EPÍLOGO

Vibraba en el aire el obsesivo sonido que llena de alegría el corazón de todo musulmán. Llamaba a oración a los fieles.

¡Alá es grande, no hay más dios que Alá, y Mahoma es su Profeta! ¡Venid a orar, venid a orar! ¡Alá es grande, no hay más dios que Alá!

Oscurecía; el gran disco amarillo del sol se hundía lentamente. Para los fieles musulmanes había llegado la hora de la cuarta plegaria del día.

Desde la terraza de mi dormitorio contemplaba yo a mi marido y a mi hijo que, tomados de la mano, salían de los jardines dirigiéndose a la mezquita. Vi que se congregaban muchos hombres, saludándose unos a otros con espíritu de fraternidad.

Volvían a mí los turbulentos recuerdos de mi infancia y yo era de nuevo una niña, excluida del amor obsesivo de mi padre por su adorado hijo Alí. Habían transcurrido casi treinta años, pero no había cambiado nada. Mi vida había cerrado el círculo.

Papá y Alí, Karim y Abdulá, ayer, hoy y mañana, prácticas inmorales que pasan del padre al hijo. Los hombres a quienes quería y que detestaba, dejando un legado de vergüenza por su trato a las mujeres.

Mis ojos siguieron los movimientos de la carne de mi carne, de la sangre de mi sangre: mi marido y mi hijo entraron en la mezquita de la mano, y sin mí.

Me sentí la figura más solitaria del mundo.