LA BODA

Con motivo de mi boda, la habitación en que me estaban vistiendo rebosaba alegría. Me rodeaban mujeres de mi familia; no se podía oír a nadie, pues todo el mundo hablaba y reía por ser aquélla una ceremonia de fausto muy especial.

Me hallaba en el palacio de Nura y Ahmed, que habían terminado de decorar sólo unas semanas antes de mi boda. Nura estaba contenta del resultado y ansiaba que los comentarios sobre su lujosa mansión traspasaran la ciudad de Riyadh, y que todos quedaran boquiabiertos por la belleza conseguida y el dinero gastado.

Para empezar, yo odiaba el palacio de Nura; por motivos románticos me hubiera gustado casarme en Jiddah junto al mar. Pero mi padre había insistido en celebrar una boda tradicional y, por una vez, no hice ninguna escena porque mis demandas no fueran satisfechas. Meses atrás había decidido ya contener mis arrebatos, salvo para asuntos de excepcional importancia, y dejar que me resbalaran las irritaciones menores. No había duda de que las desventajas de mi tierra me estaban dejando exhausta.

Nura irradiaba felicidad; nuestras parientas la llenaban de cumplidos sobre la belleza del palacio.

Sara y yo intercambiábamos sonrisitas, pues ya hacía algún tiempo que habíamos convenido en que el sitio era del peor gusto.

El palacio de mármol de Nura era enorme; cientos de operarios yemenís, filipinos y tailandeses supervisados por serios contratistas alemanes habían trabajado de sol a sol durante meses para crear aquella monstruosidad. Pintores, carpinteros, herreros y arquitectos no habían hablado al unísono, y como resultado el palacio se daba de bofetadas consigo mismo.

Los vestíbulos eran dorados y estaban ricamente adornados. Sara y yo contamos ciento ochenta pinturas sólo en el vestíbulo principal. Sara retrocedía angustiada diciendo que la elección de las pinturas había sido hecha por alguien que no tenía el menor conocimiento de los grandes maestros. Alfombras chillonas adornadas con una gran variedad de aves y otros animales cubrían suelos interminables. Los engalanados dormitorios sofocaban mi corazón; me preguntaba cómo era posible que hijas de la misma sangre pudieran diferir de aquel modo al elegir estilos.

Pero mientras que Nura había fracasado miserablemente en la decoración de su casa, los jardines eran una obra maestra. Rodeaban el palacio casi dos kilómetros de lagos y extensiones de césped adornados con macizos de flores, plantas y árboles maravillosamente dispuestos. Había muchas sorpresas para deleite de los ojos: esculturas, vistosas pajareras, fuentes de agua… incluso una calesita.

Me iba a casar con Karim en los jardines, a las nueve de la noche. Sabiendo que me gustaban las rosas amarillas, Nura había mandado traer de Europa miles de ellas, que ahora flotaban en el lago, junto al pabellón rosado donde debía ir a reclamarme Karim. Nura anunció con orgullo que la gente ya decía que aquella era la boda de la década.

En Arabia Saudí no se anuncian las bodas ni los compromisos; esos asuntos se consideran extremadamente privados. Pero los chismorreos sobre ocasiones fastuosas y dispendios económicos se extienden pronto por todo el territorio, y cada rama de la realeza rivaliza por gastar más que las demás.

Empecé a dar manotazos a mis tías y a gritar cuando eliminaron bruscamente el vello de mis partes íntimas. Aullando de dolor les pregunté cuándo había empezado aquella costumbre salvaje. La mayor de mis tías me abofeteó por tamaño descaro. Y mirándome con severidad a los ojos afirmó que yo era una niña tonta y que como hija de la fe musulmana debería saber que el Profeta recomienda que en aras de la higiene hay que eliminar el vello púbico y el de las axilas cada cuarenta días. Obstinada como siempre, grité que esa práctica ya no tenía ningún sentido, pues los musulmanes modernos contamos con agua caliente y jabón para combatir nuestra suciedad. ¡Ya no tenemos que utilizar la arena del desierto para esas cosas!

Sabiendo lo inútil que era discutir conmigo, mi tía prosiguió con sus deberes. Y escandalicé a todos los presentes al proclamar que si el Profeta pudiera hablar en esta época de comodidades modernas, estaba segura de que pondría fin a aquella estúpida tradición. Claro dije a voces, aquello sólo probaba que nosotros, los saudís, no teníamos más personalidad que las mulas; que seguimos los pasos de la mula que nos precede aunque nos lleve directamente a un precipicio. Y sólo cuando actuemos con la vitalidad de un garañón y con una fuerte voluntad podremos entrar en el progreso y dejar atrás la época de aquellos primitivos.

Mis parientas intercambiaron miradas de preocupación, pues vivían atemorizadas por mi espíritu de rebeldía y sólo se sentían a gusto entre mujeres complacientes. El hecho de que me gustara la persona que había elegido mi padre lo consideraban poco menos que milagroso pero, hasta que se hubiera completado el último de los ritos, ninguna de mis parientas recobraría el aliento.

Mi vestido había sido confeccionado con encaje del color rojo más vivo que pude encontrar. Yo era una novia audaz y hallaba un gran placer en escandalizar a mi familia, que me había rogado que llevara uno de un suave tono damasco o rosa pálido. Según mi costumbre, me negué a ceder. Sabía que tenía razón. E incluso mis hermanas terminaron por aceptar que aquel color tan vivo le sentaba muy bien a mi cutis y a mis ojos.

Me entró un feliz aturdimiento cuando Sara y Nura deslizaron por mi cabeza y hombros el vestido y abrocharon los delicados botones alrededor de mi cintura.

Y sentí unos instantes de pesar al abrocharme Nura al cuello el regalo de rubíes y diamantes de Karim. No pude dejar de recordar la imagen de mamá el triste día de la boda de Sara cuando, como una niña que era yo, me senté en el suelo ante ella para verle abrochar las indeseadas joyas alrededor del cuello de su hija. Sólo hacía dos años de aquello, y sin embargo parecía que hubiera ocurrido en otra vida, y a otra Sultana. Pero dejé a un lado la melancolía y sonreí al advertir que mamá me contemplaba desde una gran distancia con un brillo de satisfacción en los ojos. Apenas podía respirar dentro de aquel estrecho corpiño al inclinarme a recoger un ramo de primaverales flores hecho enteramente de piedras preciosas, que Sara había diseñado especialmente para la ocasión.

Mirando a los sonrientes rostros de mis hermanas anuncié finalmente:

—Estoy dispuesta.

Era otro comienzo para mí, una nueva vida.

Un redoble de tambores ahogó los sones de la orquesta contratada en Egipto. Y con Nura a un lado y Sara al otro hice mi entrada triunfal ante los impacientes invitados que aguardaban, ansiosos, en el jardín.

Como en todas las bodas saudís, la ceremonia oficial había tenido lugar con anterioridad. Mientras Karim y su familia se hallaban en un extremo del palacio y yo y la mía en el otro, el jeque religioso había ido de una habitación a la otra preguntándonos si nos aceptábamos como marido y mujer. Ni a Karim ni a mí se nos había permitido decir las palabras rituales en presencia del otro.

Durante cuatro días con sus noches nuestras familias lo habían estado celebrando. Y la fiesta continuaría otros tres días después de que nos presentásemos ante nuestras invitadas. La ceremonia de aquella noche era sólo el escenario montado para que los amantes disfrutaran con la belleza del cumplimiento de la juventud y de la ilusión. Era nuestra noche de gloria.

No había vuelto a ver a Karim desde nuestro primer encuentro. Sin embargo nuestro noviazgo había proseguido durante largas horas de juguetonas charlas por teléfono. Ahora admiraba a Karim que, escoltado por su padre, avanzaba lentamente hacia el pabellón. ¡Era tan atractivo, e iba a ser mi marido!

Por algún extraño motivo, me sentía fascinada por los latidos de su corazón. Contemplaba los temblorosos movimientos de su garganta y contaba los latidos. Con la imaginación me refugiaba en su pecho, en aquel poderoso lugar de romance, pensando «este corazón es mío». Sólo yo tengo el poder de hacerlo latir feliz o desgraciado. Era aquel un momento que devolvía la serenidad a una muchacha.

Por fin él vino ante mí, alto y erguido; sentí que de súbito me embargaba la emoción. Noté que los labios me temblaban y los ojos se me humedecían mientras luchaba por contener las lágrimas. Entonces Karim me quitó el velo que me cubría la cara y ambos rompimos a reír, por lo intenso de nuestra emoción y alegría. El público femenino empezó a aplaudir ruidosamente y a patear con los pies. En Arabia es raro ver novios tan encantados el uno con el otro.

Yo me ahogaba en los ojos de Karim, y él en los míos. Me llenaba un sentimiento de incredulidad. Había sido una chica llena de aprensiones y ahora mi marido, en vez de ser el esperado objeto de mis temores, era quien me liberaba dulcemente de las angustias de mi juventud.

Ansiosos por hallarnos a solas, nos demoramos muy poco después de la ceremonia para recibir los parabienes de nuestras amigas y familiares. De unas bolsitas de terciopelo, Karim sacó unas monedas de oro que lanzó a varios grupos de felices invitadas, mientras yo desaparecía calladamente para cambiarme el vestido por ropa de viaje.

Hubiera querido hablar con mi padre, pero en cuanto finalizó su papel se había apresurado a abandonar los jardines. Sus ideas se habían tranquilizado; la más pequeña y tremenda de las hijas de su matrimonio con su primera esposa estaba ya a buen recaudo y había dejado de ser responsabilidad suya. Me dolía que mi deseo de que hubiesen existido lazos de amor entre nosotros no hubiera conseguido hacerse realidad.

Karim me había prometido que, para la luna de miel, iríamos a donde yo quisiera y haríamos lo que a mí se me antojara. Que mis deseos serían órdenes para él. Con el júbilo de la juventud, hice listas de los lugares que deseaba ver y de las cosas que me gustaría hacer. Nuestra primera escala sería El Cairo para, desde allí, ir a París, Nueva York, Los Ángeles y Hawai, íbamos a disfrutar de ocho preciosas semanas de libertad, lejos de los temores de Arabia Saudí.

Vestida con un conjunto de seda verde esmeralda, me despedí calurosamente de mis hermanas. Sara no podía soportar verme partir y lloraba desconsolada. Susurraba repetidamente «Ten valor», y el corazón se me partía en el pecho; de sobras veía yo que los recuerdos de su noche de bodas no se le borrarían jamás por completo. En el mejor de los casos, aquellos pensamientos sobre su propia luna de miel se volverían borrosos con el paso del tiempo.

Me cubrí el conjunto de gran modista con mí negro abaaya y mi negro velo y me deslicé en el asiento trasero del Mercedes junto a mi flamante marido. Mis catorce valijas ya habían sido transportadas al aeropuerto.

Para poder disfrutar de mayor intimidad, Karim había sacado pasajes de primera clase en todos los vuelos del viaje. Las azafatas libanesas dejaron escapar abiertas sonrisas al observar nuestra torpe conducta. Éramos como adolescentes, pues no habíamos podido aprender el arte de cortejar.

Llegamos finalmente a El Cairo, pasamos rápidamente la aduana y nos llevaron a una opulenta mansión junto a las orillas del viejo Nilo. La casa, que pertenecía al padre de Karim, había sido construida en el siglo XVIII por un rico comerciante turco. Restaurada por el padre de Karim hasta recobrar su original esplendor, la villa, con sus treinta habitaciones, se extendía por niveles irregulares con arqueadas ventanas que daban a los lujuriantes jardines. Cubrían las paredes unos azulejos de un delicado azul celeste con unas intrincadas figuras grabadas. Me sentí seducida por la casa. Y le dije a un orgulloso Karim que aquél era un lugar maravilloso donde empezar un matrimonio.

Aquella villa, impecablemente decorada, me trajo a la mente los chillones defectos en la decoración del palacio de Nura. Y de pronto caí en la cuenta de que el dinero no concede de un modo automático la categoría de artista a los de mi país, ni siquiera en mi propia familia.

Yo era una niña entonces, tenía sólo dieciséis años, pero mi marido entendió lo que significaba mi juventud y me facilitó la introducción al mundo de los adultos del único modo posible. Ni él ni yo estábamos de acuerdo con los modales que imperaban en los matrimonios de nuestro país. Él decía que a dos extraños no había que intimidarlos, ni aun cuando fueran marido y mujer. En su opinión, hombre y mujer debían disponer de tiempo para entender los secretos del otro, que es lo que hace crecer el deseo. Karim me contó que muchas semanas antes decidió que él y yo íbamos a tener nuestro cortejo después de nuestra boda. Y que cuando yo estuviera dispuesta para él, sería yo quien dijera «quiero conocerte por entero».

Pasamos nuestros días y noches jugando. Cenábamos, paseábamos a caballo alrededor de las pirámides, curioseábamos en los atestados bazares de El Cairo, leíamos y charlábamos. A los criados les extrañaba ver una pareja tan alegre que se daba castamente el beso de buenas noches antes de meterse en dormitorios separados.

A la cuarta noche me llevé a mi marido hasta meterlo en mi cama. Luego, con mi soñolienta cabeza sobre su hombro, le susurré que quería ser una de aquellas escandalosas esposas jóvenes de Riyadh que animosamente admitían gozar de la relación sexual con su marido.

Nunca había estado antes en los Estados Unidos y ansiaba formarme una opinión de la gente que estaba esparciendo su cultura por todo el mundo, aunque pareciera saber tan poco del mundo ella misma. Los neoyorquinos, con sus modales molestos y groseros, me intimidaron. Me alegré de llegar a Los Angeles, con su ambiente distendido y agradable que los árabes encontramos más familiar.

En California, después de semanas de toparnos con norteamericanos venidos de casi todos los Estados Unidos, declaré a Karim que amaba a aquella gente rara y ruidosa, los yanquis. Cuando él me preguntó por qué, tuve dificultades para expresar en palabras lo que sentía mi corazón. Y por fin le dije:

—Creo que esa maravillosa mezcla de culturas ha acercado más la civilización a la realidad, más que en ninguna otra civilización del mundo. —Puesto que estaba segura de que Karim no entendía lo que le estaba diciendo, traté de explicárselo—. ¡Son tan pocos los países que consiguen que todos sus ciudadanos disfruten la libertad sin provocar el caos! Y eso se ha logrado en esta tierra enorme. Tratándose de un número de personas tan grande, parece imposible que sigan participando en la carrera de la libertad para todos, cuando hay tantas opciones disponibles. Imagina sólo lo que hubiera sucedido en el mundo árabe; un país de las dimensiones de los Estados Unidos habría tenido una guerra por minuto, ¡y cada hombre estaría seguro de tener la única respuesta correcta para el bien del país! En nuestra tierra los hombres no buscan la solución más allá de sus narices. Aquí es muy distinto.

Karim me miró sorprendido. No estaba acostumbrado a que una mujer se interesara por los grandes esquemas de las cosas, y empezó a hacerme preguntas en plena noche para conocer mis ideas sobre distintos temas. Era evidente que Karim no estaba habituado a que una mujer tuviera opiniones propias. Pareció conmocionarlo el hecho de que opinase de política y sobre el estado del mundo. Al final me besó en la nuca prometiéndome que al volver a Riyadh yo seguiría con mis estudios.

Molesta por su tono de concesión, le dije que no sabía que mi educación fuera tema discutible.

Las planeadas ocho semanas de luna de miel se convirtieron en diez. Sólo después de una llamada del padre de Karim nos resignamos a volver a regañadientes con nuestras familias. Y decidimos vivir en el palacio del padre de Karim hasta que el nuestro estuviera construido.

Yo sabía que la madre de Karim me miraba con desagrado; y ahora ella tenía el poder de hacerme la vida difícil. Pensé en mi insensato menosprecio por la tradición, que había provocado su desdén, y me insulté por pensar tan poco en mi futuro al enemistarme con mi suegra al primer encuentro. Sabía que, como todos los hombres árabes, Karim no se alinearía jamás con su esposa contra su madre. Me correspondía a mí, pues, llegar en son de paz con la ramita de olivo.

Sentí una conmoción muy desagradable cuando el avión en que viajábamos se dispuso a aterrizar en Riyadh; Karim me recordó mi velo. Me revolvía el ánimo tener que cubrirme de negro y me asaltó un feroz anhelo del dulce aroma de la libertad que había empezado a perder en el instante de entrar en el espacio aéreo saudí.

Con la garganta seca por la aprensión, entramos en el palacio de su madre para empezar nuestra vida de casados. Por aquel entonces todavía ignoraba que a ella le desagradaba yo tanto que ya había estado tramando las maneras de poner punto final a nuestra feliz unión.