MUERTE DE UN REY

El año 1975 me trae recuerdos agridulces; fue a la vez un año de radiante felicidad y de descorazonadora tristeza para la familia y para el país.

Abdulá, mi hijo adorado, celebraba su segundo cumpleaños. Con nuestros aviones particulares trajimos de Francia un pequeño circo para la fiesta; el circo permaneció una semana en el palacio del padre de Karim.

Sara y Asad habían sobrevivido a su atrevido noviazgo y ahora se hallaban felizmente casados y esperando a su primer hijo. Asad, expectante por el vástago que iba a nacer, había volado a París para comprarle toda la ropa infantil de que disponían en tres grandes almacenes. Nura, su suspicaz madre, decía a quien quisiera oírla que Asad había perdido la cabeza. Arropada con tanto amor, Sara, que tanto había sufrido, resplandecía finalmente de felicidad.

Alí estudiaba en los Estados Unidos y ya no podían complicarle la vida los asuntos de su hermana. A papá le dio el mayor susto de su vida al anunciarle que se había enamorado de una estadounidense de la clase trabajadora, aunque, para alivio de mi padre, Alí era muy voluble y pronto nos comunicó que prefería tener una esposa saudí. Más tarde averiguamos que la mujer le había dado a Alí en la cabeza con un candelabro cuando éste empezó a mostrarse agresivo y a exigirle obediencia ante sus rechazos.

Nosotras, las parejas saudís de ideas modernas, nos aprovechamos de la sutil relajación de las severas restricciones que pesaban sobre la mujer, pues los años de esfuerzo del rey Faisal y de su esposa Iffat en pro de la libertad y educación de la mujer han demostrado su acierto. Con la educación vino además la determinación de cambiar nuestro país. Algunas mujeres ya no se cubrían el rostro, rechazando el velo y sosteniendo valientemente la mirada de los sacerdotes que querían desafiarlas. Se cubrían aún el pelo y llevaban abaayas pero el valor de estas pocas nos llenaba a todas de esperanza. A las de sangre real jamás se nos hubieran permitido esas libertades; era la clase media la que mostraba su fuerza. Ahora abrían colegios para mujeres sin que los mutawas hicieran manifestaciones de protesta. Estábamos seguras de que la educación de la mujer nos llevaría finalmente a la igualdad. Por desgracia, entre los fundamentalistas sin estudios seguían dándose casos de penas de muerte para las mujeres.

Sin darnos cuenta, en sólo un semestre, Karim y yo nos convertimos en propietarios de cuatro nuevas casas. Por fin habían completado nuestro palacio de Riyadh, y Karim creyó que su hijo crecería más fuerte respirando los aires marinos, así que nos compramos una nueva villa junto a las playas de Jiddah. Papá tenía un espacioso departamento en Londres, a sólo cuatro calles de Harrod’s, y lo ofrecía a cualquiera de sus hijos a quien pudiera interesarle. Y puesto que todas mis hermanas y cuñados tenían ya casas en Londres, y que Sara y Asad se estaban comprando una casa en Venecia, Karim y yo aprovechamos la oportunidad de tener una casa en aquella ciudad tan llena de vida y color, y tan querida por los árabes. Y, por fin, como regalo especial por nuestro tercer aniversario de bodas y por haberlo obsequiado con un precioso hijo, Karim me compró una hermosa villa en El Cairo.

Con la ocasión del nacimiento de Abdulá, el joyero de la familia había volado a Riyadh desde París para traernos una muestra de joyas de diamantes, esmeraldas y rubíes que había diseñado en siete elegantes juegos de collar, pulsera y pendientes. No hay que decir que me sentía más que recompensada por hacer lo que más había deseado.

Karim y yo pasábamos en Jiddah todo el tiempo que podíamos. Por fortuna nuestra villa se hallaba situada en un lugar muy envidiado que frecuentaba la realeza.

Contemplando a nuestro hijo, que rodeado de doncellas filipinas chapoteaba en las cálidas aguas azules rebosantes de peces exóticos, nos entreteníamos jugando backgammon. Incluso a nosotras, las mujeres, se nos permitía tomar baños, aunque conservábamos los abaayas estrechamente envueltos a nuestros cuerpos mientras no nos hubiésemos sumergido hasta el cuello. Una de las sirvientes me libraba del abaaya, que yo mantenía en alto con la mano, para poder nadar y chapotear con total abandono. Era todo lo libre que puede serlo una mujer en Arabia Saudí.

Estábamos a fines de marzo, un mes no muy caluroso, por lo que no nos quedábamos al sol mucho tiempo después de mediodía. Les decía a las sirvientes que llevaran a nuestro alegre hijo a remojarse en la ducha portátil especial de agua caliente. Y lo contemplábamos mientras borboteaba y pataleaba con sus gordas piernitas. Nuestras sonrisas estaban llenas de orgullo; apretándome la mano, Karim me decía que se sentía culpable por disfrutar de aquella felicidad. Más tarde se acusaría de habernos traído (a nosotros y a todos los saudís) mala estrella por vocear su alegría de vivir.

La mayor parte de los árabes cree en el mal de ojo; nunca hablamos en voz alta de nuestra alegría de vivir ni de la belleza de nuestros hijos. Porque seguro que algún mal espíritu lo oirá y querrá robarnos el objeto de nuestra alegría o causarnos una pena llevándose a un ser querido. Para apartar de nosotros el mal de ojo, nuestros bebés van protegidos con unas cuentas azules cosidas a su ropa. Y pese a nuestra cultura, nuestro hijo no fue una excepción.

Un momento después retrocedíamos horrorizados al ver que Asad corría hacia nosotros diciendo: «¡El rey Faisal ha muerto! ¡Ha sido asesinado por un miembro de la familia!». Nos quedamos sin habla; y nos sentamos, estremecidos, mientras Asad nos contaba los pocos detalles que había sabido por un primo de la realeza.

En la raíz de la muerte de nuestro tío se hallaba una disputa por la apertura de una emisora de televisión que había ocurrido casi diez años antes. El rey Faisal siempre se había mantenido firme en lo concerniente a la modernización del pueblo de nuestro país. Karim contaba que en una ocasión le había oído decir que, tanto si nos gustaba como si no, entre protestas y pataleos, iba a llevarnos a rastras al siglo XX.

Los problemas que enfrentaban los ciudadanos excesivamente religiosos eran la continuación de las situaciones fastidiosas con que se topó el mismísimo primer gobernante del país y padre de Faisal, Abdul Aziz. Los fanáticos lucharon furiosamente contra la apertura de la primera emisora de radio, y nuestro primer rey salvó las objeciones ordenando que se divulgase el Corán a través de las ondas del aire. Las personas religiosas no pudieron ver una gran falta en aquel expeditivo método de divulgar la palabra de Dios. Y años después, cuando Faisal presionó para proveer de emisoras de televisión a nuestro pueblo, se encontró, al igual que su padre antes que él, con la oposición de los jeques religiosos del Ulema.

Por desgracia se unieron a aquella protesta miembros de la realeza y en setiembre de 1965, cuando yo no era más que una niña, la policía disparó y mató a uno de nuestros primos que se manifestaba contra una emisora de televisión a pocos kilómetros de Riyadh. El príncipe renegado y sus seguidores arrasaron la emisora. Aquel episodio terminó en batalla campal contra la policía y él perdió la vida. Habían transcurrido casi diez años desde entonces, pero el hermano menor del príncipe estuvo destilando odio hasta que pudo matar a su tío, el rey.

Karim y Asad tomaron el avión para Riyadh. Sara y yo, junto con varias primas nobles, nos reunimos dentro de los confines de un palacio de la familia protegido por altos muros. Allí nos lamentamos, gritándonos nuestro dolor las unas a las otras. Pocas primas había que no amasen el rey Faisal, pues él era nuestra única oportunidad de cambio y definitiva libertad. Sólo él tenía, ante los sacerdotes y ante facciones disidentes de la realeza, el prestigio necesario para defender la causa de las mujeres. Nuestras cadenas las sentía como suyas, e imploraba a nuestros padres que lo secundaran en su búsqueda del cambio social. Yo misma le oí decir una vez que, aun cuando hombres y mujeres tengan papeles distintos, por ser dirigidos por Dios ningún sexo debería prevalecer sobre el otro con una supremacía indiscutible. Y con un hilo de voz dijo que disfrutaría de muy poca felicidad mientras los ciudadanos de su tierra, hombres y mujeres, no fueran los dueños de sus propios destinos. Creía que sólo con la educación de las mujeres se podría fortalecer nuestra causa, pues tenía por cierto que nuestra ignorancia nos mantenía en las tinieblas. Y es verdad que desde Faisal ningún otro gobernante ha defendido nuestra causa. Al volver la vista atrás, la corta pero impetuosa escalada hacia la libertad empezó su resbaladizo descenso en el instante en que su vida estalló bajo las balas de su propia y falsa familia.

Nosotras, las mujeres, comprendimos con el corazón destrozado que la ocasión de lograr nuestra libertad había sido enterrada con el rey Faisal. A todas nos ahogó la cólera y el odio por la familia que había engendrado un primo como aquel Faisal Ibn Musaid, asesino de todos nuestros sueños y esperanzas. Una de mis primas gritó que el propio padre del asesino no andaba bien de la cabeza. Que habiendo nacido en una posición destacada dentro de la jerarquía de la realeza saudí, por ser hermanastro del propio rey Faisal, había rehuido todo contacto con cualquier miembro de la familia así como cualquier tipo de responsabilidad con el trono. Uno de los hijos fue un fanático, dispuesto a morir para impedir la inocente puesta en marcha de una emisora de televisión, y otro había matado a nuestro querido y respetado rey Faisal.

Ningún dolor podía ser peor que la idea de una Arabia Saudí sin una mente prudente y sabia como la suya para guiarnos. Nunca, ni antes ni después, he sido testigo de un luto nacional como aquél. Fue como si toda nuestra tierra y todo nuestro pueblo se sintieran sumidos en un dolor insoportable. Y el mejor liderazgo que nuestra familia podía ofrecer había sido cercenado de raíz por uno de los suyos.

Tres días después, la hija de Sara le dio a su madre la gran sorpresa al entrar en este mundo con los pies por delante. La pequeña Fadila, llamada así en homenaje a nuestra madre, se encontró con una nación enlutada. Nuestra pena era tan profunda que la recuperación fue muy lenta, aunque la pequeña Fadila reanimó nuestros espíritus y nosotras recobramos el mensaje de la alegría gracias a su nueva vida.

Temerosa por el futuro de su hija, Sara convenció a Asad de que firmase un documento que garantizara que su hija sería libre de elegir marido sin interferencia de la familia. Sara había pasado por la tremenda pesadilla de soñar que ella y Asad morían en un accidente de aviación y a su hija la educaban según las rígidas costumbres de nuestra generación. Con los ojos clavados en su marido, Sara dijo que antes cometería un asesinato que consentir que su hija se casara con un hombre de mente tortuosa y perversa. Locamente enamorado aún de su esposa, Asad la tranquilizó firmando el papel y abriendo a nombre de la criatura una cuenta de un millón de dólares en un banco suizo. La hija de Sara tendría así los medios legales y económicos para librarse de su pesadilla si un día fuera necesario.

Para las vacaciones de verano Alí volvió de los Estados Unidos, y más odioso si cabe de lo que yo recordaba. Le encantaba relatarnos sus escapadas con mujeres estadounidenses y afirmaba que sí, que como le habían contado, eran todas unas putas.

Al interrumpirlo Karim para decirle que él había conocido muchas mujeres de irreprochable moralidad cuando estuvo en Washington, Alí contestó, riéndose, que habían cambiado mucho. Afirmó que las mujeres que encontraba en los bares tomaban la iniciativa y le proponían acostarse antes aún de que él hubiese podido sacar el tema a colación. Karim le contestó que aquél era el caso; si una mujer estaba sola en un bar, era muy probable que estuviera buscando plan para la noche, para pasarlo bien, pues al fin y al cabo en los Estados Unidos ellas eran tan libres como los hombres. Le dijo a Alí que debería haber ido a las iglesias o a los acontecimientos culturales y se hubiera asombrado de la conducta de las mujeres. Pero Alí se mostró inexorable; dijo que había probado la moral de las mujeres de todas las condiciones en aquel país y que sabía por experiencia que todas eran, decididamente, unas putas.

Como la mayoría de los musulmanes, Alí no entendería nunca las costumbres y tradiciones de otras tierras o religiones. El único conocimiento que la mayoría de los árabes tiene de la sociedad de los Estados Unidos procede del contenido de películas norteamericanas de bajo nivel y espectáculos televisivos que son una basura. Y más importante aún: los hombres saudís viajan solos; por culpa de su obligado aislamiento de las mujeres, su único interés estriba en las extranjeras. Desgraciadamente sólo buscan a las que trabajan en los bares haciendo strip-tease o como prostitutas. Esta visión torcida distorsiona la opinión de los saudís sobre la moralidad de Occidente. Ya que la mayoría de las mujeres saudís no viaja, ellas creen los relatos que cuentan sus hermanos y maridos. El resultado es que la inmensa mayoría de los árabes cree realmente que la mayor parte de las mujeres occidentales son promiscuas.

Hay que admitir que mi hermano era un atractivo muchacho de aspecto exótico que resultaría atractivo para gran parte del sexo opuesto, pero yo sabía sin asomo de duda que la mujer estadounidense no era una prostituta. Le dije a Karim que me moría de ganas de acompañar a Alí a los Estados Unidos. Sería divertido permanecer detrás de él con un cartel que proclamase: «¡Este hombre las desdeña en secreto y las desprecia! ¡Si le dicen que sí, las marcará como unas cualesquiera ante el mundo!».

Antes de partir de vuelta para los Estados Unidos, Alí le dijo a nuestro padre que estaba dispuesto a tomar su primera esposa. La vida sin sexo era muy dura, dijo, y le encantaría tener una mujer a su disposición cada vez que regresara a casa por vacaciones. Y una cosa más importante todavía: ya era tiempo de que él, Alí, tuviera un hijo. Pues, en Arabia, un hombre sin hijos varones no es nadie, sólo el hazmerreír de cuantos lo conocen.

Su esposa no podría vivir con él en los Estados Unidos, por supuesto, sino que viviría en la villa de papá, vigilada con extremo cuidado por Omar y los demás sirvientes. Alí dijo que él debía ser libre para disfrutar de las relajadas costumbres estadounidenses. Los únicos requisitos que le exigía a su novia (aparte de la virginidad, claro) eran la extrema juventud (diecisiete años a lo sumo), una belleza excepcional y una gran obediencia. Antes de dos semanas Alí se hallaba prometido a una prima real; la fecha de la boda se fijó para diciembre; él dispondría de más de un mes entre los trimestres del curso escolar.

Observando a mi hermano, reconocí mi buena estrella al haberme casado con un hombre como Karim. Mi marido estaba muy lejos de ser perfecto, desde luego, pero Alí era el típico macho saudí; tener a un tipo como él por dueño y señor le destroza la vida a una como una trituradora.

Antes de que Alí volviera a los Estados Unidos, la familia se reunió en nuestra villa de Jiddah. Una noche, los hombres bebieron en exceso y empezaron a discutir. En la sobremesa de la cena se abrió a debate el sutil tema de sí las mujeres podían conducir automóviles. Karim y Asad se unieron a Sara y a mí en nuestro empeño por cambiar aquella estúpida costumbre que no tenía base alguna en ninguna regla del Islam. Aportamos el ejemplo de las mujeres que pilotean aviones en los países industrializados, ¡cuando a nosotras ni siquiera se nos permitía conducir automóviles! Muchas familias saudís no pueden permitirse más que un chofer; ¿cómo quedaba la familia cuando él había salido a un recado? ¿Qué pasaría si sucedía una emergencia médica mientras el conductor no estaba disponible? ¿Confían tan poco los hombres árabes en la habilidad de sus mujeres, que prefieren dejar conducir a los chicos de trece y doce años (cosa usual en Arabia Saudí) antes que a mujeres adultas?

Papá, Alí y Ahmed defendían los enloquecedores tópicos de siempre. ¡Alí afirmó que hombres y mujeres se encontrarían en el desierto para sus deslices sexuales! Lo que le preocupaba a Ahmed era el impedimento que para la visibilidad podía suponer el velo. Papá pensaba en la posibilidad de accidentes y en la vulnerabilidad de las mujeres en la calle mientras aguardaban por el guardia de tráfico. Papá miró a los presentes buscando apoyo entre sus otros yernos; una mujer al volante pondría en peligro su vida y la de los demás. Mis otros cuñados se hicieron los distraídos con sus refrescos o dejándonos para ir al baño.

Finalmente, con un aplomo temerario, como si hubiera dado con la brillante idea que pondría fin a la discusión, Alí dijo que como las mujeres son más fácilmente influenciables que los hombres, imitarían a los jóvenes de nuestro país, que hacen verdaderas carreras por las calles. Las mujeres no pensarían más que en emularlos, claro, y el resultado sería que dispararíamos nuestro ya deplorable índice de accidentes.

¡Mi hermano todavía me sacaba de mis casillas! Erróneamente creía Alí que yo había dejado atrás mis impulsos, pero sus vanidosos aires espolearon mi temperamento. Ante la sorpresa general, salté sobre él y, agarrándolo por el pelo, empecé a dar tirones con toda la fuerza de que fui capaz. Se precisó del esfuerzo conjunto de papá y Karim para que lo soltara. Las carcajadas de mis hermanas resonaron por la habitación, mientras sus maridos me contemplaban con una mezcla de asombro y temor.

Al día siguiente, antes de salir para los Estados Unidos, Alí trató de hacer las paces conmigo. Mi rabia eran tan temeraria que maniobré para meterlo en una conversación sobre el matrimonio y la insistencia de nuestros hombres en que sus novias sean vírgenes mientras ellos intentan catar cuantas mujeres puedan. Él se tomó la charla en serio y empezó a citar el Corán, ilustrándome sobre la absoluta necesidad de la virginidad de las mujeres.

Y la vieja Sultana de las jugadas astutas volvió a mí sin esfuerzo. Agité la cabeza y suspiré profundamente. Alí me preguntó qué me sucedía. Le contesté que por primera vez me había convencido. Que estaba de acuerdo con él en que las mujeres deberían llegar al matrimonio vírgenes. Y con una malicia oculta que él no supo ver, añadí que el natural de nuestras chicas había cambiado de tal modo que rara vez se podría encontrar hoy a una auténtica virgen entre ellas. Y ante la inquisitiva expresión de Alí dije que, claro, entre las mujeres saudís que viven en Arabia no había mala conducta, ¿pues qué mujer quiere perder la vida? Pero que cuando salían al exterior buscaban compañía para el sexo y les daban su más preciado tesoro a los extranjeros.

¡Alí se enfureció ante la idea de que un hombre que no fuese como él, un árabe, pudiera desflorar a un virgen saudí! Y muy agitado me preguntó dónde había obtenido yo aquella información. Con una mirada de súplica le rogué que no revelara a nadie nuestra charla, pues con toda seguridad escandalizaría a papá y a Karim. Pero admití que nosotras, las mujeres, hablamos de esas cosas y que aquello era ya un tema muy sabido; la virginidad ya no era corriente en nuestra tierra.

Alí frunció los labios y se sumió en profundas meditaciones. Y me preguntó qué era lo que hacían esas novias en su noche de bodas; pues si no hubiera sangre, la chica sería repudiada y devuelta a su padre. En Arabia las sábanas con manchas de sangre se llevaban en triunfo a la madre del novio para que ésta pudiera mostrar a parientas y amigas que había ingresado en la familia una mujer honesta y pura.

Acercando mi cara a la suya le conté que la mayoría de nuestras jóvenes se hacían reparar el himen en el quirófano. Y añadí que muchas árabes jóvenes dan su virginidad una y otra vez a confiados varones; que es fácil y sencillo engañar a los hombres; que muchos cirujanos realizan en Europa esas intervenciones con gran habilidad y que en Arabia se sabía de algunos.

Luego, ante un Alí absolutamente horrorizado, susurré que si por alguna razón la chica no lograba que le hicieran esa reparación a tiempo para su boda, sólo tenía que meterse el hígado de un cordero en su interior antes del acto sexual. ¡Y lo que desfloraba el novio no era su esposa, sino el hígado de un cordero!

Un nuevo temor absorbía la atención de mi ególatra hermano. De inmediato llamó a un cirujano amigo suyo y, con el teléfono en la mano, se puso lívido cuando su amigo admitió que ese tipo de operación era posible. En cuanto a lo del hígado de cordero, el médico no había oído hablar de eso, aunque parecía un plan inmoral muy viable que las mujeres acabarían descubriendo antes o después.

Alí volvió dos veces a la villa aquel día, obviamente molesto, para pedirme consejo sobre cómo podría protegerse mejor contra engaños como aquél. Le contesté que no había manera, a no ser que se quedara en compañía de su novia día y noche desde el instante de su nacimiento. Tendría que aceptar la posibilidad de que la persona con quien se casaba pudiera ser humana y quizás hubiera cometido errores en su juventud.

Alí regresó a los Estados Unidos sumamente preocupado y desalentado. Cuando les conté mi broma a Karim, Asad y Sara, ésta no pudo contener su júbilo. Karim y Asad cruzaron miradas de preocupación y observaron a sus esposas bajo un nuevo prisma.

La boda de Alí seguía según lo programado. Su jovencísima novia era bella a marear. ¡Qué pena me daba! Pero Sara y yo nos reíamos a carcajadas al comprobar que Alí estaba preocupado hasta la exasperación. Más tarde mi marido me echó una reprimenda por mi mala jugada, al confesarle Alí que ahora temía llegar al acto sexual. ¿Qué ocurriría si lo habían engañado? Jamás podría saberlo, y se vería obligado a vivir con la duda sobre aquella esposa y con las demás esposas del futuro.

La peor pesadilla para un saudí es la de que, en la relación sexual con sus esposas, pise terrenos ya hollados por otro hombre. Si la mujer fuera una prostituta no habría de qué avergonzarse, pero su esposa representaba el honor de su familia, sería la madre de sus hijos. La sola idea de que hubieran podido engañarlo era más de lo que podía soportar mi hermano.

Admití con franqueza a mi marido que yo tenía momentos muy malos y reconocí sin vacilar que tendría que enfrentarme con muchos pecados el día del juicio final. Y sin embargo, la noche de bodas de Alí me sonreí con una satisfacción que nunca había sentido. Había sabido descubrir y explotar el mayor de los miedos de Alí.