir allí por la fuerza, proporcionándole a mi padre el ejército que necesitaba. Subí a mi montura y contemplé desde lo alto el tamaño del campamento de mi padre, y supe que mis actitudes guerreras no serían suficientes para reemplazar a las del centenar de hombres que me había dejado por el camino. Pero si me iba ahora no sabía si regresaría a tiempo de intervenir en aquella contienda, ni solo ni acompañado. Ignoraba cuán lejos se encontrarían ya mis hombres, o si habrían regresado ya a sus respectivos hogares, en cuyo caso me llevaría al menos un día volver a reunirlos a todos. Mi padre no contaba con tanto tiempo.
Me incliné sobre mi caballo abrazándome a su cuello.
—La he jodido bien, chico… —susurré al animal— pero ya es demasiado tarde para dar marcha atrás —añadí mientras le daba un par de palmaditas y descabalgaba—. Daremos lo mejor de nosotros mañana. Es cuanto podemos hacer.
Le sujeté de las riendas y tiré de él hasta un árbol cercano, al que lo até. Me despojé de mi armadura y me tumbé bajo las estrellas, pensando que había sido un día terriblemente largo, y el siguiente podría ser aún peor. Pensé en mi hermana, sola a varias leguas de allí, constantemente privada de voz y voto y menospreciada por quienes la rodeaban, y durante unos instantes sentí que la comprendía más que nunca. ¿Se sentiría ella tan sola como yo en aquellos momentos?
Necesitaba a alguien que me dijera qué podía hacer para arreglar las cosas, pero nos había tocado vivir unos tiempos en los que tan solo recibías un puñado de lecciones tras las que la sociedad ya esperaba todo de ti. Todo o nada. Nos trataban y se nos exigía actuar como adultos demasiado pronto, no había tiempo para enseñanzas edulcoradas, para tutores, padres o familiares dispuestos a pagar por tus errores y echarte una mano para levantarte tras caer. Y la vida militar era un reflejo de la experiencia diaria de todo el mundo. En ambas era necesario valerse por uno mismo y hacerse respetar, trabajar duro y mostrar a la sociedad los frutos de ese trabajo, demostrar que eras útil y combatir o trabajar en el presente; de nada servía pensar a largo plazo, en un futuro que podría no llegar nunca. Importaba quién eras ahora, qué hacías o qué habías hecho para ganarte tu hueco, un hueco que era vital encontrar y que tanto mi hermana como yo seguíamos buscando.
Con esos pensamientos y mientras contemplaba las estrellas, con los sentidos siempre muy alerta aunque confiado en la seguridad que me proporcionaba la oscura sábana de la noche, me quedé dormido.