Capítulo 2

P

ara cuando, a la mañana siguiente, la noticia de la muerte de Margareta se hizo de dominio público, yo ya estaba muy lejos. Me enteré de que su madre mintió diciendo que la niña había muerto de una pulmonía. Nadie sospechó. Las vidas de las putas no interesaban más que a sus clientes, y solo cuando les afectaban; las de sus bastardos, ni siquiera entonces. No volví a saber de la mujer, por lo que deduzco que el pago le compensó lo suficiente.

Con la salida del sol me vestí con mi armadura, cogí mi espada y abandoné la ciudadela a caballo, en solitario. Todavía me quedaba una parada antes de reunirme con mis hombres y dirigirnos hacia Bucarest, a la batalla que, aunque aún no lo sabía, daría todo un giro a mi vida. Pese a ignorar que ese enfrentamiento sería especial para mí por algo más que por el hecho de ser el primero en el que tendría hombres a mi mando, me embargaba una extraña sensación; algo me decía que las cosas no saldrían tal y como esperábamos, y mi instinto rara vez se equivocaba. Y si bien no temía por mi vida, pues sabía que mi entrenamiento y mi propia naturaleza me otorgaban un noventa por ciento de posibilidades de sobrevivir, sí que me preocupaba que mi padre no lo consiguiera… Era un gran guerrero, mucho mejor que yo, pero él no compartía mis cualidades sobrehumanas. No era inmortal.

Pero me tenía a mí y mientras yo estuviera cerca, no tendría nada que temer.

Con estos pensamientos bien presentes, cabalgué varias leguas hasta divisar la silueta del convento en el que me esperaba la única mujer que ocupaba un lugar en mi corazón: mi hermana.

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Descabalgué dejando mi montura a cargo del mozo de cuadra que salió corriendo a por ella. El muchacho, que no tendría más de diez u once años, realizó una torpe reverencia al reconocerme por el dragón alado de mi armadura, y evitó mirarme a los ojos. En un principio el gesto me halagó y me hizo sonreír, pero al instante logró que me sintiera algo incómodo; no me gustaba que todos, sistemáticamente, sintieran miedo de mí solo por ser el hijo de quien era. Ganarse un respeto por méritos propios era algo valioso, incluso infundir temor, pues vivíamos en una era y una tierra en la que vencía el más poderoso, quien era capaz de golpear más fuerte, y de nada servían las buenas formas y la educación, pero yo todavía no me había ganado nada de eso. Todo el miedo que yo infundía en mis dominios se debía a mi naturaleza depredadora, pero fuera de allí todo el temor y el respeto que pudiera causar derivaba de mi padre, de quién era él, de su fama de voivoda justo y sumamente estricto en cuanto al cumplimiento de las leyes, de imparable y despiadado guerrero. Todo me venía dado de sus acciones tanto en terreno militar como civil, no de méritos propios, y eso no me gustaba porque era como si cuanto yo tenía me lo hubieran regalado, sin ningún esfuerzo por mi parte. Quería cosecharme el respeto y la admiración, y también el temor.

Por eso estaba tan deseoso de participar en la inminente batalla. Haría que me recordaran, que mi nombre alcanzara su lugar indicado junto al de mi padre, que si la gente se inclinaba ante mí no fuera por un símbolo relacionado con mi progenitor, sino por reconocerme a mí mismo. No por las posibles represalias de Vlad III, sino por las propias. No solo por ser un Drăculeşti, sino Nicolae Dalakis.

Intentando apartar estos pensamientos de mi mente, pues en realidad tampoco debía importarme tanto que en un convento perdido en un lugar recóndito, que poca gente conocía, supieran de qué era o no capaz, me encaminé hacia el interior. Las monjas que lo habitaban apartaban la atención de sus respectivos quehaceres para escrutarme cuando pasaba por su lado, y encontré ciertamente divertida la diversidad de expresiones que cruzó por sus rostros. Algunas me miraban con una curiosidad que solo había visto en las doncellas que teníamos a nuestro servicio en casa o las jóvenes campesinas que recogían los frutos de nuestros campos. Otras me observaban con recelo, como quien vigila a un lobo que merodea demasiado cerca de un rebaño de ovejas. El resto parecía que, directamente, estuviera presenciando la llegada del mismísimo hijo del Maligno.

En mitad del claustro principal, sentada al borde de un pozo, me esperaba mi hermana. Levantó la mirada en cuanto entré en aquel recinto, antes de que pronunciara su nombre. Me sonrió con sus ojos primero y sus labios después. Se alegraba de verme, pero en su mirada continuaba ese atisbo de rencor que siempre la velaba evitando que sus iris brillaran con la intensidad que lo habían hecho años atrás, cuando todavía éramos unos niños inocentes, sin grandes responsabilidades y prácticamente iguales a ojos de nuestra familia.

—Hola Connie…

Sonreí cuando frunció ligeramente el ceño. No dejaba que nadie la llamara así. Nadie excepto yo.

—Nicu…

Y yo no soportaba que nadie me llamara así, excepto ella. Era un trato justo.

Llevaba internada en aquel convento desde hacía un par de años, tras varios intentos infructuosos por parte de nuestra familia para que se desposara con los hombres que le habían sido propuestos, o con quien ella eligiera. Ella no quería unirse a nadie. Amaba la libertad que le otorgaba no estar atada a ningún hombre, pero irónicamente había terminado encadenada, parcialmente en contra de su voluntad, a alguien del que ni siquiera la muerte podría separarla: a Dios.

Sin embargo, sus alternativas eran pocas, pues en nuestra época y en donde vivíamos, las mujeres solo podían entregar su alma a la familia, al convento, o a los burdeles. Descartados lo primero y lo último, solo le quedaba una vía de escape.

Connie no quería aquello, Connie tenía un alma como la mía, un alma de guerrero. Amaba el riesgo, la adrenalina, cabalgar, cazar, derramar sangre… En definitiva, todo lo que le estaba vetado a su sexo. Por eso sabía que permanecer recluida entre aquellos muros estaba consumiéndola poco a poco.

Si digo que había acabado en aquel lugar solo «parcialmente» en contra de su voluntad es porque ella misma había accedido a ir, nadie la había arrastrado y encerrado allí. Podía marcharse cuando quisiera, pero por un lado, no tenía más opciones si quería conservar su independencia y, por otro, su mente estaba parcialmente manipulada por la intervención de nuestro tío, Phinehas, un monje que, años después, sería nombrado Inquisidor en España, y que no tenía nada que envidiar a su colega, el conocido Tomás de Torquemada, a nivel de fanatismo religioso.

Phinehas había convencido a Connie de que el convento no solo era su única opción si no quería contraer matrimonio, sino que en realidad era la elección más correcta dada nuestra naturaleza «maligna»; la única forma que tenía de expiar sus pecados y congraciarse a los ojos de Dios.

También lo había intentado conmigo, por supuesto, pero mis intereses ni se acercaban a lo que una vida de enclaustramiento dedicada a honrar a un ser superior invisible podía ofrecerme.

La única razón por la que yo no había intentado abrirle los ojos a Connie para que reparara en la cantidad de basura con la que nuestro tío embarraba su mente se encontraba en que era precisamente esa basura la que le hacía soportable aquella vida a mi hermana. Estar convencida de que dedicar su vida a Dios era la única manera de proteger su alma; considerar aquello un sacrificio que, a la larga, le sería beneficioso, era lo único que mantenía intacta su cordura.

Además, sabía que las cosas, por lógica, tendrían que ir cambiando con el tiempo, y aunque por aquel entonces yo aún no era consciente de que viviríamos para ver muchísimos cambios, cambios a lo largo de varios siglos, esperaba que la sociedad acabara evolucionando a tiempo de permitir que Connie pudiera disfrutar de su libertad y de plena autonomía antes de ser una anciana a la que todo eso no importara ya.

Mi hermana me miró inquisitiva al ver que guardaba silencio, perdido en mis pensamientos.

—¿Y a qué debo el honor de tu visita…? —preguntó con esa mezcla tan suya de sarcasmo y reproche.

Respondí con la mirada perdida en algún punto del claustro.

—Parto hacia Bucarest… Allí me reuniré con el ejército de padre… —esperé unos segundos pero la ausencia de respuesta me obligó a mirarla.

Connie había elevado su mirada al cielo, que sobre nosotros se abría con un azul intenso, totalmente despejado, como si hubieran aspirado todas las nubes. En cierto modo parecía fuera de lugar y no solo porque estuviéramos en invierno. Un cielo encapotado, de color gris oscuro, que prohibiera al sol abrirse paso por él, habría estado más acorde no solo con la estación sino con los tiempos belicosos que vivíamos, los eventos que estaban por acontecer, los muertos que poco después cubrirían de rojas alfombras de sangre la límpida nieve de las llanuras próximas a Bucarest.

—No puedo persuadirte para que no vayas, ¿no?

¿Eran lágrimas lo que amenazaba con desbordarse de sus ojos?

—No… Pero podrás celebrar mi regreso en unos días.

Cerró los ojos mientras ladeaba la cabeza escondiendo su rostro, supongo que para limpiarse las lágrimas. No soportaba que la vieran llorar.

Suspiré. A mí no me gustaba hacerla llorar pero reprimí el impulso de abrazarla, pues tampoco toleraba las muestras de compasión hacia ella.

—Ojalá pudiera acompañarte…

Sabía que eso, junto a la posibilidad de que yo nunca volviera, era lo que más lamentaba.

—Ojalá pudieras hacerlo —respondí sincero. Estaba convencido de que mi hermana habría mostrado en batalla más valor y arrojo que muchos de los hombres que combatirían a mi lado—. ¿Cómo te va aquí…?

Resopló.

—Los días se me hacen exageradamente largos entre estos muros… —respondió—. De verdad, pareciera como si aquí dentro el tiempo se ralentizara… Siempre las mismas actividades, siempre los mismos rostros… y esos tristes uniformes… ¡No sabes lo que daría por llevar esa armadura! —contempló mi atuendo con envidia.

—Pero tú no los llevas… —apunté mirando su vestido verde oscuro. Era muy sencillo, mucho más que el lujoso vestuario al que estaba acostumbrada cuando vivía conmigo junto a nuestros abuelos, pero pese a su sencillez, seguía resaltando entre el atuendo de las religiosas de aquel convento.

—Esto es cuanto me han permitido, mi pertenencia más valiosa. ¿Puedes creerlo?

—Supongo que no quieren que destaques sobre las demás.

—Yo no soy como las demás.

—Pero vives con ellas. ¿Te sentirías cómoda si fuera al contrario? ¿Si todos llevaran valiosos vestidos excepto tú?

—Ellas han elegido estar aquí, yo no.

—Tú también has tomado tu decisión, Connie. Has elegido esto en lugar de formar una familia.

—Solo porque no quiero casarme y convertirme en la sombra de un hombre.

—Sea por lo que sea, si no quieres estar aquí, tienes esa opción. Si no la aceptas, tienes esta. Puedes elegir.

Respiró profundamente y la cogí de la mano para ayudarla a tranquilizarse. No quería que perdiera la paciencia y cometiera alguna locura que la pusiera en peligro, especialmente ahora que tenía que marcharme y existía la posibilidad de que nuestro padre o yo no sobreviviéramos. Ella también era respetada por ser hija de quien era, y aunque si mi padre desaparecía, a Connie todavía le quedaría nuestro tío Phinehas, yo no confiaba en él. Un hombre de Dios que consideraba que el Diablo había tomado tanta parte en el nacimiento de mi hermana y el mío como nuestros padres, no dudaría en sacrificar nuestras vidas si pusieran en peligro la suya. Le sería fácil justificar la muerte de dos bastardos del Maligno. Si nos había permitido vivir hasta ahora era por nuestro padre y por orgullo, porque siendo el reputado monje y erudito que era, no podía concebir la derrota que supondría para él admitir la incapacidad de «salvar» las almas de mi hermana y la mía.

Si padre moría y yo no, Connie todavía me tendría a mí. Jamás permitiría que Phinehas volviera a hacerle daño. Pero si tanto nuestro padre como yo nos encontráramos con la Muerte en aquella batalla… Si eso sucediera, sabía que mi hermana nos acompañaría poco después, bien por voluntad propia o bien empujada a ese final por nuestro tío, directa o indirectamente.

—¿Y en cuanto a… «lo otro»? —pregunté bajando la voz mientras miraba a mi alrededor, asegurándome de que las curiosas que nos vigilaban apartaban la vista al sentir mi atención fija en ellas.

—Me permiten salir un par de veces al mes, tal y como te dije en las cartas… Aprovecho para cazar entonces.

—¿Y él? ¿Ha vuelto a venir? —no necesitaba decirle que me refería a Phinehas, que yo supiera era la única visita masculina que recibía además de la mía.

—Viene de vez en cuando con ese médico… —se detuvo al ver mi expresión y me apretó la mano, tranquilizadora, apresurándose a aclarar lo dicho—. No ha vuelto a tocarme, Nicu —me aseguró.

—Más le vale… —murmuré entre dientes.

Aunque sabía que todo cuanto aquel médico nos había hecho se debía a las órdenes de nuestro tío, que aunque él estuviera en contra de hacernos daño, y sabía que así era, no tenía más remedio que acatar los deseos de Phinehas debido a su condición de musulmán en una España en la que el fin del dominio árabe se encontraba cada vez más próximo, tenía claro que si volvía a poner sus manos sobre mí o mi hermana no tendría piedad. Había guardado silencio ante nuestro padre por todo eso, porque sabía que en el fondo era tan víctima como nosotros dos, pero si tenía que elegir entre su sufrimiento o el de Connie, no perdería tiempo acusándole; yo mismo me encargaría de él.

Todavía me parecía sentir el dolor al recordar las torturas por las que Phinehas y Ahmad, el médico, nos habían hecho pasar, experimentando con nuestros cuerpos como con dos conejillos de Indias. En aquellos momentos habría acabado con ambos sin dudarlo. En realidad lo había intentado en varias ocasiones, pero finalmente no había llegado a mayores por temor a que aquellos asesinatos pudieran tener repercusiones negativas sobre nosotros; Phinehas era alguien muy influyente en el terreno religioso y la Iglesia extendía sus largos tentáculos por doquier. Con total seguridad nuestras almas habrían seguido a las suyas en cuestión de días o semanas si hubiera acabado con ellos, con solo dieciséis años no habríamos podido hacer nada por evitarlo, y ni siquiera nuestra corta edad nos habría servido de absolución en esa época, pues desde los catorce años los niños ya eran considerados responsables de sus actos.

Unas campanas empezaron a repicar entonces e interrogué a Connie con la mirada cuando las religiosas que quedaban por el claustro se encaminaron hacia el interior del convento.

—Es una de esas horas que tienen para orar… —explicó—. Justo después se dirigen al comedor.

Levanté la mirada al cielo para confirmar el tiempo que había pasado desde que saliera aquella mañana. Tendría que apresurarme para reunirme con los demás antes de la noche.

—Debo marcharme entonces —afirmé.

—¿No te quedas a almorzar conmigo? —sus ojos me miraron suplicantes pero tuve que rechazar la oferta, ya que no podía arriesgarme a que los hombres que mi padre había dejado a mis órdenes asumieran que había desertado y se desperdigaran o acudieran a reunirse con el resto de las huestes por su cuenta, dándole a él una idea equivocada sobre mis intenciones.

—Me encantaría pero no puedo, me están esperando.

—¿Y el tiempo que llevaba esperándote yo? Prácticamente acabas de llegar…

—Sólo vine para despedirme…

Me miró con cierto temor, como si acabara de ser consciente de lo que realmente implicaban mi visita, de que si me había desviado de mi rumbo para verla en lugar de emplear todo aquel día en prepararme para la batalla, no era para saludarla y pasar un rato con ella, sino para despedirme de verdad, para decir un adiós que podía ser definitivo. Para estar con ella, quizás, por última vez.

—No tienes por qué ir. Padre lo entenderá —intentó convencerme.

—Sabes que no, pero aunque lo entendiera, yo quiero ir, siento que es mi deber y realmente deseo hacerlo.

No quería decirle que en las batallas era cuando más vivo me sentía, porque sabía que me envidiaba por poder participar en ellas. Pero era así. Solo durante mis cacerías y allí, en plena lucha, podía desatar mis instintos y dejarme llevar por ellos al completo. En esos instantes no tenía que preocuparme de lo que la gente pensara, de guardar las apariencias, de fingir que era un humano normal y corriente. En plena batalla podía ser yo mismo, usar toda mi fuerza, toda mi velocidad y mi agilidad, hacer uso de mis cualidades sobrehumanas. Matar sin miedo a más represalias que las del enemigo. Era libre.

Connie suspiró.

—Si algo te pasara… si no volvieras…

—No quiero que hagas ninguna estupidez —la interrumpí consciente de lo que cruzaba por su cabeza—. Eres la mujer más inteligente y fuerte que conozco, Connie.

—Pero me quedaría sola… Padre no me aprecia como a ti…

—Padre tiene demasiados problemas como para preocuparse por nadie. Si me ha llamado para que combata a su lado ha sido solo porque me necesita. No tiene nada personal contra ti. Si viviéramos otros tiempos más… pacíficos, estoy seguro de que mostraría su orgullo por tenerte como hija.

—Él solo me ve como una moneda de cambio para ampliar su poder mediante mi matrimonio, como los abuelos.

—Pero ese es el concepto que la mayoría tiene de todas las mujeres, no te pasa solo a ti.

—Es injusto.

—Lo es —besé su frente— pero es el lugar que te ha tocado ocupar y debes aceptarlo con dignidad. Como una Dalakis. Sabes que madre está orgullosa de ti… —asintió—. Y yo también.

Sonrió levemente y me miró a los ojos, consciente de que podría ser la última vez que lo hiciera.

—Prométeme que volverás.

—Prométeme que si no vuelvo, harás que siga estando orgulloso de ti.

—No puedo prometerte eso…

—Entonces habrá que confiar en que el destino nos reserve algo mejor a ambos…

Me levanté y Connie me imitó, tomando de nuevo una de mis manos mientras se ponía en pie. Entrelazó sus dedos con los míos y entreabrió la boca como si fuera a decirme algo, con la misma mirada suplicante de hacía unos segundos. De repente me abrazó y deseé que la armadura no se interpusiera entre nosotros, pues las muestras de cariño por su parte se habían vuelto muy escasas últimamente. Pero no había tiempo para despedidas más afectuosas y en un instante se separó. En sus ojos la súplica dejó paso a la resolución y al orgullo y se apartó para dejar libre el camino hacia la salida.

—Cabalga por los dos… Y saluda a padre de mi parte… o mejor no.