Si existiera una palabra para describir a las mujeres saudís de la generación de mi madre, ésta sería «espera». Ellas se pasaron la vida esperando. A las mujeres de aquel tiempo les estaba prohibido recibir educación y oportunidades de trabajo, así que tenían poco que hacer, salvo esperar a casarse, esperar los partos, esperar la llegada de nietos y la vejez.
En los países árabes, la edad trae grandes satisfacciones a las mujeres, pues los honores se conceden a aquellas que cumplen con su deber de producir muchos hijos, dando de este modo continuidad al nombre y al linaje de la familia.
Nura, mi suegra, se había pasado la vida esperando a una nuera que le rindiera los honores a los que ella creía tener derecho ahora. Karim era su hijo mayor y el que más quería. Las costumbres saudís de los viejos tiempos exigían que la esposa del hijo mayor cumpliera las órdenes de su suegra. Como todas las muchachas, yo conocía también esa tradición, pero no quería pensar en ella hasta el momento en que debiera enfrentarme a los hechos.
Ciertamente, el deseo de tener hijos varones es común en la mayor parte del mundo, pero en ningún lugar se puede comparar con los países árabes, donde las mujeres pasan por tensiones insoportables, mientras están en edad fecunda, aguardando el nacimiento de un hijo varón. Los hijos son la única razón del matrimonio, la satisfacción del marido. Los hijos varones son tan valorados que entre madre e hijo surge un vínculo feroz. Sólo el amor por otra mujer puede separar a ambos. Desde el momento de nuestra boda, la madre de Karim no vio en mí más que a una competidora, no a un nuevo miembro bienvenido de la familia. Yo era la promesa de una cuña entre Nura y su hijo; mi presencia no hacía más que intensificar el fuerte ambiente de infelicidad general. Unos años antes, su vida había sufrido un cambio brusco que envenenó sus perspectivas.
Nura, primera mujer del padre de Karim, dio a su marido siete hijos, de los cuales tres fueron varones. Al cumplir Karim los catorce años, su padre tomó una segunda esposa, una libanesa dotada de gran belleza y encanto. Desde aquel momento no había habido paz dentro de los muros que rodeaban los palacios de ambas esposas.
Mezquina y ruin, Nura fue decididamente malévola con el segundo matrimonio de su marido. Llevada de su odio, acudió a un brujo etíope, criado del palacio del rey (aunque los de la realeza podían contratar sus servicios), y le pagó una gran suma para que echara a la libanesa una maldición que la hiciera estéril. Orgullosa de su propia fertilidad, Nura estaba convencida de que la libanesa sería repudiada si no podía tener hijos.
Y sucedió que el padre de Karim amaba a aquella mujer y le dijo que no se preocupara si no le daba hijos. Con el paso de los años, Nura vio a las claras que la libanesa no iba a tener hijos ni a ser repudiada. Y puesto que la energía que mantenía la vida de Nura era la idea de librar a su marido de su segunda esposa, volvió a consultar al brujo y a pagarle una suma mayor aún que la anterior para que se abatiera una nube de muerte sobre aquella libanesa.
Cuando el padre de Karim se enteró, por los chismorreos de la casa, de lo que tramaba Nura, fue a verla, colérico. Y le juró que si la libanesa moría antes que ella, se divorciaría de Nura. Y que la apartaría de la familia, le haría la vida imposible y no le permitía volver a ver a sus hijos.
Convencida de que aquel vientre estéril era fruto del poder del brujo, a Nura le aterrorizaba que aquella mujer pudiera morir ahora; seguramente la magia negra era irrevocable. Y desde aquel momento Nura se vio obligada a velar por la vida de la libanesa.
Y ahora llevaba una existencia desgraciada tratando de salvarle la vida a la mismísima mujer a quien había intentado matar con las artes del vudú. Era una extraña familia.
En su malhumor, Nura arremetía contra todos los que la rodeaban, salvo sus hijos. Puesto que yo no era de su sangre y Karim me amaba de veras, su objetivo natural era yo. Sus intensos celos eran evidentes para todo el mundo, excepto para Karim quien, como la mayoría de los hijos, no veía nada malo en su devota madre. Y parece que ella, en su madurez, había ganado en sabiduría, pues simulaba sentir un gran afecto por mí cuando Karim se hallaba presente.
Todas las mañanas acompañaba yo a mi marido hasta la verja del jardín. Karim, que trabajaba duramente en su bufete, se iba a las nueve que es una hora muy temprana para empezar la jornada en Arabia, en especial para un príncipe. Pocos miembros de la realeza se levantan antes de las diez o las once.
Yo estaba segura de que Nura nos vigilaba desde la ventana de su dormitorio, pues en cuanto se cerraba la puerta tras él, Nura empezaba a llamarme a voces con la mayor urgencia. No podía hacerlo ninguna de las treinta y tres criadas que tenía en casa; tenía que ser yo quien le sirviera el té caliente.
Y puesto que había pasado la juventud maltratada por los hombres de mi casa, no tenía muchas ganas de que en la segunda parte de mi vida se aprovechase de mí mujer alguna, ni siquiera la madre de Karim.
Por el momento guardé silencio. Pero la madre de Karim iba a enterarse muy pronto de que yo me había enfrentado con rivales mucho más feroces que una anciana con sombríos recovecos en su mente. Además, un proverbio dice «La paciencia es la llave de todas las soluciones». Tratando de cambiar el fracaso en éxito, pensé que sería bueno hacer caso de la sabiduría que había pasado de generación en generación. Sería paciente y aguardaría la oportunidad de reducir el poder de Nura sobre mí.
Por fortuna no tuve que esperar mucho. Munir, el hermano menor de Karim, había vuelto poco antes de los Estados Unidos, en donde había cursado sus estudios. Su cólera por estar de vuelta en Arabia hizo mella en la paz de la casa.
Aunque mucho se ha dicho ya de la inevitable monotonía de la vida de las mujeres de Arabia, se ha prestado escasa atención a la vida que desperdician la mayoría de nuestros jóvenes varones.
Cierto que su vida es pura gloria comparada con la de las mujeres; pero aun así les faltan muchas cosas, y los jóvenes árabes pasan muchas horas lánguidas anhelando algún estímulo. No hay ni cines ni clubes ni discotecas, pues hombres y mujeres no pueden ir juntos a los restaurantes salvo si son marido y mujer, o hermanos, o padre e hija.
Acostumbrado a la libertad de la vida estadounidense, Munir, a sus veintidós años, no disfrutaba de su regreso a Arabia. Se acababa de graduar en ciencias empresariales en Washington y había planeado trabajar de intermediario comercial para el gobierno. Mientras aguardaba su oportunidad para demostrar que sabía ganar grandes sumas de dinero, pasión que comparten todos nuestros príncipes, empezó a salir en compañía de un grupo de príncipes conocidos por su arriesgada conducta. Acudían a fiestas mixtas y las daban. Y estaban de servicio allí extranjeras de moral dudosa que trabajaban para distintas clínicas y compañías aéreas.
Abundaban las drogas. Y muchos de esos príncipes eran ya adictos al alcohol, a la droga o a ambos. Y en la torpeza producida por el uno o la otra, la insatisfacción con la dinastía que gobernaba el país, la suya, se enconaba. No contentos con la modernización, anhelaban además la occidentalización; eran muchachos de ardientes ideas revolucionarias. No era de extrañar que su ociosidad alimentara charlas y conductas peligrosas y que, tarde o temprano, sus intrigas revolucionarias fueran del dominio público.
El rey Faisal, que también había sido un muchacho de cuidado pero que se había convertido en un rey piadoso, seguía con diligencia las acciones de sus jóvenes parientes tratando, con su solicitud de siempre, de mostrarles el camino de salida de los excesos de aquella vida vacía. Y colocaban a algunos de los preocupantes príncipes en los negocios familiares, mientras que a otros los mandaban a servir en el ejército.
Después de que el rey Faisal le hablara al padre de Munir de su preocupación por la increíble conducta del joven, oí voces encrespadas y gritos procedentes del despacho. Y, al igual que las otras mujeres de la casa, no tardé en encontrar una tarea urgente en el extremo opuesto del pasillo, en la sala de mapas. Con la mirada puesta en los mapas y los oídos en los gritos, dimos un respingo al oír que Munir acusaba a la familia gobernante de corrupción y dilapidación. Munir juró que él y sus amigos iban a aportar los cambios que con tanta urgencia necesitaba el país. Y abandonó la casa soltando juramentos y gritos de rebelión.
Y aunque Munir clamaba que el país necesitaba marchar hacia el futuro, su cometido era vago y sus actividades reales causaban muchos problemas. La suya era una triste historia de mala cabeza; el alcohol y el dinero fácil lo habían seducido.
Pues ahora los extranjeros ya saben que antes de 1952 el alcohol no estuvo prohibido en el reino de Arabia a los infieles (los no musulmanes). Dos distintos acontecimientos trágicos que involucraron a príncipes de la realeza fueron la causa de que Abdul Aziz, nuestro primer rey lo prohibiera.
Al final de la década de los cuarenta, el príncipe Nasir, hijo de aquél, volvió de los Estados Unidos convertido en un hombre distinto del que había salido del reino. Allí descubrió la tentadora combinación que forman el alcohol y las despreocupadas mujeres occidentales. A su juicio el alcohol era la clave para conseguir que las mujeres lo idolatrasen a uno.
Al tener Nasir el cargo de gobernador de Riyadh, no encontró muchas barreras para conseguir suministros secretos del deseado brebaje. Dio fiestas prohibidas a las que invitó a hombres y mujeres. En el verano de 1947, después de una fiesta de madrugada, murieron siete de los participantes por ingerir alcohol metílico. Entre ellos había algunas mujeres.
El padre de Nasir, Abdul Aziz, se indignó de tal manera ante aquella tragedia innecesaria que, tras azotar personalmente a su hijo, lo metió en la cárcel.
En 1951, Mishari, otro de los hijos del rey, mató al vicecónsul británico de unos disparos efectuados durante una borrachera, e hirió de gravedad a su mujer; la paciencia del viejo rey se agotó. A partir de entonces se prohibió el alcohol en el reino de Arabia y nacieron las redes de un mercado negro.
Desde 1952 el precio del alcohol aumentó hasta los 650 riyales por botella de whisky (200 dólares). Se podía hacer una fortuna importando la ilegal bebida. Y como Munir y desde sus primos, príncipes de alto rango, opinaban que el alcohol debía legalizarse, unieron sus energías y muy pronto se hicieron fabulosamente ricos introduciendo en el país de contrabando, alcohol de Jordania. Cuando los guardas de la frontera llegaban a sospechar del cargamento, se los despedía. Los únicos obstáculos al contrabando de alcohol son las bandas de los Comités para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio.
Formaban esos comités los mutawas, sacerdotes que tiemblan de cólera por la desfachatez de los miembros de la realeza saudí, quienes se supone deben defender las leyes musulmanas más que nadie, pero que una y otra vez demuestran creer hallarse por encima de las enseñanzas del Profeta.
Aquellos comités pronto se convirtieron en la perdición de Munir e, involuntariamente, me facilitaron la solución al problema de mi molesta suegra.
Era sábado, primer día de la semana (los musulmanes celebran su fiesta religiosa los viernes), un día que ninguno de los miembros de la familia de Karim olvidará jamás.
Karim llegó a casa con aire adusto, cansado después de un día de trabajo caluroso y agotador, y se encontró con que su madre y su esposa se hallaban enzarzadas en una dura pugna. Nura, al ver a su hijo, magnificó la guerra a media luz que mantenía con su nuera, llorando y diciendo a voces que yo, Sultana, no le guardaba el menor respeto a su suegra y que sin motivo aparente había empezado una pelea con ella.
Y cuando abandonaba la escena me pellizcó en el antebrazo, y yo, en un creciente arrebato de cólera, corrí tras ella y le hubiera dado un fuerte empujón de no ser por la intervención de Karim. Ella me miró duramente y luego se volvió hacia él. Con aire compungido dio a entender que yo era una esposa incapaz y que si él investigara mis actividades no tardaría en querer repudiarme.
Cualquier otro día Karim se habría reído de nuestra infantil y ridícula exhibición, pues las mujeres que no tienen nada que hacer tienden a meterse en numerosas riñas. Pero aquel día su corredor de bolsa de Londres le había comunicado que en una semana sus acciones habían perdido más de un millón de dólares en valor. Y en su malhumor se apresuró a avivar la violencia de verdad. Puesto que ningún árabe contradice jamás a su madre, Karim me abofeteó tres veces en pleno rostro. Eran bofetones destinados a afrentarme, pues se limitaron a enrojecer levemente mis mejillas.
A los cinco años ya se había formado mi fuerte carácter. Era propensa a ponerme nerviosa cuando surgían problemas. Pero a medida que éstos se acercaban me serenaba. Y cuando tenía el peligro encima, me enfurecía. Enzarzada con mi adversario, no siento miedo alguno y lucho hasta el fin sin importarme las heridas.
Había empezado la guerra. Arrojé a Karim un jarrón de gran valor, único, que acertó a hallarse junto a mí. Y él esquivó el golpe con un rápido movimiento hacia su izquierda. El jarrón se hizo añicos al estrellarse contra una pintura de Monet que valía cientos de miles de dólares. El jarrón y la pintura de nenúfares quedaron destruidos. En el rapto de cólera, agarré una carísima escultura oriental de marfil y se la arrojé a Karim a la cabeza.
El ruido de los golpes y las roturas, junto con nuestros gritos, alertaron a la casa. Y de pronto las mujeres de la familia y las criadas aparecieron gritando junto a nosotros. Por aquel entonces Karim se había dado cuenta ya de que yo iba a destruir la estancia, que estaba repleta de los tesoros que adoraba su padre. Para detenerme, me pegó con fuerza en el mentón. Y me sumí en la oscuridad.
Al abrir los ojos, Marci, inclinada sobre mí, me salpicaba el rostro con el agua fría de un paño empapado. Oí fuertes voces al fondo y supuse que proseguía la excitación de mi pelea con Karim.
Pero Marci me dijo que no, que el nuevo alboroto era a causa de Munir. El rey Faisal había llamado al padre de Karim por algo relacionado con un contenedor de alcohol que había dejado un rastro de esa sustancia ilegal por las calles de Riyadh. Su conductor, un egipcio, se había detenido a comer un bocadillo en un bar, y el penetrante olor del alcohol había reunido allí a una multitud. Detenido por un miembro de uno de los comités de lucha contra el vicio, se había acobardado, dando los nombres de Munir y de otro príncipe. Habían alertado al jefe del Consejo Religioso y éste se lo había dicho al rey, que ahora sufría un inaudito ataque de cólera.
Karim y su padre abandonaron la villa para ir al palacio del rey y mandaron a los choferes en busca de Munir. Y yo, cuidando de mi hinchada mandíbula, planeé una nueva estrategia para vengarme de Nura. Oía sus gritos de pesar; reuniendo fuerzas, descendí por la escalera de caracol oliendo el aire para encontrar su rastro. Como mujer bastante alejada de la santidad, deseaba contemplarla para recrearme con sus males. Seguí sus gritos hasta el salón; y de no ser porque mi mandíbula hubiese sonreído, Nura se hallaba agazapada en un rincón de la estancia, pidiendo a gritos que Alá salvara a su adorado Munir de la cólera del rey y los sacerdotes.
Al verme se calló de golpe. Tras una larga pausa, me miró con desprecio, y me dijo:
—Karim me ha prometido que va a divorciarse de ti. Está de acuerdo en que «quien deja crecer dentro de sí un mal hábito, morirá con él» (que es un proverbio árabe), y tú te has convertido en una salvaje. En esta familia no hay sitio para nadie como tú.
Nura, que había esperado llantos y súplicas, lo normal en la gente desvalida, escrutó mi rostro muy de cerca al replicarle que era yo quien iba a pedir el divorcio de su hijo. Afirmé que en aquel momento Marci estaba haciéndome las maletas y que yo iba a abandonar su sofocante casa antes de una hora. Al dejarla, y como una afrenta más, le dije por encima del hombro que iba a influir en mi padre para que hiciera que Munir fuera un ejemplo para quienes desdeñan las leyes de nuestra fe. Que su precioso hijo seguramente sería azotado o metido en la cárcel, o ambas cosas. Dejé a Nura temblorosa y boquiabierta.
Las cosas habían cambiado. Mi voz sonaba con una confianza que yo no sentía. Pero Nura no tenía manera de saber si yo contaba con un poder entre bastidores con que cumplir mis amenazas. Si su hijo me hubiese repudiado, Nura lo habría celebrado; pero se vería mortificada si era yo quien pedía el divorcio. En Arabia es difícil que una mujer pueda divorciarse de su marido, pero no imposible. Y puesto que mi padre era un príncipe de sangre más próxima a la de nuestro rey que la del de Karim, por unos instantes Nura temió que pudiera salir airosa de mi petición por el castigo de Munir. Ella no podía saber que seguramente mi padre me hubiese echado de casa por mi imprudencia y que yo no tendría a donde ir.
Ahora tenía que actuar para respaldar mis rotundas amenazas. Cuando Marci y yo aparecimos en el vestíbulo con las maletas, la gente de la casa estalló como una explosión.
Munir, que había sido localizado en casa de un amigo y a quien se había obligado a volver, acababa de llegar, traído por uno de los choferes, y coincidimos por azar en la entrada. Desconocedor de la seriedad de la acusación que había contra él, soltó un juramento al decirle yo que su madre había provocado el divorcio de su hermano mayor.
Y una oleada de optimismo perverso invadió mi cuerpo al ver que Nura, reaccionando ante las posibilidades de mi ruidosa cólera, insistió para que no dejara la casa. La doble crisis había roto la determinación de Nura; y ella salió enteramente debilitada de nuestra amarga enemistad. Después de mucho suplicarme, me quedé a regañadientes.
Dormía yo cuando regresó Karim, exhausto tras una tarde de mortificaciones. Le oí decir a Munir que antes de cometer acciones prohibidas debía tener en cuenta el nombre de su padre. Y no tuve que esforzarme mucho para oír la insolente respuesta de Munir acusando a Karim de aceitar la descomunal máquina de hipocresía que era el reino de Arabia Saudí.
El rey Faisal era reverenciado por la mayoría de los saudís por su estilo de vida, devoto y dedicado al país. Y dentro de la propia familia, los príncipes de más edad le tenían un gran respeto. Él había conducido al país desde los sombríos días del gobierno del rey Saud hasta una posición de estima y aún de admiración en algunos aspectos. Pero dentro de la familia había una gran divergencia de opiniones entre los príncipes de más edad y los más jóvenes.
Devorados por el deseo de conseguir la riqueza sin ganársela, esos jóvenes de la familia odiaban al rey que les recortaba las pensiones, les impedía participar en negocios ilegales y los regañaba si se apartaban de la senda del honor. No había ni la menor tregua entre ambas facciones y de continuo estallaban los problemas.
Aquella noche, en nuestra ancha cama, Karim durmió a gran distancia de mí. Le oí toser y revolverse toda la noche. Sabía que se hallaba sumido en sombríos pensamientos. Y sentí un raro pinchazo de culpabilidad al pensar en la gravedad de sus problemas. Decidí que si mi matrimonio sobrevivía a las penosas heridas de aquel día, suavizaría mi actitud.
A la mañana siguiente surgió un nuevo Karim, que no se dignaba hablarme ni acusar mi presencia. Mis buenas intenciones de la noche anterior se desvanecieron a la pálida luz de la mañana. Y levanté la voz para decirle que prefería el divorcio. Aunque en mi interior anhelaba una oferta de paz.
Pero él me miró y con un tono frío y sobrecogedor dijo:
—Prefiere lo que quieras, pero nosotros arreglaremos nuestras diferencias cuando esta crisis familiar quede atrás.
Y siguió afeitándose como si no hubiera dicho nada fuera de lo común. Aquel nuevo enemigo, la indiferencia, me hizo guardar silencio y me quedé canturreando una tonadilla, como si no estuviera preocupada, mientras Karim terminaba de vestirse. Tras abrir la puerta del dormitorio, me dejó con estas palabras:
—¿Sabes, Sultana? Me has decepcionado, ocultando ese espíritu guerrero tras una sonrisa femenina.
Cuando se hubo ido me eché en la cama y lloré hasta quedar exhausta.
Nura me engatusó para llevarme a la mesa de la paz y arreglamos nuestras diferencias con expresiones de amor. Ella mandó a uno de sus choferes al zoco a adquirir un collar de diamantes para mí. Me apresuré a llegarme a las joyerías y comprar el peto de oro más caro que pude encontrar. Me gasté más de 300 000 riyales (unos 80 000 dólares) sin preocuparme por lo que pudiera decir Karim. Ahora veía la posibilidad de lograr la paz con una mujer que podía causarme aflicciones sin fin si mi matrimonio se salvaba.
Transcurrieron semanas antes de que se decidiera la suerte de Munir. Una vez más, la familia no vio ninguna utilidad en que se diera a conocer la desgracia de la realeza. La cólera del rey había sido ablandada por los esfuerzos de mi padre y de varios príncipes que trataron de presentar el incidente como la locura de un muchacho influenciado todavía por las perversiones de Occidente.
Creyendo que había influido de algún modo en mi padre, Nura se sintió agradecida y correspondió con exclamaciones de alegría por tener una nuera como yo. La verdad nunca vio la luz: yo no le dije ni una palabra a mi padre. Su interés derivaba del hecho de que yo perteneciera a la misma familia y él no quería que se lo asociara con el hermano de Karim si surgía un escándalo. Su preocupación se centraba en él mismo y en Alí. Aun así, a mí me encantó de veras el resultado de su gestión y, aunque debo admitir que inmerecidamente, fui una heroína a los ojos de mi suegra.
Una vez más, los mutawas fueron silenciados gracias a los esfuerzos del rey. Éste era tenido en tan alta estima por el Consejo Religioso, que sus apelaciones eran oídas y atendidas.
Munir fue metido en los negocios de su padre y lo mandaron a Jiddah a dirigir las nuevas oficinas. Para librarlo de su descontento lo recompensaron con importantes contratos gubernamentales. A los pocos meses le dijo a su padre que deseaba casarse, y le encontraron una prima adecuada para que aumentara su felicidad. Unos meses más tarde empezó a ganar dinero a manos llenas y alcanzó el rango de los príncipes que viven sólo para obtener cada vez más dinero, hasta que sus cuentas rebosen y produzcan con su interés rentas que rivalicen con los presupuestos de pequeños países.
Desde el día de nuestra charla, Karim se había mudado a otro dormitorio. Nada de lo que pudieran hacer o decirle sus padres lo persuadió a reconsiderar la decisión de divorciarnos.
Y una semana antes de que tuviésemos que separarnos descubrí con horror que estaba embarazada. Tras mucho meditarlo decidí que no me que daba más salida que la de abortar. Sabía que Karim jamás accedería a divorciarse si supiera que yo esperaba un hijo. Pero una persona como yo no es de la menor utilidad para un marido en apuros.
Y yo tenía un problema, pues el aborto no es común en mi tierra (la mayoría quiere tener muchos hijos) y yo no tenía la menor idea de a dónde tenía que ir ni a quién tenía que ver.
Averiguarlo fue bastante complicado. Al fin le confié mi secreto a una prima noble que me había contado que su hermana menor había quedado embarazada el año anterior hallándose de vacaciones en Niza. Ignorante de su estado, ella había regresado a Riyadh. Por temor a que lo descubriera su padre, intentó suicidarse. Su madre ocultó el secreto de la chica contratando los servicios de un médico indio que, a unas tarifas prohibitivas, practicaba abortos a las mujeres saudís. Cuidadosamente planeé mi escapada de palacio para ir a la consulta del médico abortista. Mi confidente fue Marci.
Aguardaba, desalentada, en el consultorio del médico, cuando entró por la puerta un congestionado Karim. Yo no era más que una mujer bajo velos entre otras mujeres igualmente veladas, pero él me reconoció por mi insólito abaaya de seda y por mis zapatos rojos italianos. Me sacó de la estancia a empujones, gritándole a la recepcionista que sería mejor que cerrasen el consultorio de inmediato porque él, Karim, quería ver al médico en la cárcel.
Debajo del velo yo sonreía con el mejor de los humores mientras, de modo alternativo, Karim me confesaba su amor y me insultaba. Refulgía al mirarme. Y alejó de mí los temores de perderlo al confesarme que nunca había pensado realmente divorciarse; que su proceder era debido sólo a una mezcla de orgullo y cólera.
Karim descubrió mi plan cuando Marci le confió el secreto a otra criada de la casa. Ésta había ido a decírselo directamente a Nura, y mi suegra había estado localizando frenéticamente a Karim hasta dar con él en el despacho de un cliente; allí le había contado, histérica, que yo iba a matar a su nieto nonato.
Nuestro hijo se salvó por los pelos. Tendría que recompensar a Marci.
Karim me llevó a casa entre maldiciones y juramentos. Ya en nuestras habitaciones, me cubrió de besos y lloramos e hicimos las paces. Había costado mucho infortunio llegar a esta cima de felicidad.
¡Pero todo había terminado milagrosamente bien!