Nuestro nacimiento culmina con la muerte. La vida empieza con un solo camino; sin embargo hay ilimitadas vías de salida. Cumplidas las promesas de la vida, lo que sigue es la habitual y temida forma de partida. Que la muerte se lleve a un ser prometedor rebosante de vida es muy triste. Pero si el normal desarrollo de la juventud se ve truncado como resultado de la mano del hombre, eso es aún mucho peor.
Tras la maravillosa experiencia del nacimiento de mi hijo, tuve que enfrentarme a la estúpida muerte de una niña inocente.
Karim y el personal médico intentaron aislarme de las demás mujeres saudís que había a pocos pasos de mi suite. Mientras mi hijo dormía junto a mí, rodeado de todas las protecciones, a otros niños y niñas se los dejaba en la sala general. Me asaltó la curiosidad por saber de sus vidas. Como la mayoría de los miembros de la realeza, yo llevaba una existencia protegida de los ciudadanos ordinarios, y ahora mi naturaleza inquisitiva me llevaba a hablar con aquellas mujeres.
Si mi infancia había sido vacía, pronto aprendí que la vida de la mayoría de las mujeres saudís era más vacía aún. Mi vida estaba gobernada por los hombres, pero tenía protección de muchas clases a causa del nombre familiar. Mientras que la mayor parte de las mujeres que se apiñaban junto al mirador de la sala de los bebés no tenían ni voz ni voto en sus destinos.
Tenía dieciocho años cuando nació mi primer hijo. Vi a chicas no mayores de trece años que cuidaban a sus críos. Y otras no mayores que yo esperaban a su cuarto o quinto hijo.
Me intrigó una jovencísima niña. La pena velaba sus negros ojos contemplando la multitud de niños llorones. Estuvo tan callada y durante tanto tiempo, que comprendí que sus ojos no veían lo que tenía frente a ella. Que, por el contrario, estaba sumida en un drama que se desarrollaba lejos del lugar donde nos hallábamos.
Supe que era de un pueblecito de los alrededores. Las mujeres de su tribu daban a luz en sus casas, pero ella había estado de parto cinco largos días con sus noches y su marido la había llevado a la ciudad para que recibiera asistencia médica. A lo largo de varias mañanas charlé amistosamente con ella y averigüé que la habían casado a la edad de doce años con un hombre de cincuenta y tres. Era la tercera esposa, pero la favorita.
Mahoma, nuestro bienamado Profeta del Islam, enseñó que el hombre debe dividir su tiempo por igual entre sus esposas. En nuestro caso el marido se hallaba tan ocupado con los encantos de su joven mujer que, para resultar más agradables a aquél, las esposas primera y segunda solían rematar su aprobación dejando pasar su respectivo turno. La joven esposa decía que su marido era un hombre de gran vigor, que «lo hacía» muchas veces al día. Ponía los ojos en blanco al decirlo, y movía el brazo arriba y abajo en un movimiento de bombeo para amplificar el efecto.
Ahora estaba asustada, pues había dado a luz a una niña, no a un niño. Su marido se enojaría cuando volviera a recogerlas para el viaje de vuelta al pueblo, porque los primogénitos de sus otras esposas habían sido varones. Tenía el presentimiento de que su marido iba a repudiarla.
Pocas cosas recordaba de su infancia, que ya le parecía tan lejana. Había crecido en medio de la mayor pobreza y casi no había aprendido otra cosa que a sacrificarse y trabajar duramente. Me contó que había ayudado a sus numerosos hermanos y hermanas a apacentar las cabras y los camellos y a cuidar su jardincito.
Yo estaba ansiosa por conocer sus sentimientos con respecto a la vida, a los hombres y a las mujeres, aunque por carecer de educación no recibiría ninguna de las respuestas que esperaba. Se había ido sin que hubiera podido despedirme de ella. Me estremecí, helada ante la idea de su triste vida, y regresé sin apuro a mi suite, muy desanimada.
En un arranque de preocupación por la seguridad de su hijo, Karim había puesto guardias armados ante la puerta de mi suite. Al dar yo mi paseo matinal hasta la sala de los bebés, me sorprendió ver guardias armados ante otra habitación. Creí que habría otra princesa en nuestra ala. Curiosa, pregunté el nombre de la princesa a una enfermera, y a ésta se le formaron unas arrugas en la frente al contestarme que yo era la única princesa del hospital.
Y me contó la historia, no sin antes advertirme que estaba completamente escandalizada. Empezó a insultar a todas las gentes de la tierra antes de describirme lo que había acontecido en la habitación 212. Dijo que en su país nunca podría ocurrir nada parecido, que los británicos son gente civilizada, gracias a Dios, que hacen que el resto del mundo parezca sencillamente bárbaro.
Como no alcanzaba a explicarme aquellos abismos de cólera, le imploré que hiciera el favor de contarme lo que ocurría antes de que llegara Karim en su visita de las tardes.
Me dijo que el día anterior el personal de la clínica se había consternado al ver que unos guardias armados llevaban a maternidad a una chica a punto de dar a luz, con grilletes en los tobillos y manillas. Un grupo de furiosos mutawas, seguido por el asustado gerente, acompañaba a los guardias; éstos, no el gerente, habían llamado a un médico para reconocerla.
Para consternación de éste, le habían comunicado que la chica había sido juzgada según la Shariyá (la ley de Dios) y hallada culpable de fornicación. Y puesto que aquello era un delito de Hudud (contra Dios), la pena era muy severa. Los mutawas, arropados en su fariseísmo, se hallaban allí a fin de dar testimonio para conseguir la condena adecuada.
El médico, un musulmán hindú, no se quejaba ante los mutawas pero iba enteramente ruborizado por el papel que lo obligaban a desempeñar. Él le contó al personal de la clínica que el castigo habitual para la fornicación era la flagelación, pero que en aquel caso el padre había insistido en la pena de muerte. Había que vigilar a la hija hasta que diera a luz, y luego lapidarla.
La barbilla de la enfermera temblaba de indignación al decir que la chica no era más que una niña: no le daba más de catorce o quince años. No sabía más detalles y me dejó para ir a chismorrear con las otras enfermeras en los pasillos.
Le rogué a Karim que hurgase en aquella historia. Vaciló, afirmando que aquello no era asunto nuestro. Tras mucho rogar y poner yo algunas lágrimas de mi parte, prometió interesarse por el asunto.
Sara me animó el día al traerme radiantes noticias del proceso que seguía su romance. Asad había hablado ya con nuestro padre y recibido la deseada respuesta positiva. Sara y él se casarían dentro de tres meses. Yo estaba muy emocionada por mi hermana, que tan poca felicidad había conocido hasta entonces.
Luego me contó otras noticias que hicieron que mi estómago se encogiera de temor. Ella y Asad habían hecho planes para reunirse en Bahrain el siguiente fin de semana. Cuando protesté, Sara me dijo que se reuniría allí con Asad, con mi ayuda o sin ella. Planeaba decirle a nuestro padre que ella se hallaba aún en nuestro palacio, ayudándome en mi nuevo papel maternal. Y a Nura le diría que había vuelto a su casa, con su padre. Dijo que de aquel modo nadie lo descubriría.
Le pregunté cómo podría viajar sin el permiso de nuestro padre, pues sabía que él guardaba los pasaportes de toda la familia en la caja fuerte de su despacho. Además, necesitaría una carta de autorización de papá o jamás le permitirían embarcar en el avión. Me acobardé cuando me dijo que una amiga que había planeado ir a Bahrain a visitar a unos parientes, pero que canceló el viaje al enfermar una de las familiares, le había prestado su pasaporte y su carta de autorización.
Puesto que las mujeres saudís llevan velo y los guardas de seguridad del aeropuerto jamás se atreverían a ver el rostro de una mujer, muchas se prestan mutuamente los pasaportes para esas ocasiones. La carta de autorización es una dificultad añadida; pero también ella se intercambia junto con el pasaporte. Sara devolvería la buena acción en una fecha posterior, planeando un viaje a un país vecino, cancelándolo en el último minuto y prestando luego las credenciales a la misma amiga. Era una detallada operación subterránea que ninguno de nuestros hombres descubriría jamás. Siempre me había divertido la facilidad con que las mujeres engañaban a los funcionarios del aeropuerto, pero ahora que se trataba de mi propia hermana temblaba de miedo.
En un esfuerzo por disuadir a Sara de cometer cualquier acción temeraria, le conté la historia de la chica que aguardaba ser lapidada. Al igual que yo, Sara se conmovió mucho, pero sus planes siguieron adelante. Con creciente inquietud consentí en ser su tapadera. Sara estalló en carcajadas ante la idea de reunirse con Asad sin vigilancia. Había dispuesto lo necesario para utilizar el departamento que una amiga tenía en Manama, capital del pequeño país de Bahrain.
Contenta de antemano, Sara sacó a mi bebé de su capullo de seda. Con una mirada de alegría absorbió su perfección, comentando que ella también conocería pronto las alegrías de la maternidad, porque ella y Asad se morían por los seis pequeños que Huda había predicho con tanta seguridad.
Aparenté la felicidad que mi hermana esperaba de mí, pero el temor se había aposentado en mis entrañas como un fuego helado.
Aquella noche Karim volvió temprano con información sobre la chica condenada. Dijo que era conocida por su desenfreno y que había quedado embarazada tras tener relaciones con numerosos adolescentes. A Karim le disgustaba aquella conducta; dijo que con su desdén por las leyes de nuestro país había mancillado el honor de su familia; que a ésta no le quedaba otro camino que seguir adelante.
Le pregunté a mi marido cuál era el castigo para los hombres que habían participado en aquello, pero no me contestó. Le dije que seguramente les habrían dado una filípica, en vez de la pena de muerte. En el mundo árabe, la culpa de las relaciones sexuales ilícitas recae enteramente sobre las mujeres. Me sorprendió Karim con su tranquila aceptación de que se ejecutara a una niña, fuera cual fuere su delito. Pese a mi insistencia para que tratase de interceder ante el rey por todos los medios, con lo que a menudo se conseguían éxitos ante padres inclinados a castigos violentos, Karim rechazó mis desesperadas palabras con mal disimulada irritación e insistió en que dejásemos el tema.
Cuando se despidió de mí, yo me mostré distante y adusta. Me prometió una vida perfecta para nuestro hijo, llenándolo de besos, y yo seguí sombría e insensible.
Estaba haciendo los preparativos para abandonar la clínica, cuando la enfermera británica entró en la suite roja de ira. Traía tristes noticias de la chica condenada. Poseía una rara memoria para recordar con gran claridad todos los detalles dolorosos que le había contado el médico hindú. A primera hora de aquella mañana la condenada había dado a luz a una niña. Enterados los mutawas de la indignación reinante entre la comunidad extranjera, tres de ellos se habían instalado con los guardias ante la puerta del quirófano para asegurarse de que ningún extranjero compasivo ayudara a escapar a la chica. Y tras el parto habían llevado a ésta de vuelta a su habitación. Los mutawas comunicaron al médico que se llevarían aquel mismo día a la joven madre para que se le aplicara la pena de lapidación por su delito contra Dios. No estaba decidida aún la suerte de la recién nacida, pues su familia se negaba a acoger a la niña en su seno.
Con el horror pintado en los ojos, la chica le había contado al médico los sucesos que la habían llevado a aquella trágica situación. Se llamaba Amal y era hija de un tendero de Riyadh. Tenía sólo trece años y acababa de convertirse en mujer cuando estallaron los acontecimientos.
Fue un jueves por la noche (el equivalente de los sábados del mundo occidental). Los padres de Amal se habían ido a pasar el fin de semana a los Emiratos y no iban a volver hasta el mediodía del sábado. Las tres criadas filipinas dormían y el chofer se hallaba en su casita, separada del edificio principal. Las hermanas casadas de Amal vivían en otros barrios de la ciudad. De su familia sólo estaban en casa ella y un hermano de diecisiete años. Este hermano y las tres filipinas habían recibido instrucciones de cuidar de la niña. Su hermano había aprovechado la ocasión de que sus padres estuvieran fuera del país para invitar a la casa a un numeroso grupo de amigos adolescentes. Amal oyó sus voces y la música, muy fuerte, hasta altas horas de la madrugada; la sala de juegos quedaba directamente debajo de su dormitorio. Ella pensó que seguramente su hermano y sus amigos estarían fumando marihuana, sustancia a la que últimamente se había aficionado su hermano.
Finalmente, al empezar a vibrar las paredes de su habitación con los bajos del estéreo, Amal decidió decirle a su hermano que bajaran el volumen de la música. Y vestida solamente con el ligero camisón, pues no tenía la menor intención de entrar en la sala donde se hallaban, asomó la cabeza para pedir paz y silencio. Las luces eran tenues y la estancia se hallaba casi a oscuras; al no responder su hermano a sus gritos, ella entró a buscarlo.
Pero no pudo encontrarlo. Los demás adolescentes se hallaban evidentemente bajo los efectos de las drogas y hablando de mujeres, y Amal se vio asaltada por varios chicos a la vez e inmovilizada en el suelo. Gritó llamando a su hermano y tratando de hacerles entender a los chicos que ella era la hija de la casa, pero sus ruegos no llegaron a penetrar en sus drogadas mentes. Los amigos de su hermano le arrancaron el camisón y en turnos frenéticos abusaron brutalmente de ella. El volumen de la música ahogó el ruido del asalto y nadie pudo oír sus gritos de socorro. Amal perdió el conocimiento ante su tercer violador.
Su hermano estaba en el baño, pero tan drogado que se había derrumbado y durmió en el suelo entre neblinas el resto de la noche. Más tarde, cuando la luz del amanecer aclaró las mentes de los asaltantes y se reveló la verdadera identidad de Amal, los muchachos huyeron de la villa.
El chofer y las filipinas llevaron a Amal a un hospital cercano y el médico de guardia avisó a la policía. Los mutawas intervinieron en el asunto. Debido al aislamiento en que vivía Amal como chica, no pudo identificar por sus nombres a los asaltantes, sólo pudo decir que eran amigos de su hermano. Sus nombres se supieron por el hermano de Amal, pero para cuando fueron localizados y se les ordenó comparecer ante la policía para ser interrogados, se habían tomado ya mucho trabajo colaborando en su versión de los hechos. Según esta versión, no había habido drogas aquella noche; sólo confesaron que hicieron mucho ruido con la música y que se estaban divirtiendo de un modo inocente. Dijeron que la chica había entrado en la sala con su camisón provocativo y los había invitado a jugar al sexo. Les dijo que había estado leyendo arriba un libro sobre sexo y que sentía una gran curiosidad. Dijeron que ellos al principio la habían rechazado, pero que ella se había comportado de un modo tal (sentándose en sus rodillas, besándolos, toqueteándolos) que no habían podido resistirse mucho tiempo. La chica estaba desenfrenada y había decidido pasarlo bien con algunos chicos. Declararon que era insaciable, que les había rogado que tomasen parte en el juego todos ellos.
Los padres volvieron de los Emiratos. La madre de Amal creyó la historia que contaba su hija y, aunque la pena casi la enloqueció, no pudo convencer a su marido de la inocencia de la niña. Al padre de Amal, que siempre se había sentido incómodo con sus hijas, lo conmocionó lo sucedido, pero pensó que los muchachos habían hecho lo que cualquier hombre haría en aquellas circunstancias. Y muy compungido decidió que se debía castigar a su hija por haber deshonrado a la familia. El hermano de Amal, temeroso de ser castigado severamente por haberse drogado, no salió en defensa de su hermana.
Los mutawas le ofrecieron al padre apoyo moral en su valerosa actitud y lo colmaron de parabienes por sus convicciones religiosas. La chica iba a morir hoy.
Embargada por emociones de tristeza y temor, apenas oí las continuas exclamaciones de la enfermera británica. Sentí que mi felicidad se desmoronaba al imaginar la inocencia de la niña y la inutilidad de los esfuerzos de la madre por salvarla de una muerte cruel. Personalmente nunca había visto yo una lapidación, pero Omar lo había hecho en tres ocasiones y se había deleitado describiéndonos la suerte que aguarda a las mujeres débiles que no saben defender cuidadosamente su honra tan preciada por los hombres. Y recordé la vivida descripción con que Omar había cargado mi memoria.
Cuando tenía yo doce años, una mujer de un pueblito cercano a Riyadh fue declarada culpable de adulterio. Y condenada a morir lapidada. Omar y un vecino decidieron ir a ver el espectáculo.
Desde primeras horas de la mañana se había reunido una gran multitud impaciente por ver a aquella persona tan mala. Y dijo Omar que cuando la gente ya montaba en cólera por la espera bajo el ardiente sol, metieron a empujones en un furgón de la policía a una muchacha de unos veinticinco años. Dijo que era muy bella, precisamente el tipo de mujer que desafiaría las leyes de Dios.
La pobre llevaba las manos atadas y la cabeza caída sobre el pecho. Un funcionario leyó con la cantilena oficial el delito que había cometido, para que lo oyese la multitud. Usaron un trapo sucio para taparle la boca y le ataron una caperuza negra enfundada en la cabeza. La obligaron a arrodillarse; y un sujeto alto y fornido, el verdugo, le dio cincuenta azotes en la espalda.
Apareció un camión con piedras y pedruscos que fueron descargados en un gran montón. El hombre que había leído el delito comunicó a la muchedumbre que iba a dar comienzo la lapidación. Omar dijo que la gente, hombres en su mayoría, corrió hacia las piedras y empezó a arrojarlas a la mujer. Al poco tiempo la culpable caía derribada y su cuerpo se retorcía espasmódicamente. Dijo que las piedras siguieron golpeándola durante un lapso que pareció interminable. Y de vez en cuando callaban las piedras para que un médico pudiera comprobar el pulso de la mujer. Después de casi dos horas, el médico la declaró finalmente muerta y la lapidación finalizó.
La enfermera británica interrumpió mis tristes meditaciones al entrar en mi habitación profundamente agitada. La policía y los mutawas se llevaban a la chica para la ejecución del castigo. Me dijo que si me quedaba en la puerta podría ver su cara, pues no iba velada. Se oyó una gran conmoción en el pasillo y me apresuré a ponerme el velo. Mis pies empujaron mi cuerpo hacia delante sin que me lo hubiera propuesto conscientemente.
La condenada se veía muy infantil y frágil entre los dos altos y estoicos guardias que la llevaban a su último destino. Con la barbilla caída sobre el pecho, era difícil verle la expresión. Pero supuse que sería bonita, y que habría ganado en belleza si se le hubiese dado la oportunidad. Levantó la temerosa mirada y ojeó el mar de caras que la contemplaban con gran curiosidad. Vi que su miedo era muy grande. Ningún pariente iba a acompañarla hasta la tumba; sólo extraños la verían partir hacia el más sombrío de los viajes.
Regresé a mi habitación. Con gran ternura tomé en mis brazos a mi bebé pensando en el alivio que significaba que no perteneciera el sexo débil. Inspeccioné su carita tratando de adivinar. ¿Apoyaría también él (endureciéndolo, por tanto) el sistema que tan injusto era con su madre y hermanas? Pensé en la posibilidad de que algún día a todas las niñas de mi país tuvieran que quitarles la vida en la cuna. Quizá la terca actitud de nuestros hombres se suavizaría con nuestra ausencia. Me estremecí cuando la pregunta penetró de lleno en mi mente. ¿Cómo podría proteger una madre a las pequeñas de su propio sexo de las leyes de su tierra?
Los ojos de la resuelta enfermera británica se habían llenado de lágrimas. Tras resoplar, me preguntó por qué una princesa como yo no intervenía ante una locura como aquélla. Le dije que yo no podía ayudar a la condenada; que en mi país a las mujeres no se les permitía opinar, ni siquiera a las de la realeza. Apenada, le dije a la enfermera que no sólo moriría la chica según lo dispuesto, sino que su muerte sería dolorosa y que de su vida y su muerte no quedaría registro alguno.
Llegó Karim muy alegre. Había organizado el regreso al palacio con el cuidado de un plan de guerra. Una escolta policial nos facilitaría el desplazamiento a través del bullicioso tráfico de Riyadh, una ciudad que no dejaba de crecer. Karim me ordenó callar cuando le conté el incidente del hospital. Con su hijito en los brazos, que se dirigía a su destino de príncipe en una tierra que cuida y mima a quienes son como él, no sentía el menor deseo de oír una cosa tan triste.
Mis sentimientos por mi marido sufrieron un revés al ver que no le importaba mucho lo que le pudiera suceder a alguien que era sólo una niña. Soltando un gran suspiro me sentí muy sola, y muy temerosa de aquello a lo que yo y mis futuras hijas quizá tuviésemos que enfrentarnos en los años venideros.