INTRODUCCIÓN

Soy princesa en una tierra todavía gobernada por reyes. Me conocerán sólo por el nombre de Sultana; no puedo revelar mi verdadero nombre por temor a los daños que sobre mí y sobre mi familia pudieran recaer por lo que voy a contarles.

Soy una princesa saudí, miembro de la realeza de la Casa de Al Saud, los actuales monarcas del reino de Arabia Saudí. Como mujer de un país gobernado por hombres, no puedo hablarles directamente, y le he pedido a Jean Sasson, escritora y amiga mía, que escuche la historia de mi vida y luego la cuente.

Nací libre, y sin embargo ahora estoy cargada de cadenas. Fueron invisibles y me rodearon, ocultas y flojas, pasando inadvertidas hasta que la edad de la razón redujo mi vida a un estrecho sendero de temor.

De mis cuatro primeros años no me ha quedado ningún recuerdo. Imagino que reiría y jugaría como hace cualquier criatura a esa edad, gloriosamente inconsciente de que, debido a la ausencia de un órgano masculino, mi valor era insignificante en la tierra donde nací.

Para comprender mi vida hay que conocer a quienes me precedieron; los Al Saud de la actual generación venimos de seis generaciones atrás, de los días de los primeros emires del Nadj, las tierras beduinas que ahora forman parte del reino de Arabia Saudí. Esos primeros saudís fueron hombres cuyos sueños no los llevaron más lejos que a conquistar terrenos desérticos cercanos y a realizar algún que otro asalto nocturno sobre las tribus vecinas.

En 1891 el desastre se abatió sobre el clan Al Saud, que fue derrotado en combate y obligado a huir de Nadj. Abdul Aziz, que un día sería mi abuelo, era en aquel tiempo un chiquillo y a duras penas pudo sobrevivir a la dureza de aquella escapada a través del desierto. Después recordaría la vergüenza que pasó cuando su padre lo mandó meterse dentro de una gran bolsa que luego colgaron del arzón de la silla de su camello; a su hermana Nura la apretujaron dentro de otra bolsa que colgaba del otro costado del camello. Dolido porque su juventud le impedía luchar para salvar su hogar, el enfurecido muchacho atisbaba desde su escondrijo, que se mecía al paso del camello. Más tarde recordaría que aquel momento en que, humillado por la derrota sufrida por su familia, vio perderse en la lejanía la asombrosa belleza de su patria, fue una experiencia decisiva en su incipiente vida.

Tras dos años de viajar como nómadas por el desierto, los Al Saud encontraron refugio en el país de Kuwait. A Abdul Aziz la vida de refugiado le resultó tan desagradable que, muy joven aún, se prometió que volvería a conquistar las tierras desérticas que habían sido su hogar.

Así fue como, en septiembre de 1901, un Abdul Aziz de veinticinco años volvió a nuestra tierra. Y el 16 de enero de 1902, tras meses de dura batalla, él y sus hombres derrotaron a sus enemigos, los Raschid. Para asegurarse la lealtad de las tribus del desierto, Abdul Aziz se casó, en los años sucesivos, con más de trescientas mujeres que con el tiempo le darían más de cincuenta hijos varones y ochenta hijas. Los hijos de sus esposas favoritas gozaron de los honores de su privilegiada condición; éstos, ahora ya mayores, se hallan en el centro del poder de nuestro país. Ninguna de las esposas de Abdul Aziz fue más amada que Hassa Sudairi, y ahora sus hijos encabezan las fuerzas combinadas de los Al Saud para gobernar el reino forjado por su padre. Fahd, uno de sus hijos, es hoy nuestro rey.

Muchos hijos e hijas se casaron con primos y primas de las ramas más notables de nuestra familia, como al Turk, Jiluw y al Kabir. Los príncipes fruto de aquellas uniones son hoy los Al Saud más influyentes. Ahora, en 1991, nuestra extensa familia consta de casi veintiún mil miembros. De éstos, alrededor de mil son príncipes o princesas que descienden directamente del gran líder y rey Abdul Aziz. Y yo, Sultana, soy uno de esos descendientes directos.

Mi primer recuerdo es una escena de violencia. Cuando yo tenía cuatro años, mi madre, por lo general tan gentil, me abofeteó. ¿Por qué?, porque había imitado a mi padre en sus oraciones; pero en vez de hacerlo mirando a la Meca, lo había hecho de cara a mi hermano Alí, que entonces tenía seis años. Creía que era un dios. ¿Cómo podía creer otra cosa? Treinta y dos años después, aún recuerdo el escozor de aquella cachetada y cómo empecé a hacerme preguntas: si mi hermano no era un dios, ¿por qué lo trataban como a tal?

En una familia de diez hijas y un solo hijo, el temor mandaba en nuestro hogar: temor a que la muerte cruel reclamara al único hijo varón; a que no nacieran más hijos varones; temor a que Dios hubiera maldecido nuestra casa mandándole sólo niñas. Mamá vivía sus embarazos atemorizada, pidiendo a Dios un hijo varón y temiendo tener una niña. Y tuvo una niña tras otra, hasta completar un total de diez.

Y el peor de los temores de mamá se hizo realidad cuando mi padre tomó otra esposa, más joven, con el propósito de que le diera más valiosísimos hijos varones. La prometedora nueva esposa le obsequió con tres hijos varones que nacieron muertos, antes de que él la repudiase. Aunque al fin, con su cuarta esposa, mi padre llegó a ser rico en hijos. Pero mi hermano seguiría siendo el mayor y por lo tanto quien debería mandar por encima de todos ellos. Como mis hermanas, yo fingía rendir pleitesía a mi hermano, pero lo odiaba como sólo odian los oprimidos.

Cuando mi madre tenía doce años la casaron con mi padre, que tenía veinte. Fue en 1946, el año siguiente al fin de la gran guerra mundial que interrumpió la producción de petróleo. Esta sustancia, energía vital de la Arabia de hoy, todavía no había proporcionado una gran riqueza a los Al Saud, la familia de mi padre, pero su impacto sobre la familia ya se notaba de muchas maneras más leves. Los líderes de las grandes potencias habían empezado a rendir homenaje a nuestro rey. Winston Churchill, primer ministro británico, había obsequiado al rey Abdul Aziz con un lujoso Rolls-Royce. El automóvil verde brillante y con un asiento trasero que parecía un trono, relucía al sol como una joya. Pese a lo magnífico que era, algo disgustó obviamente al rey, quien tras inspeccionarlo detenidamente, se lo regaló a Abdulá, uno de sus hermanos predilectos.

Éste, que era tío de mi padre y su mejor amigo, le ofreció el automóvil para su viaje de novios a Jiddah. Y mi padre, para felicidad de mamá, que jamás había subido a un coche, aceptó el ofrecimiento. En 1946 —y por supuesto desde hacía siglos— el camello era el modo usual de transporte en Oriente Medio. Pasarían aún tres décadas antes de que el saudí medio se desplazara en la comodidad de un automóvil, y no a horcajadas sobre un camello.

Ahora, durante siete días y siete noches de su viaje de novios, mis padres cruzaron gozosos la pista desértica hasta Jiddah. Por desgracia, con el apuro por salir de Riyadh, mi padre había olvidado su tienda de campaña; debido a ese descuido, y a la presencia de varios esclavos, su matrimonio no pudo consumarse hasta que llegaron a Jiddah.

Aquel viaje, polvoriento y agotador, era uno de los recuerdos más felices de mamá. A partir de entonces dividió su vida en «el tiempo de antes del viaje» y «el tiempo de después del viaje». En cierta ocasión me contó que aquel viaje había sido el final de su juventud, pues era aún demasiado joven para entender lo que le esperaba cuando terminara la larga travesía. Sus padres habían muerto durante una epidemia, y ella quedó huérfana a la edad de ocho años. A los doce la habían casado con un hombre muy ardiente lleno de siniestras crueldades. Y ella no estaba preparada para hacer con su vida otra cosa que lo que él le ordenara.

Tras una corta estancia en Jiddah, mis padres regresaron a Riyadh, pues es ahí donde la patriarcal familia de los Al Saud continúa su dinastía.

Mi padre era un hombre insensible y, en consecuencia, mamá era una mujer melancólica. Su trágica unión llegó a producir hasta dieciséis hijos, once de los cuales sobrevivieron a una peligrosa infancia. Hoy sus diez hijas viven bajo el dominio de los hombres con quienes las casaron. Y su único hijo superviviente es un prominente príncipe saudí y gran hombre de negocios con cuatro esposas y numerosas amantes, que lleva una vida dedicada a los placeres.

Por mis lecturas sé que la mayoría de los civilizados sucesores de culturas antiguas se sonríen de la primitiva ignorancia de sus antecesores. A medida que avanza el progreso, el miedo a la libertad individual va siendo vencido por la educación. La sociedad de los humanos se apresura ansiosa a seguir el camino del conocimiento y el cambio. Y aunque resulte sorprendente, la tierra de mis antepasados ha cambiado muy poco respecto de la de mil años atrás. Sí, claro, brotan edificios modernos y los últimos adelantos técnicos están al alcance de todos, pero la consideración por las mujeres y por la calidad de su vida todavía recibe por toda respuesta un indiferente encogimiento de hombros.

Y sin embargo es un error culpar a nuestra fe musulmana de la bajísima condición de la mujer en nuestra sociedad. Aunque es cierto que el Corán afirma que las mujeres son secundarias frente al hombre, de parecida manera a como la Biblia autoriza a los hombres a mandar sobre las mujeres, nuestro profeta Mahoma no enseñaba otra cosa que amabilidad y nobleza para con el sexo femenino. Los hombres que vinieron después del Profeta han preferido seguir las costumbres y tradiciones de las épocas tenebrosas en lugar del ejemplo y las palabras de Mahoma. Nuestro Profeta atacó la práctica del infanticidio, costumbre habitual en su tiempo para librarse de las hijas no deseadas. Las palabras del Profeta expresan su preocupación por los posibles malos tratos o la indiferencia para con las mujeres:

A aquel que tenga una hija y no la entierre viva,

ni la regañe, ni prefiera sus hijos varones a

ella, Dios lo llevará al Paraíso.

Y sin embargo, en este país los hombres harían cualquier cosa, y hasta ahora han hecho cuanto han podido, para asegurarse de engendrar una prole masculina, no femenina. El valor de una criatura que nazca en el reino de Arabia Saudí se mide aún por la presencia o ausencia de miembro viril.

Los hombres de mi país creen que son lo que debían ser. En Arabia la honra de un hombre procede de sus mujeres, por lo que debe imponer su autoridad y supervisión sobre la sexualidad de sus mujeres, o enfrentarse al público deshonor. Convencidos de que las mujeres no tienen el dominio de su apetito sexual, es esencial para ellos que el macho dominante guarde la sexualidad de las hembras. Este control absoluto sobre las mujeres nada tiene que ver con el amor, sino con el miedo de que se mancille la honra del macho.

La autoridad del varón saudí es ilimitada; su esposa y sus hijos sobreviven sólo si él así lo quiere. En nuestros hogares él es el Estado. Esta compleja situación empieza con la educación de nuestros jóvenes. Desde una edad muy temprana, al niño le enseñan que las chicas no valen nada: sólo existen para su comodidad y conveniencia. El niño ve el desdén con que su padre trata a su madre y a sus hermanas; ese franco desprecio lo llevará a menospreciar a todas las chicas y mujeres, y le resultará imposible gozar de la amistad de cualquiera que pertenezca al sexo opuesto. Habiendo aprendido sólo el papel de amo frente a esclavas, no es de extrañar que cuando sea lo suficientemente mayor para elegir pareja, considere a ésta una propiedad y no una compañera.

Y así, sucede que las mujeres de mi país son ignoradas por sus padres, despreciadas por sus hermanos y maltratadas por sus maridos. Y éste es un ciclo muy difícil de romper, pues el hombre que impone esa vida a sus mujeres se asegura su propia infelicidad como marido. Pues, ¿cómo puede sentirse a gusto un hombre entre tanta desdicha? Es evidente que los hombres de mi país buscan la felicidad tomando una esposa tras otra, y luego una amante tras otra. No se les ocurre que podrían hallar la dicha en su propio hogar, con una mujer que estuviera a su altura. Tratando a las mujeres como a esclavas, como propiedades, los hombres se han hecho tan desgraciados como las mujeres a las que dominan y han conseguido que el amor y el auténtico compañerismo resulten inalcanzables para ambos sexos.

La historia de nuestras mujeres está enterrada bajo el negro velo del secreto. Ni nuestros nacimientos ni nuestras muertes constan oficialmente en ningún registro público. Aun cuando los nacimientos de los varones quedan inscritos en registros familiares o tribales, no se lleva ningún tipo de registro para las niñas. El sentimiento comúnmente expresado ante el nacimiento de una niña es el de pena o vergüenza. Y aunque vayan en aumento los partos en clínicas y los registros oficiales del Estado, la mayor parte de los nacimientos rurales se producen en el hogar. El gobierno de Arabia no lleva ningún censo estatal.

A menudo me he preguntado si el hecho de que nuestras llegadas y nuestras partidas no se registren significa que nosotras, las mujeres, no existimos. Si nadie se entera de mi existencia, ¿quiere decir que no existo?

Y este hecho, más que las injusticias de la vida, me ha decidido a aceptar el auténtico riesgo que supone contar mi historia. Las mujeres de mi país pueden seguir ocultas tras el velo y dominadas con firmeza por nuestra severa sociedad patriarcal, pero el cambio tendrá que llegar, pues somos un sexo que está cansado de esas costumbres tan restrictivas. Y anhelamos la libertad personal.

Desde mis primeros recuerdos y ayudada por el diario secreto que empecé a escribir a los once años, trataré de ofrecer un esbozo de la vida de una princesa de la Casa de Al Saud. Intentaré descubrir las enterradas vidas de otras mujeres saudís, de los millones de mujeres comunes, que no han nacido en el seno de la familia real.

Mi pasión por la verdad es fácil de entender, pues soy una de esas mujeres que fueron ignoradas por su padre, menospreciadas por sus hermanos y maltratadas por su marido. No soy la única en eso. Hay muchísimas como yo, pero ellas no tienen oportunidad de contar su historia.

Es rarísimo que la verdad pueda escapar de un palacio saudí, pues hay un gran hermetismo en nuestra sociedad, pero lo que he contado y lo que la autora ha escrito aquí es la pura verdad.