LA FUGA

A diferencia de la mayoría de los maridos saudís, Karim guardaba los pasaportes y demás documentos de la familia en un sitio de fácil acceso para su esposa. Yo era ya una experta en copiar su firma; su sello personal lo tenía sobre el escritorio de su despacho.

Para cuando hube puesto en orden mis ideas y vuelto a casa, a Karim no se lo veía por ningún lado. ¡Conque además era un cobarde! Estaba segura de que se quedaría en el palacio de su padre un par de noches.

Acudió a mi mente un súbito recuerdo de Nura; resoplé de cólera al imaginar el placer de mi suegra al enterarse de mi situación. Era más que probable que a estas horas hubiera elegido ya la segunda esposa de su hijo mayor. Hasta aquel momento no me había parado a pensar en quién podría ser ésta; quizá se tratase de una de sus reales primas más jóvenes, pues nosotros, los de la familia Al Saud, nos inclinamos a casarnos con miembros de la realeza.

Hice tranquilamente las valijas y vacié nuestro oculto cofre de cientos de miles de dólares. Como la mayor parte de los príncipes, Karim estaba preparado ante la posibilidad de los estallidos revolucionarios que con frecuencia brotan en tierras regidas por monarquías. Habíamos hablado a veces de su plan para ponernos a salvo sí la población débil se imponía alguna vez a la fuerte. Proferí una malvada plegaria para que la minoría chiíta de nuestra provincia oriental expulsara a nuestros líderes sunitas; la imagen de la cabeza de Karim en lo alto de una pica hizo aflorar una sonrisa a mi sombrío semblante.

Tras meter una fortuna en joyas —las mías— en una bolsita de viaje, preparé con toda comodidad los papeles para salir del país. Por fin estaba dispuesta.

No podía confiar en ninguna de mis hermanas, pues quizá sintieran la tentación de confiar el secreto a sus maridos. Y los hombres se apoyan los unos a los otros; se lo dirían inmediatamente a Karim.

Llamé a mi sirvienta de más confianza, pues imaginé que sería la primera en ser interrogada por Karim, y le dije que iba a pasar unos días a Jiddah y que hiciera el favor de decírselo así a mi marido si se lo preguntaba.

Llamé por teléfono a uno de mis pilotos predilectos y le di aviso de que deberíamos salir para Jiddah dentro de una hora; que me reuniría con él en el aeropuerto. Luego llamé a mis criados de Jiddah para decirles que iba a visitar a una amiga de aquella ciudad; que quizá pasara por la villa. Si Karim los llamaba y quería hablar conmigo deberían decirle que me hallaba en casa de una amiga y que yo lo llamaría en cuanto pudiera.

Con todos aquellos engaños trataba de despistar a Karim de mis auténticos planes de viaje el mayor tiempo posible. Mientras me dirigía en coche al aeropuerto contemplaba maravillada el congestionado tráfico nocturno de Riyadh aquel jueves. Nuestra ciudad estaba llena de trabajadores extranjeros, pues nosotros los saudís no podíamos rebajarnos a aceptar trabajos humildes. Algún día los menos favorecidos se hartarían de nuestros malos tratos, y nuestros cuerpos serían pasto de los grupos de perros sin dueño que pululaban por nuestras ciudades.

Cuando el piloto estadounidense vio acercársele la negra sombra que era yo, me saludó agitando la mano, sonriente. Me había llevado en muchos vuelos y era un cálido recordatorio de los pilotos francos y cordiales que nos habían llevado a mamá y a mí junto a Sara tantos años antes. El recuerdo hizo que mi corazón desfalleciera de dolor, deseando el vivificante abrazo de mi madre.

En cuanto subí al avión le dije al piloto que había cambio de planes; que uno de nuestros hijos se había enfermado en Dubai y que acababa de recibir una llamada de Karim diciéndome que fuese junto a mi hijo y no a Jiddah. Que él me seguiría mañana si el caso lo requería.

Mentía con el mayor de los descaros al decirle al piloto que nosotros, claro, suponíamos que nuestro pequeño sólo sentía añoranza y que mi presencia lo aliviaría. Le conté entre risas que llevaban fuera tres semanas, y que eso era mucho para el más pequeño.

Sin hacerme preguntas, el piloto cambió los planes de vuelo; había trabajado para la familia durante muchos años y sabía que éramos una pareja feliz. No tenía motivos para dudar de mis palabras.

Al llegar a Dubai le dije al piloto que se quedara en el hotel de costumbre, el Dubai Sheraton. Que lo llamaría al día siguiente o al otro para hacerle saber mis planes. Le dije que entre tanto se considerase fuera de servicio, pues Karim me había dicho que no íbamos a necesitarlo ni a él ni al avión durante unos días. Poseíamos tres jets Lear; uno estaba siempre a punto para Karim.

Los niños se extasiaron ante la inesperada visita de su madre. El jefe del campamento británico de verano sacudió la cabeza compadecido cuando le dije que su abuela se hallaba gravemente enferma; que me iba a llevar a los niños conmigo a Riyadh aquella misma noche. Se apresuró a meterse en su despacho en busca de los pasaportes de los niños.

Al estrecharle la mano para despedirme de él, mencioné que no podía localizar a las sirvientas que habían acompañado a los niños a Dubai. Que no habían contestado al teléfono de su habitación y que yo suponía que estaban cenando. ¿Tendría la amabilidad de llamarlas por la mañana para decirle que nuestro piloto, Joel, las estaría esperando en el Dubai Sheraton? Que deberían presentarse inmediatamente a él, al piloto, con esta nota. Y al decirle aquello le entregué un sobre dirigido al piloto estadounidense.

En ella me excusaba por utilizarlo de un modo tan engañoso; añadía una posdata para Karim explicándole que yo había engañado al piloto; sabía que Karim sentiría un rapto de ira contra él, pero que se le pasaría cuando considerara las circunstancias. Joel era su piloto predilecto; podía estar seguro de no perder su empleo.

Los niños y yo subimos a la limusina que nos aguardaba y que nos llevó velozmente al aeropuerto; antes de una hora salía un vuelo directo para Londres. Emplearía cuantos engaños fueran necesarios para conseguir cuatro pasajes en aquel vuelo.

Luego resultó que no hacía falta que siguiera condenando a mi alma ante Dios; el vuelo iba casi vacío, al finalizar el cálido verano, la gente, en general no se iba, sino que regresaba al golfo. Los niños dormitaban, haciendo muy pocas preguntas. Les dije que habría una sorpresa al final del viaje.

Cuando los niños ya dormían, volví nerviosa las páginas de una revista. Nada de lo que decían llegó a mi cerebro; me hallaba planeando mis próximos pasos con el mayor cuidado. El resto de mi vida dependía de los acontecimientos de las próximas semanas. Lentamente me asaltó la sensación de que alguien me estaba mirando fijamente con algún propósito determinado. ¿Habrían descubierto ya mi huida de Karim?

Observé el pasillo de arriba abajo. Una mujer árabe de unos treinta y tantos años me miraba fijamente. En sus brazos acunaba a una niña dormida de tres o cuatro años. Sentí un gran alivio al ver que la intrusa era una mujer, y madre además, pues los hombres saudís nunca habrían empleado a una mujer como aquélla. Su furiosa y penetrante mirada me desconcertó, por lo que rodeando el carrito de servicio me senté en un asiento vacío a su lado. Le pregunté qué le sucedía: ¿la había ofendido en alguna cosa?

Su granítico rostro volvió a la vida prácticamente me escupió palabras a la cara al decirme:

—Yo estaba en el aeropuerto cuando llegaste tú. Con tu prole —añadió mirando despectivamente a los niños—. ¡Por poco nos atropellas, a mí y a mi hija, al abalanzarte sobre el mostrador para facturar el equipaje! —Me miró a los ojos con odio al subrayar mi nacionalidad en su siguiente frase—: ¡Ustedes, los saudís, creen que el mundo es suyo!

La complicada jornada había minado mi fortaleza, y me sorprendí a mí misma, más aún que a aquella mujer, al romper a llorar. Y entre gemidos, y palmeándole el hombro, le dije que lo lamentaba de veras. Que mi vida atravesaba momentos trágicos y que tomar aquel vuelo había sido para mí de la mayor importancia. Volví a mi asiento con las lágrimas resbalándome por las mejillas.

La mujer era de naturaleza compasiva, pues no pudo permanecer lejos de mí tras mi emocionado arrebato. Cuidadosamente dejó a su hija en el asiento y vino a arrodillarse a mi lado en el pasillo.

Le volví la cabeza, muy tiesa, pero ella puso su cara junto a la mía y me dijo:

—Acepta, por favor, mis disculpas. También yo sufro una gran tragedia. Si te cuento lo que le sucedió a mi hija en tu país, con toda probabilidad por culpa de uno de tus paisanos, entenderás mi gran amargura.

Habiendo absorbido más horror del que la gente por lo común tiene que soportar en su vida, no me apetecía cargar con nuevas imágenes de injusticias. Incapaz de confiar en mi voz, murmuré las palabras:

—Lo siento.

Ella pareció entender que me hallaba al borde de un ataque de nervios, por lo que se apartó de mi lado.

Pero la mujer se resistía a dejar que el espantoso suceso quedara sin oír y antes de que terminara el viaje conocí la causa de su desesperación. Al escuchar su relato se endureció aún más mi amargura contra la degenerada sociedad patriarcal que pone en peligro a todas las mujeres, incluso las niñas, que se atreven pisar el suelo de Arabia, sin que importe su nacionalidad.

La mujer, Widad, era libanesa. Por culpa de la sobrecogedora guerra civil de aquel pequeño y bello país Arabia y los demás estados del golfo rebosaban de libaneses en busca de trabajo. El marido de Widad era uno de los afortunados que había conseguido un puesto de ejecutivo en una de las muchas empresas de Riyadh. Después de un comienzo favorable, se había sentido lo bastante fuerte para traer a su esposa y a su hijita a la capital del desierto.

A Widad le gustaba la vida en Riyadh. La guerra del Líbano había acabado con cualquier deseo de regresar a los bombardeos y a las muertes sin sentido de los inocentes que quedaron allí. Felizmente ella se había establecido ahora en una tierra muy diferente de la que había conocido. Alquilaron una espaciosa villa, la amueblaron y sus vidas reanudaron su marcha en común. A Widad le había impresionado mucho el bajo índice de delitos de nuestro país. Con los severos castigos que caían sobre quienes fueran declarados culpables, a pocos delincuentes se les ocurría probar suerte en Arabia, pues un convicto de robo perdía la mano y un asesino, la cabeza. Con la paz en la mente, no había pensado en advertir a su hija contra el peligro de los extranjeros.

Dos meses antes, Widad dio una fiestita femenina para un grupito de amigas. Como les ocurre a las saudís, en mi país las extranjeras no tienen muchas cosas con que ocupar su tiempo libre. Widad sirvió refrescos ligeros mientras sus invitadas jugaban a las cartas. Dos de las mujeres habían traído niños, por lo que su hija estaba muy entretenida en el jardín.

Después que la última de las invitadas se hubiera ido, Widad ayudó a sus dos criadas indias a ordenar y limpiar la casa para cuando volviera su marido por la noche. El teléfono sonó y Widad se entretuvo charlando mucho más tiempo del que había supuesto. Al mirar por la ventana sólo pudo ver oscuridad. Ordenó a una de las sirvientas que saliera a buscar a la niña.

La hija de Widad no pudo ser hallada. Tras una frenética investigación, la última invitada en irse recordó a la niña sentada en la vereda con su muñeca. Regresó el marido de Widad y empezaron la búsqueda por el vecindario. Nadie había visto a la niña.

Después de semanas de buscarla, Widad y su marido sólo podían suponer que su única hija había sido secuestrada y, con toda probabilidad, asesinada. Cuando se hubo apagado toda esperanza de recobrar a su preciosa hija, a Widad le pareció que no podía seguir viviendo en su villa de Riyadh y regresó al destrozado Líbano, junto a su familia. Y para seguir ganando dinero para vivir, el marido continuó con su empleo, viviendo en la misma villa.

Diez días después de que Widad llegara a Beirut, oyó fuertes golpes en la puerta de su departamento. Asustada por recientes batallas de las milicias en su vecindario, quiso pensar que no había nadie en casa hasta que oyó la voz de su vecino que le daba a voces noticias de su marido en Riyadh.

El vecino acababa de recibir una llamada telefónica del marido de Widad. La línea había sido desconectada, pero no antes de que él hubiera podido tomar el increíble mensaje. Ella tenía que tomar un vapor para Chipre y una vez allí acudir inmediatamente a la embajada saudí en aquel país. Allí le aguardaba un visado que la autorizaba a entrar de nuevo en Arabia. Iría a Riyadh tan rápido como le fuera posible. ¡Su hija estaba viva! ¡Había vuelto a casa!

Se necesitaron tres largos días para que el vapor llegase a Lárnaca, Chipre, sellaran su visado y pudiera volar luego a Riyadh. Para cuando ella llegó allí, salió a la luz la sorprendente verdad del paradero de su hija.

En cuanto el marido de Widad se recobró de la conmoción que le causó llegar a la villa para encontrarse con que la hija tanto tiempo perdida lo esperaba en la verja, la llevó a una clínica para cerciorarse de si la habían violado, pues aquél era su mayor temor. Tras un minucioso reconocimiento, el dictamen fue sobrecogedor. El médico le comunicó al padre que a la niña no la habían atacado sexualmente. Pero que recientemente había sido sometida a una importante intervención quirúrgica. Dijo que la hija de Widad había sido utilizada como donante de un riñón. Las heridas de la niña habían sido vendadas y se habían infectado a causa de la suciedad. Entre el personal médico que examinó a la niña surgieron diversas especulaciones, pues podían hacerse muchas preguntas sobre donantes de órganos y procedimientos quirúrgicos. Era muy improbable que a la niña la hubieran operado en Arabia; en aquel tiempo ese tipo de operaciones no era común en el país.

Cuando la policía investigó el hecho, sugirió que a la niña se la había llevado a la India un rico saudí cuyo hijo necesitaba un trasplante de riñón. Quizás esa persona hubiera raptado a más de un niño para poder seleccionar al más adecuado. Nadie pudo determinar los sucesos que llevaron a la intervención, pues la niña sólo recordaba un largo automóvil negro y el maloliente pañuelo que sostenía un corpulento hombre. Había despertado con tremendos dolores en una habitación, con una enfermera que no sabía inglés, aislada. No vio a nadie más. El día de su liberación le habían vendado los ojos y anduvo en coche mucho tiempo; luego la soltaron inesperadamente en la puerta de su casa.

No había duda; quienquiera que fuese el que hubiera secuestrado a la niña, era muy rico, pues cuando su padre se bajó del coche para estrechar a su hija entre sus brazos, ella empuñaba un bolsito con veinte mil dólares en billetes, así como muchas joyas de gran valor.

Era comprensible que Widad despreciara a mi país y a la riqueza conseguida gracias al petróleo, que había hecho posible una sociedad que creía que el poder económico era capaz de eliminar cualquier obstáculo de la vida. A inocentes niños les quitaban partes sagradas de su cuerpo, dejándoles dinero para compensar la cólera de los mutilados. Cuando Widad vio mi expresión de profundo escepticismo ante su relato, corrió a buscar a su hija, que dormía, para mostrarme la larga cicatriz roja que evidenciaba a las claras el profundo abismo moral en que caían algunos.

No pude menos que estremecerme de horror.

Widad contempló a su durmiente hija con arrobo; recobrarla había sido puro milagro. Sus palabras de despedida borraron el frágil orgullo que aún me quedaba por mi nacionalidad.

—Me compadezco de ti, mujer saudí. Por mi corta estancia en tu país, vi cómo es la vida de ustedes. Claro que el dinero puede suavizar muchas cosas, pero gente como la saudí no puede durar. —Hizo una pausa para meditar unos instantes antes de proseguir—. Aunque es cierto que la desesperación por lo económico lleva a muchos extranjeros a Arabia, ustedes son firmemente odiados por todos cuantos los conocen.

La última vez que vi a Widad fue en el aeropuerto de Londres, asiendo ferozmente a su hija del alma. Después de las visitas médicas concertadas para la niña en Londres, ella estaba dispuesta a arriesgarse a las bombas de las facciones libanesas enemigas, antes que a la hipocresía y a la inconcebible maldad de los de mi tierra, los saudís.

Los niños y yo pernoctamos en Londres. Cruzamos el canal en el ferry y llegamos a Francia al día siguiente. Desde allí fuimos en tren hasta Zurich; dejé a los niños en el hotel durante unas horas mientras vaciaba la cuenta de mi hijo en el banco suizo. Con más de seis millones de dólares en mis manos, me sentía muy segura.

Alquilé un coche con chofer para ir a Ginebra; desde allí volamos de vuelta a Londres y luego a las Islas del Canal. Allí deposité el dinero en una cuenta a mi nombre y retuve el dinero en metálico del cofre de Riyadh para nuestros gastos. Luego fuimos en avión a Roma, donde alquilé otro coche con chofer con el que nos trasladamos a París.

Entonces contraté los servicios permanentes de un ama de llaves, un chofer y un guardaespaldas. Luego, y con nombre falso, alquilé una villa en los alrededores de París. Después de dejar una pista tan confusa, estaba segura de que Karim no nos encontraría jamás.

Transcurrido un mes, dejé a los niños al cuidado del ama de llaves y tomé un avión para Francfort. Allí fui a un banco y les dije que era de Dubai y que quería abrir una cuenta muy importante. Tras ser escoltada hasta el despacho del director del banco con un trato muy deferente, saqué de mi bolso un gran fajo de billetes que dejé sobre el escritorio del director.

Mientras todos contemplaban, conmocionados, el dinero, les dije que tenía que hacer una llamada telefónica a mi marido, que se hallaba en viaje de negocios en Arabia. Y que, desde luego, quería pagar aquella llamada, por lo que le entregué un billete de quinientos dólares. El director se apresuró a levantarse y prácticamente dio un taconazo al decirme que podía tomarme el tiempo que quisiera. Al cerrar la puerta tras de sí me dijo que si lo necesitaba estaría tres despachos más allá.

Llamé a Sara. Sabía que su hijo habría nacido ya y que, con toda probabilidad, ella habría vuelto a casa. Di un suspiro de alivio al contestar una de sus criadas y decir que sí, que la señora estaba en casa.

Y ella dio un grito de alegría al oír mi voz. Le pregunté enseguida si le habían intervenido la línea telefónica, y dijo que no estaba segura. Atropelladamente me dijo que Karim estaba fuera de sí de preocupación; que me había seguido la pista desde Dubai a Londres, y que allí había perdido todo rastro de nosotros. Le había contado a la familia lo que ocurría y estaba profundamente arrepentido. Que lo único que quería era que volviese a casa con los niños. Había dicho que él y yo teníamos que hablar.

Le dije a Sara que le transmitiera un breve mensaje a mi marido. Quería que supiera que me parecía despreciable; que no volvería a vernos. Que yo estaba haciendo los preparativos para que los niños y yo adquiriésemos una nueva nacionalidad. Una vez que estuviera protegida por las leyes de otro país, comunicaría a mis hermanas mi paradero, pero Karim jamás debería saber dónde estaba. Y como preocupación suplementaria para él, le dije a Sara que le hiciera saber que Abdulá, su hijo, no quería volver a ver a su padre.

Con eso dejé atrás el tema de Karim. Me encantó saber que Sara había tenido un nuevo hijo varón y que el resto de mi familia se encontraba bien de salud. Sara me dijo que papá y Alí estaban furiosos e insistían en que debía volver a Riyadh para aceptar la voluntad de Karim, que era mi deber. No había esperado otra cosa de aquel par, sangre de mi sangre.

Sara trató de suavizar mi posición y me preguntó si no era mejor aceptar una nueva esposa que llevar una vida de refugiada. Le pregunté si aceptaría ella un arreglo así con Asad. Su silencio fue la mejor respuesta.

Terminada la conferencia telefónica, volví a meter el dinero en mi bolso y me deslicé fuera del banco sin saber nada más del ansioso banquero. Sentí una sombra de remordimiento por mi argucia, pero no podía arriesgarme a llamar desde un teléfono público, pues quizá la operadora pudiese dar a las grabadoras ocultas de Karim el nombre del país desde el cual llamaba.

Absorta en las palabras de Sara, sentí que una sonrisa se ensanchaba en mi rostro. Mi plan funcionaba. Pero prefería que Karim sufriese una angustia adicional. Necesitaría algún tiempo para reconocer que yo no iba a aceptar jamás la existencia de varias esposas, sin que me importara el precio a pagar por ello.

En realidad los niños no sabían nada del drama de nuestras vidas. Les había contado una historia convincente acerca de un largo viaje de negocios que su padre tenía que hacer a Oriente; que estaría ausente varios meses. Y que en vez de quedarnos en Riyadh aburriéndonos, él había creído que nos gustaría pasar unas agradables vacaciones en Francia. A Abdulá le intrigaba no recibir llamadas de su padre, pero lo mantuve ocupado con sus lecciones y con numerosas actividades sociales; las mentes de los jóvenes se adaptan mejor de lo que jamás supondríamos. Las dos niñas eran aún unas pequeñas incapaces de pensar en circunstancias extremas. Se habían pasado la vida viajando; el eslabón perdido era la ausencia de su padre. E hice cuanto pude para compensarla.

Me consolaba pensando en las alternativas. Me resultaba inaceptable pensar que mis hijos pudieran vivir en Riyadh con unos padres que riñeran constantemente. Y la vida sin su madre sería antinatural. Pues si Karim trajera otra esposa a nuestras vidas, el asesinato de mi marido sería una auténtica posibilidad. ¿Y qué bien podría hacer yo a mis hijos sin cabeza? Pues con toda seguridad serían apartados de mí, si le había quitado la vida a su padre. Por unos instantes sentí la afilada gelidez de la espada del verdugo y me estremecí ante la idea de que un día pudiera experimentar su frialdad. Sabía que era afortunada por ser una princesa, pues al igual que Alí muchos años antes, yo podía vivir situaciones éticas y legales difíciles sin que interviniesen los sacerdotes. Si mi sangre no fuera real, las pedradas pondrían fin a mi vida por esas acciones. Pero los de sangre real guardamos nuestros escándalos dentro de nuestros muros; nadie fuera de mi familia se enteraría de mi escapada. Sólo Karim podía pedir mi muerte, y yo sabía con absoluta certeza que, fueran cuales fuesen mis acciones, mi marido no querría exigir mi sangre.

Llamaba a Sara una vez al mes. Durante mi larga ausencia de mi país y de mi familia, mis días y mis noches fueron muy agitados. Pero sabía que había mucho que ganar. Mi decisión y paciencia alterarían los planes de Karim de sembrar la confusión en nuestra vida metiendo en ella a otras esposas.

Cinco meses después de nuestra escapada, accedí a hablar por teléfono con Karim. Me fui a Londres a hacer la llamada. Nuestra conversación me convenció de que Karim se hallaba desesperado por el deseo de vernos, a sus hijos y a mí. Y ahora empezaría la segunda etapa de la trampa que había preparado cuidadosamente.

Planeamos encontrarnos en Venecia el siguiente fin de semana. Mi marido quedó consternado al verme acompañada de cuatro corpulentos guardaespaldas alemanes. Le dije que ya no confiaba en su palabra; que era capaz de haber contratado esbirros para secuestrarme y llevarme de vuelta a Riyadh con objeto de enfrentarme a la manera con que nuestro sistema judicial trata a las esposas desobedientes. Su rostro empezó a enrojecer; me juró que enrojecía de vergüenza; pensé que quizás estuviera furioso por su inútil esfuerzo al querer controlar a su mujer.

La situación concluyó con un arreglo. Yo volvería a Riyadh sólo si Karim firmaba un documento en que declarará que mientras estuviésemos casados él jamás tomaría otra esposa. Que si faltaba a su palabra se me concedería el divorcio con la custodia de nuestros hijos y la mitad de su fortuna. Además, retendría bajo mi control el dinero que yo había retirado de la cuenta suiza de nuestro hijo, que repondría Karim. Y depositaría, por añadidura, un millón de dólares a nombre de cada una de nuestras hijas en sendas cuentas corrientes en Suiza. Y que yo guardaría en mi poder nuestros pasaportes con autorizaciones siempre actualizadas para que pudiésemos viajar sin restricciones.

Le dije a Karim que una vez que hubiera firmado los papeles necesarios, los niños y yo nos quedaríamos en Europa otro mes. Ahora ya le había prevenido de mi decisión; quizá, después de pensarlo detenidamente, su deseo de verme regresar perdiera fuerza. Y no quería tener que cantar dos veces la misma canción. Karim puso mala cara a mis palabras, dichas con una dureza que había oído muy pocas veces.

Acompañé a Karim al aeropuerto. Mi marido no era un hombre feliz. Y al dejarlo yo no estaba tan alegre como había imaginado, después de que la mayor apuesta de mi vida me hubiera dado una victoria tan tremenda. Había descubierto que obligar a un hombre a hacer lo correcto, proporciona muy poca satisfacción.

Transcurrido el mes, llamé a Karim para conocer su decisión. Me confesó que yo era su fortaleza y su vida. Que quería tener a su familia con él, que todo volviera a ser como antes. Le dije sin rodeos que seguramente no esperaba que podía cortar nuestro amor con el frío cuchillo de la indiferencia y luego creer que encontraríamos a nuestro alcance una unión sin costuras. Habíamos sido una de las parejas más afortunadas, con amor, familia y una ilimitada riqueza. Él lo había destruido todo, no yo.

Regresé a Riyadh. Mi marido me esperaba, con labios trémulos y una sonrisa vacilante. Abdulá y las niñas se volvieron locos de alegría al ver a su padre. Su alegría me inundó lentamente de placer.

En mi casa me sentía forastera, indiferente y desgraciada. Habían ocurrido muchas cosas para que pudiera volver a ser la Sultana de un año antes. Necesitaba un objetivo auténtico, un desafío. Decidí volver a estudiar; ahora había nuevos colegios para mujeres en mi país. Tenía que descubrir la normalidad de la vida y dejar atrás las tontas existencias rutinarias de las princesas.

Y por lo que se refería a Karim, sólo podía esperar que el tiempo borrara el mal recuerdo de su conducta. Yo había sufrido un gran cambio durante la lucha por salvar mi matrimonio de la presencia extraña de otra mujer. Karim había sido la figura suprema en mi vida hasta que él debilitó nuestra unión al hablar de casarse con otra. Una parte sustancial de nuestro amor se había destruido. Ahora él era simplemente el padre de nuestros hijos, y poco más.

Karim y yo nos pusimos a reconstruir nuestro nido y a proveer a nuestros hijos de la tranquilidad que tanto valoramos para la infancia. Me dijo que lamentaba en lo más hondo la pérdida de nuestro amor. Intentó valerosamente redimirse a mis ojos. Pero afirmó que, si continuaba sentándome a juzgar su pasada conducta, quizá los niños y yo perdiésemos la ocasión de gozar del porvenir. Guardé silencio, pero sabía que aquello era cierto.

El trauma de nuestra guerra personal quedaba atrás, pero el sabor de la paz estaba muy lejos de ser dulce. Y a menudo reflexionaba acerca de las cicatrices emocionales que había adquirido en tan poco tiempo; ¡qué tristeza que todas mis heridas me las hubieran causado los hombres! La consecuencia era que no podía tener en alta estima ni a un solo miembro del sexo opuesto.