Y de repente nos encontramos en agosto de 1990. Estábamos celebrando una magnífica fiesta en nuestra villa de Jiddah cuando oímos la horrible noticia de que dos de nuestros vecinos se hallaban enzarzados en una lucha a muerte en la frontera del pequeño estado de Kuwait. Karim y yo teníamos en casa veinte invitados de nuestro círculo íntimo, cuando la noticia fue voceada desde lo más alto de la escalera por nuestro hijo Abdulá, que estaba escuchando la BBC por la onda corta de su aparato de radio. Tras un largo silencio, un rugido de incredulidad se levantó de un extremo a otro de la estancia. Pocos saudís, ni siquiera los príncipes que habían intervenido en las conversaciones entre Kuwait e Irak, habían creído en serio que Saddam Hussein invadiría Kuwait. Karim estuvo presente en la conferencia que finalizó en tablas el mismísimo día del primero de agosto de 1990 en Jiddah. El príncipe heredero de Kuwait, el jeque Saud Al-Abdulá Al-Salem Al-Sabá, acababa de salir para Kuwait con la esperanza de que se pudiera evitar la guerra.
Cuando nuestro hijo gritó que tropas iraquíes avanzaban sobre la ciudad de Kuwait, no hubo dudas sobre la gravedad del ataque. Me pregunté sí la familia de Al-Sabá saldría con vida. Como madre, mis pensamientos estaban con los inocentes niños.
A través de la atestada estancia observé el rostro de Karim. Tras una fachada tranquila, estaba furioso. Los iraquíes habían obrado contra la palabra dada; en consecuencia, los líderes de nuestro gobierno habían interpretado el papel de minimizar el peligro. Sus ojos castaños tenían un brillo que helaba la sangre en las venas.
Comprendí que él y otros Al Saud presentes iban a reunirse enseguida en conferencia familiar improvisada.
Con frecuencia había oído hablar a Karim de la brutalidad del régimen Baas de Irak. Muchas veces dijo que los iraquíes eran agresivos por naturaleza y dados a la violencia en su vida privada. Creía que eso quizás explicara la aquiescencia nacional a un brutal estado policíaco.
Yo no entendía gran cosa de la verdadera política de la zona, pues las noticias saudís están férreamente censuradas y nuestros hombres les revelan muy poco de sus actividades políticas a sus esposas. Pero la opinión de Karim era confirmada por el relato que le oí a un iraquí. Cenando una noche, hacía varios años, en un aeropuerto de Londres con Karim, Asad y Sara, oí absolutamente fascinada a un casual amigo iraquí alardear de haber matado a su padre por un malentendido sobre dinero.
El hijo había mandado a su padre las ganancias de una inversión que aquél hizo en París. El padre, viudo, se había enamorado de una mujer de su pueblo y se gastó las ganancias comprándole costosos regalos a su amante. Cuando el hijo volvió a Irak, descubrió que su dinero había sido despilfarrado. Y supo lo que tenía que hacer: matar a tiros a su padre.
Karim protestó estentóreamente ante aquella inimaginable acción. Al iraquí le sorprendieron el desconcierto y la incredulidad de mi marido, y contestó:
—¡Pero si se había gastado mi dinero! ¡Era mío! —Por lo que se refería a aquel tipo, creía tener un fundado motivo para terminar con la vida de su padre.
Su acción le resultó a Karim tan repulsiva e impensable que, olvidando sus acostumbrados buenos modales, se abalanzó sobre el hombre, conminándolo a abandonar la mesa. El iraquí se fue precipitadamente. Karim murmuró que acciones como aquéllas no eran raras en Irak, aunque la aceptación social del parricidio hacía dudar de sus facultades mentales.
A igual que todos los saudís, Karim reverenciaba a su padre y le mostraba el mayor de los respetos. Jamás se le había ocurrido levantarle la voz, ni siquiera darle la espalda. En numerosas ocasiones lo había visto abandonar una estancia retrocediendo.
Lamento tener que confesar que, como la mayoría de los árabes, soy una fumadora impenitente; y sin embargo nunca me fue permitido fumar en presencia del padre de Karim.
Como miembro de una monarquía anticuada, Karim estaba intensamente interesado en los movimientos de Oriente Medio que habían derrocado a sus monarquías. Según revelaba la historia de los países árabes, a los reyes se los destronaba sin ceremonias y un buen número de ellos terminó con el cuerpo acribillado a balazos.
Por su noble condición, Karim temía la posibilidad de que la agitación social se extendiera a nuestro país.
Además, como la mayoría de los árabes, Karim sentía una gran vergüenza por el interminable espectáculo de musulmanes guerreando entre sí. Nosotros, los saudís, abandonamos las armas cuando nuestro país dejó de ser una tierra de tribus para convertirse en reino unido. El derramamiento de sangre no es la manera que eligen nuestros hombres para pelear con sus enemigos; ahora se considera que el método civilizado para alcanzar la victoria es la adquisición de poder.
Y ahora nuestras vidas se veían sumergidas en la locura y la tragedia de la guerra de verdad. Mientras los hombres corrían a enterarse de las trascendentales decisiones de la diplomacia, nosotras, las mujeres, le pedimos a Abdulá que nos trajese el aparato de radio al salón. Las noticias eran escasas, aunque parecía que los infortunados kuwaitís iban de mal en peor. Antes de que nos retirásemos a descansar, nos enteramos de que Kuwait había sido ocupado y que nuestro país estaba siendo invadido por millares de refugiados de guerra. Los saudís nos creíamos a salvo y no dedicamos ningún pensamiento a nuestra seguridad personal ni pensamos que hubiera peligro para nuestro país. Los hechos de la semana siguiente iban a hacer tambalear nuestra confianza. Y a medida que los soldados de Saddam se acercaban a nuestras fronteras, el país se iba llenando de rumores de que lo que él tenía en la cabeza era tragarse dos vecinos de un solo bocado.
Miles de saudís se unieron a los de kuwaitís en su éxodo desde las zonas orientales de nuestro país. Empezamos a recibir frenéticas llamadas de nerviosos miembros de la familia comunicándonos que Riyadh se hallaba atestada de gente al borde del pánico. Gran número de saudís no tardaron en creer que Riyadh no era un lugar seguro; no había pasajes para los vuelos a Jiddah, y la carretera que nos unía a esa ciudad estaba saturada. En nuestro tranquilo país se había desatado la locura.
Sara y yo nos emocionamos al oír que las mujeres kuwaitís, a quienes se les permite salir a pie o en coche sin velos, recorrían nuestras carreteras e incluso las calles de la capital. Ninguna mujer occidental podría entender nuestras contradictorias emociones. Nos estábamos metiendo en una tormenta, y aunque nuestra admiración por las kuwaitís nos causara un gran júbilo; ¡echábamos también espumarajos de celos al ver que hermanas árabes nuestras conducían sus coches y se paseaban con el rostro desnudo por nuestra tierra! El velo y la túnica saudí, cosas tan esenciales en nuestra vida, ¿podían ser tenidos ahora por poco más que un error fácilmente descartado al calor de las hostilidades? La vida había sido fácil para aquellas mujeres kuwaitís, en rotundo contraste con lo duro que a nosotras nos resultaba soportar el dominio masculino. Por nuestras venas burbujeaba la envidia. Y aunque nos compadeciéramos de aquellas mujeres que habían perdido a sus seres queridos, sus hogares y su país, sentíamos crecer en nosotras el enojo contra quienes ponían en evidencia lo ridículo de nuestra puritana situación. ¡Cuánto apetecíamos los derechos que ellas habían asumido con tal facilidad!
En aquellos sombríos días de agosto saltaba un nuevo rumor a cada minuto. Cuando Karim me dijo que el último de ellos era cierto, que nuestro rey había accedido a que tropas extranjeras pasaran por nuestra tierra, comprendí que nuestra vida no volvería a ser la de antes.
Con la llegada de los soldados estadounidenses, los más ambiciosos sueños de las feministas saudís vieron saltar la chispa de la vida. Ningún saudí hubiese imaginado jamás ver a mujeres con uniforme militar… guardando el último bastión de dominio machista que es Arabia. ¡Aquello era increíble! Nuestros sacerdotes estaban atónitos y anunciaban que grandes males se abatirían sobre nuestra tierra.
Jamás se podrá calibrar el trastorno que aquello significó para nuestras vidas. Ningún terremoto podría habernos sacudido con mayor fuerza.
Mientras que yo me alegraba del curso de los acontecimientos por creer que el cambio sería beneficioso, muchas mujeres saudís rabiaban de desprecio. ¡A esas mujeres, que yo creo tontas, les preocupaba la posibilidad de que aquellas extranjeras les robaran sus maridos! Supongo que aquella preocupación era muy real, pues, muchas mujeres saudís soportan muy inquietas los viajes de sus maridos al extranjero, y pocas creen que sus parejas les permanecerán fieles en medio de las rubias tentaciones occidentales. Muchas de mis amigas se esforzaban por tranquilizarse pensando que sólo las prostitutas, o mujeres no mucho mejores, aceptarían la degradación que significaba compartir los cuarteles con hombres desconocidos. Las saudís cuchicheaban que habían leído que a aquellas estadounidenses se las admitía en el ejército sólo para estar a disposición de los hombres y librarlos de su abstinencia sexual.
Nuestras emociones sobre aquellas supermujeres que iban y venían a su antojo por un país que no era el suyo se hallaban en conflicto. Sabíamos muy poco de esas soldados, pues nuestro país censura a los ciudadanos de Arabia cualquier noticia relativa a mujeres que controlen enteramente sus destinos. Y durante nuestros poco frecuentes viajes al exterior, nuestros caminos nos llevaban a los barrios comerciales, no a las bases militares. Cuando Asad le llevó a Sara ejemplares no censurados de revistas y periódicos europeos y estadounidenses, quedamos asombradas al ver que las mujeres soldado eran muy atractivas. Muchas de ellas eran madres. Nuestra imaginación no alcanzaba a comprender tal libertad. Nuestras modestas metas apuntaban sólo a poder descubrir nuestros rostros, conducir automóviles o trabajar. ¡Y ahora nuestra tierra albergaba a gente de nuestro sexo perfectamente preparada para enfrentarse a los hombres en combate!
Las mujeres de Arabia nos encontrábamos en una montaña rusa emocional. Un día odiábamos a todas las extranjeras que se hallaban en nuestro país, tanto a las kuwaitís como a las norteamericanas, y al siguiente las kuwaitís confortaban nuestros corazones al ver cómo desafiaban nuestra secular tradición de supremacía masculina; aunque muy conservadoras, no se habían rendido por completo a la demente costumbre social del dominio masculino; y sin embargo nos asaltaban momentos de celos al advertir que de algún modo ellas habían elevado la condición de todas las mujeres musulmanas con su sola actitud, mientras que nosotras las saudís poco habíamos hecho aparte de quejarnos. ¿Dónde nos habíamos equivocado? ¿Cómo habían conseguido ellas librarse del velo y, al mismo tiempo, obtener la libertad de conducir?
Sufríamos el dolor de la envidia, pero a la vez nos sentíamos en éxtasis. Confusas ante los acontecimientos que ocurrían a nuestro alrededor, las mujeres nos reuníamos todos los días para analizar los cambios de actitud y el súbito despertar universal ante la difícil situación de las mujeres saudís. En el pasado pocas mujeres osaron expresar su deseo de reforma en la Arabia musulmana, pues para enfrentarse al statu quo la esperanza de éxito era demasiado débil y los castigos excesivamente severos. Al fin y al cabo nuestro país es la patria del Islam y nosotros somos los «defensores de la fe». Para ocultar la vergüenza de nuestra obligada represión, hablábamos con orgullo a nuestras hermanas kuwaitís de nuestra única herencia: que las mujeres saudís manteníamos muy altos por todo el mundo los símbolos de las creencias musulmanas. ¡Y entonces, de súbito, las saudís de clase media se libraron de sus grilletes y se enfrentaron con los jefes fundamentalistas, pidiendo al mundo que, a la vez que liberaba a los asediados kuwaitís, las liberase a ellas!
Sara me hizo estremecer cuando la vi llegar al palacio apurada y gritando. Mi primer pensamiento fue el de que los gases tóxicos invadían el aire que respiraban mis hijos. ¿Sería que un avión enemigo cargado con bombas químicas había conseguido no ser detectado por las fuerzas que guardaban nuestro país? Permanecí en pie, conteniendo la respiración, sin decidirme a dónde ir ni qué hacer. Era más que probable que en cualquier momento me hallase retorciéndome en el suelo, a solas con mis últimos pensamientos. Y me maldije. Debería haber seguido los deseos de Karim y haberme llevado a los pequeños a Londres, lejos de la posibilidad de una dolorosa muerte lenta para aquellos seres que había llevado en mis entrañas.
Por fin las palabras de Sara rompieron la valla de mi temor y las noticias que contaba fueron una fiesta para mis oídos. Asad acababa de llamarla; ¡en aquellos momentos, mujeres saudís, sí, saudís, conducían automóviles por las calles de Riyadh!
Lancé un grito de alegría; Sara y yo bailamos abrazadas, y la más pequeña de mis hijas empezó a llorar, asustada, al entrar en la habitación y encontrarse a su madre y su tía gritando y rodando por los suelos. Calmé sus temores tomándola en mis brazos y asegurándole que nuestras tonterías eran el resultado de una gran felicidad; mis plegarias habían sido escuchadas. La presencia estadounidense iba a alterar nuestras vidas de un modo absolutamente maravilloso.
Karim entró en la habitación con una expresión sombría en el rostro. Quería saber qué sucedía. Había oído nuestros gritos desde el jardín.
¿No lo sabía? Las mujeres había roto la primera de las barreras insoportables: ¡reclamaban su derecho a conducir! La respuesta de Karim enfrió nuestra reacción. Yo conocía su parecer sobre aquel asunto: en nuestra religión no se mencionaba tal cosa, diría… Al igual que a muchos otros hombres saudís, siempre le había parecido absurdo que no se les permitiese conducir a las mujeres.
Y con voz cansada, mi marido expresó lo impensable:
—¡Ésta es precisamente la clase de acción que no queremos que hagan las mujeres! ¡Hemos estado luchando contra los fanáticos por cada nueva concesión! Su mayor temor es que nuestras decisiones terminen por llevar a las mujeres a pedir mayores privilegios. ¿Y qué es más importante para ti, Sultana: poder contar con soldados que protejan nuestra vida de la amenaza iraquí, o escoger este momento para conducir?
Estaba furiosa con Karim. Él había protestado muchas veces contra la estúpida costumbre que encadenaba a las mujeres al hogar. Y ahora su temor a los sacerdotes sacaba a la superficie su alma cobarde. ¡Cuánto me hubiera gustado haberme casado con un guerrero, con un hombre cuya vida fuera guiada por la antorcha de la justicia!
En un arrebato, le contesté acaloradamente que nosotras las mujeres no podíamos ser «pordioseras de condiciones». ¡Qué gran lujo poder escoger el mejor tiempo y lugar! Nosotras teníamos que aprovechar cualquier pequeña oportunidad que se nos presentara. La de ahora era también nuestra hora, y Karim tendría que haber estado a nuestro lado. ¡Ciertamente el trono no se habría visto derribado por el mero hecho de que las mujeres condujeran por nuestras calles!
En aquel momento, mi marido odiaba a todas las mujeres y en un tono muy duro me dijo que aquel incidente retrasaría durante décadas la causa feminista.
Nos dijo que nuestra alegría se transformaría en tristeza al ver los castigos que recaían sobre quienes hacían tales locuras. Ya llegaría el momento propicio para que las mujeres pudieran conducir, nos advirtió, pero aquél no era el instante adecuado para una cosa así. Sus palabras quedaron suspendidas en el aire al retirarse él. ¡Había hablado un hombre!
Karim nos había robado nuestro ratito de placer. Yo siseé como un gato a sus espaldas y los labios de Sara temblaron al borrarse de ellos la sonrisa, rechazando, despectiva, las palabras de Karim. Y me recordó que los hombres de la familia siempre hablaban con simpatía de los derechos de la mujer, pero que en realidad eran muy poco diferentes de los extremistas. A todos les gustaba mantener el dominio sobre sus mujeres. De otro modo habríamos visto algún alivio en nuestra pesada servidumbre. Nuestro padre y nuestros maridos pertenecían a la familia real reinante en aquella tierra; si ellos no podían ayudarnos, ¿quién lo haría?
—¡Los estadounidenses! —dije sonriendo.
Las palabras de Karim resultaron ser ciertas. Las cuarenta y siete valientes que se manifestaron contra la informal prohibición de conducir se convirtieron en los chivos expiatorios de cuanto agravio se les ocurrió a los mutawas. Eran mujeres de clase media; profesoras de otras mujeres, las estudiantes: eran nuestras pensadoras y activistas. El resultado de su valentía fue que sus vidas fueron devastadas por sus acciones: les quitaron el pasaporte, perdieron sus empleos y sus familias se vieron hostigadas.
Un día, cuando íbamos de compras por unas galerías comerciales, Sara y yo oímos, sin proponérnoslo, a unos jóvenes estudiantes de la dignidad religiosa soliviantando a unos saudís contra aquellas mujeres, tachándolas de viciosas y acusándolas de ganarse la vida como prostitutas; dijeron que las habían denunciado en la mezquita unos hombres que tenían sus razones para saberlo bien. Nos demoramos junto a los negocios para oír a los jóvenes proclamar que las tentaciones que habíamos importado de occidente podían ser la causa de que el honor de los saudís terminara por desintegrarse.
Ansiaba verme con aquellas mujeres, para compartir su gloria con ellas. Cuando le propuse mi idea a Karim, su violenta reacción acabó con toda posibilidad de hacerlo. Me amenazó con mandarme encerrar en casa si intentaba tamaño ultraje. En aquel instante odié a mi marido, pues lo sabía capaz de cumplir su amenaza. De pronto el temor por nuestro país, así como por el trastorno que las mujeres podíamos provocar en la realeza, lo había enloquecido.
A los pocos días conseguí recobrar mi valor y traté de localizar a aquellas valientes mujeres. Volví a las galerías. Cuando veía a grupos de hombres reunidos en círculo, mandaba a mi chofer filipino a decirles que él era musulmán (y hay muchísimos filipinos en Arabia) y quisiera que le anotasen en un papel los números de teléfono de aquellas «mujeres caídas». Tenía que decir que quería llamar a sus padres y maridos para protestar por la conducta de sus esposas o hijas.
Volvió con el papel; le advertí que no se lo dijera a Karim. Por fortuna, a diferencia de los criados árabes, los filipinos rehúyen nuestros conflictos familiares y no mencionan a nuestros maridos las pequeñas libertades que nos tomamos a veces.
El papel contenía una lista de treinta nombres con sus números de teléfono. Al marcar el primero de los números mi mano temblaba. En varias semanas de marcar constantemente, sólo contestaron a tres llamadas. Lo que yo dijera no importaba: siempre respondían que me había equivocado de número. El hostigamiento había sido tan insistente que las familias decidieron no atender el teléfono o negar que fuesen ellas las personas por quienes me interesaba.
Alí vino a visitarnos cuando se disponía a salir del país. El y su familia de cuatro esposas y nueve hijos iban a pasar unas semanas en París. Mi hermano decía que él hubiese querido luchar personalmente contra los iraquíes, pero que los negocios le imponían muchas responsabilidades realmente más importantes para el país. Que él, Alí, tenía que cumplir con su deber saliendo de Arabia.
Yo sabía que mi hermano iba a ponerse a salvo hasta el fin de la guerra. Aquel día no tenía el menor deseo de encararme con su cobardía; me limité a desearle un buen viaje con una sonrisa.
El tema de las mujeres conductoras salió a colación cuando Alí dejó traslucir astutamente que a una de las manifestantes su padre la había condenado a muerte por haber cubierto de oprobio a la familia. El padre creía que ejecutando a su hija los fanáticos lo dejarían en paz a él y a su familia. ¡Y Alí se sonrió, auténtico! ¡Cuánto odiaba yo a aquel hermano mío! Una tierra que le pusiera las mujeres a los pies era la que le iba como anillo al dedo. Él lucharía hasta el fin para mantener a las mujeres sojuzgadas, pues a un hombre como él lo aterraría una mujer con carácter y personalidad.
Cuando le pregunté a Karim, afirmó no conocer el incidente, aunque me dijo que no pensara más en él, que no era asunto nuestro. Añadió que no le extrañaría, pues las familias de aquellas mujeres habían sufrido mucho por culpa de los agitadores. Y murmuró un «ya te lo dije» para recordarme su predicción el día de las manifestaciones. Vi que Karim me había engañado en el pasado cuando hablaba de las libertades femeninas; seguramente sus ideas no eran mucho más progresistas que las de Alí. ¿No habría un hombre en mi tierra que deseara que se aflojasen las cadenas de la mujer?
Pese a que el rumor de la muerte de aquella muchacha se extendió con rapidez por nuestro país, nadie ha confirmado ni negado su suerte todavía. Y pende sobre nosotras la velada amenaza de que a las valientes las aguarda la pena máxima.
La guerra que tanto temimos llegó y pasó. Nuestros hombres lucharon y murieron, aunque le oí decir a Karim que muchos de nuestros soldados no lucharon con valentía. En realidad los aliados habían creído necesario inventar historias para asegurarse de que los árabes no nos ofendiéramos cuando se develara la verdad sobre nuestros guerreros. Mi marido enrojecía al hablar de saudís que huían del enemigo en vez de atacar. En lo militar, nuestro único orgullo estaba en las proezas de nuestros pilotos, que actuaron con todo honor.
Asad comentó que no deberíamos avergonzarnos de eso, sino sentirnos aliviados. Un gran poder militar sería peligroso para nuestras cabezas; el trono quizá no sobreviviera a una precisa máquina militar. En el mundo árabe, los militares eficaces derrocan las monarquías; a decir verdad, la gente desea tener voz y voto en la política de su país. Nuestra familia había visto estas cosas y mantenía una organización casi familiar de gente que no tenía voluntad de lucha. La familia es astuta y mantiene aposta al soldado saudí desaliñado, lejos de cualquier aire marcial.
En definitiva, los acontecimientos de la guerra sirvieron para hacer abortar nuestra confianza en los soñados cambios sociales para la mujer árabe. La lucha que atrajo las miradas del mundo entero, miradas que hubiesen podido profundizar en los desórdenes existentes en nuestra sociedad, finalizó con excesiva rapidez. El tambaleante poderío de nuestro enemigo Saddam superó al interés por nuestro empeño y transfirió las susurradas promesas de ayuda a la angustiosa tragedia de los kurdos, que ahora morían en sus nevadas montañas.
Al final de la guerra nuestros hombres se dedicaron a rezar con gran fervor, pues se habían salvado de la amenaza de un ejército invasor… y de que las mujeres fuéramos libres.
¿Quién se atrevería a decir cuál de las dos amenazas los asustó más?