KARIM

Para mayor extrañeza de mi padre y para mi mayor amargura, la familia de Karim no rompió el compromiso. En vez de eso, la semana siguiente Karim y su padre se presentaron en el despacho del mío y le pidieron con toda cortesía que a Karim se le permitiera verme, bajo la adecuada supervisión, claro. Karim se había enterado de mi conducta poco ortodoxa con sus parientes y, por curiosidad, quería saber si estaba completamente loca o si era sólo muy animada.

Mi padre no había contestado a mi demanda de ver a Karim, pero una petición de la familia de Karim era algo muy distinto. Y tras discutir largamente con varias tías de la familia y con mi hermana Nura, papá dio una respuesta favorable a la petición de Karim.

Cuando papá me contó la noticia, bailé por la estancia loca de contenta. ¡Me vería antes de la boda con el hombre con quien me iba a casar! Mis hermanas y yo nos sentíamos electrizadas, pues aquello era algo que no se hacía en nuestro mundo; éramos como prisioneras que sienten que se les aligeran las cadenas siempre presentes de la tradición.

Los padres de Karim, con Nura y mi padre, decretaron que Karim y su madre vinieran a nuestra villa a tomar el té con nosotras una tarde, dos semanas después. A Karim y a mí nos harían de carabina su madre, Nura, Sara y dos tías mías.

Ante la posibilidad que se había abierto en el horizonte de poder controlar mi vida, renació la esperanza, una fantasía que ayer no me hubiese atrevido a soñar. Estaba muy emocionada y me preguntaba si Karim sería de mi agrado. Entonces me asaltó un pensamiento nuevo y desagradable: ¡Quizá yo no le gustara a Karim! ¡Cuánto me hubiese gustado ser bella como Sara para que los corazones de los hombres latiesen locos de deseo al verme!

Ahora pasaba horas mirándome al espejo, maldiciendo mi baja estatura, retorciendo mis cortos y lacios rizos. La nariz me parecía demasiado pequeña para mi cara… los ojos carecían de realce. ¡Quizá sería mejor que me ocultara bajo un velo hasta la noche de boda!

Sara se rio de mis sufrimientos y trató de tranquilizarme: a los hombres les gustan las mujeres menudas, en especial las que tienen naricitas respingonas y ojos sonrientes. Nura, cuya opinión respetaba siempre todo el mundo, dijo riendo que a todas las mujeres de la familia les parecía una chica muy bonita. Yo nunca había perseguido la belleza; quizás hubiera llegado la hora de realzar mis encantos.

Consumida de pronto por el deseo de ser considerada una mujer deseable, le dije a mi padre que no tenía qué ponerme. Pues aunque nosotras, las saudís, llevamos velo por la calle, nuestras oscuras prendas exteriores quedan descartadas tan pronto entramos en la casa de una amiga. Y ya que no podemos consternar a los del sexo opuesto, salvo a nuestros maridos, con los modelos elegidos con todo cuidado tratamos de deslumbrarnos las unas a las otras. ¡Pues sí, en realidad nos vestimos para las demás mujeres! Y así, por ejemplo, las mujeres de mi país se presentarán a un té vistiendo encajes y satén y con sus adornos elegantemente acentuados por un despliegue de valiosos diamantes y rubíes.

Muchas de mis amigas extranjeras se han asombrado de los descocados escotes y las cortas faldas que ocultan nuestras desaliñadas abaayas. Me han dicho que nosotras, las mujeres saudís, nos parecemos a las vistosas aves exóticas, en eso de guardar nuestras prendas más selectas bajo los negros velos y los abaayas. Sin duda las mujeres de negro nos tomamos más tiempo y esfuerzo, con la ropa que llevamos bajo los velos, que las occidentales, que pueden ostentar su ropa elegante.

Mi padre, encantado por el interés que demostraba en una boda que él creyó que yo iba a trastornar, cedió fácilmente a mis súplicas. Y nos fuimos con Nura y su marido a Londres para una juerga de tres días de compras en Harrod’s.

No escatimé esfuerzos para contarles a las vendedoras de Harrod’s que iba a conocer a mi novio la semana siguiente. Y precisamente porque era una princesa saudí, no quise que supusieran que no podía elegir. Me desagradó que nadie se sorprendiera ante mi orgullosa proclamación. Quienes son libres no pueden comprender el valor que tienen las pequeñas victorias para quienes viven con el ronzal al cuello.

En Londres Nura dispuso lo necesario para que un nuevo maquillaje me diera una apariencia enteramente distinta y para que me tuvieran preparado un muestrario de vestidos con indicación de los colores que mejor conjugaban. Cuando me dijeron que el verde esmeralda era el color que mejor me quedaba, me compré diecisiete artículos en esa tonalidad. Mi rebelde pelo fue recogido hacia atrás en suaves rizos, y yo me quedaba contemplando con delicioso asombro a la sofisticada desconocida al pasar ante las vidrieras cuando iba de compras por los barrios comerciales de Londres.

Ya en el día de la recepción, Sara y Marci me ayudaron a vestirme. Yo alternaba gritos y maldiciones ante la imposibilidad de repetir mi peinado de Londres cuando de súbito apareció Huda en la puerta del dormitorio.

—¡Estate atenta! —chilló entrecerrando los ojos hasta convertirlos en rayas—. ¡Primero conocerás la felicidad, pero luego la desgracia te llegará también con tu marido!

Le arrojé el cepillo a la cabeza y le ordené a voces que no me estropeara el día con sus enredos. Mientras me ondulaba el pelo, Sara me dijo que debería darme vergüenza, que Huda no era más que una pobre anciana. Pero la conciencia no me pesaba en lo más mínimo, y así se lo dije a Sara. Y ella me contestó que la razón era que yo no tenía conciencia. Nos enfurruñamos ambas hasta que sonó el timbre de la puerta. Y entonces me abrazó y me dijo que estaba adorable con mi ropa verde esmeralda.

¡Y ahora iba a ver a mi futuro marido en carne y hueso! Los fuertes latidos de mi corazón me ensordecían los oídos. Y saber que todos los ojos vigilaban mi reacción me hizo enrojecer, lo que echaba a perder la distinguida entrada que había planeado. ¡Oh, poder volver a la seguridad de la infancia!

Pero no tenía por qué pasar por aquello. Karim no sólo era el muchacho más atractivo que había visto en mi vida, sino que sus sensuales ojos siguieron acariciadores mis menores movimientos e hicieron que me sintiera la criatura más adorable de la tierra. A poco de nuestra forzada presentación, yo sabía que él jamás rompería nuestro compromiso. Descubrí en mí un talento oculto, el más valioso para las mujeres que deben arreglárselas para conseguir su objetivo. Supe que era una coqueta. Con la mayor naturalidad me encontré haciendo mohines con los labios y parpadeando al mirar a Karim. Mi imaginación se remontó; Karim sólo era uno de mis galanes.

La madre de Karim no me quitaba los ojos de encima, poco complacida con mis modales de vampiresa. Sara, Nura y las tías intercambiaban miradas apenadas. Pero Karim había quedado hipnotizado, y lo demás no importaba.

Antes de que él y su madre se fueran, preguntó si podría llamarme por teléfono una noche de aquella semana para discutir los planes de nuestra boda. Y yo escandalicé a mis tías al no pedirles permiso antes de contestar:

—Claro, a cualquier hora después de las nueve, perfecto.

Y dirigí a Karim una femenina y prometedora sonrisa al despedirnos.

Canturreaba mi tonadilla predilecta, una balada libanesa de amor, mientras Nura, Sara y las tías me contaban con todo detalle hasta el menor de mis errores. Me dijeron que estaban seguras de que la madre de Karim insistiría para que se anulara el compromiso, pues con los ojos y los labios prácticamente yo había seducido a su hijo. Les contesté que lo que ellas tenían eran celos de que hubiera tenido la ocasión de ver a mi novio antes de la boda. Sacándoles la lengua a las tías les dije que eran demasiado viejas para entender los latidos de los corazones jóvenes; con mi audacia, las dejé boquiabiertas y con los ojos desorbitados. Luego me encerré en el cuarto de baño y empecé a cantar a pleno pulmón.

Más tarde medité sobre mi conducta. Si no me hubiera gustado Karim, me habría asegurado de no gustarle a él. Pero al gustarme, había querido que se enamorase de mí. Mis acciones habían sido muy preparadas: si él me hubiese parecido repulsivo y hubiera querido que rompieran el compromiso, hubiese comido con malos modales, eructado a la cara de su madre y derramado el té sobre las rodillas de Karim. Y si eso no lograba convencer a su madre y a su familia de que yo no era la esposa ideal para Karim, estaba dispuesta incluso a pedorrear.

Afortunadamente para Karim y para su madre, se salvaron de una tarde sorprendente, porque lo encontré atractivo y de carácter agradable. Me sentía tan aliviada al saber que no me iba a casar con un viejo, que pensé que el amor iba a hallar un terreno muy fértil en nuestra unión.

Con unos pensamientos tan placenteros en la cabeza, regalé a Marci seis preciosos conjuntos de mi armario y le dije que iba a pedirle a mi padre que la dejase ir conmigo a mi nuevo hogar.

Aquella noche me llamó Karim. Me contó muy divertido que su madre le había aconsejado que no se casara conmigo. Que temblaba de rabia por mi atrevimiento y predecía que yo causaría pesadumbres al mayor de sus hijos y, a la vez, sería un desastre para toda la familia.

Sintiéndome segura de las artimañas femeninas recién halladas en mí, le respondí provocativa que haría bien en seguir el consejo de su madre.

Karim me susurró que yo era la chica de sus sueños; una real prima, brillante y alegre. Afirmó que no podía soportar a las mujeres con las que su madre lo querría casar; chicas que permanecían sentadas, mudas ante él tratando de anticiparse a sus menores deseos. Que a él le gustaban las chicas con agallas; que le aburría lo corriente; que yo era el deleite de sus ojos.

Karim sacó un tema extraño; me preguntó si había sido «circuncidada». Le dije que tendría que preguntárselo a papá. Pero él me advirtió:

—No, no lo hagas; si no lo sabes, quiere decir que no.

Y aquello pareció gustarle.

En mi inocencia, saqué el tema de la circuncisión durante la cena. Aquella noche era el turno de mi padre con su tercera esposa, por lo que Alí presidía la mesa. Pasmado por mi pregunta, dejó su copa en la mesa bruscamente y miró a Sara en espera de su comentario. Yo continué mojando pan en el plato de humus (un guiso de garbanzos) y, por unos instantes, no acerté a ver la ansiedad en los ojos de mis hermanas. Pero al levantar la mirada vi que todo el mundo se sentía muy incómodo.

Creyéndose el jefe de la familia, Alí dio un puñetazo en la mesa y quiso saber dónde había oído yo aquella palabra. Advirtiendo que algo andaba mal, me acordé de la advertencia de Karim y dije que había oído la charla de unas criadas.

Con una mirada hacia mí, Alí acalló mi ignorancia y le ordenó bruscamente a Sara que llamase a Nura por la mañana para que hablase con «esa niña».

Ahora que nuestra madre había muerto, Nura, por ser la mayor, era la encargada de explicarme esos temas. Y llegó a nuestra villa a las diez de la mañana y subió directamente a mi habitación. La había llamado Alí. Tenía una expresión huidiza al decirme que Alí le había informado de que su misión como hermana mayor dejaba mucho que desear. Y que Alí le iba a comunicar a su padre sus observaciones y su desagrado.

Sentándose en el borde de mi cama, Nura me preguntó en tono amable qué sabía yo de las relaciones entre hombre y mujer. Muy confiada le contesté que sabía cuanto hay que saber.

—Creo que te domina la lengua, hermanita —sonrió mi hermana—. Quizá no lo sepas todo de la vida.

Pero comprobó que yo sabía muchas cosas acerca del acto sexual.

Como en la mayor parte del mundo musulmán, en Arabia Saudí el tema del sexo es tabú. Y el resultado es que las mujeres apenas hablan de nada más. Las charlas sobre el sexo, los hombres y los críos dominan en todas las reuniones femeninas.

En mi país, con las pocas actividades que hay para calmar la mente de las mujeres, la ocupación más importante para ellas es reunirse un día en el palacio de una y al siguiente en el de otra. No es raro para nosotras asistir a esas reuniones todos los días de la semana, salvo los viernes, que es nuestra fiesta religiosa. Nos reunimos, tomamos té o café, comemos pasteles y dulces, vamos de un sofá a otro contándonos chismes. En cuanto una mujer lleva su velo, automáticamente la incluyen en esas funciones.

Desde que llevo el mío he oído, fascinada, contar a jóvenes novias sus noches de boda, y ningún detalle era tan íntimo que no pudiera ser revelado. Algunas de las más jóvenes asombraban a las reunidas declarando que ellas gozaban con el sexo. Otras decían que simulaban disfrutar con las atenciones de su marido para evitar que tomasen otra esposa. Luego había también esas mujeres que desprecian todo lo del sexo de tal modo que durante el acto mantienen los ojos cerrados, soportando los embates de sus maridos con miedo y asco. Y algunas, durante esas charlas, guardan silencio, huyendo del tema; ésas eran las mujeres a las que los hombres de sus vidas trataban con crueldad, de modo parecido al trato brutal que había padecido Sara.

Convencida de que había comprendido las implicaciones de la vida marital, Nura añadió muy poco a mis conocimientos. Lo que sí hizo fue develar que era mi deber como esposa estar disponible para Karim en todo momento, sin importar mis sentimientos. Yo proclamé que haría lo que quisiera, que Karim no podría forzarme en contra de mis inclinaciones. Nura hizo ademanes negativos con la cabeza. Ni Karim ni ningún otro hombre aceptaría el rechazo. El lecho matrimonial era su derecho. Hice constar que Karim era distinto; que nunca iba a utilizar la fuerza. Nura contestó que los hombres no eran comprensivos en esos asuntos. Que no debía esperar eso, o me aplastarían las sorpresas desagradables.

Para cambiar de tema le pregunté a mi hermana sobre la circuncisión. Casi en voz baja, Nura me contó que a ella la habían circuncidado a los doce años, y que aquel rito se había practicado también en las tres hermanas que la seguían en edad. A las seis hijas más jóvenes de la familia se les ahorró aquella bárbara costumbre gracias a la intervención de un médico occidental que habló durante horas con nuestro padre en contra de aquel rito. Nura añadió que no sabía yo la bendición que era no tener que soportar aquel trauma.

Advertí que mi hermana se hallaba al borde del llanto; le pregunté qué había sucedido.

Durante más generaciones de las que conoció Nura, las mujeres de mi país habían sido circuncidadas. Como la mayoría de las saudís, nuestra madre lo fue al convertirse en mujer, pocas semanas antes de su boda. Y a los catorce, cuando Nura, se convirtió en mujer, nuestra madre siguió la única tradición que conocía y dispuso la circuncisión de Nura en un poblado a unas millas de Riyadh.

Y se preparó una fiesta, y tuvo lugar una ceremonia. La joven Nura estaba asustada por el honor que le concedían como centro de atención. Poco antes del ritual su madre le contó que las mujeres de más edad iban a efectuar una pequeña ceremonia y que era muy importante que Nura permaneciera muy quieta. Una mujer tocó un tambor, otra canturreó. Las ancianas se apiñaron en torno de la asustada criatura. Cuatro mujeres acostaron sobre una sábana echada sobre el suelo a Nura desnuda de cintura para abajo; la más vieja de las mujeres levantó su mano: horrorizada, Nura advirtió que lo que empuñaba en ella era un instrumento parecido a una cuchilla. Nura gritó al sentir un dolor agudo en la zona genital. Las mujeres la levantaron y, mareada por el trastorno, fue felicitada por haberse convertido en mujer adulta. Y temblando de la cabeza a los pies vio que la sangre manaba de sus heridas. Fue llevada a una tienda, donde la curaron y vendaron.

Sus heridas sanaron rápidamente, pero ella no entendió las implicaciones de aquel proceder hasta su noche de bodas; hubo dolor insoportable y mucha sangre. Y por persistir ambas cosas, sintió despertarse en ella un gran miedo a acostarse con su marido. Finalmente, al quedar encinta, visitó a un médico occidental que se horrorizó ante sus cicatrices. Le dijo que le habían cercenado la totalidad de sus genitales externos y que no había duda de que a ella el acto sexual siempre le acarrearía sangre, dolor y llanto.

Cuando el médico averiguó que otras tres hermanas de Nura habían sido circuncidadas y que seguramente las seis restantes sufrirían la misma suerte, le encareció que le arreglara una entrevista con sus padres en la clínica.

Mis otras tres hermanas visitaron también al médico. Él dijo que mi hermana Baher se hallaba mucho peor aún que Nura y que no entendía cómo podía aguantar las relaciones sexuales con su marido. Nura, que había presenciado las ceremonias de sus hermanas, recordaba que Baher había luchado con las ancianas y que había conseguido alejarse algunos metros de sus torturadoras. Pero que al fin fue atrapada y devuelta a la estera, donde sus pataleos provocaron muchas mutilaciones y una gran pérdida de sangre.

Para sorpresa del médico, resultó ser mi madre quien insistió en que circuncidasen a sus hijas. Ella había sufrido también el rito; y estaba convencida de que aquello era voluntad de Alá. Por fin el médico convenció a nuestro padre de la rematada estupidez de aquel proceder, así como de sus peligros para la salud. Nura dijo que yo me había salvado de una costumbre cruel e inútil.

Le pregunté a Nura por qué creía ella que Karim me interrogó sobre aquel asunto. Me contestó que tenía suerte de que Karim fuese un hombre que creyera que para una mujer era mejor estar completa. Que muchos insisten aún en la circuncisión de sus novias. Aquel asunto dependía de la región de procedencia y de las creencias de la familia en cuyo seno había nacido la niña. Unas familias continúan su práctica, mientras que otras la han relegado al bárbaro pasado al que pertenece. Añadió que a ella aquello le parecía como si Karim quisiera una esposa que compartiera el placer, que no fuera sólo un objeto de placer.

Y me dejó a solas con mis pensamientos. Sabía que era muy afortunada de ser una de las hijas menores de la familia. Me sacudió un estremecimiento al pensar en el trauma por el que habían pasado Nura y mis otras hermanas.

Era feliz de que Karim se preocupara por mi bienestar. Empecé a acariciar la idea de que algunas mujeres pudieran ser felices en mi país pese a tradiciones que no pertenecen a una sociedad civilizada. Y aun así, la injusticia de todo aquello seguía dándome vueltas en la cabeza; que las mujeres de Arabia sólo pudiéramos hallar la felicidad si los hombres que mandaban en nuestras vidas eran considerados con nosotras; que en otro caso nos embargaría la tristeza. Y sin que importe lo que hagamos, nuestro futuro va atado a un requisito previo: el grado de amabilidad del hombre que mande en nosotras.

Sintiéndome soñolienta aún, me volví a acostar; soñé que aguardaba a mi novio Karim y llevaba un bello camisón verde esmeralda. Karim tardaba en llegar y mi sueño se convirtió en una pesadilla de la que desperté bañada en sudor y temblando; me perseguían unas macabras viejas de negro, empañando cuchillas y pidiendo a gritos mi sangre.

Llamé a Marci para que me trajera agua fría. Estaba angustiada, pues reconocía el significado de mi pesadilla; el mayor obstáculo para cambiar y mejorar nuestras anticuadas costumbres es la propia mujer árabe. Las mujeres de la generación de mi madre carecían de educación y tenían pocos conocimientos aparte de los que sus hombres les decían que eran ciertos; y la trágica consecuencia de eso era que, bajo el cruel cuchillo de la barbarie, tradiciones como la circuncisión eran mantenidas vivas por la misma gente que las había padecido. En su confusión entre pasado y presente, ayudaban involuntariamente a los hombres en su esfuerzo para mantenernos en el aislamiento y la ignorancia. Y aunque le hubieran hablado de peligros clínicos, mi madre se hubiese apegado al pasado tradicional; no habría podido imaginar para sus hijas otra senda que la que ella misma había seguido, por temor a que cambiar las tradiciones perjudicara sus oportunidades de casarse.

Sólo nosotras, las mujeres modernas e instruidas, podíamos cambiar el curso de la vida de la mujer. Estaba a nuestro alcance; en nuestras matrices. Contemplaba la fecha de mi boda con decidida anticipación; yo iba a ser la primera mujer saudí que reformara su círculo íntimo. Y serían mis hijos y mis hijas quienes remodelarían Arabia, convirtiéndola en un país válido para todos sus ciudadanos, hombres y mujeres.