Este libro no existiría sin el interés que en él han puesto, día a día, Thomas Colchie, mi gran consultor de cabecera y agente literario, su esposa Elaine y María Candelaria Posada, antigua compañera de universidad y, tras toda una vida de cercanía, hoy mi editora. A ellos les doy las gracias y también a Jaime González, Samuel Jaramillo y Bernardo Rengifo, amigos queridos que leyeron, releyeron, comentaron y aportaron lo suyo a los manuscritos.
A la gentileza y conocimiento de causa de Juan María Rendón, Alberto Merlano y Marco Tulio Restrepo, directivos de Ecopetrol, empresa que financió parte de la investigación para esta novela.
A Rafael Gómez y a Carlos Eduardo Correa SJ, que cuando lean estas páginas sabrán cuan valiosa fue su generosa e inteligente asesoría, y a Antonio María Flórez, médico español, quien me contó sus conversaciones con prostitutas en el puesto de salud de un pueblo de la tierra caliente colombiana. A Álvaro Mutis, ya sabrá por cuál frase de las que aquí aparecen y que a él se la escuché. A Leo Matiz por los derechos de la evocadora fotografía que aparece en carátula. A Sofía Urrutia, quien me hizo conocer La maisoti Tellier, bello relato de Maupassant que fue clave para encontrar el tono. A Graciela Nieto, quien se sorprenderá al encontrar, en boca de uno de los personajes de esta ficción, una anécdota de la vida real que me relató ella. A María Rosalba Ojeda, mi mano derecha para asuntos domésticos y otras diligencias. Y como siempre y por tantos motivos, a mi hijo Pedro, a mi hermana Carmen y a mi madre, Helena.
En Barrancabermeja le agradezco a Don Marteliano, antiguo trabajador de la Tropical Oil Company, y a la familia Pacheco, con sus tres generaciones de trabajadores del petróleo. A Hernando Martínez —Pitula—, antiguo trabajador de Ecopetrol y hoy taxista, quien fuera mi guía por esa ciudad. A las muchas personas que tuve la oportunidad de entrevistar, entre ellas Jorge Núñez y Hernando Hernández, actual presidente del sindicato de trabajadores del petróleo. A Monseñor Jaime Prieto, obispo de Barrancabermeja. A la legendaria Negra Tomasa, a William Sánchez Egea, a Manuel Pérez y a don Aristides. A la Japonesa —quién me contó su vida entera—, a Amanda y su hermana Lady, a la Gina, cuya ayuda resultó tan valiosa, a Abel Robles Gómez, al doctor Orlando Pinilla de Bucaramanga, a la dirigente cívica Eloísa Piña, a la señora Candelaria, vecina del barrio Nueve de Abril. A Jairo Portillo, bibliotecario. A César Martínez, Luís Carlos Pérez, al padre Gabriel Ojeda y a Gustavo Pérez.
A Wilfredo Pérez, catequista y hombre de bien, asesinado por los paramilitares en mayo de 1998.
En Bogotá, a Gustavo Gaviria, con quien fue tan revelador conversar, y a Guillermo Ángulo, por hacerme conocer la poesía del mexicano Renato Leduc y los milagros de una antigua novia suya y del escritor Manuel Mejía Vallejo, llamada la Machuca. A Flavio Cruz. Al doctor Eduardo Cuéllar Gnecco. A Moisés Melo, gerente de Editorial Norma, por sus comentarios. Por sus valiosos textos sobre Barrancabermeja y Santander, a Virginia Gutiérrez de Pineda y a Jacques April-Gniset. A Alejandro Santamaría por presentarme al padre Carlos Eduardo Correa. Al doctor Ignacio Vergara, analista de los personajes ficticios de esta novela y de la anterior. A Marie Descourtieux, por los libros y textos sobre prostitución que me envió desde París, y al memorable poeta escocés Alastair Reid, con quien nos reímos inventándonos la conversación sobre la nieve que aquí aparece en boca del gringo Frank Brasco y la Sayonara.
Al Ministerio de Cultura de Colombia, por concederme una beca que ayudó a la escritura de estas páginas.