El martes 28 de agosto de 1980 es un día que nunca olvidaré. Karim y yo acabábamos de volver de Al Táif, una fresca estación de montaña. Me hallaba recostada en un sofá y una de las criadas filipinas me frotaba un pie dolorido. Mis tres hijos estaban en un campamento de Dubai, en los Emiratos, y me aburría sin ellos.
Estaba hojeando los montones de periódicos que se habían acumulado en nuestra ausencia de dos meses, y me llamó la atención una noticia del último diario. Uno de mis parientes, el gobernador de Asir, príncipe Jaled Al Faisal, había tomado medidas para reducir el creciente costo de las bodas en su provincia, limitando las dotes que los novios tenían que pagar para conseguir una novia en su región.
El príncipe había fijado un límite de 25 000 riyales (7000 dólares) como dote máxima que los padres podrían pedir por su hija. La nota puntualizaba que la orden había sido muy bien recibida por los solteros, pues en 1980 el precio medio de las novias era de 100 000 riyales (27 000 dólares). En consecuencia, muchos jóvenes saudís no podían permitirse la adquisición de una esposa.
Le leí la nota a la criada filipina, aunque no me hizo mucho caso, pues no le preocupaban gran cosa los apuros de las saudís que se compraban y vendían. La mera supervivencia ya era una pesada carga para la mayoría de las filipinas. Ellas creían que nosotras, las saudís, éramos muy afortunadas por disponer de mucho tiempo libre y grandes sumas de dinero que podíamos gastar en lo que nos apeteciera.
Como madre de dos hijas, no me preocupaba el precio de las novias, pues cuando a nuestro hijo le llegara el momento de casarse, el precio de las novias no le importaría a nadie. Karim y yo estábamos en excelente condición física, y el dinero no jugaba ningún papel en mis frustraciones diarias. Pero sí vi una creciente tendencia al retroceso entre los varones de nuestra familia. Dentro de sus casas defendían con elocuencia la libertad de la mujer, mientras que en las disposiciones legales que dictaban ellos mismos mantenían muy alta la presión para conservar el statu quo y hacernos vivir como en épocas arcaicas.
Sólo la completa eliminación de la dote habría satisfecho mi anhelo. ¿Cuánto faltaría para que las mujeres no fuésemos compradas y vendidas como cosas?
Estaba muy cansada y empecé a ponerme nerviosa, pues todas mis hermanas, salvo Sara, se hallaban en el extranjero. Mi queridísima hermana se hallaba en las últimas semanas de su cuarto embarazo y se pasaba la mayor parte del día durmiendo.
Mi vida, tan bien planeada en mi juventud, no había llegado a proporcionarme el cumplimiento de los objetivos que había soñado. Hacía la mayor parte de las cosas rutinarias a que se dedicaban mis hermanas y otras princesas amigas.
Puesto que las sirvientas daban a los niños los almuerzos y organizaban sus días, por lo general yo dormía hasta mediodía. Después de un tentempié de fruta, me sumergía en el baño sin importarme el tiempo. Luego me vestía y me reunía con Karim o, si él estaba ocupado, con mis hermanas, para un almuerzo tardío. Después matábamos el tiempo de sobremesa, o leíamos, y más tarde Karim y yo dormíamos la siesta. Luego él volvía al despacho o visitaba a sus reales primos, mientras yo pasaba unas horas con mis hijos.
Al atardecer asistía a fiestas femeninas y volvía a nuestro palacio no más tarde de las ocho o las nueve. Karim y yo procurábamos cenar con nuestros hijos todos los días, para estar al corriente de sus actividades. Y casi todas las noches asistíamos a reuniones sociales, pues pertenecíamos a un grupo selectísimo de parejas. Sí, de parejas mixtas. Generalmente nuestros compañeros eran sólo de la realeza, aunque a veces también hubiera extranjeros de alto nivel, como ministros, y saudís de riquísimas familias u hombres de negocios que incluíamos en nuestro círculo. Y puesto que las libertades sociales no habían llegado aún, los de la joven generación habíamos decidido tomárnoslas por las buenas. Sabíamos que los grupos religiosos hervían de indignación por nuestras salidas en pareja, aunque no habían presentado ninguna queja ante Jalid, nuestro reverenciado y piadoso rey.
Para aquellas reuniones las mujeres nos poníamos nuestras mejores galas, pues teníamos pocas ocasiones de lucir nuestras joyas y modelos exclusivos. A menudo, Karim y yo no volvíamos a casa hasta las dos o las tres de la madrugada; nuestra rutina rara vez se alteraba, salvo si salíamos del país.
Una pregunta me acuciaba todo el tiempo: ¿aquello era todo?, ¿no había más?
No podía negar los hechos por más tiempo. Yo, la fogosa Sultana, me había convertido en una saudí común, aburrida y apática, que no tenía nada realmente importante con que ocupar sus días. Odiaba mi perezosa vida entre lujos, pero vacilaba en cuanto a los pasos que podía dar para cambiar mi ruta adocenada.
Tras el relajante masaje de pies, sentía la necesidad de pasear por los jardines. Para planear nuestro jardín había tomado como referencia el precioso parque de Nura; nada me procuraba tanta sensación de paz como un paseo por la fresca sombra del bosquecillo que cuidaba y regaba profusamente un equipo de doce cingaleses. Vivíamos en medio de uno de los desiertos más secos del mundo, pero nuestros hogares estaban rodeados de lujuriantes jardines verdes. Gracias a las enormes sumas de dinero pagadas para transportar en camiones desde los muelles el agua para regar cuatro veces al día, nosotros, los saudís ricos, podíamos escapar de las rojas arenas que aguardaban la menor oportunidad para asaltar nuestras ciudades y borrar nuestro recuerdo de la faz de la tierra. Con el tiempo, el desierto acabaría ganando, pero por el momento nosotros éramos los dueños de nuestra tierra.
Me detuve a descansar en el mirador especialmente construido para Maha, nuestra hija mayor, quien muy pronto iba a celebrar su quinto cumpleaños. Maha era una soñadora y se pasaba las horas en el interior de aquel tinglado cubierto de viñas, jugando a complicados juegos con amigas imaginarias. Me recordaba mucho a mí misma cuando tenía su edad. Por fortuna ella no compartía la molesta personalidad revolucionaria de su madre, pues Maha gozaba del amor de su padre y no sentía ninguna necesidad de rebelarse. Recogí algunas flores que colgaban por encima del lugar favorito de Maha; había dejado un surtido de juguetes amontonados sin ningún orden. Sonriendo, me preguntaba cómo podía ser tan distinta de su hermana, pues Amani, que ahora tenía tres años, era una criatura que todo lo hacía bien, algo parecido a como fue su tía Sara.
Al pensar en mis hijas la depresión volvió a mí, feroz y aplastante. Me acordé de agradecer a Dios la salud de mis hijos, el niño y las dos niñas, pero se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar en el hecho de que no iba a poder tener más hijos.
El año anterior, en un reconocimiento rutinario en el Hospital y Centro de Investigación Rey Faisal de nuestra ciudad, me habían diagnosticado cáncer de mama. A Karim y a mí aquello nos conmocionó, pues siempre pensábamos en las enfermedades como cosas que eran propias de la gente mayor. Toda la vida había estado libre de enfermedades y había dado a luz a mis dos últimos hijos fácilmente. Los médicos creían que ahora estaba limpia de células malignas, pero había perdido un pecho. Además me advirtieron que no me quedara embarazada.
Como una precaución contra el deseo de tener más hijos, cosa que habría ido contra el sentido común, Karim y yo tomamos la decisión de hacerme esterilizar. Había temido tanto no poder ver crecer a mis hijos que mi mente no se preocupó mucho entonces por tener una familia reducida. En Arabia las mujeres rara vez dejan de producir hijos; sólo la edad termina con los dolores del parto, nada más.
La voz de Karim interrumpió mis profundos e inquietos pensamientos. Lo observé cuando venía a buen paso cruzando por el grueso césped. Habíamos tenido muchas disputas el año anterior, pues nuestra vida se vio angustiada por mi enfermedad. Y de pronto decidí volver a ser la vieja Sultana, la chica que hacía reír a su marido con gozo y abandono. Sonreí por sus piernas largas y atléticas trabadas por la estrechez de su zobe. Mi corazón seguía alegrándose al verlo.
Al acercarse comprendí que algo lo preocupaba. Empecé a descartar las posibles causas, pues conocía los humores de mi marido; sabía que iba a llevarle bastante tiempo vaciar su pesado fardo. Le hice señas con la mano de que se sentase a mi lado. Quería sentarme tan cerca de él como lo permitieran nuestras rígidas costumbres, lo que significaba que nuestros miembros podían tocarse a través de las ropas siempre que nadie pudiera verlo.
Karim me disgustó al sentarse en el rincón más alejado del mirador. No me devolvió la sonrisa de bienvenida. ¿Les habría ocurrido algo a los niños? Me levanté de un salto y le pregunté qué malas noticias traía. Pareció sorprendido de que me anticipara a las malas nuevas. Y entonces Karim pronunció unas palabras que ni en los momentos más desesperados creí que tendría que oírle a mi marido.
—Sultana, hace unos meses tomé una decisión, una decisión muy difícil para mí. No he hablado de esto contigo antes a causa de tu enfermedad.
Asentí, sin adivinar lo que me aguardaba, aunque estaba aterrorizada por sus palabras.
—Sultana, en mi corazón tú eres y serás siempre la mujer y la esposa más importante.
Seguía sin tener la menor idea del mensaje que mi marido quería que oyese, aunque sin duda sus palabras querían prepararme para una noticia que yo no iba a aceptar. Mi expresión tenía que ser muy estúpida; lo que sí sabía era que no quería que me revelara los cambios que pronto sabría eran ya un hecho.
—Sultana, soy un hombre que puede permitirse tener muchos hijos; deseo tener diez, veinte, tantos como Dios quiera darme. —Hizo una pausa que duró una eternidad, y contuve el aliento, asustada—. Me voy a casar con otra. Esta segunda esposa estará ahí para proveerme de hijos. No necesito nada más de ella, sólo niños. Mi amor será siempre para ti.
No podía oír ningún sonido por culpa de los ruidos que atronaban mi cabeza. Estaba atrapada en una tenebrosa realidad que me negaba a creer. Nunca un hecho como aquél había entrado en el reino de las posibilidades, jamás.
Karim aguardaba mi reacción. Al principio no pude moverme. Por fin el aliento volvió a mí en profundas bocanadas. La noticia penetró lentamente en mi cabeza y su significado cobró vida; cuando recobré las fuerzas, sólo pude contestarle con un ataque de rabia que nos llevó a ambos al suelo.
El dolor que sentía, por lo agudo, no podía expresarse en palabras. Mientras le arañaba el rostro y lo pateaba en la entrepierna, tratando por todos los medios de matar al hombre que era mi marido, necesitaba oír las súplicas de Karim pidiéndome gracia.
Él luchó por mantenerse en pie, pero a causa de la súbita locura que me asaltó con violencia, yo me hallaba poseída de una gran fuerza física. Para dominarme, Karim tuvo que sujetarme contra el piso y sentarse encima de mi cuerpo.
Mis gritos atronaban el aire. Los insultos que dirigí a mi marido petrificaron a las sirvientas que habían asomado la cabeza. A Karim lo escupí en la cara como una salvaje y vi crecer el asombro en su expresión al ver la cólera que había provocado. Finalmente las sirvientas, temerosas de ser testigos de hechos como aquéllos, se apresuraron a desaparecer en todas direcciones para ocultarse en los edificios o detrás de matorrales.
Al cabo, mi cólera se extinguió y descendió sobre mí una calma mortal. Había tomado una decisión. Y le dije a Karim que quería el divorcio; nunca me sometería a la humillación de aceptar a otra esposa. Él dijo que el divorcio se hallaba fuera de toda cuestión, salvo que yo quisiera renunciar a mis hijos para que los educase su segunda esposa. Que nunca permitiría que dejaran su hogar.
Como en un destello, de pronto vi la vida que se extendía ante mí. Muy alejado de la dignidad y decencia propias de un hombre civilizado, Karim iría tomando una esposa tras otra. Muchos hombres y mujeres conocen los límites de lo que pueden soportar; y yo supe que no me hallaba en disposición de atenerme a aquel libertinaje.
Que Karim voceara los engaños que quisiera; yo entendía muy bien lo que significaba tomar una segunda esposa. El deseo de tener hijos no estaba en la base de aquello. Las razones eran más primitivas. Llevábamos ocho años casados; su objetivo era la licencia sexual. Era evidente que mi marido se había cansado de comer siempre el mismo plato y buscaba un nuevo y exótico alimento para su paladar.
Y además me sacaba de quicio que Karim me hubiera tomado por tonta, lo bastante como para aceptar sus bien argumentadas explicaciones. Muy bien, aceptaría lo que Dios me echara, pero esa conformidad no se refería a mi mundano marido. Le dije que se alejase de mi presencia; aquel día iba a contener mis ganas de asesinarlo.
Por primera vez, sentí un agudo sentimiento de desprecio hacia mi marido. Mostraba una fachada de prudencia y amabilidad, pero sus entrañas eran astutas y egoístas. Me había acostado a su lado durante ocho años, pero de pronto me parecía un extraño a quien no conocía. Le pedí que saliera de mi vista; me disgustaba descubrir que al fin y al cabo, él sólo era la apariencia de un hombre, sin mucho que alabar.
Lo seguí con la mirada cuando se alejaba; cabizbajo, con los hombros hundidos. ¿Cómo era posible que lo quisiera menos que una hora antes? Y sin embargo el caudal de mi amor había disminuido. Era yo quien había mantenido el personaje de Karim muy alto, viéndolo muy por encima de los demás hombres de nuestra tierra; no obstante, en lo más profundo de su ser era como todos.
Cierto, habíamos vivido un año de dificultades; cierto, el matrimonio había resultado restrictivo e irritante. Habíamos gozado de siete años de inmensas alegrías y sólo habíamos tenido que soportar un año de problemas. Por eso la idea de nuevos gozos, quizá de una nueva mujer sin complicaciones, se había infiltrado en los sueños de mi marido.
Lo peor de todo era que había demostrado ser un hombre capaz de chantajear a aquella con quien había tenido sus hijos. Sin ningún sonrojo había dejado entrever la siniestra posibilidad de que la felicidad de mis queridos niños dependiera de su segunda esposa. Esto tenía que devolverme a la realidad de mi mundo dominado por los hombres.
Y mientras un plan empezaba a tomar forma en mi mente, sentí lástima por mi marido. Su memoria le había dado un recuerdo borroso de aquella con quien se había casado. Le iba a resultar muy difícil ser más listo que yo para conseguir la posesión de mis hijos.