La mano de Nura temblaba al recuperar el Corán, nuestro libro sagrado. Y me subrayó un versículo. Con emoción creciente leí el pasaje en voz alta:
Si alguna de vuestras mujeres es culpable de impureza
procuraos el testimonio de cuatro testigos
contra ella; y si atestiguan, confinad a la culpable
en su casa hasta que la muerte la reclame.
Clavé los ojos en Nura y luego, una tras otra, en mis otras hermanas. Mi mirada se posó sobre el asombrado rostro de Tahani. Se había perdido toda esperanza por su amiga Samira.
Sara, en general silenciosa y contenida, habló ahora:
—Nadie puede ayudarla. El Profeta ordenó personalmente ese método de castigo.
—Samira no es culpable de impureza —repliqué, encolerizada—. Jamás hay cuatro testigos para ningún delito Hudud (los delitos contra Dios). ¡Sólo fue que se enamoró de un occidental! Nuestros hombres han decidido que ellos pueden acostarse con extranjeras, con mujeres de otras religiones, pero nosotras no; ¡a nosotras nos lo prohíben! ¡Es de locos! ¡Esa ley —y su interpretación— ha sido hecha por hombres… y para hombres!
Nura trató de tranquilizarme, pero yo estaba dispuesta a pelear hasta el último centímetro contra aquella tiranía antinatural que ahora se metía con alguien a quien todas queríamos mucho, con Samira.
El día anterior Samira había sido condenada por los hombres de su familia y de su religión a ser confinada en una estancia sin luz hasta el momento de su muerte. Samira tenía veintidós años. La muerte llegaría muy lentamente a una persona joven y fuerte como ella.
¿Su delito? Mientras estudiaba en Londres conoció a un chico que no pertenecía a su fe, y se enamoró de él. Desde que tenemos uso de razón, a nosotras, las mujeres saudís, nos enseñan que para una musulmana es pecado atarse a un infiel; no podríamos garantizar la enseñanza de nuestra fe a nuestros hijos si el marido fuese cristiano o judío; ni la madre ni la esposa tendrían voz ni voto.
A los musulmanes nos enseñan que el Islam es el último mensaje de Alá a la humanidad y, por consiguiente, es la fe superior a las demás. Nosotros no podemos someternos a sabiendas bajo el patrocinio de los infieles, ni debemos permitir que pueda desarrollarse tal relación. Y sin embargo muchos hombres saudís se casan con mujeres de otras creencias sin que suceda nada. Sólo las saudís pagan un alto precio por su unión con un infiel. Los estudiosos del tema dicen que las uniones de musulmanes con mujeres de otras creencias son permisibles porque a los hijos se los educa en la superior fe musulmana del padre.
Sólo pensar en la injusticia de todo aquello me hacía prorrumpir en gritos de cólera. Mis hermanas y yo comprendimos que a partir de aquel momento los hitos de la vida de Samira llevaban, uno tras otro, a una gran tragedia. Y quienes éramos sus amigas desde la infancia nos veíamos impotentes en nuestro deseo de rescatarla.
Samira había sido la mejor amiga de Tahani desde los ocho años; era sólo una criatura cuando su madre enfermó de cáncer de ovarios y, aunque se curó, le dijeron que no podría tener más hijos. Por raro que parezca, el padre de Samira no se divorció de su esposa ahora estéril, cosa que habría sido normal para la mayoría de los saudís.
Mis hermanas y yo sabíamos de mujeres que se vieron atacadas por enfermedades graves, sólo para ser arrinconadas por sus maridos. El estigma social del divorcio es severo, y el trauma emocional y económico, aplastante para las mujeres. Si los niños de la divorciada no son críos de pecho, también ellos pueden verse apartados de su madre. Si es afortunada, tendrá unos padres amantes que le darán la bienvenida a su casa o un hijo mayor que le dará refugio. Sin el apoyo de la familia, ella quedará sentenciada, pues ninguna mujer soltera o divorciada puede vivir sola en mi país. Hay unas viviendas promocionadas por el gobierno, construidas especialmente para acomodar a esas mujeres, pero en ellas la vida es sombría y todos sus instantes son muy crueles. Las pocas divorciadas que tienen la ocasión de casarse por segunda vez, será por haber tenido la suerte de ser bellas o muy ricas. En la sociedad saudí, de los fracasos matrimoniales y de los divorcios la culpable es siempre la mujer.
La madre de Samira había sido una de las afortunadas. Su marido la amaba de verdad y ni por un instante pensó en echarla a un lado en el momento en que lo necesitaba más. Ni siquiera tomó una segunda esposa para proveerse de hijos. El padre de Samira es un hombre tenido por raro en nuestra sociedad.
Samira y Tahani eran amigas íntimas. Y puesto que Sara y yo teníamos edades muy cercanas a las suyas, éramos también compañeras de sus juegos. Las tres envidiábamos a Samira en muchos aspectos, pues su padre sentía una gran pasión por su única hija. A diferencia de la gran mayoría de los saudís de su generación, él era hombre de mentalidad moderna y le prometió a su hija que ella se vería libre de las anticuadas costumbres que obligaban a las mujeres de nuestra tierra.
Samira había visto el dolor que sufríamos por culpa de evidentes errores de nuestro padre. En todas las crisis, ella se había mantenido firme a nuestro lado, apasionada por nuestra causa. Los ojos me escocían al recordar sus lágrimas en la boda de Sara. ¡Se me había echado al cuello, lamentándose de que Sara moriría obligada a aquella servidumbre! Y ahora era ella, Samira, quien se hallaba encerrada en una lóbrega cárcel sin poder hablar ni con sus criadas, y cuya comida le era entregada a través de un agujero en la base de la única puerta. Jamás volvería a oír otra voz humana. Su único mundo sería ya sólo el sonido de su propia respiración.
Pensar en ello era insoportable. Le sugerí a Sara que quizá Karim y Asad podrían prestarle alguna ayuda. Tahani levantó la mirada, expectante. Sara negó lentamente con la cabeza: no. Asad ya había hecho averiguaciones; ni el tío ni el marido de Samira levantarían la dura sentencia de oscuridad y silencio hasta la muerte. Aquello era un asunto entre su familia y Dios.
El año de mi boda, Samira ya había planeado su futuro con gran cuidado. Desde la infancia albergó la rara idea de ser ingeniera. Ninguna mujer tenía en Arabia tal título, pues se nos dirige hacia carreras consideradas adecuadas para las mujeres: profesoras, pediatras o asistentes sociales de mujeres y niños.
Además, a las estudiantes saudís se les prohíbe tener cualquier tipo de contacto con profesores varones, por lo que el padre de Samira había contratado los servicios de una profesora londinense. Después de años de concentración y esfuerzo estudiando en casa, Samira había sido aceptada en una escuela técnica de Londres. Su padre, muy orgulloso de su inteligente y bella hija, fue con ella y con su mujer a Londres.
Los padres de Samira le encontraron un departamento y emplearon a dos criadas indias y a una secretaria egipcia que vivirían con ella. Tras despedirse de su hija, regresaron a Riyadh. Y claro, a nadie se le ocurrió que no volverían a verse jamás. Pasaron los meses y, de acuerdo con lo que esperábamos, Samira sacaba resultados excelentes en sus estudios. Al cuarto mes de estar en Londres conoció a Larry, un estudiante californiano en régimen de intercambio. Los opuestos se atraen, como dicen, pues Larry era alto, rubio y fornido, un espíritu liberal de California, mientras que Samira era exótica, esbelta y enmarañada en la confusión creada por nuestros hombres con su tiranía.
Le escribió a Tahani que el amor había cargado un gran peso en su corazón, pues sabía que le estaba prohibido casarse con un cristiano. Larry era un católico que nunca aceptaría convertirse a la fe del Islam, recurso que habría solucionado el problema.
Al mes, Tahani recibió otra carta, más desesperada todavía. Ella y Larry no podían seguir separados por más tiempo; mientras estuvieran en Londres, ella viviría con él, y luego se fugarían a los Estados Unidos para casarse y vivir allí. Más tarde también sus padres podrían adquirir una casa en aquel país, cerca de la suya; ella estaba segura de que la relación con su familia más cercana no iba a sufrir por eso. No obstante, la privarían de su nacionalidad saudí y nosotros no volveríamos a verla en nuestro país, pues entendía que no podría regresar a su tierra tras un suceso tan escandaloso como es casarse con un infiel.
Lo más trágico es que los padres de Samira no llegaron a enterarse jamás del problema de su hija, pues ambos, junto con su chofer, perecieron instantáneamente al estrellarse contra su coche un camión cisterna, cuando cruzaban una concurrida calle de Riyadh.
En el mundo árabe, cuando muere el jefe de la familia (que siempre es un hombre), su hermano mayor se hace cargo de los asuntos de los miembros de la familia sobrevivientes. Y tras la muerte de su padre, el guardián de Samira era ahora el hermano mayor de éste.
Nunca dos miembros de una misma familia se habían parecido menos. Y así, mientras que el padre de Samira era tolerante y cariñoso, su tío era severo e inflexible. Hombre de una profundísima fe, había expresado a menudo su disgusto por la vida independiente de su sobrina. Escandalizado, desde el día en que ella ingresó en el colegio de Londres no había vuelto a hablar con su hermano. Desdeñoso con la educación de las chicas, creía que era preferible casarlas a temprana edad con un hombre maduro en ideas y años. Él mismo se acababa de casar con una niña que había tenido su primera menstruación pocos meses antes y que era hija de un hombre de su mismo talante.
El tío de Samira era padre de cuatro hijas y tres hijos; a ellas las había casado a la primera señal de pubertad. Y no habían recibido otra educación que las tradicionales artes femeninas de cocinar y coser, aunque poseían una amplia instrucción en lectura a fin de poder recitar el Corán.
El día siguiente al de la muerte de sus padres, Samira recibió una segunda conmoción; llegó una orden de su tío, convertido ahora en el jefe de la familia. La orden decía: «Regresa a Riyadh en el primer vuelo y trae contigo todas tus pertenencias».
Su temor a lo brutal que sería su vida bajo la autoridad de su tío la llevó a armarse de valor y lanzarse de un modo irracional a una precipitada carrera hacia lo desconocido. Larry y ella cometieron el fatal error de marcharse a California.
La manifiesta desobediencia de aquella chica marcó a fuego el corazón de su nuevo guardián. Por aquel tiempo él no tenía el menor conocimiento del amante extranjero de Samira; no podía comprender a la díscola muchacha, pues no tenía ninguna experiencia con chicas rebeldes.
Al cabo de un mes, sin noticias aún del paradero de Samira, su tío creyó que habría muerto y que su cuerpo se estaría descomponiendo en una tierra pagana. Intensificó sin éxito los esfuerzos por encontrarla, hasta que, finalmente, ante la insistencia de su hijo mayor, contrató los servicios de una agencia de detectives para que encontrasen la pista de la única hija de su hermano.
Una mañana, muy temprano, el tiránico tío de Samira llegó a nuestra villa empuñando el informe de la agencia y rugiendo de rabia. Venía a pedir que mi hermana, la confidente de Samira, le revelase el paradero de su malvada sobrina y de su amante infiel.
A Tahani le maravilló su cólera, nos decía al contarnos los hechos con los ojos desorbitados. Se golpeaba la cabeza contra las paredes de su casa pidiendo a gritos a Alá que lo ayudara a matar a su sobrina, y entre feroces acusaciones prometía vengarse del amante pagano. Maldecía el día en que nació la hija de su hermano y pedía a Dios que dejara caer calamidades sobre su descreída sobrina, afirmando que había mancillado el honor de la familia para las generaciones venideras.
Sobrecogida por sus gritos y por su violencia, Tahani huyó de casa y corrió a refugiarse en el despacho de su marido Habib. Cuando volvieron a su palacio, el tío de Samira ya se había ido, no sin antes advertir a los criados que quien diese cobijo a su sobrina tendría que soportar su castigo. Para secar las lágrimas de Tahani, Habib fue a ver al tío con objeto de tranquilizar su encolerizada malicia. Le aseguró que su sobrina no estaba en contacto con nuestra familia.
Aislada como estaba en un país extranjero, Samira no se había dado cuenta de que su tío, en su incesante esfuerzo por localizar a su sobrina, ahora confiscaba el correo de todos los miembros de la familia. Intimidaba a la familia, amenazándola con grandes castigos si algún contacto con su sobrina escapaba a su atención. Al fin la muchacha anhelaría comunicarse con los de su sangre; cuando la gran pecadora (como la llamaba él) flaquease, no se le iba a escapar de las manos. Sólo tenía que esperar.
Entretanto, en California, Larry estaba cada vez más inseguro de su amor y Samira se revolvía, perdida por completo. La indiferencia de su amante le hirió duramente en el corazón y, llena de miedo e inseguridad ante el futuro, llamó a Tahani. ¿Qué podía hacer? En su nueva tierra tenía poco dinero y menos amigos. Y sin casarse con Larry no le iban a permitir quedarse en los Estados Unidos. Aunque permitiéndole a Tahani seguir libremente su amistad con Samira, Habib se negó a la petición de su esposa de mandarle dinero.
Con sólo unos pocos miles de dólares en su cuenta, Samira en un acto de desesperación, llamó a su tía más querida, la hermana menor de su padre, quien, temerosa del poder de su hermano, informó a éste de la llamada de su sobrina. Y al enterarse de sus dificultades, el tío planeó cuidadosamente el secuestro de Samira para traerla bajo su poder.
Samira fue atraída a El Cairo con la promesa de un pacífico retorno a la familia de la que había huido. Se le mandó un giro telegráfico para pagar el pasaje de regreso. Ella le contó por teléfono a Tahani que tenía poco para elegir. El amor de Larry se había evaporado y él no se sentía inclinado a ayudarla económicamente. Por no haber sacado aún su título, ella no podía ganarse un sueldo. No tenía dinero. Había llamado a las embajadas saudís en Washington y Londres, pero el personal de las embajadas no se sintió muy compadecido de ella cuando les explicó su situación y se limitaron a decirle secamente que debía volver con su familia. Era imposible huir de la realidad; tenía que volver a Arabia.
Samira le contó a Tahani que tenía muchas esperanzas de que sus tías le dijeran la verdad, pues le habían jurado que su hermano había suavizado su actitud y accedido a que continuase su educación en Londres. Después de todo, quizá su tío tratara con amabilidad a la única hija de su hermano. Tahani, segura de que la cólera de su tío no había menguado, no supo cómo transmitirle su alarma, pues a las claras veía lo intrincada que era la situación de Samira.
Ésta fue recibida en el aeropuerto de El Cairo por dos tías y dos primos. Ellos tranquilizaron sus aprensiones hablándole de su vuelta a Londres una vez que hubiera reparado su aislamiento de la familia. Samira sacó la conclusión de que, por fortuna, todo acabaría bien.
Y regresó a Riyadh.
Al no llegar las esperadas llamadas telefónicas de Samira, Tahani cayó en una profunda depresión. Y por fin se decidió a llamar a los parientes de Samira, sólo para que le comunicaran que la chica tenía un poco de fiebre y no se sentía con ánimos de hablar con sus amigas. Le aseguraron que ella la llamaría en cuanto su salud mejorase.
A la segunda semana de su regreso, una de las tías de Samira contestó a las peticiones de Tahani con la noticia de que le habían arreglado un matrimonio y que ella deseaba que Tahani dejara de llamarla, pues su novio no veía con buenos ojos las amistades de infancia de la que iba a ser su esposa.
Por fin Samira logró ponerse en contacto con Tahani. Le dijo que sus esperanzas se habían venido abajo desde el mismo instante en que vio a su tío. Mientras éste estuvo esperando el momento de verse con ella, su furia fue en aumento hasta estallar cuando vio finalmente a su «descreída» sobrina.
Desde la noche de su llegada, Samira fue confinada en sus habitaciones a la espera del veredicto de su tío. Ni un solo miembro de la familia se atrevió a levantar una voz de protesta por el mal trato. A ella le habían contado, le dijo Samira a Tahani, que le habían arreglado un matrimonio adecuado, y que la casarían antes de un mes. Que a ella la aterrorizaba tal idea, que su relación con Larry había sido de profundo amor y ya no era virgen, claro.
Nos las arreglamos para averiguar algunos detalles de la boda, pues no se invitó a nadie que no perteneciera a la familia de Samira. Sabíamos que no sería una unión gozosa; que el novio se hallaba en la cincuentena y que Samira iba a ser la tercera esposa.
Mucho después, uno de los primos de Samira le explicó a Habib lo que se rumoreaba en la familia; que en su noche de bodas Samira había peleado con su marido con tal fuerza y determinación, que el hombre apenas si había logrado sobrevivir a la toma de conocimiento de quién era ella. Nos dijeron que el marido era bajo, gordo y no muy fornido. Había habido derramamiento de sangre, claro, pero fue la suya; y en la feroz batalla, él tuvo poco tiempo para comprobar la virginidad de su esposa.
Al preguntarle Tahani a la tía, que ahora lamentaba su papel en la captura de la sobrina, le contestó que al principio el marido se había mostrado encantado con la tigresa con quien se había casado. Sus insultos y su brava resistencia habían resultado poco para hacerle cambiar su decisión de conquistarla por la fuerza. Pero a medida que pasaba el tiempo empezó a inquietarse por las violentas muestras de desdén de Samira, hasta que acabó por lamentar haberla aceptado bajo su techo.
Samira alardeó ante su tía de que, en su aflicción, se había envalentonado hasta el punto de gritarle a su marido a la cara que ella jamás podría amar a un tipo como él. Que había conocido las caricias de un auténtico hombre, un hombre fuerte. Desdeñó las prácticas amatorias de su marido y lo comparó cruelmente con su alto y bien parecido estadounidense.
Sin ceremonia alguna, el marido de Samira la repudió, depositándola luego en la puerta de la casa de su tío. Furioso, le dijo al tío de ella que la familia no tenía ya honor y que se la habían dado en matrimonio a sabiendas de que ya no era pura. Le contó con abundancia de detalles la vergüenza de Samira al ir al lecho nupcial llevando en la mente el recuerdo de otro.
Con un furor que era como un negro pozo sin fondo, su tío buscó la respuesta en las páginas del Corán y pronto encontró los versículos que cimentaron su decisión de encerrar a quien había deshonrado el nombre familiar. El marido divorciado, al que escocían aún los insultos sobre su virilidad, reforzó su decisión al anunciar a quien quisiera oírlo que la familia del tío de Samira carecería de honor si no se aplicaba a la chica un castigo ejemplar.
Habib le dio a Tahani la triste noticia de que Samira había sido sentenciada a la «cámara de la mujer», un castigo especialmente cruel. En el último piso de la villa de su tío habían dispuesto para ella una habitación especial. Para este propósito habían preparado una estancia sin ventanas, enteramente forrada. Las ventanas habían sido cegadas con bloques de cemento, y todo el aposento había sido aislado del exterior de forma que los gritos de la presa no pudieran ser oídos. Habían instalado una puerta especial con un torno en su base que servía para entrar la comida. Y un agujero en el suelo para librarse de los desperdicios del cuerpo.
A las curiosas criadas extranjeras se les dijo que un miembro de la familia había sufrido lesiones en el cerebro en un accidente, y se temía que pudiese dañarse a sí misma o lesionar a otros miembros de la familia.
Mis hermanas y yo nos habíamos reunido para consolar a Tahani, que sufría mucho por el encarcelamiento de alguien tan cercana a su corazón. Sufríamos todas y cada una, pues Samira era una de nosotras; una saudí que no podía recurrir a nadie ante la injusticia.
Y mientras yo tramaba planes de rescate sin fin, mis hermanas mayores veían la situación con mayor claridad. Ya habían oído relatos sobre otras mujeres como ella, y sabían que no había ninguna esperanza de librarla del aislamiento para el resto de su vida.
El sueño me abandonó durante muchas noches; me consumían sentimientos de desesperación y desamparo. También yo había oído historias de otras mujeres de mi país condenadas al castigo de la cámara de la mujer, pero jamás había tenido en mi mente el cuadro de los ahogados alaridos de angustia y desesperación proferidos por alguien a quien yo hubiera conocido, que hubiese encarnado las ideas y esperanzas de nuestra tierra, una mujer que ahora vivía en la más absoluta de las tinieblas, sin sonidos ni imágenes con que sostener su vida.
Una noche desperté creyendo haber tenido una pesadilla. Me disponía a respirar a fondo para tranquilizarme, cuando caí en la cuenta de que la pesadilla era real; para los que conocíamos a Samira no habría alivio posible; seguiría sufriendo en total desamparo una cautividad y un aislamiento absolutos. Una pregunta me rondaba sin cesar por la cabeza: ¿qué poder de la tierra podría liberarla? Y contemplando el estrellado cielo nocturno del desierto tuve que contestarme que ninguno.