ÚLTIMAS PALABRAS

Cuando terminó la Guerra del Golfo, en 1991, hubo un deseo universal de que se impusiera la paz en el turbulento Oriente Medio. Infinidad de propuestas de líderes de muchas naciones fueron presentadas a quienes se hallaban en el poder en un esfuerzo por acabar con la interminable violencia de esta parte del mundo.

Junto con los deseos de paz, muchos que amaban el Oriente Medio y a sus pueblos suspiraban por cambiar antiguas tradiciones que carecen de bases religiosas pero que sirven para encadenar a las mujeres de aquellas tierras a los caprichos de los hombres bajo cuya potestad se hallan. Mientras la realidad de una paz duradera gana fuerza tras los pasos diplomáticos del presidente Bush, el escurridizo sueño de la libertad femenina en Arabia languidece. Quienes manda en los países occidentales tienen poco interés por llevar en alto la bandera de la justicia para quienes no poseen peso político, es decir, para las mujeres.

La Guerra del Golfo para liberar a Kuwait resultó ser, además, una guerra del conflicto agudo y creciente entre los hombres y mujeres de Arabia. Donde las mujeres vieron una esperanza de cambio, los hombres sintieron el temor ante cualquier mudanza de una sociedad que difiere poco de la de hace dos siglos. Ni padres ni maridos ni hijos sentían deseo alguno de desafiar a las fuerzas radicales religiosas defendiendo los derechos de la mujer. En Arabia, la causa de la libertad femenina se marchitaba por una reacción de los sacerdotes extremistas, pues la llegada de las tropas extranjeras había debilitado su poder. La promesa que hicieran los sacerdotes de reaccionar con dureza había extendido el miedo a todo el país. Desgraciadamente, en 1992 Sultana y otras muchas mujeres saudís se vieron obligadas a retirarse a las trincheras de ayer.

Sorprendentemente, los ricos y poderosos son por primera vez el objetivo de la policía religiosa y sufren acosos y detenciones como los demás saudís. Los ciudadanos ordinarios, en vez de preocuparse por la pérdida de la libertad de todos, ríen complacidos al pensar que ahora la realeza y los ricos soportan de parte de los mutawas el mismo escrutinio feroz que ellos han sufrido siempre. Libertad para conducir, para quitarse el velo o para viajar sin permisos son ya sueños perdidos entre preocupaciones más amenazadoras para la vida de una, como la creciente amenaza del extremismo religioso en zonas más alejadas de la capital. ¿Quién sabe cuándo volverá para las mujeres de Arabia otra oportunidad con tanta fuerza para el cambio como la de la guerra?

Mientras las sociedades modernas presionan para mejorar las condiciones de vida de todos los pueblos, muchas mujeres de todo el mundo se encaran aún con auténticas amenazas de tormento o de muerte bajo el retrógrado dominio de los hombres.

Las costuras de la capa de la esclavitud de la mujer las cose el macho con fuertes hilos, resuelto a perpetuar su poder histórico sobre la mujer.

En la primavera de 1983 conocí a una mujer saudí, que ha cambiado mi vida para siempre. Ustedes la conocen por Sultana. Nuestra mutua atracción y las ganas de trabar amistad florecieron enseguida, pues casi de inmediato nos hallamos en gran armonía. La pasión de Sultana por la vida y su sorprendente inteligencia alteraron mis erróneos prejuicios occidentales sobre «las mujeres de negro», a quienes en aquel tiempo yo veía como a una incomprensible especie de la raza humana.

Como estadounidense que ha vivido en Arabia Saudí desde 1978, he conocido y tratado a muchas mujeres saudís. Pero a mis ojos occidentales todas presentaban la misma contaminada máscara de la derrota. La vida para la rica clase mercantil, o para la nobleza de las ciudades a las cuales pertenece, era demasiado cómoda para cambiar el delicado equilibrio de sus vidas. Y las beduinas de los pueblos llevan su intolerable existencia con sorprendente orgullo. En realidad, al conocerme mostraban su compasión por las que, como yo, se veían obligadas a aventurarse solas por el mundo, sin la protección ni la guía del hombre.

—¡Haram! («¡Qué lástima!») —Decían, dándome unas palmaditas en el hombro y expresando así su desesperación por alguien como yo. Bajo la capa de compasión o de desprecio se ocultaba la verdad de su condición. Sultana me expuso a la cólera vociferante de muchas mujeres sauditas, que se convierte en desesperación en las mentes escondidas tras sus velos. Bajo esa nueva perspectiva me convencí de que las mujeres de Arabia hacían muy poco para influir en la cultura saudí; más bien al revés; la cultura saudí las había hecho así.

Durante el otoño de 1988 Sultana vino a verme con la petición de que como amiga, escribiera yo la historia de su vida. Que en gran parte había traslucido en su juventud y en la vida de otras saudís que conoció y que creía merecían que aquello se enmendara. Pero prevaleció mi sentido común. Expresé mis dudas acerca de la ventaja que una conducta tan arriesgada podía tener para ella. Me vinieron a la mente otros pensamientos relativos a mi interés personal, y a mis labios saltaron excusas válidas para mi pacifismo; yo amaba el Oriente Medio, mis mejores amigos se hallaban en aquella zona, y conocía a muchas mujeres saudís muy felices.

Mis dudas y mis negativas no tenían fin, pues personalmente estaba harta de las constantes críticas de los periodistas occidentales sobre la tierra que yo llamaba mi patria. No podía negarse que el aislamiento de los musulmanes brotaba de los continuos reportajes negativos de la prensa mundial. Ya se imprimía una sobreabundante cantidad de artículos y libros que censuraban el Oriente Medio; no deseaba unirme al coro que denostaba a los árabes, compuesto por muchos que se refugiaban bajo el paraguas económico de aquella tierra rica en petróleo.

—No, no quiero condenar a nadie —le dije a Sultana. Mi deseo era presentar a los árabes bajo la favorecedora luz de la comprensión; subrayar su gentileza, su generosidad, su hospitalidad.

Pero Sultana, la princesa feminista, me obligó a abrir los ojos sobre la cruda verdad. Aunque es cierto que crece la prosperidad en Arabia, no podrá decirse que allí se vive bien en tanto sus mujeres no sean libres para vivir sin temor. Sultana subrayó lo evidente:

—Jean, te equivocas al escoger tus lealtades; tú eres mujer.

Ella no podía aceptar la derrota, y siguió exponiéndome la abyección en que se tenía a las de nuestro sexo. Sultana era mejor que yo. No retrocedía ante el peligro y arriesgaba la vida en defensa de su causa.

Y, como siempre había hecho, superó todos los obstáculos puestos por mi terca resistencia. Después que yo tomase la difícil decisión de colaborar con ella para escribir su historia, el corazón me dijo que no hubiera podido seguir otro camino. El Occidente cristiano y el Oriente islámico se habían unido con un vínculo que supo superar el temor que sentí cuando se concibió esta empresa. Éste era un libro que había que hacer.

En la redacción de esta obra mucha gente ha sacrificado muchas cosas: tranquilidad de espíritu por la seguridad de Sultana y su familia; miedo por las amigas que siguen en Arabia sin saber de la existencia de este libro; y yo, por encima de todo, me enfrento a la pérdida del cariño, la camaradería y el apoyo de Sultana, la persona que me ha inspirado y electrizado con su encendido espíritu. Pues la triste realidad es que en el mismo instante en que esta publicación sea conocida por todo el mundo, nuestros caminos no podrán encontrarse de nuevo. Mi amiga más querida será apartada de mí por el más sombrío de los silencios. Y debo añadir que ésta es una decisión mutua tomada con mucho amor. Revelar nuestra asociación hubiera significado graves castigos para mucha gente y, en especial, para Sultana.

En nuestro último encuentro, en agosto de 1991, una sensación de aplastante frustración minaba mi alegría; y me maravilló la energía optimista de Sultana. Ella tenía una alegre confianza en el resultado de nuestro empeño y declaró que prefería perecer a vivir como vencida.

Sus palabras me dieron fuerza para soportar la tormenta que se aproximaba: «Mientras no se hagan públicos esos despreciables hechos, no puede haber ayuda ninguna; este libro es como los primeros pasos de un bebé que jamás andaría sin el valeroso primer intento de sostenerse por sí solo. Tú y yo, Jean, vamos a remover unas cenizas para provocar un incendio. Dime, ¿cómo podría el mundo acudir en nuestra ayuda si no oye nuestros lamentos? Yo lo siento muy dentro de mí: éste es el principio del cambio para nuestras mujeres».

Muchos años de mi vida de adulta los he vivido en Oriente Medio. Durante tres años he leído y releído las notas y los diarios de Sultana. Hemos tenido reuniones clandestinas en muchas de las capitales más importantes del mundo. Le mostré el manuscrito final, y ella lo leyó con gran deleite y dolor. Y tras leer la última frase, rompió a llorar. Cuando se hubo repuesto, me dijo que había captado a la perfección su espíritu y las experiencias de su vida, con igual claridad que si hubiera estado a su lado, como lo estuve realmente muchos años. Luego me pidió que llenara los huecos de su vida que no figuraban en sus diarios. Y he ahí lo que Sultana desea que ustedes sepan:

Que su padre vive todavía y que mantiene cuatro esposas y cuatro palacios en sus ciudades preferidas. Y que tiene muchos hijos pequeños de sus esposas más jóvenes. Por desgracia, su relación con Sultana no ha mejorado con la edad. Rara vez visita a alguna de sus hijas, aunque está muy orgulloso de sus hijos y nietos varones.

Alí no ha madurado y sus costumbres siguen siendo en gran parte las mismas de niño malcriado. Sus crueldades las reserva para sus hijas, a quienes trata como vio que su padre trataba a sus hermanas. Hoy Alí tiene cuatro esposas e incontables amantes. No hace mucho, el rey le impuso un castigo por excesiva corrupción, aunque no tomó ninguna medida para obligarlo a cambiar de conducta.

Sara y Asad han conservado la dicha en su matrimonio y ahora son padres de cinco hijos. Quién sabe si la predicción de Huda, la de los seis hijos, se convertirá en realidad. De todas las hermanas de Sultana, sólo Sara conoce la existencia de este libro.

Las demás hermanas de Sultana, y sus familias, están bien.

Omar murió en un accidente de automóvil, en la carretera de Dammán. A su familia, que se halla en Egipto, la mantiene el padre de Sultana.

Randa, cuyo padre se ha comprado una villa en el sur de Francia, vive allí la mayor parte del año. Después de divorciarse del padre de Sultana, no se ha vuelto a casar. En la familia se rumorea que tiene un amante francés, aunque hay dudas de que eso sea cierto.

Sultana no ha vuelto a saber de Wafa; la imagina en su pueblo, rodeada de gran número de hijos, llevando la vida tan temida por las jóvenes saudís que han recibido educación.

Marci regresó a las Filipinas y realizó la ambición de su vida, cosa que Sultana ya sabía. Trabajó de enfermera un tiempo en Riyadh, pero en una carta que le escribió a Sultana le subrayaba su plan de aceptar un empleo en Kuwait; decía que las limitaciones en Arabia eran demasiado severas para tolerarlas una mujer. Desde entonces no ha vuelto a saber de ella. Desea con todo su corazón que no la hayan violado o asesinado durante la invasión iraquí, que fue la suerte que corrieron muchas chicas bonitas.

Huda murió hace muchos años. Fue enterrada en las arenas de Arabia, lejos de su nativa tierra de Sudán.

Lo más penoso de todo es que Samira sigue encerrada en su «cámara de mujer». Hace dos años, Tahani oyó decir que se había vuelto loca. Las criadas dijeron que había estado gritando durante días enteros y que finalmente empezó a hablar en una jerga que nadie ha podido entender. Que a veces la oyen llorar, aunque vacía a diario la bandeja de alimentos, por lo que vive aún. La familia promete que será liberada en cuanto muera el viejo, pero éste, aunque anciano, goza de excelente salud. En cualquier caso, creen que la libertad no beneficiará ya a Samira.

Hace dos años, Sultana aprobó su Master de Filosofía. No ejerce esa profesión, pero dice que los conocimientos que con ella adquirió le han servido para conseguir la paz de espíritu y sentir su unidad con el mundo. En sus estudios descubrió que muchas otras personas han sufrido graves injusticias. Que el progreso de la humanidad es lento, en verdad, pero que los espíritus valerosos continúan su brega, y a ella le enorgullece ser uno de ellos.

La relación de Karim y Sultana está marcada por la costumbre y el mutuo amor de sus hijos. Ella lamenta que su amor por él nunca reviviera plenamente tras el incidente de la «segunda esposa».

Hace seis años Sultana contrajo una enfermedad venérea; tras muchas angustias, Karim admitió haber tomado parte en una aventura sexual con extranjeras. Varios príncipes del rango más alto mandan todas las semanas un avión a París a recoger prostitutas y llevarlas a Arabia. Allí eligen a las más bonitas de entre las mujeres que han salido de todos los rincones de la tierra para ejercer su profesión en aquel país, mujeres que los martes llenan ese avión para Arabia. Al lunes siguiente las exhaustas prostitutas son mandadas de vuelta a casa. Karim contó que varios palacios de las ciudades más importantes de Arabia llegan a albergar hasta un centenar de prostitutas. La mayoría de los príncipes de más alto linaje son invitados a tomar parte en la orgía y a elegir a las mujeres que prefieran. Para esos hombres, las mujeres siguen existiendo sólo como objetos de placer o como vehículos que les suministran hijos.

Después del susto de aquella infección, Karim prometió que no volvería a tomar parte en aquellas orgías semanales, aunque Sultana dice que lo sabe débil ante celebraciones de este tipo y que él sigue siendo muy indulgente consigo mismo sin sentir la menor vergüenza. Su maravilloso amor se ha desvanecido, salvo en el recuerdo; ella dice que seguirá junto a su marido, pero sin abandonar la lucha, en beneficio de sus hijas.

Dice que lo que más la entristece sigue siendo ver las negras siluetas de sus jóvenes hijas, que ya van cubiertas de negros velos y negras capas; que después de tantos años de rebelión sigan pegados esos ropajes a la nueva generación de muchachas de Arabia. Como siempre, las costumbres ancestrales siguen decidiendo el papel de las mujeres en la sociedad saudí.

Durante la Guerra del Golfo, la presencia de las tropas estadounidenses, que tantas esperanzas de libertad dieron a Sultana, sólo han conseguido dar mayor poder a los mutawas y ahora éstos se jactan de ser ellos quienes dan las órdenes al rey que ocupa el trono.

Sultana me pidió que le dijera al lector lo siguiente: que su espíritu de desafío sigue rebelde a través de las páginas de este libro, pero que debe mantener en secreto su rebelión, pues aun cuando tenga valor para encararse con cualquiera de las pruebas de la vida, no podría afrontar la posibilidad de perder a sus hijos. ¡Quién sabe los castigos que se aplicarían a quien divulgase las vidas ocultas de las mujeres del país que alberga los dos santuarios más sagrados del Islam!

El destino de Sultana se formó en enero de 1902, cuando su abuelo Abdul Aziz peleó por las tierras de Arabia y las ganó. Había nacido una dinastía. La princesa Sultana Al Saud seguirá al lado de su marido, el príncipe Karim Al Saud, de la casa Real de los Al Saud del reino de Arabia Saudí.