Capítulo 1

P

quella noche no pude pegar ojo. Era algo que solía ocurrirme de joven cuando tenía que levantarme temprano por algún motivo, pero en esa ocasión fue mucho peor. Sabía que al día siguiente tendría que marchar hacia una batalla muy importante, aunque aún no tenía la más remota idea de la verdadera magnitud de la misma, ni de que marcaría un antes y un después en mi vida; un punto de inflexión, como suele decirse.

Consciente de que debía dormir, pero también de que si seguía tumbado obligándome a hacerlo lo único que conseguiría sería enfrentarme al día agotado y de mal humor, decidí abandonar el lecho y salir a cazar y desfogarme un poco, mejor aún si podía conseguir ambas cosas de una sola vez, pues no quería pasarme la noche despierto.

Salí de casa con sigilo. Mis abuelos tenían un sueño bastante profundo, pero no podía cometer la estupidez de pensar que el resto de la ciudadela durmiera con la misma placidez. Había ojos que nunca se cerraban, en especial cuando se trataba de vigilarme. Casi todos los habitantes de la zona sabían de la existencia de un asesino, o tal vez más de uno, y los vecinos se habían vuelto cada vez más suspicaces, escudriñando cada uno de los comportamientos de quienes les rodeaban. En mi caso, con mi conocida predilección por la noche y mi impulsivo carácter, los ojos se triplicaban cuando me veían ponerme en movimiento. Sabía que si los dedos no habían apuntado ya sobre mí se debía únicamente a quién era mi padre. Todos eran conscientes de que cualquier acción en mi contra sería considerada una afrenta contra él mismo, y por fortuna para mí, y para ellos, la estupidez no abundaba entre mis vecinos.

Así pues abandoné el calor del hogar y, dejando atrás los muros de la ciudadela, caminé resguardado por la oscuridad de la noche. Podía haber llegado antes al pueblo cogiendo mi caballo, pero quería pasar tan desapercibido como fuera posible, y aunque hacía bastante que el sol había desaparecido por el horizonte, el tiempo que le restaba para reaparecer era más que suficiente para lo que tenía en mente.

Me dirigí hacia la posada más odiada y querida del pueblo en función del sexo de la persona a la que se preguntara, pero la dejé de largo; no eran sus veteranas mujeres las que me interesaban, sino la hija de una de ellas, la joven y trágica Margareta.

Margareta contaba tan solo con dieciséis años, pero para la sociedad de la época ya era una mujer preparada para criar y formar una familia. Su madre quería para ella un futuro más provechoso y seguro que aquel que la taberna y su profesión podían proporcionarle, y era por ello que mis visitas, intempestivas, fugaces y ocultas a todos los ojos menos a los suyos, eran permitidas. Margareta era su único bien material de dominio exclusivo, pues su hogar, manutención y vestuario venían costeados por los dueños del burdel en el que trabajaba, y si aprobaba esos encuentros con el joven más poderoso de la zona, quien, además de ser atractivo, no la golpeaba y la hacía sentir como ninguna otra persona podía, ¿cómo iba a negarse?

Yo conocía los intereses que conducían a aquella mujer a ofrecerme a su hija sin reparos aún estando al tanto de los rumores que circulaban en torno a mí y a mi hermana; tenía la esperanza de que el día menos pensado me decidiera a hacer de Margareta mi esposa, tal vez cuando la dejara preñada, y las llevara a un hogar mejor. Pero mis propios intereses eran puramente materiales y mucho más egoístas y lo único que quería de esa chiquilla era lo que ya tenía y podía tener cuando quisiera: la calidez de su cuerpo junto al mío y la posibilidad de profanarlo cuanto quisiera.

Margareta era una de las muchachas más hermosas que había visto, y la presencia de su enfermedad, que se la llevaría muy pronto, no hacía más que aumentar el valor de esa belleza, como una de esas plantas de flores hermosísimas que solo duran un día.

Ni su madre ni ella eran conscientes de la temprana caducidad de la vida de la joven, pero yo podía oler la muerte en su sangre como un perro huele el miedo, y en ese momento me pareció apropiado que si aquella podía ser una de mis últimas noches de vida (algo que, sinceramente, dudaba dada mi confianza en mis dotes de guerrero y mis cualidades sobrenaturales, pero cuya posibilidad existía), bien podía ser también la suya.

La ventana de su cuarto no cerraba bien, lo que la obligaba a arrebujarse bajo varias pieles para escapar de la crudeza del viento helado de los Cárpatos, pero gracias a eso podía colarme con facilidad en el interior de la habitación, sin tener que usar la puerta.

Tras asegurarme de que la madre de aquella preciosa ninfa dormía profundamente, agotada, con toda probabilidad, por una ajetreada noche de bailes entre diversos brazos, me acerqué y acaricié con mi rostro el rubio pelo de Margareta; le olía a flores silvestres y alcohol. No me pareció una combinación desagradable.

La joven gimió con suavidad y al destaparla comprobé que estaba desnuda, al igual que su madre, quien se abrazaba a su espalda en un intento de combatir el intenso frío que vagaba por la casa cual fantasma. Normalmente, cuando sospechaban que podía aparecer, la mujer dormía fuera de la habitación o en el suelo, sobre un lecho de pieles, pero se habían sucedido varias noches en las que el riguroso entrenamiento militar me había dejado demasiado exhausto para mis escapadas nocturnas.

Tuve que liberar con cuidado a Margareta de los brazos de su madre y hacer a esta total propietaria de las mantas para que no se despertara por el frío. Ella se giró, aún dormida, y se acurrucó de espaldas a nosotros, cosa que agradecí, aunque no podía negar que tenerla cerca dotaba de cierto morbo a lo que estaba a punto de suceder. Margareta, por su parte, se estremeció cuando la brisa que se colaba por la ventana erizó su piel, e instintivamente buscó el calor de las pieles que ahora cubrían a su progenitora. Antes de que pudiera acercarse me apresuré a recostarme sobre su espalda y seguí deleitándome con la suavidad de su cuerpo, recorriéndolo en dirección a sus glúteos. La chica se movió en sueños, intentando girarse, pero se lo impedí empujando con mi cuerpo hacia abajo. No quería que se girara y me viera, no porque pudiera reconocerme e identificarme, sino porque si me miraba a los ojos probablemente no podría acabar con su vida, y era justo eso lo que necesitaba hacer. En condiciones normales la muerte habría caído sobre ella tras una breve persecución, era lo que mi instinto depredador me pedía, pero esa noche no tenía tiempo ni ganas de salir a correr detrás de mendigos, por lo que la cacería sería reemplazada por unos minutos de intenso sexo animal. No hay lugar para el amor cuando el lecho lo compartes con la muerte.

Con cada rodilla apoyada sobre el camastro, a ambos lados del menudo cuerpo de Margareta, y manteniéndola aprisionada entre los muslos, me desprendí de mi ropa rápidamente, dejándola caer en el suelo cerca de la ventana. Oí a la ingenua joven murmurar algo, probablemente dirigido a su madre, y al ver que volvía a intentar girarse para quedar frente a mí me recosté sobre ella una vez más.

—Shhhhh… —besé su cuello y mordisqueé una de sus orejas, jadeando a su oído cada vez más excitado mientras sentía endurecerse mi miembro contra su voluptuoso culo. Me moví frotándolo entre sus glúteos, ahogando los gemidos contra su piel.

—¿Nic…? —preguntó. La inocencia y dulzura de su voz me excitó aún más y no pude evitar responderle mordiendo su cuello. Clavé mis colmillos en él y junto a la sangre escapó un gemido más profundo—. Sí… —susurró, ignoro si respondiendo a su propia pregunta o animándome a seguir.

Me obligué a beber despacio, pues no quería matarla… No aún al menos. No entraba en mis planes el sexo con cadáveres. Sellé la herida con mis labios momentáneamente, incorporándome un poco para dejarla respirar, y pase las manos por debajo de ella hasta dar con sus pechos, tan generosos como su trasero a pesar de su corta edad. A mis veintiún años mis manos no eran aún las de un hombre, pero los abarcaron casi por completo. Al apretárselos, Margareta volvió a gemir, girando la cara para ahogar el sonido contra las pieles que cubrían el camastro. Lo tomé como una invitación para continuar y yo no podía ni quería aguantar más, así que liberé sus pechos, elevé un poco sus caderas, y coloqué mi miembro a la entrada de su sexo, frotándolo suavemente contra él mientras continuaba apretando la boca contra su cuello, jadeando contra la herida que no dejaba de sangrar. Ella volvió a gemir y sonreí al reparar en cómo se movía para frotarse contra mí con más intensidad. No la hice esperar más, la agarré de las caderas con firmeza y me incliné hacia delante penetrándola lentamente.

—Ahhhh —temí que sus gemidos pudieran acabar despertando a su madre, pues todavía no tenía ni la mitad dentro de ella y la sentía muy apretada, por lo que cubrí su boca con una de mis manos mientras seguía empujando.

La joven se estremeció y sentí cómo su cuerpo se tensaba por un instante e intentaba moverse, no sé si para separarse, girarse o simplemente para terminar de hacer el trabajo por sí misma, pero pasé la mano libre por debajo de su cintura para que no bajara las caderas mientras con mi pecho seguía impidiendo que se volteara, y continué hasta entrar por completo en ella. Al sentirme dentro, Margareta dejó de moverse y noté una de sus manos sobre mi pierna derecha. No me apartaba, no me clavaba las uñas en un intento por separarme, cogía mi pierna como si quisiera asegurarse de que no escaparía, de que no era un producto de sus sueños. Pero yo no tenía intención de marcharme a ningún lado. Todavía no.

Empecé a mover las caderas. Lentamente primero, saboreando cada centímetro de su cálido y húmedo interior. Pero cuando sentí la necesidad de volver a beber su sangre, aumenté la velocidad, pues sabía que ese cuerpo tan pequeño no aguantaría demasiado. Continué moviéndome con fuerza y determinación pero manteniendo la misma cadencia a la vez que bebía el ardiente líquido que continuaba deslizándose sin tregua fuera de su cuello. Sentía su respiración acelerada, su corazón bombeando al ritmo de mis embestidas, su aliento caliente contra mi mano, pero notaba cómo este se hacía cada vez más tenue.

Liberé su boca para oírla gemir y permitirle dar sus últimas bocanadas de aire. Dejé de beber para no matarla antes de acabar y volví a agarrar sus pechos, masajeándolos con intensidad. Entonces, manteniéndola así sujeta, giré sobre mí, apoyando la espalda en el camastro y dejándola a ella encima, con su espalda sobre mi pecho, presioné su pubis con una mano para que no se moviera, y continué penetrándola sin tregua, tan rápido como pude, mientras notaba cómo la sangre de la herida de su cuello se deslizaba por él hasta caer directamente sobre mí. Volví a morder sobre la primera herida, robándole un breve gritito de dolor, y continué entrando y saliendo de ella en el mismo ritmo constante mientras mamaba de su cuello con frenesí.

Seguí y seguí sin parar hasta que sentí que llegaba y tras unos pocos movimientos más intensos acabé dentro de ella, derramándome en su interior mientras sus últimas gotas de sangre se deslizaban por mi garganta, de la mano de su vida.

draculsep

La respiración acompasada de su madre me confirmó que seguía durmiendo, lo cual me tranquilizó. Tras los últimos gemidos de Margareta temía que hubiera despertado. Aunque necesariamente tuviera que encontrarse con el cadáver de su hija a la mañana siguiente, no quería que lo hiciera de esa manera, y aunque estaba seguro de que no le quedaría duda de quién había sido el responsable de aquello, tampoco quería que me encontrara allí. Me habría gustado poder explicarle que su hija habría muerto en unos meses de todas maneras, que yo únicamente adelanté ese final y le ahorré el sufrimiento de verla marchitarse hasta convertirse en apenas un reflejo de lo que ahora era, pero lo cierto es que junto al sufrimiento también le arrebaté la oportunidad de ir haciéndose a la idea, poco a poco, de lo que se avecinaba, de ir aceptando progresivamente la muerte que se cernía sobre su hija, de despedirse de ella, y no había forma de evitar que me odiara por todo eso. Era culpable.

Deposité el cuerpo de Margareta sobre la cama, con tanta delicadeza como si en lugar de un cadáver fuera una muñeca de porcelana que dejara sobre un lecho de mármol, y me aseguré de limpiar todo rastro de sangre de su cuello. No podía hacer nada por ocultar la herida, pero tampoco me preocupaba que la relacionaran conmigo. Muriera o no en la batalla a la que me dirigiría al día siguiente, nadie iba a osar acusarme en público, y mucho menos enfrentarse a mí en solitario. Nadie que apreciara su vida, al menos. Además, iba a asegurarme de que la madre de aquella niña tuviera lo que desde un principio había esperado que su hija le consiguiera; tal vez no una boda, pero sí una oportunidad para salir del agujero en el que vivía, si era inteligente y sabía aprovecharla.

Limpié el cadáver con delicadeza, recreándome unos instantes en repeinar su melena de forma que, cuando la encontraran, presentara el mejor aspecto que un cuerpo inerte pudiera ofrecer, y luego la arropé con un extremo de las pieles que cubrían a su madre. Esta se estremeció momentáneamente pero no se movió. ¿Habría sido consciente de alguna forma de que su pequeña ya no seguía a su lado en realidad?

—Sé que no vas a entenderlo… pero créeme, ha sido lo mejor que podría pasarle, y a ti también —le aseguré en un susurro.

Después de vestirme desprendí de mi cinto mi limosnera de piel y la deposité bajo la ventana; no había dinero que pudiera reemplazar a la vida de una hija, pero sin duda unos cuantos ducados de oro ayudarían a llenar el hueco dejado por la pérdida.