NACIMIENTO

La expresión más potente y completa de la vida es un nacimiento. Los actos de concebir y dar a luz son más profundos y bellos que cualquier milagro del arte. Eso lo aprendí al esperar a nuestro primer hijo con una felicidad y una alegría tan grandes.

Karim y yo planeamos meticulosamente el nacimiento. Ningún detalle era demasiado pequeño para dejarlo al azar. Hicimos las reservas de pasajes para ir a Europa cuatro meses antes de la fecha prevista. Daría a luz en el Guy’s Hospital de Londres.

Con unos planes tan minuciosamente preparados, surgieron pocas dificultades para nuestra partida: la madre de Karim, cegada por un nuevo velo confeccionado con una tela más tupida de lo habitual, se torció un tobillo al tropezar en el zoco con una vieja beduina sentada en el suelo; un primo muy próximo, que se hallaba a punto de firmar un importante contrato, pidió a Karim que retrasara la salida; y mi hermana Nura asustó a la familia con una dolencia que el médico creyó que era un ataque de apendicitis.

Una vez superadas esas crisis, me acometieron unos falsos dolores de parto y el médico me prohibió hacer el viaje. Karim y yo aceptamos lo inevitable y empezamos los preparativos para que nuestro hijo naciera en Riyadh.

Por desgracia, el Hospital y Centro de Investigación del Rey Faisal, una clínica especializada en partos que tenía que ofrecernos a los de sangre real los cuidados clínicos más avanzados, todavía no había sido inaugurado. Tendría que dar a luz en una pequeña institución de la ciudad, bien conocida por ser refugio de gérmenes y por su indolente personal.

En nuestra condición de miembros de la realeza, disponíamos de opciones que no estaban a disposición de otros saudís, Karim concertó lo necesario para que convirtieran tres habitaciones del pabellón de maternidad en una suite real. Contrató a carpinteros y pintores del lugar, e hizo venir de Londres a decoradores que traían muestras de telas y cintas métricas.

Un ufano gerente del hospital nos condujo a mis hermanas y a mí por la unidad hasta nuestras habitaciones. La suite relucía en un azul celestial, con su tapizado y sus colchas de seda. Una primorosa cuna había sido fijada al piso con gruesos tornillos, ¡para impedir que algún miembro de aquel negligente personal pudiera tumbar por descuido la cuna y arrojar a nuestro precioso hijo al suelo! Nura se desternillaba al hablar de esas precauciones, y me advertía que Karim nos volvería a todos locos con sus planes para proteger al niño.

Me senté, perdida el habla, cuando Karim me comunicó que en breve llegaría de Inglaterra un equipo de seis personas para asistirme en el parto. A un conocido ginecólogo de Londres y a cinco enfermeras altamente calificadas se les había pagado unos honorarios elevadísimos para que se desplazaran a Riyadh tres semanas antes de la fecha prevista para el parto.

Por ser yo huérfana de madre, Sara se vino a vivir a nuestro palacio hacia el fin de mi embarazo. Yo la contemplaba, y ella a mí. Yo la observaba atentamente, absorbiendo los tristes cambios que había sufrido. Comenté con Karim que temía que no se recobrara jamás de su abominable matrimonio; lo que una vez fue un carácter alegre y animado, tenía ahora permanente componente de silencio.

¡Qué injusta podía ser la vida! Por mi gran agresividad, yo podría habérmelas entendido mejor con un marido prepotente, pues los energúmenos tienden a ser menos violentos con quienes se les plantan.

Con su pacífico modo de ser y su espíritu amable, Sara había sido blanco fácil de la arrogancia de un salvaje marido.

Pero yo agradecía su grata presencia. A medida que mi cuerpo se hinchaba me fui volviendo imprevisible y miedosa. Y Karim, impresionado por su próxima paternidad, había perdido el sentido común.

Debido a la presencia de Asad, el hermano de Karim, y de varios primos que iban y venían sin avisar, Sara tenía buen cuidado en ponerse el velo cuando abandonaba nuestras habitaciones del segundo piso. Los hombres solteros de la familia se alojaban en otra ala, pero a todas horas aparecían por el palacio. Al tercer día de la permanencia de Sara en nuestra casa, y por medio de Karim, Nura nos mandó decir que Sara no tenía ninguna necesidad de llevar el velo en la zona habitada de la villa, ni en sus jardines. Aquello me agradó, como cualquier aflojamiento de las molestas limitaciones que de tal manera nos entorpecían la vida a las mujeres. Al principio Sara se sintió bastante incómoda, aunque muy pronto se despojó sin remilgos del exceso de ropaje negro.

Una noche, muy tarde, Sara y yo nos hallábamos recostadas en sendas reposeras de mimbre disfrutando del fresco aire nocturno del jardín mixto (en la mayoría de los palacios saudís hay jardines «para las mujeres» y jardines «mixtos»). De improviso, Asad y cuatro conocidos regresaron de una cita a altas horas de la noche.

Al oír que se acercaban los hombres, Sara volvió su rostro hacia la pared, pues no quería atraer la desgracia a la familia mostrándose a extraños. No tenía yo muchas ganas de imitar su ademán, por lo que proclamé nuestra presencia allí gritándole a Asad que había mujeres sin velo en el jardín. Los hombres que lo acompañaban se apresuraron a cruzar ante nosotras sin echarnos una mirada y entraron por una puerta lateral al salón de los hombres. Asad, cortés, se acercó a nosotras de un modo informal para preguntarnos el paradero de Karim, cuando sus ojos acertaron a posarse en el rostro de Sara.

Su reacción física fue tan súbita que temí que le hubiera dado un infarto. Dio un respingo tan grotesco que me acerqué a él tan rápido como me lo permitió mi barriga y le sacudí el brazo para atraer su atención. Me preocupé de verdad. ¿Estaría enfermo? Asad tenía el rostro congestionado y parecía incapaz de moverse en una dirección concreta; lo acompañé a un asiento y llamé a una criada para que le trajera agua.

Al no contestar nadie, Sara se levantó de un brinco y fue ella misma por el agua. Incómodo, Asad trató de irse, pero yo lo convencí de que se hallaba al borde del desmayo. Insistí para que se quedara. Dijo que no le dolía nada, aunque no supo explicar la repentina pérdida de su capacidad de movimiento.

Sara volvió con una botella de agua mineral fría y un vaso. Sin mirarlo, llenó el vaso y le dio a beber. La mano de Asad quemó los dedos de Sara. Se miraron y sus miradas se aprisionaron mutuamente. El vaso cayó al suelo y se hizo añicos. Sara me rozó al salir corriendo hacia la villa.

Dejé a Asad con sus amigos, que se habían impacientado y empezaron a salir al jardín. Se mostraron más aturdidos por ver mi rostro que mi protuberante y enorme panza. Desafiante, me contoneé entre ellos y tuve buen cuidado de mirarlos directamente a los ojos. Contestaron con unos avergonzados gruñidos.

Karim me despertó a media noche. Al llegar al palacio había sido interceptado por Asad. Ahora Karim quería que yo le explicara lo que había ocurrido en el jardín. Adormilada, le conté los acontecimientos de la noche y me interesé por el estado de salud de Asad.

Me senté de un salto al oír que Asad insistía en contraer matrimonio con Sara. Le había dicho a Karim que no conocería nunca la felicidad si Sara no era su mujer. ¡Y eso lo decía el mayor de los playboys! Un hombre que sólo unas semanas antes había entristecido a su madre al jurarle con toda vehemencia que no se casaría jamás.

Estaba asombrada. Le dije a Karim que era fácil adivinar la atracción que pudiera haber sentido Asad por Sara debido a su conducta en el jardín, ¡pero de aquello a su insistencia en casarse! Era inconcebible. ¿Por unos instantes de placer visual? Le dije que era una tontería y me di vuelta.

Mientras Karim se duchaba, volví a pensar en lo ocurrido y salté de la cama. Fui a llamar a la puerta de Sara y, al no obtener respuesta, abrí lentamente. Desde la terraza, mi hermana contemplaba un cielo cuajado de estrellas.

Me acerqué trabajosamente a un rincón de la terraza y tomé asiento en silencio, estupefacta ante el giro de los acontecimientos.

Sin mirarme, Sara habló con firmeza.

—Desea casarse conmigo.

—Sí —convine con un hilillo de voz.

Con un ardiente brillo en su mirada, Sara continuó:

—Vi la vida abierta ante mí, Sultana, al mirarlo a los ojos. Éste es el hombre que vio Huda cuando dijo que yo sabría querer. También dijo que como resultado de ese amor iba a traer seis pequeños al mundo.

Cerré los ojos, tratando de recordar los comentarios de Huda aquel lejano día en nuestra casa paterna. Me acordaba de que se había hablado de las frustradas ambiciones de Sara y se había mencionado una boda, pero de aquella conversación recordaba poco más. Me estremecí al advertir que mucho de lo que había predicho Huda había resultado cierto.

Me sentía obligada a rechazar lo del amor a primera vista, el flechazo. Pero de pronto recordé la intensidad de las emociones que sentí el día que conocí a Karim. Así que me mordí la lengua.

Sara me dio unas palmadas en la barriga.

—Vete a la cama, Sultana; tu hijo tiene que descansar. El destino saldrá a mi encuentro. —Volvió su confusa mirada a las estrellas—: Dile a Karim que Asad debería hablar de este asunto con nuestro padre.

Cuando volví a la cama, Karim aún estaba despierto. Le repetí las palabras de Sara y él sacudió la cabeza, maravillado; murmuró que la vida era verdaderamente extraña, y luego me rodeó la panza con sus brazos. Y el sueño llegó suavemente a nosotros, pues nuestras vidas seguían un curso cuidadosamente programado y ninguno de los dos esperaba cambios.

A la mañana siguiente dejé a Karim afeitándose y bajé pesadamente la escalera. Oí a Nura, antes de verla, dedicándose a su pasatiempo preferido: citando un proverbio. Sin aliento casi, solté un juramento; pero escuché en silencio desde el umbral.

»—El hombre que se casa con una mujer por su belleza quedará decepcionado; quien lo haga por su sentido común podrá decir realmente que se ha casado.

No me habían quedado ganas de discutir, por lo que pensé en toser para anunciar mi presencia. Pero al empezar a hablar Nura de nuevo, cambié de idea. Contuve el aliento y afiné el oído para escuchar sus palabras.

—Asad, la chica ha estado casada antes. Y se divorció enseguida. ¿Quién conoce el motivo? Reconsidéralo, hijo mío. Tú puedes casarte con quién quieras, y harías bien en hacerlo con una mujer intacta, ¡no con una ya marchita por el uso! Además, hijo mío, ya ves la bola de fuego que es Sultana. ¿Crees que su hermana será de una sustancia diferente?

Siguiendo un impulso, entré en la estancia con el corazón muy acelerado. Ella estaba indisponiendo a Asad con Sara; y no sólo eso, sino que el leopardo no había cambiado sus cotos de caza; en secreto, Nura seguía odiándome. Era yo un bocado muy amargo para ella.

Sabedora del modo de ser descuidado de Asad, yo no había intervenido en favor de su amor y del de Sara. Pero ahora iba a apoyar decididamente sus deseos. Por la expresión de Asad pude ver, con alivio, que nada alteraría sus planes. Era un hombre obsesionado.

La conversación se quebró cuando vieron mi expresión, pues me resultaba muy difícil ocultar la cólera. Estaba furiosa porque Nura daba por supuesto que en la unión de su hijo con mi hermana tenían que surgir penas. Yo no podía discutir, claro, lo de mi naturaleza rebelde. Había aceptado aquel papel de muy niña y no me sentía muy inclinada a dejarlo. ¡Pero etiquetar a Sara con mi reputación era de locos!

En mi juventud había oído a muchas ancianas decir «si estás junto a un herrero te cubrirá de hollín, pero sí junto a un perfumista, el perfume». Y ahora comprobaba que, por lo que se refería a Nura, Sara llevaba el hollín de su hermana pequeña. Y mis sentimientos por mi suegra eran ya de un odio abismal.

La belleza de Sara había hecho saltar chispas de celos a muchas de nuestro sexo. Yo sabía que su apariencia no dejaba paso a otras consideraciones, como su carácter amable o su brillante intelecto. ¡Pobre Sara!

Asad se levantó y señaló con la cabeza en mi dirección; se excusó para dejarnos. Y cuando él le dio la espalda, Nura pareció recibir una puñalada.

—La decisión está tomada. Si ella y su familia me aceptan, nadie podrá retrasarlo.

Cuando se iba, Nura le gritó algo sobre la insolencia de la juventud y trató de hacerlo sentir culpable exclamando que ella no iba a estar mucho tiempo en el mundo, que su corazón se debilitaba cada día más. Cuando Asad ignoró su evidente maniobra agitó la cabeza con tristeza. Y con las cejas fruncidas tomó, pensativa, unos sorbos de una taza de café. Sin duda estaba conspirando contra Sara, como antes lo había hecho contra la libanesa.

Muy emocionada, llamé con el timbre a la cocinera y le pedí un desayuno de yogur y fruta. Marci entró en la sala para aliviar el dolor de mis hinchados pies con sus hábiles dedos. Nura intentó entablar una conversación conmigo, pero yo estaba demasiado enojada para responder. Cuando empezaba a mordisquear unas frambuesas (traídas a diario de Europa), el primer dolor de parto me tumbó al suelo. Me asusté y empecé a gritar como si me muriera, pues aquel dolor desgarrador había venido demasiado pronto y era demasiado fuerte. Creía que los dolores debían empezar con punzadas, como los de las falsas alarmas que me habían asaltado anteriormente.

El caos estalló al llamar Nura al mismo tiempo a Karim, a Sara, a las enfermeras particulares y a la servidumbre. Al instante Karim me tomó en sus brazos y me dejó, como si fuera un fardo, en la parte trasera de una limusina más larga que las otras, que había sido preparada especialmente para la ocasión. Le habían quitado los asientos traseros y habían puesto una cama a un lado. Disponía además de tres asientos auxiliares para acomodar a Karim, a Sara y a una enfermera. El médico de Londres y las otras cinco enfermeras ya habían sido alertadas y nos seguían en otra limusina.

Yo me sujetaba la espalda mientras la enfermera intentaba en vano controlar el ritmo de los latidos de mi corazón. Karim le gritaba al conductor para que fuera más rápido; luego se desdecía y le mandaba ir más despacio, murmurando que su loca carrera iba a acabar con nuestras vidas. Y le dio un bofetón al pobre hombre cuando le permitió a otro chofer cortarnos el paso.

Karim empezó a maldecirse por no haber dispuesto una escolta policial. Sara hizo cuanto pudo por tranquilizarlo, pero era como una tormenta desatada. Al fin la enfermera británica habló con firmeza y, mirándolo a la cara, le advirtió que su conducta era peligrosa para su esposa y para el niño. Lo amenazó con echarlo del vehículo si no guardaba silencio enseguida.

Karim, todo un príncipe que en su vida había recibido una reprimenda de una mujer, quedó como alelado por la sorpresa y guardó silencio. Y todas respiramos aliviadas.

El gerente de la clínica y un numeroso equipo médico que había sido alertado por la familia esperaban a la puerta. Al gerente le encantaba que nuestro hijo fuera a nacer en su institución, pues en aquel tiempo muchas jóvenes de la realeza iban a dar a luz al extranjero.

Mi parto fue largo y difícil, porque yo era joven y menuda, mientras que mi bebé era grande y terco. No recuerdo mucho del nacimiento en sí mismo; me sedaron con drogas y los recuerdos son confusos. La tensión nerviosa excitó los ánimos de la gente que había allí, y al médico lo oí insultar de vez en cuando a su personal. Sin duda, ellos, al igual que mi marido y mi familia, rogaban para que el bebé fuese varón. Su recompensa sería mayor si surgía un varón; si nacía una niña habría un gran descontento. En cuanto a mí, lo que deseaba era una niña; mi tierra iba a cambiar y me vi sonriendo anticipadamente por la agradable vida que iba a conocer mi hija.

La alegría del médico y de su gente me despertó, sacándome de un pozo de penumbras. ¡Había nacido un niño! Podría asegurar que oí al médico susurrarle a su enfermera jefe:

—¡El ricacho ese me va a llenar los bolsillos por este pleno!

Mi mente protestó por aquel insulto a mi marido, pero me invadió un profundo sopor que me distanció de la habitación, y no me acordé del comentario durante muchas semanas. Por entonces Karim ya le había regalado al médico un Jaguar nuevo y cincuenta mil libras esterlinas. A cada una de las enfermeras les obsequió joyas de oro, además de cinco mil libras esterlinas. Y el jubiloso gerente egipcio de la clínica recibió una sustanciosa contribución al departamento de maternidad, además del equivalente al sueldo de tres meses.

En cuanto pusieron en mis brazos a mi bostezante hijo, se esfumó todo pensamiento de tener una niña. Ya llegaría más tarde. A este chico lo educaríamos de un modo diferente y mejor que el de las generaciones que lo habían precedido. Sentí que la energía de mis intenciones creaba su futuro: no sería un retrógrado, asignaría a sus hermanas un lugar de honor y respeto, y conocería y amaría a su pareja antes de la boda. Las vastas posibilidades de sus hazañas relucían como nuevas estrellas en el cielo. Me decía a mí misma que en el pasado muchas veces un solo hombre ha hecho cambios que han influido a millones. Me henchí de orgullo al imaginar al bienestar que para la humanidad manaría del cuerpito que tenía en las manos. Sin duda, el nuevo comienzo de las mujeres de Arabia podía empezar con mi propia sangre.

Karim le dedicó pocos pensamientos al futuro de su hijo. Estaba enamorado de su paternidad y se mostraba muy temerario al hacer afirmaciones alocadas con relación al número de hijos que íbamos a producir juntos.

¡Estábamos locos de alegría!